Apuntamientos de Hume, Cicerón y notas diversas. Apuntamientos de On The Rise And Progress Of The Arts And Sciences
Comienzo de texto
Textos Relacionados
La urbanidad marca los progresos de la civilización y parece que pertenece más bien a la perfección de las costumbres que a la de las ciencias, a la de los sentimientos que a la de las ideas, a la filosofía moral que a la racional. Hay cierta grosería en los antiguos que nos chocarían a nosotros. Los griegos Aquiles, Agamenón, ¿cómo se reirían si un moderno que se alabase como se alababa Arriano o Cicerón? Ni ¿cómo se permitirían a Boil[e]au las indecencias y obscenidades que se celebran en Juvenal?
Esto acaso se debe atribuir, según la observación de Hume, al carácter de las monarquías donde, hallándose todo clasificado, es muy graduada la escala de la dependencia y, por consiguiente, de la recíproca consideración. El ingenio, la complacencia, la deferencia, la urbanidad, todo lo que hace al hombre agradable, sirve en ellas para adelantarse; el orgullo, la altanería, el desdén, la grosería, que hacen al hombre odioso, son contrarios a la fortuna. Hay una lisonja noble, si así puede decirse, que la urbanidad tolera.
Disimular, condescender, deferir, es casi ya necesario en la sociedad, y pertenece al arte de su conversación. Los inferiores, los iguales, los superiores, todos en cierto grado y por diversas razones, necesitan del arte de agradar. Ninguno es bastante libre, ni bastante esclavo, bastante poderoso ni bastante débil para excusarle. En todo esto hay bien; el mal está en el exceso: la adulación, el disimulo y doblez, la humillación, la afectación rastrera: he aquí los vicios.
Una parte de la urbanidad es la galantería, porque ésta es la urbanidad con las mujeres. Su origen, en la batalla en el amor de los dos sexos. Parece que no se reduce simplemente al objeto de la procreación, sino a los más durables placeres de la compañía. Parece que se descubre en la prefer[id]a sociedad, en los juegos, en el lenguaje y en las mutuas atenciones de los dos sexos, aun fuera de la estación del celo. ¡Cuánto más en el hombre donde el apetito no conoce estaciones! Pero el hombre, o por lo menos el hombre culto, busca algo más y diferente del objeto del apetito, y aun en éste realza el placer por consideraciones exteriores a él. No sólo la edad, la figura, la gracia, sino la ternura, el talento, la preferencia, la fidelidad, cuanto recomienda el mérito de las personas, añade muchos grados al placer de disfrutarse.
(La moral corrige los vicios que ofenden el derecho de otros. La urbanidad hace más, los tolera en otro, aleja en nosotros hasta la sospecha de ellos. Condesciende, defiere, aplaude, consuela y se esfuerza por ir más adelante del deber. Respeta en los ancianos hasta sus enfermedades y flaquezas, en los rústicos hasta su simplicidad e ignorancia. Los antiguos eran muy hospedadores, nosotros en cierto modo hacemos a nuestros huéspedes amos de casa. En un convite, en una fiesta, el amo es el último).
Así la naturaleza hizo superior al hombre: el bárbaro agrava esta superioridad, el culto la disimula, la cede a la mujer. ¡Cuánto no endulza esto el trato en los dos sexos! Quitemos de él, de sus conversaciones y juegos, fiestas y juntas, lo que hay de galantería. ¿Qué restará de placer? El decoro, la modestia, el recato que recomienda la buena educación, cuán agradable no hace el trato. ¡Qué mejor escuela de costumbres para la juventud! En este trato la mujer toma del carácter del hombre la gravedad, la firmeza, la constancia y le da la delicadeza, la sensibilidad, la blandura. Nada de esto en los antiguos, las virtudes y dotes femeniles eran todas de familia y no de sociedad.
(Horacio condena las groseras burlas de Plauto, ¿pero cuánto se pudiera decirle de las suyas?)
Extracto parafrástico de David Hume