Apéndice a la Memoria en defensa de la Junta Central. Número X. Recursos contra el marqués de la Romana

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Comienzo de texto: Primera representación a la Junta − Segunda − Tercera − Resolución − Edicto del marqués − Programa del general Ney

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Primera representación a la Junta − Segunda − Tercera − Resolución − Edicto del marqués − Programa del general Ney
I
Primera representación
Señor:
Tenemos el honor de presentar a V. M. la representación y copias adjuntas, que acabamos de recibir, y lejos de querer preocupar su real ánimo en cuanto a su contenido, declaramos y pedimos a V. M. que, suspendiendo toda providencia, espere las noticias o informes que el marqués de la Romana diere a V. M. acerca de los negocios en que ha entendido y de las providencias que ha dictado a su real nombre. Pocos pueden presentarse a V. M. de mayor gravedad y interés. De una parte, se halla comprometida la autoridad del marqués de la Romana, individuo de este augusto cuerpo, general en jefe de los ejércitos del norte, y particularmente encargado por V. M. del mando de aquellas provincias con las más amplias facultades. De otra, la autoridad de la Junta General del Principado de Asturias, erigida, no tumultuaria ni ocasionalmente, sino con arreglo a las leyes municipales de la provincia; libremente elegida por todos los concejos, que según las mismas leyes, tienen derecho legítimo de representación para formarla; instalada conforme a la antigua inmemorial costumbre y a las franquezas del país, y compuesta de las personas más señaladas y acreditadas en él, por su nacimiento, instrucción y desinterés. El marqués, lleno de celo y calor, y movido de los informes, buenos o malos, que pudo recibir, no sólo extinguió y suprimió de hecho la Junta General, o Cortes del Principado, y creó y subrogó, de propia autoridad, otra en su lugar, sino que para justificar su providencia, publicó por edicto impreso los graves excesos y delitos que atribuyó indistintamente a los individuos de la primera. Estos, llenos de dolor y confusión, reclaman la justicia de V. M., y se quejan de que el marqués, sin audiencia ni juicio, ni otra justificación que los informes de algunos descontentos, que jamás faltan al gobierno cuando obra con firmeza y rectitud, abusando de las facultades que le estaban confiadas, y sin legítima autoridad para tan extrema providencia, se hubiese arrojado a dictarla, atropellando los derechos del Principado, con injusticia y desdoro de sus legítimos representantes. En causa, pues, de tan grave y delicada naturaleza, si es necesaria toda la justicia de V. M. para darla con imparcialidad y firmeza a quien la tuviere en su favor, lo es mucho más su alta prudencia, para que un ejemplo que aparece con tanto aire de escandaloso no tenga influjo ni consecuencia peligrosa en el gobierno, el cual sólo podrá atender dignamente a los graves objetos que le ocupan, cuando reine la paz interior de las provincias, la observancia de sus leyes y loables costumbres, y el respeto a las autoridades que bajo la augusta protección de V. M. rigen sus pueblos.
Por nuestra parte, siendo parientes o amigos de los individuos querellantes, y estando nombrados por la misma Junta condenada y extinguida, nos abstenemos desde ahora de tomar parte en las providencias que V. M. se dignare acordar. Repetimos que creemos conveniente esperar la exposición o informes que diere el marqués de la Romana, para dictarlas con el más pleno y cumplido conocimiento; y si para salir de tan espinoso encuentro pudiere valer algo nuestro consejo, por el conocimiento práctico que tenemos del Principado, estaremos siempre prontos a darle a V. M. con toda la imparcialidad que su naturaleza requiere, y que es tan propia de nuestro carácter.
Nuestro Señor prospere el justo y sabio gobierno de V. M. Sevilla, 20 de mayo de 1809. Señor. Gaspar de Jovellanos. El marqués de Campo Sagrado.
II
Segunda
Señor:
El marqués de Campo Sagrado y don Gaspar de Jovellanos, movidos no tanto de su amor al país en que nacieron como del que profesan a la justicia y al orden, y del interés que toman en la conservación del decoro y la gloria de V. M., tienen el honor de elevar a su suprema atención algunas reflexiones que creen dignas de ella, antes que el delicado expediente de que se trató en la sesión de ayer sea llevado a su última resolución.
La primera es que la queja presentada a V. M. por el procurador general del Principado de Asturias abraza dos especies de agravios, que exigen de justicia diferente examen y remedio: unos, hechos al mismo Principado, cuya constitución ha sido violada, su representación menospreciada y ultrajada y sus fueros y franquezas escandalosamente desatendidos y atropellados; los otros, relativos a la conducta de los individuos que componían su Junta General, acriminada por el marqués de la Romana con muy graves imputaciones. Y si los exponentes, por el sólo efecto de su delicadeza, se abstuvieron de dar dictamen en un negocio que en el último de estos respetos pudiera interesarles personalmente, viven muy persuadidos a que V. M. no le desdeñaría en el primero, en el cual, no sólo tenían derecho a darle, sino a que fuese buscado y atendido con alguna particular consideración.
Los exponentes tenemos entendido que se trata de enviar comisionados a Asturias para averiguar las causas que pudieron mover al marqués de la Romana a tomar las providencias que dieron ocasión a este expediente, y esta resolución, tan llena de justicia y tan propia de la alta prudencia de V. M. en cuanto dice relación a los individuos de la Junta General de Asturias, no presenta los mismos caracteres respecto de la Junta misma que representaba al Principado. El agravio de este no ha menester averiguaciones; es de mero hecho, es notorio, y su reparación debe serlo también. Porque, ¿qué tendrán que averiguar los comisionados acerca de él? ¿Que el Principado de Asturias desde el restablecimiento de la monarquía goda fue gobernado por su propia constitución? ¿Que lo que hoy se llama su Junta General era entonces y durante los trece primeros reyes, la junta o corte general del reino? ¿Que trasladada la corte a León, quedó Asturias como provincia, con el mismo gobierno que tuviera como reino, y que esta su constitución fue mantenida y conservada por espacio de diez y ocho siglos, sin que las irrupciones del despotismo se hubiesen atrevido a violarla? O, en fin, ¿tendrán que averiguar los comisionados si el marqués de la Romana tuvo bastante poder para abolir una Junta cuya naturaleza mirará V. M. mismo como inviolable, pues que no cabe en su suprema justicia el alterar la constitución interior de los pueblos, cuando para remediar sus imperfecciones los convoca a Cortes, no queriendo hacer esta novedad sin consejo de la nación?
No, Señor, V. M., para juzgar los agravios del Principado, no ha menester ajena ilustración. A su profunda sabiduría no puede ocultarse que las indicadas son otras tantas verdades conocidas; que las saben cuantos tienen alguna pequeña tintura en la historia; que la ignorancia de ellas no puede disculpar a ningún jefe, militar ni político, y pues que la ofensa hecha en despreciarlas y traspasarlas es notoria, su reparación es urgente y exige la más pronta y satisfactoria providencia.
Porque, como quiera que el marqués de la Romana haya considerado este asunto, debió reflexionar que si los individuos que componían la Junta General de Asturias eran culpables de algún exceso, el cuerpo entero de la representación era inviolable, y que mientras aquellos debiesen responder de su conducta personal y del abuso de su ministerio, la representación debió ser respetada y protegida por la autoridad, como lo está por las leyes.
Y cuando se quiera decir que el marqués, para castigar a los individuos de la Junta, pudo despojarlos a todos de su representación, disolver el cuerpo, cosa que ciertamente es ajena de todo principio político, ¿de dónde le vendría el poder para despojar al Principado del derecho que tiene, y que es inamisible, a ser regido por representantes de su propia elección? ¿De dónde el poder de entregarle al gobierno ilegítimo de una junta espuria, formada por su solo capricho? ¿Y cómo es que en tan larga mansión como hizo en la capital, no le ocurrió el medio legal y sencillísimo de intimar a los concejos que nombrasen otros representantes? Y pues que asegura que todos estaban quejosos y descontentos de los individuos de la Junta suprimida, ¿cómo no le ocurrió que los concejos se apresurarían a nombrar otros más dignos de su confianza? El marqués, obrando así, hubiera por lo menos preservado con una mano la constitución del Principado, que alteraba con otra. Pero este medio no cupo en su prevenida imaginación, ni en su conducta puede V. M. desconocer el impulso que la movía y las siniestras sugestiones que sorprendieron su ánimo, ni tampoco dejará de columbrar las bocas de donde venían. A buen seguro que los concejos de Asturias, llamados a nueva elección, no hubieran puesto su confianza en los pocos y marcados individuos que aceptaron su nombramiento para la nueva Junta.
De todo esto deducen los exponentes que en la resolución de este importante negocio no podrá resplandecer aquella alta justicia que V. M. está tan acostumbrado a dispensar, si ante todas cosas no mandase reinstalar la legítima Junta del Principado de Asturias en el mismo estado en que se hallaba cuando la sorprendió y destruyó el marqués. Si V. M. mirase sólo a los principios comunes de justicia, no puede ocultarse a su sabiduría que pues es notorio el despojo causado a la representación del Principado, su restitución debe preceder a cualquiera discusión que se haga acerca de sus causas. Y si este negocio se quisiere regular por máximas de prudencia política, tampoco se ocultará a V. M. que las ofensas hechas a los cuerpos públicos piden una reparación más pronta y solemne. Y, en fin, V. M. penetrará que si en esta clase de atentados hay algunos a que las circunstancias del día añadan mayor gravedad, serán sin duda aquellos en que la fuerza militar aparece atropellando la justicia y el orden público y destruyendo la jerarquía civil de los pueblos.
Bien conocemos que a V. M. pudo detener en esta medida la impresión que habrán hecho en su ánimo las imprudentes acusaciones del marqués de la Romana contra los individuos de la Junta; pero es de nuestro deber oponer a ellas dos reflexiones muy dignas de su soberana atención. Es la primera que a los individuos acusados protege el mismo derecho que a la Junta misma. ¿No han sido violentamente despojados de su honor y sus empleos? No han sido juzgados sin ser oídos, sin proceso ni forma de juicio, y condenados en globo sin determinación específica de delitos, ni aun de personas a quienes debiesen imputarse? Y V. M. ¿podrá dudar que este procedimiento, tan ajeno de razón y justicia, y tan contrario a las leyes más sagradas del reino, sólo puede repararse restituyendo las cosas a su antiguo estado, como único remedio señalado en las mismas leyes?
Porque, Señor, y esta es la segunda reflexión que nos ocurre al calificar las imputaciones del marqués, ¿quién se persuadirá a que todos los individuos de la Junta de Asturias fueron culpables? ¿Quién a que todos lo fueron igualmente? ¿Quién, sabiendo que allí, como en las demás juntas del reino, dividido el manejo de los negocios en varios departamentos y confiados a diferentes individuos, creerá que todos a una y con igual abandono y prostitución de su honor, se hicieron reos de los excesos que el marqués les imputa en globo? Él no nombra uno solo; uno solo no ha sido exceptuado en su censura ni en la pena señalada a sus excesos; y esta consideración basta para que V. M., calificando el espíritu de sus providencias, reconozca la necesidad de reparar su efecto por medio de una completa restitución.
¿Y acaso la desmerecen los vocales de la Junta de Asturias? Ya su procurador general, confundido también en las providencias del marqués, indicó a V. M. la clase de personas que la componían. Pero nosotros debemos recordar que desde el presidente, don José Valdés y Flórez, brigadier de la Real Armada, hasta el secretario, don Baltasar de Cienfuegos, reunía en su seno cuanto hay de más granado en aquella provincia, no sólo por su cuna y sus títulos, sino también por su instrucción, su reputación y su celo público. No recordaremos, porque no es del día, los grandes servicios que estos dignos ciudadanos hicieron a la causa pública, esperando el tiempo en que puesta en claro la verdad, podamos con voz más libre y severa oponerlos a la malignidad de sus calumniadores. Pero, pues V. M. no ignora estos servicios, ¿qué es lo que puede temer de los que los hicieron? Ellos reconocen su soberana autoridad, y a vista de los comisionados, que irán revestidos de ella y se pondrán a su frente, se gloriarán de respetarla y obedecer sus órdenes. Si de las averiguaciones que se hicieren resultaren cargos personales contra alguno o algunos individuos de la Junta, la suspensión de sus funciones, y aun el arresto, será conforme a derecho. Y cuando todos (lo que ni siquiera puede soñarse) resultaren reos, ¿no podrán los comisionados convocar nueva Junta, y conservar al Principado el gobierno constitucional, que siempre tuvo y que nunca debió perder, consultando así al decoro de la autoridad suprema, sin menoscabo de los más preciosos derechos del Principado?
Los exponentes deben concluir con una reflexión, que aunque relativa a su propio decoro, interesa también al de V. M. Si la Junta suprimida era ilegítima y formada por intrigas, como indiscretamente publicó el marqués, ¿cómo creeremos nosotros que es legítima nuestra representación, derivada de aquel principio? Y si V. M. no se dignare de restituirla al estado y concepto de legítima, de que fue despojada, ¿dónde hallaremos nosotros un vínculo que enlace nuestro derecho con el origen de que fue derivado? En este caso, tendríamos que retirarnos a vivir como personas particulares adonde V. M. nos permitiese. Pero no podemos esperar que semejante desgracia quepa en la justicia de V. M.; porque menos temeremos que oída esta exposición, persista V. M. en la idea de despojar al Principado de Asturias de una representación y gobierno de que ha gozado por tantos siglos, con gran provecho de la provincia y de la causa pública.
V. M. resolverá lo que fuere de su mayor agrado. Sevilla, 6 de julio de 1809. Señor. El marqués de Campo Sagrado. Gaspar de Jovellanos.
III
Tercera
Señor:
El marqués de Campo Sagrado y don Gaspar de Jovellanos, ratificando juntos lo que en representación separada tiene el honor de exponer a V. M. uno de nosotros, imploramos en esta su suprema atención y benigna indulgencia, a fin de que se digne oír con ella las consideraciones que de nuevo les ocurren acerca de la resolución del desgraciado expediente del Principado de Asturias.
Para representarlas a V. M. no tomarán el título de diputados de aquel Principado, porque las reclamaciones de este han sido ya elevadas a su suprema atención por el procurador general, que es su representante legítimo y constitucional. Tampoco el de individuos del augusto cuerpo depositario de la autoridad soberana, en cuyo concepto se rinden, como es su deber, a todas las resoluciones de V. M., y las veneran con toda la sumisión que es propia de su fidelidad y del interés que tienen en su prosperidad y su gloria. Hablarán solamente como simples ciudadanos de aquel Principado y en uso de la acción y derecho que a ninguno de los que han nacido en él puede negarse en negocios de su general interés, y mucho menos en los que tocan a la conservación de su constitución, fueros y libertades. En esta calidad, venerando las providencias acordadas por V. M., no pueden dejar de implorar su justicia, a fin de que se digne reformarlas según su prudencia y sabiduría le dictasen.
En esta reclamación estarán muy lejos los exponentes de olvidar las consideraciones debidas a la dignidad y carácter del marqués de la Romana, y más aún a los ilustres testimonios que ha dado de fidelidad a nuestro amado Fernando VII y de amor a la causa pública que defendemos, porque los que representan están persuadidos a que, cuando este digno general se halle libre de las sugestiones que le empeñaron en las aventuradas providencias que constan en el expediente, será el primero a arrepentirse de ellas, y a reconocer aquellos inocentes errores en que tal vez extravía el celo cuando tiene la desgracia de ser dirigido por malas guías. Y cuando los exponentes no hallasen dentro de sí mismos el impulso de esta moderación, bastaríales para ella la desgracia que persigue a este general desde su vuelta a España, no sólo en los accidentes y vicisitudes de la guerra, que no le permitieron desenvolver su bien acreditada bizarría y sus conocimientos militares, sino también en los demás asuntos de su mando, en que sus providencias aparecen, como V. M. no ignora, más bien productos de ajena y siniestra inspiración que dictámenes de su propia prudencia.
Pero, respetando la justa reputación del marqués de la Romana, los suplicantes no pueden prescindir del grande deudo de amor y naturaleza que deben a la venerable constitución y al gobierno legítimo de la provincia en que nacieron. Menos pueden prescindir de la notoria violación que de uno y otro se ha hecho, ni del derecho que les asiste para insistir en su reparación; ni en fin, de la sagrada obligación que tienen de reclamar y protestar contra cualquiera providencia que se contraria a ellos. Y V. M. no debe llevar a mal que lo hagan así con la mayor firmeza, porque en esto usan de un derecho legítimo que el gobierno mismo ha reconocido y respetado aun en la época de su mayor arbitrariedad, en la cual, no sólo ha representado el Principado contra las providencias emanadas de la soberanía, sino que ha resistido abiertamente la ejecución de las que eran contrarias a sus fueros, con toda la constancia que fue compatible con la fidelidad y amor que siempre le han distinguido.
Poco importaría al Principado que una fuerza extraña hubiese atropellado su constitución; poco que le hubiese despojado de una representación que reconocía y obedecía como legítima; poco que sin noticia ni intervención de los concejos, que le constituyen, se hubiese creado y levantado a su vista un gobierno espurio y mal escogido, y ver sometida la provincia entera a su extraña dirección; poco, en fin (por más que esto no lo pueda mirar sino con la más íntima amargura), que en medio de estas violentas providencias y esta monstruosa anarquía, hubiese visto su territorio súbitamente invadido, sus capitales civil y mercantil robadas, y asoladas las casas de sus representantes ante V. M. y las de aquellos celosos ciudadanos a quienes había conferido su gobierno y cuya reputación acababa de ser tan cruelmente herida, entregadas a saco y rabiosamente destruidas, porque al cabo libraba el remedio de tantos males en la confianza que tenía en la suprema justicia de V. M., de cuyo celo paternal esperaba que se apresurase a reparar aquellos que fuesen reparables, y a templar con mano consoladora los que sólo fuesen capaces de conmiseración y consuelo.
Pero, Señor, que V. M. niegue al Principado el que tan justamente reclama su procurador general; el que sería más caro al corazón de sus buenos patricios; el único que será capaz de curar las profundas heridas hechas en su constitución, cuya sagrada carta ha sido rota y destruida por una fuerza extraña, por la misma fuerza que estaba destinada a respetarla y conservarla; y, en fin, el único que puede restablecer sus fueros atropellados, salvar sus libertades destruidas y reintegrarle en su decoro y sus derechos, será para el Principado de Asturias un nuevo y más grave motivo de dolor, que no puede esperar de la misma mano en que busca su alivio.
El que imploramos de la justicia y esperamos de la equidad de V. M. es la reinstalación de su representación constitucional al estado de que fue despojado a viva fuerza. ¿Y qué será lo que pueda oponerse a providencia tan justa? ¿Dudarase por ventura el hecho del despojo, esto es, la supresión de la junta nombrada por el Principado? Pero el marqués de la Romana le confiesa en su oficio; un edicto suyo, solemnemente publicado, impreso, fijado en todas las esquinas de la capital, del cual la Junta presentó a V. M. certificación que obra en el expediente, y que reprodujo después el procurador general, testigo y víctima de aquella violación, ¿no bastarán a probar un hecho que por su naturaleza misma es de pública y manifiesta notoriedad? ¿Y a qué cosa se dará este nombre, este carácter, si V. M. no los reconoce en un hecho de esta naturaleza y de tan público escándalo?
Los que representan prescindirán de si el marqués de la Romana tuvo o no autoridad para hacer lo que hizo, porque, ¿a qué conduciría este examen? ¿Acaso las violencias se justifican por la autoridad del que las comete? No se trata aquí de autoridad; trátase de justicia, y en la materia de despojo, verificado el hecho, nada más pide la justicia ni las leyes para acordar la restitución. No quiera Dios que crea ninguno de aquellos a quienes V. M. comisionare con tan amplios poderes como los que tenía el marqués de la Romana, de cualquiera orden y clase que fuere, y mucho menos si tuviere a la mano la fuerza militar, que V. M. ha querido o entendido autorizarlos para semejantes atentados y violencias. ¿Qué sería entonces del orden, de la seguridad y del sosiego público? ¿Qué sería de las autoridades constituidas del reino? ¿No quedarían todas miserablemente comprometidas, sin fianza ni garantía alguna contra el capricho de un individuo? Porque, ¿cómo sería posible que V. M. confiase a ninguno este poder dictatorial, este visiriato, este cetro de despotismo, tan ajeno de la equidad y dulzura del gobierno que ejerce sobre los pueblos de España? Y ¡cuán funesto, cuán ominoso no sería hoy a una generosa nación en que no hay pueblo ni hay individuo que animado del sentimiento de la libertad, no esté pronto a sacrificar toda su existencia a este bien, que espera ansioso recobrar de V. M.!
Si, pues, el despojo de la representación del Principado es notorio, y si haciéndole, el marqués de la Romana abusó de su autoridad y de la de V. M., ¿cuál puede ser el remedio de este atentado? Si le buscamos en las leyes, basta recordar las de todos los tiempos y de todas las naciones. Y si en la prudencia política, ¿cuál otro se podrá hallar, fuera de la reintegración de la Junta suprimida? Porque, Señor, ¿qué providencia será prudente si no fuere regulada por la justicia? Y cuando la razón y el principio de justicia es uno, ¿cómo no gozará un cuerpo político de la protección que dan las leyes al más humilde de los ciudadanos? ¿Será acaso un remedio oportuno el que V. M., oídos los informes de sus comisionados, resuelva la instalación de la Junta? Pero, ¿qué sería esto, sino prolongar la duración del despojo de la representación del Principado, pues que entretanto existirá por la primera vez sin un cuerpo legítimo que le represente, y esto no ya por la providencia del despojante, sino por las de V. M.? ¿Quién será entonces el que promueva sus derechos ante los comisionados? ¿Quién les recordará sus fueros, presentará sus títulos y reclamará la observancia de sus libertades? ¿Quién regirá el gobierno interior, cuya autoridad ningún otro cuerpo tiene ni puede tener en aquella provincia? Porque, Señor, el Principado, considerado como cuerpo político, ya no existe; el marqués de la Romana le condenó a la extinción y a la muerte, y sólo V. M. puede resucitarle. La junta que él subrogó no le representa. Ella es en su seno una autoridad hechiza, desconocida, de origen ilegítimo y de ninguna manera necesaria donde la constitución tiene en sí misma todo y mucho más de lo que a su atribución pertenece. ¿Puede, pues, dudarse que cualquiera otra providencia sobre ser ajena de la justicia, que debe regular esta materia, estará preñada de muy graves inconvenientes y reparos?
No se diga que los comisionados suplirán esta falta, reasumiendo toda autoridad y jurisdicción, porque no debe ser este su oficio, y los exponentes piden a V. M. que se digne meditar esta cláusula de su último decreto. Los comisionados, revestidos de la autoridad de V. M., no necesitan reasumir autoridad ni jurisdicción alguna, porque su autoridad será sobre todas. Ellos no van a suprimir ninguna de las autoridades, sino a presidirlas y ponerlas a raya; ellos presidirán la Real Audiencia, pero no votarán sus pleitos; presidirán, si quieren, el Ayuntamiento, pero no tasarán los abastos ni entenderán en la limpia y policía de la capital; estarán sobre todas las justicias ordinarias y privilegiadas, pero no ejercerán su jurisdicción; cada cuerpo conservará su representación y ejercerá bajo aquella suprema autoridad sus funciones. Y ¡qué!, ¿entretanto y mientras van los comisionados de V. M. a buscar los informes, y mientras estos vienen de doscientas leguas de distancia a la noticia de V. M., y mientras V. M. dicta sus providencias y las envía al Principado, ¿sólo el Principado existirá sin representación alguna, sin funciones, sin el derecho de reverenciar a los comisionados de V. M. y sin voz para representarles sus privilegios y sus agravios?
No lo esperamos, Señor, los exponentes, de la justicia de V. M., ni ya tememos tampoco que una falsa prudencia aleje su soberano juicio de la norma que ella prescribe. ¿Qué es lo que puede recelar esta prudencia paliadora? ¿Algún peligro en la restauración de la Junta? ¿Alguna ofensa del decoro de quien la suprimió? Uno y otro nos obligan a llamar sobre estos temores la atención de V. M.
¿Qué peligro es el que se teme? ¿No irán los comisionados a presidir la junta restaurada? ¿No tendrán una autoridad superior a ella? ¿No podrán congregarla cuando bien les pareciere, presidirla a nombre real, prescribir las materias de que debe tratar y, si necesario lo creyeren, intimar desde el primer instante la congregación de los concejos para formar una nueva junta? Y en esto, ¿qué riesgo se prevé? Cuando la autoridad de los comisionados no bastase para contener a cualquiera que pretendiese oponerse a sus órdenes, ¿no tendrán en su mano la fuerza necesaria para hacerse respetar? ¿Y podrá V. M. persuadirse a que la Junta de Asturias se componía de cervices tan duras e inflexibles que no se doblarán a la voz de su suprema autoridad?
Señor, nosotros nada debemos ocultar a V. M. de lo que creemos y tememos en este desgraciado negocio; porque si es nuestro deber consultar a los derechos del Principado como participantes de su constitución y sus prerrogativas, lo es más sagrado preservar el decoro y la autoridad de V. M. Debemos, por tanto, declarar que si en esta materia se puede concebir algún peligro, le habrá en la ejecución de la providencia que acaba de acordarse. Cuando el Principado vea atendido su decoro, reparadas sus injurias y preservados sus derechos, no sólo no se deberá dudar de su obediencia, sino que debe esperarse que concurrirá a la más plena ejecución de vuestras soberanas providencias; y si nos fuere lícito tomar su voz, no dudaremos de prometer a su nombre la más sumisa obediencia. Mas si, por el contrario, viese que a V. M. no mueven sus clamores, y que desestima la pronta reparación de sus agravios, nosotros no responderemos de las consecuencias. Sabemos los derechos que da al Principado su constitución; sabemos que tiene el de no obedecer y reclamar toda providencia que fuere contraria a ella, y de resistirlas hasta donde le permitan su fidelidad y su respeto; y no ver algún peligro en excitar esta lucha entre la autoridad soberana y los derechos de un pueblo respetable, entre la fuerza armada de la una y el amor a la libertad del otro, será no conocer a los hombres de todos los tiempos ni el espíritu de los españoles del día.
El decoro del marqués de la Romana es para nosotros muy digno de consideración; pero, ¿lo será menos el de una provincia, y una provincia como el Principado de Asturias, cuna de la libertad española y ejemplo ilustre de los esfuerzos que puede hacer un pueblo para conservarla y recobrarla? ¿Qué otro cuerpo político, nacido de su propia constitución, en medio de su pobreza y desamparo, sin un soldado, sin un peso duro, sin ningún próximo apoyo, levantó un grito más alto contra la tiranía y presentó a la nación más prontos, más enérgicos, más vigorosamente conservados esfuerzos de valor y independencia? ¿Y tan poco valdrá a los ojos, tan poco en la estimación de V. M. que cuando se halla tan injustamente ofendido, tenga su decoro tan liviano peso en esta balanza, que se le sacrifique a pequeñas y miserables contemplaciones? Se trata, Señor, de la supresión de una junta constitucional; se trata del descrédito que le causaron unas providencias atropelladas, cuyo eco se hizo resonar lejos de nuestro continente y repetir en las gacetas extranjeras. Y cuando el decoro de tantos ilustres individuos pesase poco en el concepto de V. M., ¿tendrá la misma desgracia el cuerpo que representaban? Y cuando V. M. trata con tanto miramiento las quejas dadas contra otras juntas del reino por el ilustre origen que tuvieron, ¿sólo la de Asturias será indigna de su consideración e indulgencia?
Al decoro del marqués de la Romana, Señor, debe ser muy indiferente que la junta suprimida sea o no reinstalada. V. M. reconoce que la que él creó no debe existir y que debe ser deshecha, sin que en esto vaya tampoco su decoro; lo que importa mucho a él es que las imputaciones que se le sugirieron contra los individuos de la primera Junta sean bien probadas y calificadas. En este punto harto ha dicho ya el procurador general del Principado, y harto tendrán que decir a los comisionados aquellos ilustres y celosos ciudadanos cuyo honor y fama están comprometidos tan cruelmente. Si en esto comprometió o no el marqués de la Romana su propio decoro, lo dirá el tiempo. La suerte está echada y la prudencia de los comisionados ilustrará a V. M. para que, sin contemplación de unos ni otros, deje correr la balanza del rigor adonde la inclinare la justicia.
Por lo que toca personalmente a nosotros, contentos con haber expuesto a V. M. cuanto nos ocurre, con la sencillez y franqueza que debemos a la autoridad soberana y a nuestro propio honor, enmudeceremos desde este punto. Pero si V. M. acordare llevar adelante sus providencias, entonces afligidos con la humillación de no haber podido recabar de su justicia el pronto desagravio del Principado de Asturias, le pedimos humildemente se digne permitirnos que nos abstengamos de nuestra dudosa representación en el cuerpo soberano hasta que este desagravio se haya verificado, ocupándonos entretanto, si fuere de su real agrado, en servicios privados de V. M. o de la causa pública, para que tengamos el consuelo de acreditarle nuestra constante veneración y nuestro íntimo deseo de su prosperidad y su gloria. Sevilla, 10 de julio de 1809. Señor. El marqués de Campo Sagrado. Gaspar de Jovellanos.
IV
Real resolución
Excelentísimos señores:
La Junta Suprema Gubernativa del reino ha visto las exposiciones de vv.ee. De 6 y 10 del corriente, en que tratando de las últimas ocurrencias de Asturias, manifiestan los inconvenientes que encuentran para asistir a la Junta como representantes de aquel Principado; y enterado de todo, S. M. se ha servido acordar se diga a vv. ee., como lo ejecuto, que no hay motivo alguno para dudar de la legitimidad de su representación en el cuerpo nacional, y que así, continúen vv. ee. asistiendo a sus sesiones con el celo, rectitud y patriotismo que lo han hecho hasta aquí. De real orden lo comunico a vv.ee. para su inteligencia y efectos convenientes. Dios guarde a vv.ee. muchos años. Real Alcázar de Sevilla, 10 de julio de 1809. Martín de Garay. Señores don Gaspar de Jovellanos y marqués de Campo Sagrado.
V
Asturianos:
Cuando irritada nuestra nación heroica de las perfidias del tirano de Francia desplegó toda su energía para defender su libertad, su religión y los sagrados derechos del trono, y conoció los males y flaquezas en que podrían sumergirla su propia división y falta de concierto en las medidas de defensa, los pueblos, destituidos de cabeza legítima, señalaron personas de su mayor satisfacción que reconcentrasen la autoridad, uniesen el poder y tomasen las medidas más oportunas de hacerle respetable y provechoso. Formáronse las juntas provinciales y a esta coalición, que parece inspirada o milagrosa, atendidas las circunstancias, se debieron aquellos triunfos que al principio lograron muchas provincias sobre las tropas enemigas, y aquellos generosos esfuerzos con que otras sostienen los ejércitos y auxilian vigorosamente a sus jefes, reparando los sucesos infaustos y escarmentando a aquellos viles partidarios.
Pero en medio de estas satisfacciones, me es forzoso manifestar con mucho sentimiento que la actual Junta de Asturias, aunque de las más favorecidas por la generosidad británica en toda clase de subsidios, es la que menos ha coadyuvado a la grande y heroica empresa de arrojar a los enemigos de nuestro patrio suelo. Formada esta junta por intriga y por la prepotencia de algunos sujetos y familias conexionadas, se propuso abrogarse un poder absoluto e indefinido, servirse los individuos mutuamente en sus proyectos y despiques, desechar con pretextos infundados y aun calumniosos al que no suscribiese a ellos, y contentar a los menesterosos con comisiones o encargos de interés.
Muy distante yo del Principado, y en las fronteras de Portugal, llegaron a mis oídos repetidas noticias y quejas de tamaño desorden; suspendí el asenso bajo la reflexión de que podrían ser hijas del resentimiento o de la envidia, sin despreciarlas ni admitirlas de lleno; aguardaba que el tiempo y circunstancias me aclarasen lo que entonces no podía definir; pero cuanto más me iba acercando a esta provincia, crecía la confirmación de aquellas especies tan tristes y dañosas, y desaparecía la posibilidad consoladora de que fuesen falsas o supuestas.
En efecto, personas de todas clases, del más alto y distinguido carácter, me aseguraron del enorme abuso que se hacía del poder y autoridad, que debían dirigirse a objetos de otro orden y lo calificaban las operaciones y resultados de ellas. La actual Junta, sólo con blasonar que esta noble provincia ha sido la primera que alzó el grito sagrado de la libertad, abandonó sus primarias obligaciones y como si la guerra estuviese acabada o pudiese corresponder a su instituto la discusión de pleitos e intereses particulares, se dedicó a ellos de propósito por un vano prurito de mandarlo todo, entorpeciendo el curso legítimo y regular de los negocios con general disgusto, dilación y daño insufrible de los mismos interesados; representantes sin luces ni instrucción, sólo podía dedicarse a objetos frívolos. La predilección de algunos regimientos en que militan los conexionados de aquellos, llenaba de disgusto a los demás, y los empréstitos forzados y desiguales y adelantamientos de dinero, dictados sin otro nivel que el del capricho, pedidos con altanería y exigidos con la dureza y el insulto, hicieron creer a los pagadores que su exacción dimanaba, más que de la necesidad, de una pura arbitrariedad o impulso de una venganza u odio encubierto.
Sí, amados asturianos. Aunque habéis sido preservados casi enteramente de las calamidades de la guerra, he conocido y visto con claridad en vuestros rostros que sufríais mil amarguras, ya que no sus estragos; y no pudiendo desentenderme del remedio fiado a mi mando y mi cuidado, me dirigí a vuestra capital. En ella, por las personas más doctas e imparciales, por las representaciones de los cuerpos más respetables y al fin por otras medidas que he tenido por conveniente tomar, no sólo resultaron los abusos y quejas de que va hecha indicación, sino otros muchos de la más notable gravedad y trascendencia a vuestra quietud y seguridad.
Debía esta Junta recomendar y procurar la observancia de las leyes de nuestro soberano y de la Suprema Central, el respeto a sus tribunales y magistrados. Pero lo ha hecho tan al contrario, que despreció unas leyes, derogó expresamente otras, ocultó órdenes, interceptó las correspondencias de oficio y aún de particulares. Y, por último, abusando de una autoridad que se abrogó ilegítimamente, escudada con una fuerza que debía destinarse a la defensa de la nación, se propuso continuar ejerciendo un poder arbitrario y una soberanía absoluta.
Habitantes de Asturias: Yo confío que agradeceréis esta efusión de sentimiento por las molestias y desaires que habéis sufrido. Yo me prometo mucho de vuestra nobleza, fidelidad, valor y sufrimiento, grabados en los anales de la nación y en la tradición misma desde los tiempos más remotos. Sois los primeros vasallos del primogénito de nuestra monarquía y su restauración se principió en vuestro recinto. Soldados asturianos: yo espero mucho de vosotros, y si hasta ahora no hicisteis cosas grandes, no fue vuestra la culpa, sino por falta de ocasión y por las trabas que cruzaron vuestras operaciones. Yo os haré partícipes de la gloria que se adquiere en los campos del honor luego que se rectifique el rumbo y dirección de los negocios. Para ello, usando de las facultades que me ha conferido la Suprema Junta Central Gubernativa del reino, y en cumplimiento del estrecho encargo que últimamente me ha hecho el mismo cuerpo soberano para observar y hacer se guarden exactamente las resoluciones comprendidas en el reglamento de 1.º de enero de este año, que yo he comunicado a esta Superior Junta, que, sin embargo, contraviene a algunos de sus capítulos, por los motivos indicados y otros que en mí reservo, he determinado que todos los vocales que componen dicha Junta Superior de esta provincia cesen desde luego en sus funciones, queden suprimidos desde ahora los tribunales o comisiones creadas por ellos, se restablezca el orden que según las leyes se observaba en el curso de los pleitos y negocios pertenecientes a cada ramo, y se cree una nueva junta de armamento y observación, compuesta de nueve individuos de conocida probidad, prudencia y patriotismo, que son los designados al margen, de quienes debéis y podéis esperar el más acertado desempeño en sus funciones y yo vuestra puntual obediencia y respeto a sus mandatos. Dado en Oviedo, a 2 de mayo de 1809. El marqués de la Romana.
El conde de Agüera, presidente. Don Ignacio Flórez. Conde de Toreno. Don Andrés Ángel de la Vega Infanzón, secretario con voto. Don Gregorio Jove. Don Matías Menéndez. Don Francisco Ordóñez, secretario en ausencias y enfermedades. Don Juan Argüelles Mier. Don Fernando de la Riva Valdés Coalla.
VI
Son excellence le maréchal duc d’Echingen,
grand-cordon de la Legion d’Honneur, gran-croix de l’ordre du Christ, chevalier de la Couronne de fer, commandant en chef en Galice.
Aux habitants des Asturies
Asturiens:
Je suis chargé par sa majesté l’empereur des français, de faire reconnaître dans la principauté des Asturies le roi Joseph Napoléon, son auguste frère.
Mon vœu le plus cher est de remplir cette honorable mision sans éffusion de sang, et d’épargner à votre pays les maux affreux que la guerre amène après elle.
Je vous exhorte à rester tranquilles dans vos foyers, à déposer les armes que vous auriez reçues, et à vous soumettre sans murmure aux décrets de la Providence, qui dispose à son gré de tous les trones du monde.
Asturiens, vous avez été trompés; on a employé pour vous soulever le mensonge et la perfidie, et vos chefs se sont appliqués à entretenir votre erreur par de fausses nouvelles et des espérances chimériques.
Il est temps de vous faire connaître le véritable état des affaires que l’on a eu si grand soin de vous cacher.
La presque totalité de l’Espagne est soumise: Sarragose a été prise après un siège qui a fait périr les trois quarts des habitants de cette grande ville; Valence a ouvert ses portes sans résistance; l’armée du duc de l ‘Infantado et celle du général Cuesta ont été entièrement détruites dans trois batailles; la Junte Centrale s’est réfugiée à Cadix, et bientôt elle n’aura plus d’asile.
Dans cette situation des choses, que pouvez-vous faire, que pouvez-vous espérer? Si vous n’êtes pas insensibles à la raison, éxaminez attentivement votre position, et n’écoutez d’autres conseils que ceux de la prudence.
Examinez surtout quels sont ceux qui vous excitent à la rebellion: les anglais, qui sont les ennemis naturels de l’Espagne, comme de toutes les nations qui ont une marine; le marquis de la Romana, qui, sans armée, sans aucun espoir de succès, ne cherche qu’à prolonger de quelques instants son séjour dans sa patrie; les juntes, composées d’hommes turbulents, qui proffitent des troubles pour acquérir des richesses et de l’autorité; quelques prêtres, enfin, qui oubliant la dignité de leur état et l’esprit de l’Évangile, prêchent le meurtre au nom du Dieu de miséricorde.
Asturiens, vous manquez de sagesse si de pareils hommes obtiennent encore votre confiance; ne voyez-vous pas que leurs interéts sont differents des vôtres?; qu’ils vous demandent des sacrifices, et qu’eux mêmes n’en veulent point faire? Ne devinez vous pas qu’après vous avoir engagé dans une guerre que vous ne pouvez soutenir, ils s’embarqueront pour l’Angleterre, et vous abandonneront aux rigueurs de votre sort?
Profitez donc de mes avis salutaires en ne cherchant point à vous opposer à la marche des troupes françaises.
Comptez sur la parole que je vous donne de faire respecter vos personnes et vos propriétés, de défendre les recherches sur le passé, et d’accueillir favorablement tout individu qui après avoir pris part aux troubles, désiderait rester paisible au sein de sa famille.
Asturiens, puisse le ciel vous éclairer, et ne pas me mettre dans la nécessité d’user contre vous du droit terrible de la guerre. La Corogne, le 8 mai 1809. Le maréchal duc d’Elchingen. (Signé). Ney.
El excelentísimo señor mariscal duque de Elchingen, gran cordón de la Legión de Honor, gran cruz de la orden de Cristo, caballero de la Corona de fierro, comandante en jefe en Galicia.
A los habitantes de Asturias
Asturianos:
Yo soy el encargado por su majestad el emperador de los franceses de hacer reconocer en el Principado de Asturias al rey Josef Napoleón, su augusto hermano.
Mi único deseo es el de cumplir este honroso encargo sin efusión de sangre, y libertar a vuestro país de los tremendos males que la guerra trae consigo.
Os exhorto a que permanezcáis tranquilos en vuestras casas, que dejéis las armas que hubieseis tomado, y que sin repugnancia os sometáis a los decretos de la Providencia, que dispone a su voluntad de todos los tronos del mundo.
Asturianos, habéis sido engañados; para sublevaros se ha empleado la mentira y la perfidia, y vuestros jefes se han aplicado a entreteneros en el error con noticias falsas y con esperanzas quiméricas.
Ya es tiempo de haceros conocer el verdadero estado de los negocios que tanto cuidado hubo para ocultaros.
Casi toda la España está sometida. Zaragoza ha sido tomada después de un sitio que ocasionó la muerte de más de las tres cuartas partes de los habitantes de aquella gran ciudad; Valencia ha abierto sus puertas sin resistencia; el ejército del duque del Infantado y el del general Cuesta han sido enteramente destruidos en tres batallas; la Junta Central se ha refugiado a Cádiz, y muy luego le faltará hasta este asilo.
En tal estado de cosas, ¿qué podéis hacer vosotros? ¿Qué podéis esperar? Si no sois insensibles a la razón, reflexionad atentamente vuestra situación y no escuchéis otros consejos que los de la prudencia.
Sobre todo, examinad quiénes son los que os excitan a la rebelión: los ingleses, que son los enemigos naturales de la España y de todas las naciones que tienen una marina; el marqués de la Romana, que sin ejército, sin ninguna esperanza de suceso, sólo procura prolongar por algunos instantes la permanencia en su patria; las juntas, compuestas de hombres revolucionarios, que se aprovechan de las tribulaciones para adquirir riquezas y autoridad; algunos sacerdotes, en fin, que olvidándose de la dignidad de su estado y del espíritu del Evangelio, predican la muerte en nombre del Dios de la misericordia.
Asturianos, os falta la prudencia si semejantes hombres logran aún vuestra confianza. ¿No veis que sus intereses son diferentes de los vuestros; que os exigen sacrificios cuando ellos mismos no los quieren hacer? ¿No conocéis que después de haberos empeñado en una guerra que no podéis sostener, se embarcarán para la Inglaterra, y os abandonarán a los rigores de vuestra suerte?
Aprovechaos, pues, de mis saludables consejos, sin procurar oponeros a la marcha de las tropas francesas.
Contad sobre la palabra que yo os doy de hacer respetar vuestras personas y vuestras propiedades, de prohibir toda indagación sobre lo pasado, y de acoger favorablemente todo individuo que después de haber tenido parte en la turbación, quisiese quedar pacífico en el centro de su familia.
Asturianos, quiera el cielo ilustraros y no ponerme en la necesidad de usar contra vosotros del terrible derecho de la guerra. Coruña, 8 de mayo de 1809. El mariscal duque de Elchingen. (Firmado). Ney.

Referencia: 11-663-01
Página inicio: 663
Datación: 1809
Página fin: 680
Lugar: Sevilla
Destinatario: Junta Central. Don Pedro Caro y Sureda, III marqués de la Romana
Ediciones: Ediciones completas de Memoria en defensa de la Junta Central: Don Gaspar de Jovellanos a sus compatriotas. Memoria en que se reb
Estado: publicado