Apéndice a la Memoria en defensa de la Junta Central. Número XII. Consulta sobre la convocación de las Cortes por estamentos

Comienzo de texto

Comienzo de texto: 1. Señor: Entre los grandes y continuos esfuerzos que ha hecho V. M. para procurar la seguridad, la independencia y la felicidad

Textos Relacionados

Textos Relaccionados:

1. Señor: Entre los grandes y continuos esfuerzos que ha hecho V. M. para procurar la seguridad, la independencia y la felicidad de la nación española, ninguno, a mi juicio, califica más altamente el celo, la justicia y la generosidad de v. m. que el que es objeto de la presente sesión. Defender a la España del alevoso tirano que la ultraja y pretende esclavizar puede ser un empeño inspirado por la necesidad y el interés de la propia conservación, por un sentimiento de pundonor y noble orgullo y por un justo deseo de venganza y de gloria; pero volverle el más precioso de sus derechos, un derecho de cuyo ejercicio estuvo despojada por tan largo tiempo; un derecho que pareció siempre repugnante a la suprema autoridad, y que lo sería a V. M. si V. M. fuese capaz de ambición, y en fin, volvérsele sin reclamación, sin estímulo, y en un tiempo en que tantos y tan graves cuidados llaman su suprema atención, es un rasgo de aquella sublime y generosa justicia que sólo pudo caber en el ardiente y desinteresado patriotismo de V. M.
2. Pero esta medida, que hará amables e ilustres en la posteridad los nombres de los virtuosos ciudadanos que la conciben por el bien y la gloria de su nación, será en ella más recomendable por el prudente detenimiento con que V. M. la ha meditado y trata de llevarla a ejecución. V. M. ha reconocido que si es importante y provechosa por su naturaleza, es también delicada y puede ser peligrosa por sus consecuencias, ora sea que no se vuelva a la nación libre y cumplido el derecho de que ha sido despojada, y que desea con ansia recobrar, ora se la restituya con más amplitud que la que señalan nuestras antiguas leyes, y se la provoque al abuso de un poder que siempre es o funesto o peligroso cuando no está limitado por la razón y la prudencia política. Por esto, después de haber examinado la materia en común y mandado que se examinase separadamente en las secciones, quiere todavía V. M. que cada uno de los que componemos este augusto congreso presentemos en él nuestras privadas reflexiones para reunir en un punto cuantas luces pueda recibir materia tan nueva y de tan general interés.
3. Así que, penetrado yo de mi obligación y del deseo de V. M., diré mi dictamen con toda la franqueza y candor con que he hablado siempre en este lugar, tan lejos de la necia presunción de que valga más que el de tantos sabios compañeros, como del empeño de que sea apreciado y seguido; porque si en el ejercicio de nuestras funciones debemos a la patria el tributo de nuestro celo y nuestras luces, también le debemos el sacrificio de nuestras opiniones, y por decirlo así, de nuestro amor propio, cuando por desgracia no parecieren dirigidos a su mayor gloria y felicidad.
4. Y pues que la materia de que tratamos pertenece al derecho público y a sus altos principios, y por ellos se debe juzgar si se quiere asegurar el acierto, expondré primero estos principios tal cual yo los entiendo y tengo grabados en mi espíritu desde que destinado a la magistratura, sentí que debían formar el primer objeto de mi meditación y estudio.
5. Haciendo, pues, mi profesión de Fe política, diré que según el derecho público de España, la plenitud de la soberanía reside en el monarca y que ninguna parte ni porción de ella existe ni puede existir en otra persona o cuerpo fuera de ella. Que, por consiguiente, es una herejía política decir que una nación cuya constitución es completamente monárquica es soberana, o atribuirle las funciones de la soberanía; y como esta sea por su naturaleza indivisible, se sigue también que el soberano mismo no puede despojarse ni puede ser privado de ninguna parte de ella a favor de otro ni de la nación misma.
6. Pero la soberanía no es un ente real; es un derecho, una dignidad inherente a la persona señalada por las leyes y que no puede separarse aun cuando algún impedimento físico o moral estorbe su ejercicio. En tal caso, y durante el impedimento, la ley o la voluntad nacional dirigida por ella, sin comunicar la soberanía, puede determinar la persona o personas que deben encargarse del ejercicio de su poder. Cuáles sean éstas en España, y cómo deban señalarse, está bien claramente determinado por nuestras leyes; sobre lo cual no cansaré la atención de V. M., contentándome con recordar a su memoria lo que en el asunto tuve el honor de representarle en 7 de octubre del año pasado, cuando se trataba de arreglar la institución del gobierno interino, que debía encargarse del ejercicio de la soberanía en la ausencia de nuestro amado y deseado rey.
7. Pero el poder de los soberanos de España, aunque amplio y cumplido en todos los atributos y regalías de la soberanía, no es absoluto, sino limitado por las leyes, en su ejercicio, y allí donde ellas le señalan un límite, empiezan, por decirlo así, los derechos de la nación. Se puede decir sin reparo que nuestros soberanos no son absolutos en el ejercicio del poder ejecutivo, pues aunque las leyes se le atribuyen en la mayor amplitud, todavía dan a la nación el derecho de representar contra sus abusos y que de este derecho haya usado muchas veces se ve claramente en nuestras cortes, las cuales más de una vez representaron al soberano no sólo contra la mala distribución de empleos, gracias y pensiones y otros abusos, sino aun contra la disipación y desórdenes interiores de su palacio y corte y pidieron abiertamente su reforma.
8. Menos se puede decir que los monarcas de España son absolutos en el ejercicio del poder legislativo, pues aunque es suyo sin duda, y suyo solamente, el derecho de hacer o sancionar las leyes, es constante en las nuestras que para hacerlas o debe aconsejarse antes con la nación, oyendo sus proposiciones o peticiones, o cuando no, promulgarlas en Cortes y ante sus representantes; lo cual substancialmente supone en ellas de una parte el derecho de proponerlas y de otra el de aceptarlas o representar contra ellas; del cual es notorio que han usado siempre las Cortes del reino, como después diré más oportunamente.
9. Por último, no es ilimitado tampoco el ejercicio de la potestad judicial en nuestros soberanos. Suya es toda jurisdicción, suyo el imperio. Aun hubo un tiempo en que los reyes oían y juzgaban por sí mismos las quejas de sus súbditos, ayudados por las luces de su consejo; pero después que la monarquía tomó una forma más análoga a su extensión y al aumento y complicación de los intereses nacionales, fue ya una máxima constante y fundamental en nuestra legislación que los juicios y causas deben ser instruidos según las formas prescritas en las leyes, y juzgados por jueces y tribunales establecidos y reconocidos por la nación; a cuya máxima deben sujetarse, así los reyes como los magistrados nombrados por ellos.
10. Tal es, pues, el carácter de la soberanía según la antigua y venerable constitución de España, y al considerarle, no puede haber español que no se llene de orgullo, admirando la sabiduría y prudencia de nuestros padres, que al mismo tiempo que confiaron a sus reyes todo el poder necesario para defender, gobernar y hacer justicia a sus súbditos, poder sin el cual la soberanía es una sombra, una fantasma de dignidad suprema, señalaron en el consejo de la nación aquel prudente y justo temperamento al ejercicio de su poder, sin el cual la suprema autoridad, abandonada al sordo influjo de la adulación o a los abiertos ataques de la ambición y el favor, puede convertirse en azote y cadena de los pueblos que debe proteger.
11. Dedúcese de todo que la única y mejor garantía que tiene la nación española, contra las irrupciones del poder arbitrario reside en el derecho de ser llamada a Cortes para proponer a sus reyes lo que crea conveniente al procomunal, o examinar lo que ellos trataren de establecer con el motivo o pretexto de tan saludable objeto.
12. Si, pues, la nación tiene este derecho cuando está inmediatamente gobernada por su legítimo soberano, ¿quién dudará que le tendrá también cuando el ejercicio de la soberanía esté confiado por la ley, o la voluntad nacional a alguna persona o cuerpo determinado? Así lo ha reconocido V. M. y, sin embargo, para justificar más y más tan sabia resolución, diré brevemente alguna cosa sobre su justicia, su necesidad y su utilidad.
13. El derecho de la nación española a ser consultada en Cortes nació, por decirlo así, con la monarquía. Nadie duda ya que los antiguos concilios de España eran una verdadera junta nacional, a la cual no sólo asistían los prelados, sino también los grandes oficiales de la corona, que entonces, aunque parece que representaban la nobleza, representaban verdaderamente el brazo militar, puesto que en aquellos tiempos la profesión de las armas era esencial y inseparable de la nobleza. En estos concilios o cortes se hicieron o confirmaron todas las leyes que se contienen en el precioso código visigodo llamado el Fuero Juzgo. Y si bien no se hallaba entonces bien deslindada la representación del pueblo, es también constante que las leyes y decretos hechos en estos congresos eran publicados ante él, y aceptados por una especie de aclamación suya, como se ve en las actas existentes de aquellos concilios.
14. Lejos de alterar esta sabia constitución, los reyes de Asturias se empeñaron en restablecerla, de lo cual hay clarísimos testimonios en nuestra historia y en ella se ve que a los concilios de esta primera época de la restauración asistían, como de antes, los prelados y los grandes del reino, y que en ellos, así se establecían las leyes eclesiásticas como las civiles, sin que falte algún ejemplo de la concurrencia de los pueblos a estas asambleas, según se ve en las actas del concilio de Coyanza, hoy Valencia de Don Juan.
15. No estaba por entonces organizado el gobierno municipal; mas hacia la entrada del siglo xiii los reyes y las Cortes, para dar a los pueblos una protección más constante, inmediata y legal, y al mismo tiempo para asegurar en ellos una fuerza que refrenase la prepotencia de los nobles y el clero, les atribuyeron institución y forma, y señalaron funciones estables, con tanta extensión de autoridad para el gobierno interior de sus distritos, que así acredita la sabiduría de este establecimiento como descubre las irrupciones que hizo después el poder arbitrario para desfigurarle y casi destruirle. Desde aquel tiempo hallamos ya que los procuradores de los concejos, como representantes del pueblo, asistieron constantemente a las Cortes, y aun se reunieron algunas sin más concurrencia que la suya.
16. Los ayuntamientos de las ciudades y villas, compuestos de concejales elegidos inmediatamente por el pueblo, eran entonces los ordinarios representantes de su voluntad y, por consiguiente, juntos en Cortes, representaban la voluntad nacional. Es verdad que enajenados estos oficios y convertidos en propiedad particular, no se puede decir en rigor que tienen esta representación. Vendrá un día en que la nación misma, regulando la elección de sus representantes, ocurra a esta inconveniente; pero entretanto el derecho de representación se halla contenido virtualmente en la propiedad de sus oficios municipales, y no se les puede negar sin despojarlos de una posesión que adquirieron y conservaron por títulos estimados y reconocidos por legítimos, entretanto que los propietarios no sean reintegrados de sus capitales y extinguidos o incorporados sus oficios.
17. De todo se infiere que cuando las leyes no hubiesen prescrito la necesidad de consultar las Cortes para la imposición de los tributos, para la resolución de casos arduos y graves bastaba esta antigua y constante costumbre para que la nación hubiese adquirido un derecho de justicia a ser consultada en ellas. Esta costumbre es la verdadera fuente de la constitución española y en ella debe ser estudiada y por ella interpretada; porque, ¿qué constitución hay en Europa que no se haya establecido y formado por este mismo medio?
18. Ni la costumbre de que voy hablando da a la nación un derecho vago e indeterminado, sino cierto y conocido, señaladamente para la formación de las leyes. Cualquiera que esté medianamente versado en nuestra historia sabe que el reino se juntaba en Cortes con mucha frecuencia; que a veces no pasaba un año sin que se convocasen y que alguna se celebraron dos Cortes en uno mismo. Ni se juntaban sólo y precisamente para negocios determinados, sino para oír las proposiciones de los pueblos que, admitidas, se convertían en leyes; pudiendo asegurarse que la mayor parte de las contenidas en nuestra recopilación, o recayeron sobre las peticiones de las Cortes o se establecieron y sacaron de los ordenamientos, esto es de los códigos de leyes, presentados, publicados y aprobados en Cortes; y sólo en los tiempos en que empezaba a deslizarse la arbitrariedad en el gobierno se empezó también a insertar en algunas leyes la cláusula de que tuviesen valor como si fuesen publicadas en Cortes; cláusula que basta por sí sola para probar cuánto valor recibían las leyes de aquella solemnidad.
19. Bien sé que no se puede negar que el derecho de convocar las Cortes era propio y privativo de la soberanía; pero también es cierto que si alguna vez se retardaba esta convocación, eran requeridos los reyes para que la verificasen. Es tan memorable como terrible en este punto el hecho que conserva la historia en el tiempo de don Juan II, cuando el representante de Toledo, Pedro Sarmiento, requirió a este soberano, mal gobernado y aconsejado por su favorito Álvaro de Luna, sobre que llamase a sí los prelados, grandes y procuradores de las ciudades y villas del reino; que oyese sus consejos y que los pusiese por obra. «E non lo queriendo facer (le dijo), que ellos (esto es, los de Toledo) se apartaban e substraían de la obediencia y sujeción que le debían como a su rey y señor natural, por sí y en nombre de las ciudades y villas del reino, los cuales se juntarían con ellos a esta voz, e traspasarían e cederían la justicia e jurisdicción real en el ilustrísimo Príncipe, su hijo y heredero».
20. Por último, la convocación de Cortes en esta época, llena de peligros y esperanzas, tiene en su favor la expresa voluntad de nuestro soberano, comunicada en uno de los decretos que expidió en Bayona, cuando miraba esta medida como el mejor remedio a que S. M. y la nación podían recurrir en el terrible conflicto en que iba a ponerlos el pérfido enemigo que le había cogido en sus lazos.
21. Probada así la justicia que asiste a la nación para ser llamada a Cortes, ¿puede dudarse todavía si existe la necesidad de convocarla a ellas? Pero si la nación debe ser consultada en los casos arduos y graves, y señaladamente para la imposición de tributos y para la formación de nuevas leyes, pregunto yo: ¿se le han presentado jamás casos más graves que resolver, impuestos más grandes y gravosos que acordar y exigir, ni leyes y providencias más generales que dictar, para proveer a su seguridad y su independencia? ¿Por ventura el recobro de nuestro amado rey, la futura sucesión de su trono, la confirmación del actual gobierno o el nombramiento de otro para el tiempo de su ausencia, son materias de tan poca monta que se puedan resolver sin consultar a la nación, tan interesada en ellas? Por ventura, cuando hay tantos abusos que corregir, tantos males que remediar, tantas reformas que hacer, después de veinte años de escandaloso despotismo, ¿no será acreedora esta nación a que se cuente con ella para las grandes medidas que son indispensables? Porque, una de dos: o V. M. se ha de determinar a ejecutar por sí solo, y sin consejo de la nación, estas medidas, tomando sobre sí la enorme responsabilidad en que cualquiera error, cualquiera descuido, pudiera constituirla a sus ojos, o bien será necesario contar con ella y consultarla para la ejecución de tan grandes designios. En lo primero, concibo que habría mucho peligro y lo estimo muy ajeno de la alta prudencia de V. M. Infiero por lo mismo que se debe abrazar el segundo medio, no sólo como el más justo y decoroso, sino también como el más necesario y seguro.
22. De la utilidad que resultará de la convocación de las Cortes no se puede dudar, una vez que esté probada la justicia y necesidad de esta medida, porque, como decía Cicerón, nada que sea justo y necesario puede dejar de ser útil. Mas, como su ejecución presente algunas dificultades y inconvenientes, parece indispensable tratar de ellas para resolver sobre este punto; que al fin, no tanto recaerá sobre la utilidad cuanto sobre la conveniencia de esta convocación.
23. Hase dicho que, estando bajo el yugo de los enemigos muchas de nuestras provincias, la representación nacional no puede ser completa. Pero, pregunto yo: ¿estas provincias se reputan conquistadas o no? Si lo primero, la nación existe completa en las provincias libres. Si lo segundo, es claro que las cautivas sólo pertenecen a ella por medio de su unión moral y bastará por lo mismo que sean virtualmente representadas en las Cortes, lo cual se puede verificar ya sea por diputados que nombre V. M. y que sean nacidos en su territorio, o ya representándolas en las Cortes los mismos que las representen ante V. M., o en fin, por V. M. mismo, que reuniendo en sí la representación nacional puede sin duda refundir una parte de ella en algunos de sus miembros.
24. Otro inconveniente se encuentra y opone en que una junta tan numerosa como las Cortes no puede ser a propósito para arreglar tantos y tan graves negocios como piden urgente remedio. Pero este argumento prueba poco, por lo mismo que en ninguna parte se deberá juntar una nación para el arreglo de negocios graves. Huyamos, pues, que ya es tiempo, del lenguaje del despotismo, y oigamos solamente la voz de la razón. Nadie dice ni puede decir que las Cortes hayan de trabajar y hacer en sus sesiones estos grandes arreglos. Las medidas y providencias que se reputen necesarias deben examinarse maduramente y muy de antemano, y presentarse después a las Cortes, ya digeridas, por decirlo así, para su aprobación. Ni tampoco se deben presentar de una vez tantas y tamañas medidas a una junta de Cortes, sino aquellas de mayor urgencia, dejando para las demás otras, cuya preparación requiera más detenido examen. Basta, pues, por ahora anunciar a la nación que se la reintegra en el derecho de ser consultada y oída, y que se examinarán las materias que deban presentarse para su aprobación. Si además de ellas, los diputados hicieren algunas peticiones de fácil examen y expedición, se resolverán en las primeras Cortes, y si fuesen más graves y dignas de examen, se dejarán a la resolución de otras ulteriores. Porque no se debe nunca perder de vista que a la nación congregada toca sólo admitir o proponer, pero al soberano es a quien pertenece la sanción.
25. Y aquí notaré que oigo hablar mucho de hacer en las mismas Cortes una nueva constitución y aun de ejecutarla, y en esto sí que, a mi juicio, habría mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su constitución? Tiénela, sin duda; porque, ¿qué otra cosa es una constitución que el conjunto de leyes fundamentales, que fijan los derechos del soberano y de los súbditos, y los medios saludables de preservar unos y otros? ¿Y quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay algunas que el despotismo haya atacado y destruido? Restablézcanse. ¿Falta alguna medida saludable para asegurar la observancia de todas? Establézcase. Nuestra constitución entonces se hallará hecha, y merecerá ser envidiada por todos los pueblos de la Tierra que amen la justicia, el orden, el sosiego público y la verdadera libertad, que no puede existir sin ellos.
26. Tal será siempre en este punto mi dictamen, sin que asienta jamás a otros que so pretexto de reformas, traten de alterar la esencia de la constitución española. Que en ella se hagan todas las mejoras que su esencia permita, y que en vez de alterarla o destruirla, la perfeccionen, será digno del prudente deseo de V. M. y conforme a los deseos de la nación. Lo contrario, ni cabe en el poder de V. M., que ha jurado solemnemente observar las leyes fundamentales del reino, ni en los votos de la nación, que cuando clama por su amado rey es para que la gobierne según ellas, y no para someterla a otras, que un celo acalorado, una falsa prudencia o un amor desmedido de nuevas y especiosas teorías pretenda inventar.
27. Pero se dice: las Cortes o estados de Francia fueron el origen de tantos horrores como lloró y llora aquella desventurada nación, y cuyas resultas lloramos nosotros ahora. Y ¡qué!, ¿nos expondremos a caer en otros semejantes? He aquí el mayor de todos los inconvenientes que oigo oponer a la resolución de que se trata, y que es grave, sin duda. Pero, ¿quién que conozca nuestra historia; quién que no haga injuria al grave y prudente carácter de los españoles, podrá temer de ellos los males acaecidos en aquel infeliz y desalumbrado pueblo? He oído alguna vez entre nosotros, y no lo puedo recordar sin vergüenza, atribuir a nuestras Cortes males y inquietudes parecidos a los que sufrieron nuestros vecinos, y he oído señaladamente atribuirles el origen de las comunidades y germanías, que afligieron a la España a la entrada del siglo xvi, y que sólo nacieron y resultaron de la arbitrariedad y las violencias de los ministros flamencos de Carlos V; no merece, no, tal injuria la fidelidad española. La historia, por el contrario, acredita a cada paso los bienes y servicios que se debieron a las juntas del reino en todo tiempo. A ellas solas debió España su seguridad y su reposo en aquellas épocas de confusión y discordia civil, en que los aspirantes al mando o la tutela de los reyes pupilos o imbéciles ponían al Estado, con sus bandos y pretensiones ambiciosas, a orilla de su ruina. Acudíase entonces a buscar el último remedio en las Cortes, y estas respetables asambleas, atrayendo a unos, amedrentando o refrenando a otros; ya haciendo observar religiosamente las leyes, ya templando su rigor algún tanto, para traer a conciliación los partidos contendientes, conseguían asegurar con su constante y firme prudencia la paz y sosiego interior del reino, que eran inasequibles por otros medios. No temamos, pues, las Cortes; deseémoslas antes. Y sobre todo, no perdamos de vista que si en el día el peligro común reúne a todos los buenos ciudadanos en torno del gobierno que crearon para afirmarle y ayudarle en la noble causa que promueve con tan admirable celo; y si esta envidia y los ocultos manejos de la ambición, puede venir otro día, y puede no estar muy distante, en que sola la tremenda voz de la nación reunida sea capaz de refrena los perversos designios de los ambiciosos, que siempre se agitan en la esfera del poder y viven en asechanza contra sus fieles depositarios.
28. Ni el triste ejemplo de la Francia nos debe intimidar para que no recurramos a tan saludable medida; porque, ¿quién ignora que todos los males de aquella revolución fueron efecto de la imprudencia de su gobierno? ¿No fue él quien empezó abriendo la puerta a la desenfrenada libertad de imprimir; quien provocó y dio impulso a tantas y tan monstruosas teorías constitucionales? ¿No fue él quien toleró, quien autorizó desde el principio aquellas tumultuosas y sediciosas juntas, llamadas clubs, donde al fin se fraguaron tantos horrores y tantos crímenes? Y, sin embargo, si seguimos la historia de la asamblea constituyente, hallaremos que su objeto no era otro al principio que la reformación de abusos ciertos y conocidos; que no hubo clase, cuerpo o individuo que no la desease y que no se prestase generosamente a ella, y que sólo la resistencia que le oponía aquel mal aconsejado gobierno, irritando los ánimos, sirvió de pretexto a su ruina. No nos olvidemos, pues, de lo que fuimos, ni dudemos aun de lo que somos, y no injuriemos a la lealtad y gravedad española, comparándola con la liviandad e inconstancia francesa. Sobre todo, no olvidemos que aquella revolución estaba preparada muy de antemano por una secta de hombres malvados, que abusando del respetable nombre de la filosofía, siempre vano y funesto cuando no está justificado por la virtud, corrompieron la razón y las costumbres de su patria para turbarla y desunirla. Semejante linaje de hombres no hay ciertamente ni puede haber en España, si el ojo vigilante del gobierno atisba y descubre y entrega al cuchillo a los que nuestro pérfido enemigo quiera introducir entre nosotros.
29. Concluyo, pues, diciendo que es justo, es necesario, es provechoso y sin inconveniente, que la nación española recobre el precioso derecho de ser convocada a Cortes; que se le anuncie desde luego que V. M., a nombre y por la expresa voluntad de nuestro amado Fernando VII, la declara solemnemente reintegrada en este derecho; pero que no permitiendo las estrechas circunstancias en que se halla, una pronta convocación de Cortes, será infaliblemente llamada a ellas en todo el año próximo de 1810; que esta convocación y el día de la apertura de las primeras Cortes se anunciará con dos meses de anticipación, así como el lugar y forma en que deben celebrarse; que a estas Cortes serán llamados los diputados del clero y la nobleza en representación de sus estamentos, así como los procuradores de las ciudades para la de sus concejos; que en la primera junta del reino se guardará, en cuanto sea compatible con las circunstancias actuales, la costumbre antigua, entretanto que se medita y propone a las mismas Cortes un mejor arreglo de la representación nacional; que V. M. recibirá con aprecio las memorias y escritos que los sabios amantes de la patria le dirijan para lograr el mejor acierto y sacar el mayor fruto de esta saludable medida; y, en fin, que meditando entretanto las providencias necesarias y urgentes para la defensa de la nación y arreglo del gobierno, se le propondrán en las primeras Cortes a fin de asegurar su independencia y echar los cimientos a todas las mejoras en que está cifrada su futura felicidad.
30. Estas decisiones, o las que V. M. se sirviere aprobar, se publicarán en un real decreto, con la posible brevedad y claridad, y con aquella noble sencillez que conviene a la gravedad de su grande objeto, dejando para el tiempo de la convocación de las Cortes la publicación de un manifiesto que instruya a la nación del bien que se le hace y de la moderación con que debe recibirle, si quiere ser tan dichosa como merece.
Sevilla, 21 de mayo de 1809. Señor. Gaspar Melchor de Jovellanos.

Referencia: 11-685-01
Página inicio: 685
Datación: 21/05/1809
Página fin: 701
Lugar: Sevilla
Estado: publicado