Apéndice a la Memoria en defensa de la Junta Central. Número XXIV. Representación dirigida desde Muros de Noya, en marzo de 1810, al Consejo Supremo de Regencia por los vocales de la Junta Suprem

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Comienzo de texto: Señor: Con fecha de 6 del corriente dimos noticia a V. M. de nuestra arribada a este puerto y de la situación a que nos había

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Señor:
Con fecha de 6 del corriente dimos noticia a V. M. de nuestra arribada a este puerto y de la situación a que nos había reducido la invasión de nuestro país por las tropas enemigas; pero como esta desgracia, por más que ponga en peligro nuestro estado y existencia, sea para nosotros más llevadera que la mengua de nuestra fama y buen nombre, nos vemos forzados a molestar de nuevo la atención de V. M., depositando en su piadoso seno la amargura que nos oprime y buscando nuestro desagravio en su suprema justicia.
V. M., Señor, nos debe este desagravio; V. M. nos lo ofreció cuando al trasladar en sus manos la suprema autoridad, que con tan pura intención habíamos ejercido, pusimos nuestro honor a cargo de su justicia. En fe de ello, renunciamos al derecho de permanecer cerca de V. M. en el punto que nos ofrecía mayor seguridad y conveniencia y resolvimos retirarnos a nuestras casas con el consuelo de haber servido fielmente a la patria, y la esperanza de gozar en ella de aquella serena tranquilidad que es siempre fruto de la buena conciencia.
Pero embarcados en la fragata de S. M. Cornelia, tardamos poco en conocer que los rumores inventados en Sevilla por los enemigos de la Junta Central, y difundidos en Cádiz por los emisarios que enviaron allí, no sólo se aumentaban y corrían libremente, sino que se confirmaban más y más por la larga detención de la fragata en aquella bahía, donde ya en el concepto de la tripulación y aun de los oficiales éramos mirados y tenidos como arrestados por el gobierno, haciéndose así cada día más violenta y vergonzosa nuestra situación.
Hartos ya de sufrirla, determinamos trasbordarnos al bergantín Covadonga, que iba a partir para la villa de Gijón, de lo cual dimos noticia a V. M.; y buscando entretanto algún desahogo a nuestra inquietud, dirigimos al redactor del Diario de Cádiz el papel de que incluimos copia con el número 1.º y recomendamos su publicación al gobernador de aquella plaza por un oficio, del cual, de su respuesta y de la del redactor son copia los números 2, 3 y 4 adjuntos.
Prescindimos ahora de la extraña razón en que la Junta Superior de Cádiz, arrogándose una autoridad que no le pertenece, fundó su resistencia a la publicación de este papel, privándonos con ella de la protección que las leyes conceden a todo ciudadano, pues que a todos permiten imprimir libremente cuanto no sea contrario a la religión, a la moral o a las regalías de V. M. Mas no podemos prescindir de la noticia que al punto de nuestra salida recibimos, de ciertos pasos oficiosos dados contra los individuos de la Junta Central por la misma junta de Cádiz, del expediente consultivo formado a consecuencia de ellos, ni del dictamen que se dice dado a V. M. por el Consejo, pues que en todo esto se comprometió más y más la reputación de los individuos del gobierno de que fuimos parte, y se dio ocasión a los atentados y atropellamientos personales que sufrieron después, y sobre los cuales hemos representado separadamente a V. M. lo que se refiere a nuestras personas, reduciéndonos aquí a los agravios en que somos indistintamente envueltos con nuestros compañeros.
Elevando a V. M. nuestras justas quejas, nos es doloroso comprender en ellas al Supremo Consejo reunido; pero aunque no le atribuyamos el origen de nuestra persecución, no podemos desconocer el apoyo que esta halló en su dictamen. Sabemos que siguiendo los más sólidos principios del derecho público y de la justicia privada, consultó a V. M. que la Junta Suprema Central, en la totalidad de sus miembros, sólo podía ser juzgada por la nación, y que si estos fuesen acusados de algún delito particular, lo podrían ser por el tribunal que V. M. nombrare. Pero sabemos también que se olvidó de aquellos principios, para proponer a V. M. especies y precauciones que son tan ajenas de ellos como de las máximas de equidad y prudencia, que en otros tiempos realzaron tanto la dignidad de este tribunal.
Hemos entendido que el Consejo, no contento con censurar en su exposición la conducta de la Junta Central, se propasó a poner en duda la legitimidad de su poder, especie que se nos hubiera hecho increíble si ya en otras consultas no lo hubiesen propuesto sus fiscales. Desentendióse entonces la Suprema Junta, por razones de prudencia que no son del día, pero no podemos nosotros desentendernos ahora; porque, si a las groseras calumnias que se difunden contra el gobierno pasado se agregase el concepto de ilegítimo, que vale tanto como tiránico, y este concepto se apoyase en el dictamen del primer tribunal del reino, ¿cuál sería la seguridad de los que fuimos parte en él, ni cuál de nosotros evitaría la censura pública en un cargo en que por lo menos tendríamos la culpa de haberle autorizado y consentido?
Ni menos comprendemos cómo se pudo esconder al Consejo que, atacando aquella autoridad, atacaba también la de V. M. y la suya propia, puesto que ni V. M. tiene otro poder que el que la Junta Suprema depositó en sus manos, ni el Consejo otro ser que el que ella le dio al restaurarle; y era bien obvio que si la autoridad creadora fuese ilegítima, tal sería cualquiera autoridad creada y instituida por ella.
Esta opinión del Consejo reunido no puede referirse al origen del Gobierno Central; porque el Consejo de Castilla, no sólo reconoció la autoridad de las juntas provinciales, que formaron aquel gobierno, sino que se gloriaba de haberlas movido y excitado a formarle. Instalado ya el mismo Consejo, le reconoció como gobierno legítimo, y le juró obediencia voluntariamente, y no por efecto de fuerza o coacción. Toda la nación hizo al mismo tiempo igual reconocimiento, y le hizo en medio de aquel regocijo que excitó en ella tan ilustre testimonio de lealtad y generosidad española, cuando todas las provincias corrían unánimes a depositar en un centro común la autoridad soberana, que separadamente habían ejercido. ¿En qué, pues, fundará el Consejo la ilegitimidad de aquel gobierno?
Si se atiende a sus indicaciones, parece que creyendo legítimo el origen del gobierno pasado, tuvo por ilegítima su institución. Pero, ¿con qué apoyo? Los poderes que trajeron de las juntas provinciales los constituyentes de la Central eran amplios e ilimitados. Estos poderes, a excepción de alguno, se referían todos a la reunión, y no a la elección, de un gobierno central. En ninguno se prescribía la forma en que se debía instituir este gobierno. Fueron, pues, libres los diputados de las provincias de constituirse en la forma que estimasen más conveniente, y cuando de la que adoptaron se pueda decir que era imperfecta, jamás se podrá decir que fue ilegítima.
Una Ley de Partida, muy sabia, aunque no tanto acomodada a las circunstancias, deslumbró al Consejo, cuyo celo sería más laudable si de ella no hubiese sacado tan siniestras consecuencias. Nosotros, pues, que desde el principio hemos opinado, como el Consejo, por la formación de una regencia de pocos, para dar al gobierno toda la unión, actividad, vigor y secreto que las circunstancias requerían; nosotros, que con toda franqueza y desinterés esforzamos este dictamen ante el cuerpo de que éramos miembros y produjimos en su apoyo la misma ley y los mismos fundamentos que después alegó el Consejo, nosotros, que nos expusimos a no pequeña odiosidad por la constancia con que insistimos siempre en esta opinión, bien tendremos ahora el derecho de decir que el Consejo o no entendió bien o aplicó mal aquella ley, y el de rechazar un error que en las circunstancias del día, en que nada importa tanto como consolidar y hacer respetable la autoridad de V. M., puede ser muy pernicioso.
La ley de Partida, señalando la forma en que se deben nombrar tutores para un rey niño, dice que verificada la vacante del trono, se deben reunir en la corte los prelados, grandes y hombres honrados de las ciudades, y nombrar una, tres o cinco personas de las calidades que menudamente señala, para que gobiernen el reino a nombre del rey menor. La consecuencia, pues, que de esta ley nace, no es que la Junta Central debió nombrar estas personas para el gobierno, sino que debió congregar las Cortes para que las nombrasen. Diga, pues, el Consejo de buena fe si cuando estaba dividido en trozos el ejercicio de la soberanía, dislocado y mal seguro el gobierno interior, y no bien sosegada la primera inquietud de los pueblos; cuando se trataba de reunir las fuerzas que separadamente levantaban las provincias y de organizar un ejército que acabase de arrojar al enemigo de nuestras fronteras; cuando este enemigo, rabioso de ver batidos, rechazados o rendidos por todas partes sus ejércitos, hacía los más poderosos esfuerzos para volver sobre su presa; cuando en medio de la mayor penuria de fondos era necesario vestir, armar, proveer y auxiliar a más de ciento cincuenta mil soldados; en fin, si cuando tantos y tan urgentes cuidados llamaban la atención de un gobierno que acababa de nacer, era la sazón oportuna para convocar al reino en Cortes generales, para arreglar la nueva forma que las circunstancias de esta reunión requerían, para resolver las arduas cuestiones que ofrecía la ejecución de tan gran designio, y para preparar los planes de reforma y mejoras que debían presentarse a una nación que, cansada ya de sufrir opresiones y abusos, sólo suspiraba por la reforma de su constitución y por la entera recuperación de su libertad.
Dirá el Consejo que lo que en aquel caso pudieron hacer las Cortes, lo pudo hacer la Junta Central. Así es, y nosotros le concederemos, no sólo que pudo, sino que debió hacerlo, porque tal fue siempre nuestra opinión. Pero inferir de aquí que por no haberlo hecho fue nulo cuanto hizo e ilegítima la autoridad que instituyó, es una consecuencia que hace tan poco honor a la lógica como a la buena fe del Consejo. Para la Junta Central, la necesidad de formar un gobierno de pocos no nacía de la disposición de la ley, sino de la naturaleza de las circunstancias; no era una necesidad de derecho y justicia, sino de prudencia y política. La Junta obraba con plena y legítima autoridad, puesto que el Consejo le atribuye toda la que la ley atribuye a las Cortes. Podrá, pues, decir que no adoptó la institución más perfecta, pero no que se constituyó ilegítimamente.
Por ventura si las Cortes, congregadas con aquel fin, hubiesen nombrado para el gobierno a los mismos diputados de las provincias, o bien otra junta tan numerosa como la Central, ¿se podría decir que habían creado una autoridad ilegítima, sólo porque se habían excedido del número señalado en la ley de Partida? Nuestra historia responderá a esta pregunta. Ella nos dice que las Cortes nunca se atuvieron al número señalado en aquella ley, por más que alguna vez lo desearon. Nos dice que siempre regularon sus resoluciones por aquellas máximas de prudencia que dictaban las circunstancias. Nos dice que ya para emplear en el mando a los hombres de mérito, ya para temporizar con los poderosos aspirantes a él, ya para conciliar los partidos excitados por unos y otros, o para condescender con los deseos de las provincias, o en fin, para organizar un gobierno (porque vale más un gobierno imperfecto que una monstruosa anarquía), aumentaban más o menos el número de los tutores, y que alguna vez lo aumentaron en tanto grado, que el consejo de regencia nombrado por las cortes de 1390 para gobernar en la menor edad de Enrique III era más numeroso aun que la Junta Central; lo que fue tanto más notable, cuanto estaba a su frente un hombre que valía por todos: el ilustre infante de Antequera, tan célebre por sus virtudes como por sus victorias. Ni estas consideraciones de prudencia, que seguían en otro tiempo las Cortes, faltaron del todo a los vocales de la Junta Suprema que no opinaban por el nombramiento de una regencia de pocos. Temían que esta providencia desagradase a las juntas provinciales, que los habían nombrado para componer una junta central, y no para formar otro gobierno; y temían que se disgustasen los pueblos viendo volver sin mando a sus provincias a aquellos de cuyo celo tenían tan reciente experiencia en la activa y vigorosa conducta con que los sacaron de las garras del enemigo en su primera irrupción; y cuando se hubiesen engañado en este concepto o se hubiesen movido por razones ajenas de él, nunca se puede creer ni decir que miraban como ilegítima la constitución que prefirieron.
No hemos molestado la atención de V. M. con tan prolijas reflexiones por obsequio del gobierno pasado, sino para que demostrando su legitimidad, se afiance más y más la de V. M., de quien tantos bienes se puede prometer la nación. Cumpliendo, pues, este deber, rogamos a V. M. oiga benignamente lo que se refiere a la defensa de nuestra reputación personal.
Después de haber opinado el Consejo que los individuos de la Suprema Junta sólo podían ser juzgados en común por la nación, y en particular por el tribunal que V. M. nombrare, era consiguiente que mientras la voz de la nación o de algún acusador no los llamase a juicio, los considerase a todos y cada uno de ellos en la plena posesión de su fama y libertad, y que toda medida que pudiese alterar una u otra fuese a sus ojos ofensiva e injusta. Pero si no miente la voz pública, el Consejo no pensó así, sino que creyó necesario que V. M. tomase con ellos ciertas precauciones que seguramente son tan ajenas de prudencia como de justicia. Se nos ha asegurado que consultó a V. M., primero, que los individuos de la Junta Suprema podían volverse a sus provincias, y aunque no en calidad de arrestados, con obligación de avisar el lugar de su residencia; precaución que supone un destierro y equivale a una confinación; segundo, que no pudiesen reunirse muchos en un punto; precaución que supone una desconfianza de sus sentimientos y autoriza una sospecha contra su conducta; tercero, que aunque podrían mudar de residencia, no se les debía permitir pasar a la América, y esta precaución contiene un verdadero despojo de su libertad.
Cuando el Consejo dictaba a V. M. semejantes medidas, tal vez no previó que con ellas iba a excitar los peligros contra nuestra seguridad y las sombras sobre nuestra reputación, de que ya nos hallamos rodeados, y que nos seguirán a todas partes, si la poderosa mano de V. M. no las disipa. ¡Que volvamos a nuestras provincias, cuando las más de ellas se hallan invadidas o amenazadas por los satélites del enemigo! ¡Que determinemos nuestra residencia, cuando no hay alguna que no sea incierta, ninguna que esté libre de los peligros de la guerra! ¡Que no nos reunamos muchos en un punto; cuando hay tan pocos en qué buscar seguridad, y cuando la pobreza y desamparo de unos sólo podrá hallar socorro y consuelo en la amistad y caridad de los otros! Y en fin, ¡que no podamos pasar a América, cuando la suerte de las armas vacila, y cuando puede no quedar otro asilo en el continente a los que, proscriptos y perseguidos por el tirano, aspiren al consuelo de morir en su patria! ¡Y esto contra todos! ¡Y esto sin excepción ninguna! ¡Y esto sin la menor consideración a la edad, al estado, al carácter, a los servicios ni a la reputación de tantos dignos individuos como se hallaban en el seno de la Junta!
No servirán para disculpar tales precauciones las calumnias inventadas en Sevilla y difundidas en Cádiz contra nosotros; porque ¿quién conocía mejor que el Consejo su origen y sus autores, ni a quién eran más manifiestos los agentes que las propagaban y los torpes fines a que se dirigían? ¡Acusar de infidelidad a un cuerpo entero y tan numeroso; a un cuerpo escogido en todas las provincias por su amor a la patria; a un cuerpo cuyos individuos se habían ofrecido a la proscripción y a la muerte por defenderla; a un cuerpo, en fin, en que la unión de todos era posible para el bien, pero imposible para el mal! ¡Acusar de robos y concusiones a tantas y tan caracterizadas personas; a los que habían abandonado su fortuna y existencia a la codicia y al odio de los bárbaros; a los que acababan de publicar la inversión de los fondos que habían venido a sus manos; a los que convocaban la nación, para darle cuenta exacta de ellos y de su administración; en fin, a los que acababan de dar tan ilustre ejemplo de desinterés, resignando el gobierno en otras manos, y retirándose pobres y desnudos, sin pretensión ni esperanza de otra recompensa que la de la pública estimación!
Señor, si la defensa no fuese necesaria contra tan groseras calumnias, nos contentaríamos con invocar a nuestro favor el testimonio de V. M., que tiene en su mano las actas de todos nuestros decretos y providencias, y todos los documentos y noticias en que está consignada nuestra conducta. Invocaríamos a los ministros que V. M. tiene a su lado y en su mismo seno, y que fueron ejecutores de aquellas providencias y continuos testigos del celo y pureza de intención que las dictaron. Invocaríamos el testimonio del mismo Consejo, cuyos individuos, colocados a nuestro lado, ya por su ministerio, ya por los negocios que trataron, ya por antiguas relaciones de trato y comunicación, conocen el carácter y sentimientos de la mayor parte de nosotros. Invocaríamos, en fin, el testimonio de la nación entera, pues que serán muy pocos entre nosotros los que por sus anteriores destinos y servicios, su conducta pública o su reputación personal, no sean conocidos en las provincias, muy pocos que no lo sean, no sólo como superiores a tan indignas calumnias, sino como libres de toda nota y censura individual y muy acreedores a la estimación pública.
Bien conocemos que pudieron mover también al Consejo las misteriosas deliberaciones y los pasos oficiosos de la junta de Cádiz, pero en nada será menos disculpable que en haber temporizado con ella. Porque ¿quién conocía mejor la falta de autoridad con que aquella junta se entrometía a censurar la conducta del último gobierno, y la falta de consideración con que abrigando los susurros de la calumnia y los dicharachos de sus fautores, solicitaba providencias extensivas a todos sus individuos? Que las promoviese contra algún individuo particular, si para ello tenía motivo justo, pudo ser un efecto de celo; pero que una junta erigida para el armamento y defensa de la plaza de Cádiz, con un objeto tan determinado, en un distrito tan reducido y sin ninguna representación para el resto del reino, se mezclase en los negocios del gobierno y se arrogase tan extraordinaria autoridad, es una especie de atentado cuya temeridad y ligereza sólo se pueden comparar con la atrocidad de su injusticia.
Por último, Señor, no disculpará las extrañas precauciones dictadas a V. M. por el Consejo el que todos los individuos de la Suprema Junta seamos responsables a la nación de nuestra conducta, porque esta responsabilidad es una obligación, no es un cargo; porque ella supone la acción, pero no supone la culpa. El gobierno más justo y virtuoso es responsable a la sociedad de sus operaciones, sin que del examen de su conducta pueda resultarle más que gloria y alabanza. Esta responsabilidad alcanza a todas las autoridades del reino, y alcanza al Consejo mismo, sin que de aquí se infiera la necesidad de anticipar medidas para asegurarla. Cuando la nación se congregue, todo poder, toda autoridad le será sometida, todas las justicias serán juzgadas por ella, y los que compusieron la Junta Suprema, como los demás instrumentos del gobierno, aparecerán en este juicio universal con aquella seguridad o aquel temor que preste a cada uno el testimonio de su conciencia.
Y ¿qué cuerpo se presentará con más confianza ante aquella augusta asamblea, que el que había resuelto congregarla, consagrado ocho meses de continuo estudio y tareas a su preparación, llamado en torno de sí y buscado las luces y el consejo de tantas personas de talento, experiencia y celo público, para hacerla más fructuosa, y en fin, convocándola para depositar en ella su autoridad, dar la cuenta de su administración y someterla a su supremo examen? ¿Que el que había acordado reunirla, no en la forma arbitraria e imperfecta que imaginó el Consejo, sino en la que conciliaba mejor nuestras antiguas instituciones con sus derechos imprescriptibles, con unos derechos que nunca pudo perder, y que por decirlo así, acababa de reconquistar? ¿Que el que había extendido el derecho de representación a todas las clases del estado y a todos los padres de familia del reino? ¿Que el que no sólo había preservado, sino mejorado, la representación del clero y nobleza, reuniendo todos los prelados y todos los grandes en un solo estamento, para hacerle medianero entre el pueblo y el soberano, y darle más fuerzas, así contra los enemigos de la libertad como contra los de la constitución? ¿Que aquel, en fin, que antes de resignar su autoridad exigió de V. M. el solemne juramento de verificar, cuanto antes fuese posible, esta gloriosa reunión, que él no tuvo la dicha de ver realizada? ¡Ojalá, Señor, que el día suspirado para ella amanezca cuanto antes! Entonces, examinando la conducta de la Junta Central, hallará tal vez en ella errores y defectos, porque se componía de hombres, y no de ángeles, pero ciertamente no hallará manchas ni delitos, porque se componía de hombres honrados y celosos patriotas. Entonces sus verdaderos amigos, los que habemos consagrado a su bien y su gloria nuestros cortos talentos y nuestras largas vigilias; los que habemos sacrificado nuestra salud, nuestra fortuna y nuestro reposo por defender su libertad, en vez del premio de amargura y de infamia que nos prepararon nuestros enemigos, hallaremos aquella recompensa de aprecio y gratitud pública, que es la única que basta a las almas nobles, y que si no tenemos la dicha de gozarla en nuestros días, no podrá faltar a nuestra memoria y nuestras cenizas.
V. M., Señor, no podrá extrañar la amargura de nuestra queja cuando haya sabido las nuevas humillaciones y atropellamientos que nos ha hecho sufrir la junta superior de este reino, dispuestos sin duda a propósito para agravar nuestra injuria y hacer más vergonzosa nuestra situación. Nosotros los miramos como un efecto necesario de las maquinaciones fraguadas en Sevilla, fomentadas en Cádiz, abrigadas por aquella junta superior, y no combatidas ni disipadas por el Consejo; y por lo mismo que no estamos distantes de atinar con la inspiración que las extendió desde allá, y con la que aquí las acogió y dio valor y estímulo, no podemos dejar de referirlas a aquel monstruoso y depravado origen. Cuando faltara otra prueba de ello, cuando no lo fuese muy evidente la injusta detención y arresto de nuestros inocentes compañeros en el Ferrol, después del vergonzoso espectáculo a que fueron expuestos en la bahía de Cádiz, lo convencería la naturaleza misma de la violencia ejecutada con nosotros. ¿Por qué levantar pesquisas y procedimientos contra dos hombres públicos, arrojados aquí por el naufragio, y sólo detenidos por la noticia de hallarse sus casas y bienes ocupados por los bárbaros; contra dos consejeros de Estado, conocidos aquí, como en el resto de España, no sólo por las altas funciones que acababan de ejercer, sino también por su carácter personal y sus pasados servicios, destinos y conducta?… ¿Y para qué? Para recoger unos pasaportes que hubiéramos exhibido a cualquiera que los pidiese, y que no presentamos porque nadie los pidió, y porque no siendo este nuestro destino, nos pareció bastante avisar, como avisamos, de nuestra arribada al capitán general del reino… ¿Y para qué? Para reconocer y recoger nuestros papeles… ¿Y cómo? Por medio de una comisión confiada a un militar, acompañada de asesor y escribano, escoltada con tropa y asistida de todo el aparato de la justicia y de la fuerza con que son investigados los delitos y perseguidos los delincuentes. Cinco días ha, Señor, cuando esto escribimos, que se halla aquí esta comisión, sin haber determinado cosa alguna sobre las vigorosas protestas que hemos opuesto a tan violento atentado, y mientras que la junta superior de este reino decide sobre nuestra suerte, nuestro honor, nuestra reputación, y acaso nuestra existencia, se hallan comprometidos y arriesgados. Porque, ¿qué juzgará este pueblo, qué todo el reino de Galicia, donde nuestro atropellamiento va resonando ahora, de dos hombres contra quienes se procede tan escandalosamente, y de un procedimiento que empieza por el despojo de sus papeles, de su propiedad más sagrada, de la que está más enlazada con su probidad y sus sentimientos? ¿Acaso la junta de Galicia quiere renovar las escandalosas escenas con que el autor de los males públicos afligió a la nación en otro tiempo?
Señor, este tiempo, el tiempo de la tiranía debe haber pasado ya, y no debe volver para España, ni suceder a él una época de anarquía y desorden, que le fuera todavía más funesta. Si nosotros resignamos en V. M. el ejercicio del poder soberano, que nos habían confiado las provincias, fue para que le pudiese ejercer sobre toda la nación con más vigor y severidad, no para que las juntas provinciales le menguasen o pusiesen en duda. Si tal se permitiese, no será menester que los bárbaros destruyan la nación; ella perecerá por sus propias manos. Esto es, Señor, lo que nos aqueja, esto lo que da más fuerza a nuestra voz, no la humillación y violencia que personalmente nos oprime. Aunque acostumbrados a sufrir injusticias y ultrajes por el abuso del poder supremo; aunque pobres, desamparados, sin hogar ni refugio en nuestra patria; aunque condenados al desprecio, a la proscripción y a la muerte por su pérfido tirano, nada nos aflige tanto como el ver desconocida y despreciada en nosotros la soberana autoridad de V. M. Dígnese, pues, V. M. de volver por ella, volviendo por nuestra causa; dígnese de vengar sus ultrajes en los nuestros; dígnese de cubrir nuestro honor con el escudo de su autoridad, y de escarmentar a los que le ofenden con la espada de su justicia, y no guarde V. M. por más tiempo un silencio, que si es muy funesto para nosotros, lo puede ser mucho más para esta nación generosa, que de su justo y rígido gobierno se debe prometer su libertad y su gloria. Muros, 29 de marzo de 1810.Señor. Gaspar de Jovellanos. El marqués de Campo Sagrado.
Resolución
Excelentísimo señor: Con esta fecha comunico al capitán general de Galicia la real resolución siguiente:
«El consejo de Regencia de España e Indias se ha enterado de los atropellamientos que el señor don Gaspar de Jovellanos y el marqués de Campo Sagrado han sufrido en Muros de Noya por el coronel don Juan Felipe Osorio, comisionado de la junta provincial de Santiago para ejecutar una orden de la superior de ese reino. En su vista, ha tenido a bien reprobar S. M. la conducta observada por la Junta y por Osorio, pues ni aquella debió mandar procedimientos ilegales, ni Osorio faltar en la ejecución a los actos que exige la atención y previene el derecho con respecto a las personas de las circunstancias del señor Jovellanos y Campo Sagrado. Lo participo a V. E. de real orden para su noticia, y que haga saber esta soberana resolución a los referidos interesados, a la junta superior de ese reino, a la de Santiago y al coronel Osorio.»
De la misma real orden lo traslado a V. E. para su inteligencia y satisfacción. Dios guarde a V. E. muchos años. Isla real de León, 27 de abril de 1810. Nicolás María de Sierra. Señor don Gaspar de Jovellanos.

Referencia: 11-760-01
Página inicio: 760
Datación: 1810
Página fin: 770
Lugar: Cádiz
Estado: publicado