Apéndice a la Memoria en defensa de la Junta Central. Número XXVI. Resumen de los servicios y persecuciones del autor

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Comienzo de texto: Lista de servicios y persecuciones de don Gaspar de Jovellanos. En 29 de noviembre de 1767 fui nombrado alcalde del crimen de la real audiencia de Sevilla, y promovido después

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Lista de servicios y persecuciones de don Gaspar de Jovellanos.
En 29 de noviembre de 1767 fui nombrado alcalde del crimen de la real audiencia de Sevilla, y promovido después a oidor de la misma audiencia, desempeñé estos cargos hasta octubre de 1778. Fui entonces nombrado alcalde de casa y corte, y ejercí aquel empleo hasta el de 1780.
Promovido al real consejo de las órdenes militares y armado caballero de la de Alcántara, tomé posesión de mi plaza en julio del mismo año.
En 1778 había sido nombrado individuo de la Sociedad Patriótica de Madrid y de la Real Academia de la Historia, y en 1781 fui admitido en la Real Academia Española y nombrado académico de honor, y después consiliario de la de las Nobles Artes, y concurrí con frecuencia y aplicación a los trabajos de estos ilustres cuerpos.
En 1782 hice, en virtud de real orden, la visita del real convento de San Marcos de León, de la orden de Santiago, cuya nueva biblioteca fundé y cuyo archivo hice arreglar.
En el mismo año pasé, de real orden, al Principado de Asturias, con encargo de disponer el señalamiento, apertura y construcción de un camino de cinco leguas desde el puerto de Gijón hasta la ciudad de Oviedo. Reconocí y señalé la línea e hice levantar el plano del camino y sus obras, nombré una junta y formé la correspondiente instrucción para la dirección de ellas; en 18 de setiembre coloqué la primera piedra de la puerta que da entrada a Gijón, y dando principio a los trabajos por sus dos puntos extremos, continuaron sin interrupción hasta quedar concluida una hermosa y sólida carretera, con tres puentes, tres fuentes, muchos murallones de retén y otras obras de comodidad y ornato. En 1783, después de informar al gobierno sobre la continuación del mismo camino hasta la ciudad de León y sobre la necesidad de abrir otros dos por los puntos de Leitariegos y Ventaniella, para dar a los concejos de oriente y poniente de Asturias comunicación con Castilla, formé, de real orden, una instrucción general para la dirección, construcción, conservación y adorno de aquellos y otros caminos, cuenta y razón de los fondos destinados a ellos, establecimiento de peones camineros, casas de posta, posadas, portazgos, pontazgos y demás relativo a su objeto.
En el mismo año fui nombrado ministro de la suprema junta de Comercio, Moneda y Minas, al despacho de cuyos negocios asistí con asiduidad mientras residí en Madrid.
En 1789 fui nombrado por S. M. para visitar el colegio militar de la orden de Calatrava en la universidad de Salamanca, y arreglar su disciplina interior y estudios; cuya comisión desempeñé desde abril hasta agosto de 1790.
Al mismo tiempo fui encargado de disponer la construcción de un nuevo colegio para mi orden de Alcántara. Obtenido el terreno y señalado el sitio por el ilustre ayuntamiento de Salamanca, llamé un arquitecto de Madrid, que levantó el plan de un hermoso edificio; formé la junta que debía entender en la dirección de la obra, y le dejé la correspondiente instrucción impresa; hice la solemne colocación de su primera piedra y se dio principio a los trabajos; pero ruines intrigas de una comunidad vecina, poderosamente protegidas en la corte, lograron embargarlos, y privaron al colegio de una decorosa y cómoda morada y a la ciudad de Salamanca de uno de sus mejores ornatos.
Al mismo tiempo fui también encargado de arreglar el antiguo archivo del convento de comendadoras de Sancti-Spiritus, de la orden de Santiago, en la misma ciudad, y con arreglo a una instrucción que hice imprimir a este fin, fue desempeñado este trabajo por don José Acebedo Villarroel, y quedó aquel archivo bien preservado y ordenado, con los extractos e índices correspondientes. El año anterior de 1789, después de haber informado al gobierno, en virtud de real orden, expedida por el ministerio de Marina, sobre las ventajas que podía producir a la nación el cultivo de las minas del carbón de piedra de Asturias, había sido nombrado también por S. M., a propuesta de la suprema junta de Estado, para pasar a aquel Principado a examinar el estado de dichas minas, con el encargo de proponer al gobierno cuanto estimase conducente para dar a este ramo de comercio interior y exterior todo el impulso y extensión posible; cuya comisión reservé para después de cumplida la de Salamanca.
Pero vuelto a Madrid, en agosto de 1790, para dar cuenta al Consejo de la visita del colegio de Calatrava, una intriga de corte trató de hacerme salir de allí. El motivo fue entonces bien conocido. Había empezado la cruel persecución que el ministro Lerena excitó contra el conde de Cabarrús, haciéndole encerrar en el castillo de Batres, y sin duda ofendía en Madrid la presencia del que era contado entre sus mejores amigos. En la noche del solemne día de San Luis me hallé con una real orden, en que, suponiéndose que había abandonado la comisión de la visita y vuelto a Madrid sin permiso de S. M., se me mandaba que inmediatamente me restituyese a Salamanca. Contesté en la misma noche, demostrando, con la orden del Consejo, que, lejos de abandonar mi comisión, concluida ya, había vuelto a dar cuenta en él de la visita y del plan de estudios formado para el arreglo del colegio de Calatrava, y con la real licencia, expedida por el ministerio de Marina, de donde dimanaba la comisión de Asturias, que no había vuelto sin permiso. Descubierta que fue la impostura, se revocó la orden; pero se me previno que, dado que hubiese cuenta de mi primera comisión, pasase inmediatamente a Asturias a desempeñar la segunda. Así lo cumplí, habiendo obtenido antes la aprobación de la visita y todos sus autos, y la del plan de estudios, que fue mandado llevar a ejecución.
Convencido por este incidente de que no se me quería en la corte y de que la última orden era un honesto destierro de ella, y no descontento de ir a vivir en mi casa y a trabajar en beneficio de la nación, pasé a Asturias en septiembre inmediato; y desde luego emprendí la visita de todas las minas del carbón de piedra que se cultivaban en sus diferentes concejos, reconocí su situación, anchura, calidad de sus carbones, facilidad de su saca y transporte, sus precios al pie de la mina y puntos de extracción, fletes de conducción por mar, objetos y puntos de consumo interior y exterior, con lo demás necesario al buen desempeño de mi encargo.
Tomada esta instrucción de hecho, y leídos con cuidado los tratados de monsieur Morand, sobre el arte de beneficiar las minas de carbón fósil, y de monsieur Venel, sobre su aplicación a los usos domésticos e industriales, dirigí mi informe al gobierno, en mayo de 1791, en diferentes memorias. En la primera di una idea general y exacta de la riqueza y favorable situación de las carboneras de Asturias y de las muchas y grandes ventajas que podía sacar la nación de su cultivo y comercio, y procuré llamar la atención del gobierno a tan importante objeto, proponiendo los medios que me parecieron más oportunos para dar el mayor impulso a este ramo de industria interior y de comercio activo de España. En la segunda satisfice a una representación remitida a mi informe del director general de Minas, don Francisco Angulo, que pretendía que las minas de carbón pertenecían a la corona, contra lo declarado por real cédula de 25 de diciembre (si no me engaña mi memoria) de 1789, expedida en virtud de mi primer informe. Desvanecí los argumentos de Angulo, aseguré la propiedad de las minas a los dueños de las tierras en que se hallan, con lo que la real cédula de 89 fue confirmada por otra de agosto de 1792. En la tercera propuse la abertura de un camino breve y cómodo desde las minas de Langreo, que son las mejores y más abundantes de Asturias, al puerto de Gijón, para facilitar y abaratar la conducción de los carbones y de fomentar su exportación y comercio exterior. En la cuarta expuse la necesidad de fomentar en Asturias el estudio de la mineralogía, para aprovechar mejor estas y otras diferentes minas, de que abunda aquel país, y a este fin la de establecer allí la enseñanza de las matemáticas físicas; y propuse la combinación de esta enseñanza con la de las ciencias náuticas, mandada establecer en Gijón, como puerto habilitado para el comercio libre. En la quinta y sexta propuse los medios de costear el camino y dotar la enseñanza ya indicada, y en la séptima las providencias y estímulos que convenían para fomentar la exportación marítima de los carbones y criar una abundante marina carbonera, que diese el mayor impulso a este objeto y produjese las grandes ventajas que había logrado sacar la sabia economía de los ingleses del tráfico de sus carbones.
En el mismo año de 1791, después de remitidas mis memorias, pasé, de real orden, a visitar los colegios militares de Santiago y Alcántara de la Universidad de Salamanca; verifiqué su visita, arreglé su disciplina interior, apliqué a entrambos el plan de estudios que había formado el año anterior; y aprobadas mis providencias por S. M., a consulta del real consejo de las órdenes, me restituí a Asturias a esperar la resolución sobre las proposiciones contenidas en mis memorias, según se me prevenía en la real orden.
En 1792 fui nombrado subdelegado general de caminos en el Principado de Asturias, y desde luego informé y propuse al superintendente general de este ramo cuanto era necesario para la continuación de la carretera de Asturias a León, dando una amplia idea de las ventajas que esta comunicación prometía para el comercio de las dos provincias.
En noviembre de 1793 se me mandó medir la distancia del camino desde el punto en que estaba construido hasta la altura que divide las vertientes y señala el límite meridional del Principado, y asistido de buenos arquitectos, verifiqué la medida y la nivelación de la pendiente de dicha altura hasta el lugar de Puente los Fierros, que está en lo inferior de su falda, e hice formar el plan y cálculo de sus obras, que dirigí, con mi informe, a la Superintendencia General.
En el mismo año, aprobado el establecimiento de la enseñanza arriba indicada, formé el plan del Real Instituto Asturiano y la ordenanza provisional en que se prescribía el orden y método de su gobierno, disciplina y estudios; y aprobado todo por S. M., y removidos diferentes obstáculos que se oponían a la ejecución, verifiqué la solemne instalación de aquel establecimiento y la apertura de sus estudios el 7 de enero de 1794, en la forma que consta de la Noticia del Real Instituto Asturiano, que bajo la protección de nuestro deseado rey, entonces Príncipe de Asturias, di a luz en el mismo año. A la enseñanza de las matemáticas puras, cosmografía y navegación, lenguas y dibujo natural y científico, agregué en 1796 la de humanidades castellanas, en un plan que abrazaba, no sólo los principios de gramática general, propiedad de la lengua, poética y retórica castellana, sino también los de dialéctica y parte de lógica que pertenece a ella. Y como yo hubiese fundado anteriormente en Gijón, por encargo y como heredero fiduciario de don Fernando Morán Lavandera, abad de Santa Doradía, una escuela gratuita de primeras letras para niños pobres, propuse a S. M. la incorporación de esta escuela con el Real Instituto, aunque sin confundir sus rentas, para completar así el plan de estudios de tan útil establecimiento.
En 1797, después de haber instalado la ya dicha enseñanza de humanidades castellanas, recibí dos reales órdenes, expedidas por los ministerios de Estado y Marina. En la primera, aprobando los arbitrios que, de acuerdo con la diputación general del Principado, había yo propuesto para continuar el importante camino de León, se me mandaba ya dar principio a sus obras. Por la segunda, que pasase reservadamente a reconocer el estado de los montes de Espinosa y fabricación de carbones en La Cavada y el de la mina de fierro en Jarrezuela, en Vizcaya, destinada para el mismo establecimiento; y con remisión de un voluminoso expediente, formado en la vía reservada de Marina, se me mandaba informar sobre una muchedumbre de recursos y quejas, así de los pueblos de Espinosa, acerca de los perjuicios causados por las cortas de leñas y maderas de aquellos montes, como del señorío de Vizcaya, que pretendía ser contra sus fueros la adjudicación hecha a S. M. de aquella mina para las dichas fundiciones de La Cavada.
Deseoso de reunir el desempeño de ambos encargos, salí de Gijón, acompañado de dos arquitectos, al punto en que concluían las últimas obras del camino; hice señalar, medir y dividir por trozos la porción de línea que debía construirse para su continuación, y dejando a los arquitectos trabajando el plan particular para las obras de cada trozo, y sus cálculos, a fin de proceder a su remate, me trasladé a la ciudad de León. Allí, conferenciando privadamente con los regidores y personero del común de León, les expuse y demostré las ventajas que hallaría aquel reino, si adoptando los mismos arbitrios que Asturias, promoviesen ante S. M., no sólo la construcción de la parte de carretera perteneciente a su distrito, sino también su extensión hasta Toro, Zamora, Salamanca y Ciudad Rodrigo; idea que fue admitida por el ayuntamiento de León, y propuesta y aprobada por S. M.
Desde allí, tomando el pretexto de un viaje de placer y curiosidad, mientras mis arquitectos desempeñaban su trabajo, emprendí mi camino por la falda meridional de las montañas de León y Burgos, hasta llegar a la raya de Francia, volviendo por la costa de Cantabria hasta Santander, doblando después a La Cavada y saliendo otra vez por Villacarriedo y Torrelavega a Reinosa. En cuya comisión, no sólo reconocí y pisé todos los puntos relativos a ella, sino también las diferentes fábricas de clavazón, de anclas y palanquetas que hay en aquella costa, y los hornos de cementación, funderías y otros establecimientos de esta clase; y el de Jarrezuela y las riquísimas minas de Somorrostro, para poder informar al gobierno con más conocimiento, como lo hice en el mismo año, estando ya en El Escorial; debiendo prevenir que para costear mis viajes y desempeñar tantos encargos, ni yo pedí, ni el gobierno me dio, la menor gratificación ni ayuda de costa.
Vuelto al punto en que se hallaban mis arquitectos concluyendo su trabajo, un capricho de la corte me separó de tan agradables y provechosas ocupaciones. Nombróseme entonces para pasar a Rusia con el carácter de embajador, que por primera vez se señaló al ministro plenipotenciario de España a aquella corte; pero a cosa de un mes después recibí otra real orden, en que se me llamaba a Madrid para servir el ministerio de Gracia y Justicia. Estaba yo entonces ocupado en otra empresa, encargada también por el gobierno, y era la de construir un edificio para el Real Instituto Asturiano que ocupaba provisionalmente una casa propia de mi familia, que mi hermano había franqueado a este fin. Quise antes de partir dejar emprendida esta importante obra; señalé y demarqué su sitio, dejé acopiados muchos materiales con las instrucciones convenientes a la ejecución del plan, formado por un arquitecto de la Real Academia de San Fernando, y habiendo colocado solemnemente la piedra angular del nuevo edificio en el día 12 de noviembre, emprendí mi viaje a la corte.
En agosto de 1798, exonerado del ministerio de Gracia y Justicia, fui nombrado consejero de Estado y se me mandó volver a Asturias y continuar en el desempeño de mis primeras comisiones; es decir, a mi antiguo, honesto y suspirado destierro.
En 1799 agregué a la enseñanza del Real Instituto una cátedra de geografía histórica, cuya dotación había hecho S. M. en el año anterior, nombrando para servirla al vizconde de Nais, y en consecuencia, abrí solemnemente esta nueva enseñanza.
En 1800 hice la solemne apertura de la enseñanza de física experimental, y en principios de 1801 la de los elementos de química.
En la madrugada del 13 de marzo de 1801 fui sorprendido en mi cama por el regente de la audiencia de Asturias, que, a consecuencia de real orden, ocupó todos mis papeles, sin otra excepción que los del archivo de mi familia. Fue sellada mi librería, cuyo escrutinio se hizo posteriormente por un oidor de la misma audiencia; fui separado de toda comunicación aun con mis criados, y antes de amanecer el siguiente día fui sacado de mi casa, y con la escolta de la tropa que la rodeaba, conducido a León; allí, recluso por diez días en el convento de San Froilán; de allí llevado, en medio de una partida de caballería, hasta Barcelona y recluso en el convento de la Merced; desde allí embarcado en el correo de Mallorca y conducido a Palma, y desde allí llevado inmediatamente a la cartuja de Jesús Nazareno, sita a tres leguas de la capital, en el valle de Valdemuza, adonde llegué el 18 de abril a las tres de la tarde.
Las órdenes dadas a este fin (ninguna de las cuales se entendió directamente conmigo) eran de que viviese recluso en la clausura de aquel monasterio y privado de comunicación exterior; y pues que no se señalaba plazo ni término a esta pena, es claro que iba a sufrirla por toda mi vida. Hallándome, pues, con tintero a la mano, formé la representación que, con fecha 24 de abril (Apéndice, número III), hice dirigir a mi buen amigo don Juan Arias de Saavedra. Había ofrecido el marqués de Valdecarzana, mi primo, ponerla en manos del Rey; llegada que fue, no se atrevió a presentarla, y como Arias de Saavedra hubiese salido ya desterrado a Sigüenza, tampoco pudo proporcionar su entrega.
Sabido esto, formé la representación de 8 de octubre siguiente, e incluyendo copia de la anterior, las dirigí a Gijón al presbítero don José Sampil, mi capellán, que se había ofrecido a venir a Madrid para ponerla en manos del Rey. Hubo de traslucirse el designio de su viaje; partieron dos postas, una al camino de León y otra a Sigüenza, en busca de Sampil; no dieron con él; pero al entrar en Madrid fue sorprendido con las representaciones por los esbirros del juez de policía Marquina, arrestado en la cárcel de corona, oprimido allí con molestos interrogatorios y amenazas por espacio de siete meses, y al fin llevado por alguaciles a Asturias y confinado a la capital, con obligación de presentarse diariamente al obispo, y sin poder hacerlo en su casa ni en la mía.
Casi al mismo tiempo era arrestado en Barcelona por el regente de la audiencia, don Antonio Arango, mayordomo de mi buen amigo el marqués de Campo Sagrado, sin otro motivo que haberse hallado entre los papeles de Sampil una carta suya indiferente, pero amistosa, y sólo por la simple sospecha de que siendo yo amigo de su amo, y él de Sampil, podía haber tenido parte en el envío de las representaciones. Sufrió Arango en Barcelona por espacio de ciento veintinueve días las mismas molestias y vejaciones que Sampil en Madrid, y no resultando el menor indicio que confirmase tan vana y cavilosa sospecha, fue puesto en libertad.
Pero el autor de las representaciones era yo, y en mí fue castigado con mayor rigor el enorme delito de haber reclamado en ellas la justicia del Rey. El 5 de mayo de 1802 el sargento mayor de dragones don Francisco del Toro vino a arrancarme de la tranquila y santa reclusión en que estaba, y me trasladó al castillo de Bellver, situado en un alto cerro, a cosa de media legua al poniente de Palma. El rigor y estrechez del encierro que sufrí allí se pueden ver en la consigna dada para mi custodia por el gobernador del castillo (Apéndice, número III), según las órdenes del Capitán General, que fueron cumplidas a la letra, et ultra.
El viaje de los reyes padres a Barcelona en aquel verano, para celebrar el matrimonio de los desgraciados Príncipes de Asturias, me hizo esperar que a lo menos se mitigaría algún tanto el rigor de mi encierro, pero sucedió lo contrario. En el solemne día 14 de octubre, destinado para celebrar el cumpleaños y las bodas del Príncipe y para derramar con profusión las gracias que alcanzaron a los más infelices delincuentes, y al mismo tiempo en que las salvas de la plaza y las banderas de los buques empavesados anunciaban tan grande celebridad y alegría, un nuevo destacamento de distinta tropa subía el cerro para relevar el antiguo, y otro gobernador venía a reemplazar al que antes mandaba el castillo. Entrados en él, un riguroso registro se hizo en mi cuarto, cama y muebles, y se estrechó más y más el rigor y la vigilancia de mi encierro. Fue ocasión de esta nueva violencia una orden del ministro Caballero, en que, suponiéndose que yo había hecho dos representaciones a su majestad, se culpaba al Capitán General y al Gobernador de falta de vigilancia en mi custodia y se les reencargaba el cumplimiento de las órdenes anteriores. No pudiendo referirse esta orden a las representaciones del año anterior, pues que ellas habían dado motivo a mi traslación a Bellver, y no habiendo hecho yo, ni por mí ni por interpuesta persona, ninguna otra representación, di por seguro que se había inventado tan indigna falsedad para agravar, en vez de dar alivio a mi triste situación; pude engañarme, y en efecto me engañé, sí fue cierto lo que se me aseguró en carta que recibí en Aranjuez, en noviembre de 1808, de un pretendiente que buscando mi influjo, exponía por mérito que condolido de mi triste suerte, había puesto en manos de S. M. una copia que conservaba de mis representaciones del año anterior; torpeza que pudo ser inocente (aunque también amañada), pero que como quiera que fuese, sólo sirvió para agravar mi opresión y mi sufrimiento.
Hallábame yo entonces enfermo de resultas de la inflamación de una parótida junto a la oreja izquierda, que producida por la falta de ejercicio y por el calor y poca ventilación del cuarto en que vivía encerrado, había hecho necesaria una operación dolorosa para abrir el tumor, y una larga curación para curar la herida. Con este motivo el comandante interino de la plaza, don Juan Villalonga, representó, con certificación de facultativos, la necesidad de que se me permitiese algún desahogo y ejercicio, remitiendo el expediente al Capitán General, que se hallaba en Mahón, para que le dirigiese a la corte. Pero hablaba a sordos; estos oficios no tuvieron contestación alguna, ni yo el menor alivio.
Un principio de cataratas que asomó el año siguiente en mis ojos, por efecto de la misma situación, confirmado con dictamen de facultativos, movió al Capitán General a que solicitase para mí el permiso de tomar baños de mar. Defirió la corte a esta instancia; pero señalándose para los baños un sitio expuesto a la vista del paseo y camino público de Portupí, y las más indecentes precauciones para mi custodia, rehusé con indignación este alivio, queriendo más privarme de él que ofrecerme en espectáculo de lástima y desprecio a la vista de las gentes.
El permiso de baños, renovado por la corte, aunque con las mismas precauciones, se verificó en el año siguiente en lugar más retirado y oportuno, y desde esta época los baños sirvieron de pretexto para que pudiese pasar en compañía del capitán de la guardia la mayor parte de las tardes del año; único alivio que disfruté, más bien debido a la humanidad del general Vives, que a la indulgencia de mis opresores.
En una palabra, para pasear un poco dentro del castillo, para confesarme, para hacer testamento, para comunicar en cartas abiertas con mis hermanos sobre negocios de familia, fueron necesarias órdenes de la corte; cuyo indecente tenor, que se podrá ver en el apéndice ya citado (número III), hará patente a todo el mundo la bajeza con que el marqués Caballero servía al odio implacable de los autores de mi desgracia.
De esta relación, y de lo dicho en la segunda parte de la Memoria, resulta que después de haber servido con buen celo a mi rey y a mi patria en varios destinos y comisiones, desde 1767 hasta 1801, y desde 1807 hasta el presente, ya atendido o ya olvidado del gobierno, y ahora ensalzado sin mérito, ahora ultrajado y oprimido sin culpa, llegando al sesenta y ocho de mis años, tengo todavía que buscar mi tranquilidad en aquella máxima de Cicerón: Conscientiam rectae voluntatis maximam consolationem esse rerum incommodarum; nec ulluco maximum malura praeter culpam. (Ad famil., ep. iv, lib. vi.)

Referencia: 11-773-01
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