Apéndice II. Elogio de Carlos III, leído en la Real Sociedad Económica de Madrid

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Comienzo de texto: É aun deben (los Reyes) honrar, é amar á los maestros de los grandes saberes…

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É aun deben (los Reyes) honrar, é amar á
los maestros de los grandes saberes…
por cuyo consejo se mantienen, é se
enderezan muchas vegadas los Reynos.
Rey don Alfonso el Sabio en la ley 3. ª,
título 10.º de la Partida 2.ª
ADVERTENCIA DEL AUTOR
Como el primer fin de este Elogio fuese manifestar cuánto se había hecho en tiempo del buen rey Carlos III, que ya descansa en paz, para promover en España los estudios útiles, fue necesario referir con mucha brevedad los hechos y reducir estrechamente las reflexiones que presentaba tan vasto plan. La naturaleza misma del escrito pedía también esta concisión, y de aquí es que algunos juzgasen muy conveniente ilustrar con varias notas los puntos que en él se tocan más rápidamente.
No distaba mucho el autor de este modo de pensar, pero cree sin embargo que ni puede, ni debe seguirlo en esta ocasión por dos razones, para él muy poderosas. Una, que los lectores, en cuyo obsequio prefirió este a muchos otros objetos de alabanza, que podían dar amplia materia al Elogio de Carlos III no habrán menester comentarios para entenderle; y otra, que, habiendo merecido que la Real Sociedad de Madrid, a quien se dirigió, prohijase, por decirlo así, y distinguiese tan generosamente su trabajo, ya no debía mirarlo como propio ni añadirle cosa sobre la que no hubiese recaído tan honrosa aprobación. Sale pues a luz este elogio tal cual se presentó y leyó a aquel ilustre cuerpo el sábado 8 de noviembre del año pasado; condescendiendo en obsequio suyo por el autor, no solo a la publicación de un escrito incapaz de llenar el gran objeto que se propuso, sino también a no alterarlo y a renunciar al mejoramiento que tal vez pudiera adquirir por medio de una corrección meditada y severa.
Mas si el público, que suele prescindir del mérito accidental cuando juzga las obras dirigidas a su utilidad, acogiese esta benignamente, el autor se reserva el derecho de mejorarla y publicarla de nuevo. Entonces procurará ilustrar con algunas notas los puntos relativos a la historia literaria de la economía civil entre nosotros, que son a su juicio los que más pueden necesitar de ellas y aun merecerlas.
Señores: El elogio de Carlos III pronunciado en esta morada de patriotismo no debe ser una ofrenda de la adulación, sino un tributo del reconocimiento. Si la tímida Antigüedad inventó los panegíricos de los soberanos, no para celebrar a los que profesaban la virtud, sino para acallar a los que la perseguían, nosotros hemos mejorado esta institución, convirtiéndola a la alabanza de aquellos buenos príncipes cuyas virtudes han tenido por objeto el bien de los hombres que gobernaron. Así es que mientras la elocuencia, instigada por el temor, se desentona en otras partes para divinizar a los opresores de los pueblos, aquí, libre y desinteresada se consagrará perpetuamente a la recomendación de las benéficas virtudes en que su alivio y su felicidad están cifrados.
Tal es, señores, la obligación que nos impone nuestro instituto; y mi lengua, consagrada tanto tiempo ha a un ministerio de verdad y justicia, no tendrá que profanarlo por primera vez para decir las alabanzas de Carlos III.
[…]
No desdeñó España las letras, no: antes aspiró también por este rumbo a la celebridad. Pero, ¡ah!, ¿cuáles son las útiles verdades que recogió por fruto de las vigilias de sus sabios? ¿De qué le sirvieron los estudios eclesiásticos, después de que la sutileza escolástica le robó toda la atención que debía a la moral y al dogma? ¿De qué, la jurisprudencia, obstinada por una parte en multiplicar las leyes y por otra en someter su sentido al arbitrio de la interpretación? ¿De qué, las ciencias naturales, solo conocidas por el ridículo abuso que hicieron de ellas la astrología y la química? ¿De qué, por fin las matemáticas, cultivadas solo especulativamente y nunca convertidas ni aplicadas al beneficio de los hombres? Y si la utilidad es la mejor medida del aprecio, ¿cuál se deberá a tantos nombres, como se nos citan a cada paso para lisonjear nuestra pereza y nuestro orgullo?
Entre tantos estudios no tuvo entonces lugar la economía civil, ciencia que enseña a gobernar, cuyos principios no ha corrompido todavía el interés como los de la política y cuyos progresos se deben enteramente a la filosofía de la presente edad. Las miserias públicas debían despertar alguna vez al patriotismo y conducirlo a la indagación de la causa y el remedio de tantos males, pero esta época se hallaba todavía muy distante. Entretanto que el abandono de los campos, la ruina de las fábricas y el desaliento del comercio sobresaltaban los corazones, las guerras extranjeras, el fasto de la Corte, la codicia del ministerio y la hidropesía del erario abortaban enjambres de miserables arbitristas que, reduciendo a sistema el arte de estrujar los pueblos, hicieron consumir en dos reinados la substancia de muchas generaciones.
Entonces fue cuando el espectro de la miseria, volando sobre los campos incultos, sobre los talleres desiertos y sobre los pueblos desamparados, difundió por todas partes el horror y la lástima. Entonces fue cuando el patriotismo inflamó el celo de algunos generosos españoles, que tanto meditaron sobre los males públicos y tan vigorosamente clamaron por su reforma; entonces, cuando se pensó por primera vez que había una ciencia que enseñaba a gobernar los hombres y hacerlos felices; entonces, finalmente, cuando del seno mismo de la ignorancia y el desorden nació el estudio de la economía civil.
[…]
Fernando, en un período más breve, pero más floreciente y pacífico, sigue las huellas de su padre: cría la marina, fomenta la industria, favorece la circulación interior, domicilia y recompensa las bellas artes, protege los talentos y, para aumentar más rápidamente la suma de los conocimientos útiles, al mismo tiempo que envía por Europa muchos sobresalientes jóvenes en busca de tan preciosa mercancía, acoge favorablemente en España a los artistas y sabios extranjeros y compra sus luces con premios y pensiones. De este modo se prepararon las sendas que tan gloriosamente corrió después Carlos III.
Determinado este piadoso soberano a dar entrada a la luz en sus dominios, empieza removiendo los estorbos que podían detener sus progresos. Este fue su primer cuidado. La ignorancia defiende todavía sus trincheras: pero Carlos acabará de derribarlas. La verdad lidia a su lado, y a su vista desaparecerán del todo las tinieblas.
La filosofía de Aristóteles había tiranizado por largos siglos la república de las letras y, aunque despreciada y expulsa de casi toda Europa, conservaba todavía la veneración de nuestras escuelas. Poco útil en sí misma, porque todo lo da a la especulación y nada a la experiencia, y desfigurada en las versiones de los árabes a quienes Europa debió tan funesto don, había acabado de corromperse a esfuerzos de la ignorancia de sus comentadores. Sus sectarios, divididos en bandos, la habían oscurecido entre nosotros con nuevas sutilezas, inventadas para apoyar el imperio de cada secta; y mientras el interés encendía sus guerras intestinas, la doctrina del Estagirita era el mejor escudo de las preocupaciones generales. Carlos disipa, destruye, aniquila de un golpe estos partidos, y dando entrada en nuestras aulas a la libertad de filosofar, atrae a ellas un tesoro de conocimientos filosóficos que circulan ya en los ánimos de nuestra juventud y empiezan a restablecer el imperio de la razón. Ya se oyen apenas entre nosotros aquellas voces bárbaras, aquellas sentencias oscurísimas, aquellos raciocinios vanos y sutiles que antes eran gloria del peripato y delicia de sus creyentes. Y, en fin, hasta los títulos de tomistas, escotistas, suaristas, han huido ya de nuestras escuelas con los nombres de Froilán, González y Losada, sus corifeos, tan celebrados antes en ellas como pospuestos y olvidados en el día. De este modo la justa prosperidad permite por algún tiempo que la alabanza y el desprecio se disputen la posesión de algunos nombres, para arrancárselos después y entregarlos al olvido.
La teología, libre del yugo aristotélico, abandona las cuestiones escolásticas que antes llevaban su primera atención y se vuelve al estudio del dogma y la controversia. Carlos, entregándola a la crítica, la conduce por medio de ella al conocimiento de sus purísimas fuentes, de la Santa Escritura, los concilios, los Padres, la historia y disciplina de la Iglesia, y restituye así a su antiguo decoro la ciencia de la religión.
La enseñanza de la ética, del derecho natural y público establecida por Carlos III mejora la ciencia del jurisconsulto. También esta había tenido sus escolásticos que la extraviaran en otro tiempo hacia los laberintos del arbitrio y la opinión. Carlos la eleva al estudio de sus orígenes, fija sus principios, coloca sobre las cátedras el derecho natural, hace que la voz de nuestros legisladores se oiga por primera vez en nuestras aulas, y la jurisprudencia española empieza a correr gloriosamente por los senderos de la equidad y la justicia.
Pero Carlos no se contenta con guiar sus súbditos al conocimiento de las altas verdades que son objeto de estas ciencias. Aunque dignas de su atención por su influjo en la creencia, en las costumbres y en la tranquilidad del ciudadano, conoce que hay otras verdades, menos sublimes por cierto, pero de las cuales pende más inmediatamente la prosperidad de los pueblos. El cuidado de convertirlos con preferencia a su indagación distinguirá perpetuamente en la historia de España el reinado de Carlos III.
El hombre, condenado por la providencia al trabajo, nace ignorante y débil. Sin luces, sin fuerzas, no sabe dónde dirigir sus deseos, dónde aplicar sus brazos. Fue necesario el transcurso de muchos siglos y la reunión de una muchedumbre de observaciones para juntar una escasa suma de conocimientos útiles a la dirección del trabajo; y a estas pocas verdades debió el mundo la primera multiplicación de sus habitantes.
Sin embargo, el Creador había depositado en el espíritu del hombre un grande suplemento a la debilidad de su constitución. Capaz de comprender a un mismo tiempo la extensión de la tierra, la profundidad de los mares, la altura e inmensidad de los cielos, capaz de penetrar los más escondidos misterios de la naturaleza, entregada a su observación, solo necesitaba estudiarla, reunir, combinar y ordenar sus ideas para sujetar el universo a su dominio. Cansado al fin de perderse en la oscuridad de las indagaciones metafísicas, que por tantos siglos habían ocupado estérilmente su razón, vuelve hacia sí, contempla la naturaleza, cría las ciencias que la tienen por objeto, engrandece su ser, conoce todo el vigor de su espíritu y sujeta la felicidad a su albedrío.
Carlos, deseoso de hacer en su reino esta especie de regeneración, empieza promoviendo la enseñanza de las ciencias exactas, sin cuyo auxilio es poco o nada lo que se adelanta en la investigación de las verdades naturales. Madrid, Sevilla, Salamanca, Alcalá, ven renacer sus antiguas escuelas matemáticas. Barcelona, Valencia, Zaragoza, Santiago y casi todos los estudios generales las ven establecer de nuevo. La fuerza de la demostración sucede a la sutileza del silogismo. El estudio de la física, apoyado ya sobre la experiencia y el cálculo, se perfecciona; nacen con él las demás ciencias de su jurisdicción: la química, la mineralogía y la metalurgia, la historia natural, la botánica. Y mientras el naturalista observador indaga y descubre los primeros elementos de los cuerpos y penetra y analiza todas sus propiedades y virtudes, el político estudia las relaciones que la sabiduría del Creador depositó en ellos para asegurar la multiplicación y la dicha del género humano.
Mas otra ciencia era todavía necesaria para tan provechosa aplicación. Su fin es apoderarse de estos conocimientos, distribuirlos útilmente, acercarlos a los objetos del provecho común y, en una palabra, aplicarlos por principios ciertos y constantes al gobierno de los pueblos. Esta es la verdadera ciencia del Estado, la ciencia del magistrado público. Carlos vuelve a ella los ojos, y la economía civil aparece de nuevo en sus dominios.
[…]
Estaba reservado a Carlos III aprovechar los rayos de luz que estos dignos ciudadanos habían depositado en sus obras. Estábale reservado el placer de difundirlos por su reino y la gloria de convertir enteramente sus vasallos al estudio de la economía. Sí, buen rey, ve aquí la gloria que más distinguirá tu nombre en la posteridad. El santuario de las ciencias se abre solamente a una pequeña porción de ciudadanos, dedicados a investigar en silencio los misterios de la naturaleza para declararlos a la nación. Tuyo es el cargo de recoger sus oráculos, tuyo el comunicar la luz de sus investigaciones, tuyo el aplicarla al beneficio de tus súbditos. La ciencia económica te pertenece exclusivamente a ti y a los depositarios de tu autoridad. Los ministros que rodean tu trono, constituidos órganos de tu suprema voluntad, los altos magistrados, que le deben intimar al pueblo y elevar a tu oído sus derechos y necesidades, los que presiden al gobierno interior de tu reino, los que velan sobre tus provincias, los que dirigen inmediatamente tus vasallos, deben estudiarla, deben saberla o caer derrocados a las clases destinadas a trabajar y obedecer. Tus decretos deben emanar de sus principios, y sus ejecutores deben respetarlos. Ve aquí la fuente de la prosperidad o la desgracia de los vastos imperios que la providencia puso en tus manos. No hay en ellos mal, no hay vicio, no hay abuso que no se derive de alguna contravención a estos principios. Un error, un descuido, un falso cálculo en economía llena de confusión las provincias, de lágrimas los pueblos, y aleja de ellos para siempre la felicidad. Tú, señor, has promovido tan importante estudio; haz que se estremezcan los que, debiendo ilustrarse con él, lo deprecien o insulten.
Apenas sube Carlos al trono, cuando el espíritu de examen y reforma repasa todos los objetos de la economía pública. La acción del Gobierno despierta la curiosidad de los ciudadanos. Renace entonces el estudio de esta ciencia, que ya por aquel tiempo se llevaba en Europa la principal atención de la filosofía. España lee sus más célebres escritores, examina sus principios, analiza sus obras; se habla, se disputa, se escribe; y la nación empieza a tener economistas,
[…]
Entonces fue cuando un insigne magistrado que reunía al más vasto estudio de la Constitución, historia y derecho nacional, el conocimiento más profundo del estado interior y de las relaciones políticas de la monarquía, se levantó en medio del senado, cuyo celo había invocado tantas veces como primer representante del pueblo. Su voz, arrebatando nuevamente la atención de la magistratura, le presenta la más perfecta de todas las instituciones políticas, que un pueblo libre y venturoso había admitido y acreditado con admirables ejemplos de ilustración y patriotismo. El senado adopta este plan, Carlos lo protege, lo autoriza con su sanción y las Sociedades Económicas nacen de repente.
Estos cuerpos llaman hacia sus operaciones la expectación general, y todos corren a alistarse en ellos. El clero, atraído por la analogía de su objeto con el de su ministerio benéfico y piadoso; la magistratura, despojada por algunos instantes del aparato de su autoridad; la nobleza, olvidada de sus prerrogativas; los literatos, los negociantes, los artistas, desnudos de las aficiones de su interés personal y tocados del deseo del bien común; todos se reúnen, se reconocen ciudadanos, se confiesan miembros de la asociación general antes que de su clase, y se preparan a trabajar por la utilidad de sus hermanos. El celo y la sabiduría juntan sus fuerzas, el patriotismo hierve y la nación atónita ve por primera vez vueltos hacia sí todos los corazones de sus hijos.
[…]
Sí, españoles, ved aquí el mayor de todos los beneficios que derramó sobre vosotros Carlos III. Sembró en la nación las semillas de luz que han de ilustraros, y os desembarazó los senderos de la sabiduría. Las inspiraciones del vigilante ministro que, encargado de la pública instrucción, sabe promover con tan noble y constante afán las artes y las ciencias, y a quien nada distinguirá tanto en la posteridad como esta gloria, lograron al fin restablecer el imperio de la verdad. En ninguna época ha sido tan libre su circulación, en ninguna tan firmes sus defensores, en ninguna tan bien sostenidos sus derechos. Apenas hay ya estorbos que detengan sus pasos; y, entretanto que los baluartes levantados contra el error se fortifican y respetan, el santo idioma de la verdad se oye en nuestras asambleas, se lee en nuestros escritos y se imprime tranquilamente en nuestros corazones. Su luz se recoge de todos los ángulos de la tierra, se reúne, se extiende, y muy presto bañará todo nuestro horizonte. Sí, mi espíritu arrebatado por los inmensos espacios de futuro ve allí cumplido este agradable vaticinio. Allí descubre el simulacro de la verdad sentado sobre el trono de Carlos III; la sabiduría y el patriotismo la acompañan, innumerables generaciones la reverencian y se le postran en derredor, los pueblos beatificados por su influencia le dan un culto puro y sencillo, y, en recompensa del olvido con que la injuriaron los siglos que han pasado, le ofrecen los himnos del contento y los dones de la abundancia que recibieron de su mano.
¡Oh, vosotros, amigos de la patria, a quienes está encargada la mayor parte de esta feliz revolución! Mientras la mano bienhechora de Carlos levanta el magnífico monumento que quiere consagrar a la sabiduría, mientras los hijos de Minerva congregados en él rompen los senos de la naturaleza, descubren sus íntimos arcanos y abren a los pueblos industriosos un minero inagotable de útiles verdades, cultivad vosotros noche y día el arte de aplicar esta luz a su bien y prosperidad. Haced que su resplandor inunde todas las avenidas del Trono, que se difunda por los palacios y altos consistorios y que penetre hasta los más distantes y humildes hogares. Este sea vuestro afán, este vuestro deseo y única ambición. Y si queréis hacer a Carlos un obsequio digno de su piedad y de su nombre, cooperad con él en el glorioso empeño de ilustrar la nación para hacerla dichosa.
También vosotras, noble y preciosa porción de este cuerpo patriótico, también vosotras podéis arrebatar esta gloria, si os dedicáis a desempeñar el sublime oficio que la naturaleza y la religión os han confiado. La patria juzgará algún día los ciudadanos que le presentéis para librar en ellos la esperanza de su esplendor. Tal vez correrán a servirla en la Iglesia, en la magistratura, en la milicia; y serán desechados con ignominia si no los hubiereis hecho dignos de tan altas funciones. Por desgracia los hombres nos hemos arrogado el derecho exclusivo de instruirlos, y la educación se ha reducido a fórmulas. Pero, pues nos abandonáis el cuidado de ilustrar su espíritu, a lo menos reservaos el de formar sus corazones. ¡Ah! ¿De qué sirven las luces, los talentos, de qué todo el aparato de la sabiduría, sin la bondad y rectitud del corazón? Sí, ilustres compañeras, sí, yo os lo aseguro, y la voz del defensor de los derechos de vuestro sexo no debe seros sospechosa; yo os lo repito: a vosotras toca formar el corazón de los ciudadanos. Inspirad en ellos aquellas tiernas afecciones a que están unidos el bien y la dicha de la humanidad. Inspiradles la sensibilidad, esta amable virtud que vosotras recibisteis de la naturaleza y que el hombre alcanza apenas a fuerza de reflexión y de estudio. Hacedlos sencillos, esforzados, compasivos, generosos; pero, sobre todo, hacedlos amantes de la verdad, de la libertad y de la patria. Disponedlos así a recibir la ilustración que Carlos quiere vincular en sus pueblos y preparadlos para ser algún día recompensa y consolación de vuestros afanes, gloria de sus familias, dignos imitadores de vuestro celo y bienhechores de la nación.

Referencia: 14-330-01
Página inicio: 1330
Datación: 08/11/1788
Página fin: 1340
Lugar: Madrid
Estado: publicado