Apéndice II. Informe a la Junta General de Comercio y Moneda sobre la libertad de las artes

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He visto el expediente que antecede, con lo expuesto por el señor fiscal en su última respuesta, y antes de proceder al desempeño del encargo debido a la confianza de la Junta, creo necesario representarle los inconvenientes que podría producir el reglamento mandado formar en su último acuerdo, para que, enterada de todo, resuelva en este importante asunto lo que fuere más de su agrado.
Prescindo de las dificultades que ofrece la ejecución de un reglamento comprensivo de todas las manufacturas que pueden trabajarse sin sujeción a gremios. El número de ellas es casi infinito e imposible de reducir a número ni a lista. Cuando no lo fuera, el catálogo que las comprendiese formaría un grueso volumen, sería de mucho embarazo y poca utilidad en su uso, y al cabo no produciría los efectos que se desean.
Pero, suponiendo formado este reglamento, siempre resultaría de él uno de dos inconvenientes: esto es, la necesidad de irlo aumentando en proporción de lo que creciesen los inconvenientes de la moda y el capricho, o la de excluir a las personas para quienes se formase la facultad de trabajar en las manufacturas nuevamente inventadas y no contenidas en el catálogo; dos cosas que ciertamente serían contrarias a los fines con que se propone el reglamento.
La Junta no ignora con cuánta vicisitud se cambian de un día a otro los objetos de la industria. La moda produce a cada instante nuevos inventos, crea nuevas manufacturas, desfigura las antiguas, altera sus formas, muda sus nombres y tiene en continuo ejercicio no solo las manos, sino también el ingenio de las personas industriosas. ¿Quién será capaz de detener esta tendencia del gusto de los consumidores hacia la novedad? ¿Quién lo será de fijar por medio de un reglamento los objetos de sus caprichos?
Acaso por esto en las dos reales cédulas de 1779 y 1784 no se han señalado específicamente a las mujeres manufacturas determinadas en que pudiesen ocuparse. Deseoso el Gobierno de restituirlas a la libertad de trabajar que les había dado la naturaleza, las habilitó, en la de 12 de enero de 1779, para todos los trabajos propios de su sexo, pero sin señalar alguno, y cortó así de un golpe las cadenas que había puesto a sus manos la legislación gremial.
La de 2 de septiembre de 1784, expedida a consulta de esta Junta, conspira al parecer a fijar la generalidad con que estaba concebida la cédula anterior, y explicó que debían entenderse permitidos a las mujeres todos aquellos trabajos que, no teniendo repugnancia ni con su delicadeza ni con su decoro, debían creerse propios de su sexo.
Esto supuesto, no habrá necesidad de examinar cuáles son los trabajos que les están permitidos, sino cuáles les son vedados. Las reales cédulas establecen una regla general, y permiten a las mujeres todos los trabajos que no están comprendidos en la excepción. Conque, si algo resta que averiguar, será solamente cuáles son los trabajos que repugnan a la decencia y fuerzas mujeriles.
Yo haré sobre este punto algunas observaciones; pero todas vendrán a parar o en que no se debe hacer novedad en el presente estado de las cosas o, si alguna, debe ser ampliar a las mujeres una libre facultad de ocuparse en cualesquiera trabajos que les acomodase.
Observemos primero la disposición de este sexo para el trabajo con respecto a sus fuerzas, y después la examinaremos con relación a lo que llamamos decencia o decoro del mismo sexo.
El Criador formó las mujeres para compañeras del hombre en todas las ocupaciones de la vida, y aunque las dotó de menos vigor y fortaleza para que nunca desconociesen la sujeción que les imponía, ciertamente que no las hizo inútiles para el trabajo. Nosotros fuimos los que, contra el designio de la Providencia, las hicimos débiles y delicadas. Acostumbrados a mirarlas como nacidas solamente para nuestro placer, las hemos separado con estudio de todas las profesiones activas, las hemos encerrado, las hemos hecho ociosas y al cabo hemos unido a la idea de su existencia una idea de debilidad y flaqueza que la educación y la costumbre han arraigado más y más cada día en nuestro espíritu.
[…]
La clasificación de los artistas, útil sin duda para establecer la policía y el buen orden, se convirtió muy luego en un principio de destrucción para las mismas artes. Reunidos sus profesores en gremios, tardaron poco en promover su interés particular con menoscabo del interés común. Con pretexto de fijar la enseñanza, establecieron las clases de aprendices y oficiales; con el de testificar al público la suficiencia de los que le servían, erigieron las maestrías; y para asegurarle de engaños, inventaron preceptos técnicos, prescribieron reconocimientos y visitas, dictaron leyes económicas y penales, fijaron demarcaciones y, en una palabra, redujeron las artes a esclavitud, estancaron su ejercicio en pocas manos y separaron de él a un pueblo codicioso que las buscaba con ansia por participar de sus utilidades.
Tal es la historia de los gremios. Yo repasaré brevemente sus principales perjuicios, empezando por el más digno de atención y remedio de parte de cualquier gobierno donde la libertad y el amor al público tengan alguna estima.
El hombre debe vivir de los productos de su trabajo. Esta es una pena de la primera culpa, una pensión de la naturaleza humana, un decreto emanado de la boca de su mismo Hacedor.
De este principio se deriva el derecho que tiene todo hombre a trabajar para vivir; derecho absoluto, que abraza todas las ocupaciones útiles y tiene tanta extensión como el de vivir y conservarse.
Por consiguiente, poner límites a este derecho es defraudar la propiedad más sagrada del hombre, la más inherente a su ser, la más necesaria para su conservación.
Aun suponiendo al hombre en sociedad, se debe respetar este derecho. Ninguno ha renunciado de su libertad natural, sino la parte más pequeña: aquella parte que es absolutamente necesaria para conservar el Estado sin menoscabo de su propia conservación. Sobre este principio se apoya todo pacto social y sobre él debe fundarse también la santidad de toda ley. La renuncia de este derecho no puede suponerse. Sería nula aunque de hecho se verificase.
De aquí es que las leyes gremiales, en cuanto circunscriben al hombre la facultad de trabajar, no solo vulneran su propiedad natural sino también su libertad civil.
Pero esta ofensa no se causa solo al artista: se extiende también a los demás individuos que consumen los productos de la industria. Todo ciudadano tiene derecho de emplear en su favor el trabajo de otro ciudadano, mediante una recompensa establecida entre los dos. Los gremios destruyen este recíproco derecho, obligando al consumidor a servirse solamente de aquellos maestros que tienen la facultad exclusiva de trabajar.
La injusticia de esta exclusión se hace más palpable cuando se considera que ha defraudado de la libertad de trabajar a la mitad de los pueblos que la adoptaron, que ha separado casi enteramente a las mujeres del ejercicio de las artes y que ha reducido a la ociosidad unas manos que la naturaleza había creado diestras y flexibles para perfeccionar el trabajo. Las artes fáciles y sedentarias, aunque más convenientes a este sexo que al nuestro, no por eso se han exceptuado de la regla general.
Pero tan monstruosa exclusión no ha comprendido solo a las mujeres, sino también a todos los hombres a quienes su estado y profesión separaban forzosamente de los gremios. Labradores, soldados, artistas, aunque hábiles para el ejercicio de muchas artes, no pudiendo incorporarse a los gremios, debieron renunciar al derecho de trabajar en ellos.
Tenemos en esto un ejemplar palpable en nuestro expediente. Gabriel Maroto, de ejercicio herrero, quiso establecer en Valladolid una manufactura de cintas caseras. ¡Cuánto no tuvo que sufrir del gremio de pasamaneros este infeliz artista! Y ¿qué sería de él, si la ilustración de la Junta no le hubiera sostenido contra las opresiones de aquel gremio? Aun con esta protección, apenas está seguro de sus persecuciones.
La primera consecuencia de tan funesto estanco fue impedir la unión de la industria con la labranza. Mientras los campos de Alemania están cubiertos de nieve, se ocupa el labrador germano en trabajar la infinita variedad de obras curiosas de madera, piedra y metales con que sus paisanos surten las tiendas de nuestras ciudades populosas y acumulan ganancias insumables. En los mercados de Bretaña, de Anjou, de Flandes, Irlanda y los Cantones, venden también los labradores los lienzos que trabajaron sus familias en el tiempo que las faenas rústicas les dejaron libre. Estos bienes se deben principalmente a la libertad, y son inasequibles sin ella.
Por una consecuencia de este sistema general, la industria se ha reconcentrado en las capitales; esto es, en los lugares menos a propósito para su ejercicio y perfección. El alto precio de los comestibles y habitaciones, el aumento de las necesidades que arrastra consigo el lujo, los regocijos y distracciones frecuentes, la licencia y corrupción de las costumbres, y otros inconvenientes propios de las grandes poblaciones, ofrecen otros tantos obstáculos al aumento y prosperidad de la industria, y hacen desear la libertad como el único medio de destruirlos.
De aquí se sigue que los gremios sean un estorbo para el aumento de la población, no solo en cuanto impiden la reunión de la industria con otros ejercicios, sino también en cuanto resisten la entrada en ella a las manos sobrantes de la labranza y otras profesiones.
Este daño es harto mayor de lo que se cree de ordinario. La agricultura puede solo aumentar la población de un país hasta cierto punto, porque el terreno cultivable y aun la perfección del cultivo tienen sus límites señalados por la naturaleza. Tiénelo por lo mismo la cantidad de los productos de la tierra y el número de familias que pueden vivir de ellos. Casi sucede otro tanto con las demás profesiones, fuera de los oficios. Pero la esfera de la industria es de inmensa extensión. Cuanto consumen España y América, las provincias vecinas y las más distantes, puede ser fruto de sus tareas y concurrir al sustento de las familias que la ejercen. ¡Cuántas veces el morador de los confines de Asia habrá pagado su jornal a los artistas europeos! Así es que el aumento de la población y la riqueza nacional estará siempre en razón de los progresos de su industria, y por consiguiente de la libertad de las artes. Veamos ahora por qué medios las asociaciones gremiales se oponen a esta libertad y a estos progresos.
Establecidas las maestrías, se estanca el trabajo en pocas manos; esto es, en aquellos solos individuos que han alcanzado el título de maestros, y con él el derecho exclusivo de trabajar.
Este estanco se estrecha tanto más cuanto, para pasar al magisterio, es menester haber corrido por las clases de aprendiz y oficial, sufrir un examen, pagar los gastos y propinas de esta función, tener tienda o taller en cierta y determinada demarcación, y muchas veces afianzar para abrirla.
Establecido ya el maestro, se le tasa el número de aprendices y oficiales que puede tener, y alguna vez el de telares y artefactos en que ha de trabajar; se le obliga a partir con sus compañeros las materias que acopiase, o bien a surtirse del almacén del gremio si lo tiene, o en fin, se lo reparten por el mismo, aunque no las pida; debe trabajar de cuenta propia, y no de la del mercader o comerciante, aunque no tenga fondos; debe arreglar su trabajo a la ley de la ordenanza y sacrificar a ella sus manos y su ingenio; debe pagar impuestos y derramas para los objetos de su comunidad; debe sufrir denuncias, visitas, penas, comisos y otra infinidad de vejaciones. Véase ahora si es posible que, bajo de este sistema de opresión y exclusivas, se multiplique el número de los artistas ni los productos de la industria.
Para que este mal fuese más general y más funesto, el espíritu gremial, contagiando la industria en toda su extensión, ha cundido desde las artes verdaderamente tales hasta los oficios y ocupaciones más sencillas. En las ordenanzas municipales de Toledo, Sevilla y otras grandes ciudades, se hallan gremios de horneros, palanquines, regatones, alquiladores, albañiles, y apenas hay ministerio alguno que no se haya sometido a este yugo. Una vez sujetos, sufren sus individuos toda la dureza de una legislación ruinosa, que les fuerza a la observancia de muchas reglas, o perjudiciales o inútiles. Estas reglas no fueron inspiradas por la utilidad, sino dictadas por la imitación, sirviendo unas ordenanzas de modelo o plantilla para formar otras, y si algunas fueron convenientes entonces, dejaron de serlo con el tiempo. Hay gremio que se gobierna por ordenanzas hechas dos siglos ha. Siendo pues tan libre y tan variable el gusto de los consumidores, único alimento de la industria, ¿cómo podrá prosperar esta bajo un sistema tan opresivo e invariable?
Estorban también los gremios el progreso de la industria, resistiendo ya la creación de nuevas artes, ya la división de las antiguas.
La creación de nuevas artes solo puede ser un efecto de la libertad. El ingenio, al favor de ella y estimulado por el interés, observa, inventa, imita, produce nuevas formas, y cría finalmente objetos que al favor de la novedad, se buscan y recompensan con gusto por el consumidor. Pero las reglas técnicas de la legislación gremial, el ojo envidioso de los demás maestros y la hambrienta vigilancia de los veedores y sus satélites, amedrentan continuamente el ingenio y lo retraen de estas útiles, pero peligrosas tentativas.
De ellas sin duda hubiera sacado la libertad la división de las artes. No hay alguna, a lo menos entre las principales, que no se forme del conjunto de otras muchas artes subalternas. Donde florece la industria, cada una de estas artes se ejerce separadamente y ocupa una oficina. De aquí resulta, primero, la perfección de las artes, que siempre es hija del hábito y de la aplicación, y después la baratura de las obras, que es un efecto necesario de la mayor brevedad y facilidad con que se ejecutan por partes. Este bien es casi incompatible con los gremios, que prescriben a sus individuos no solo las cosas que deben trabajar, sino también la forma con que deben ejecutarlas. La libertad sola lo puede producir, y lo producirá seguramente, en todas las artes que empiece a fomentar el consumo.
La necesidad de un aprendizaje determinado produce iguales inconvenientes: acobarda el ingenio de los jóvenes, hace igual la suerte del rudo y del despierto, y sin servir de estímulo al perezoso, sirve de embarazo y retraimiento al aplicado. No hay que esperar que el ingenio desenvuelva sus fuerzas donde no tenga a la vista recompensa ni estímulo.
Otro tanto puede decirse de los oficiales y laborantes. La necesidad de estar en estas clases cierto número de años sin poder trabajar por cuenta propia defrauda a los particulares del servicio de muchos buenos artistas, somete a unos y otros a la codicia de los maestros, retarda el establecimiento de los jóvenes, los acostumbra a vivir del trabajo del día, libres, baldíos, sin sujeción y sin familia, y lo que es harto peor, los aleja del matrimonio, único freno contra los ímpetus de su edad y los riesgos de su situación. De ahí es que, en una larga serie de años, y aun de siglos, ni los aprendizajes, ni las oficialías, ni las maestrías han bastado a perfeccionar las obras de nuestros artistas. Algunos jóvenes aplicados, huidos a países extraños en busca de nuevos maestros y nuevos gustos, han sido los únicos autores de los progresos que hemos hecho en varias artes; por ejemplo en el de platero, por el de maestro de coches, del zapatero, del encuadernador y otros semejantes. Aun este se ha verificado a despecho de los gremios y al favor de un rayo de libertad con que el gobierno ha querido distinguir a los autores de este beneficio. Sin esta libertad, Martínez, Garu, Vennens, Arochena, Gómez y algunos otros no hubieran sido conocidos en la Corte, y lo que es peor, sus artes estarían todavía en su rudeza original.
Del mismo sistema gremial nació el absurdo empeño de perpetuar los oficios a que conspiran todas las leyes. El infeliz que ha consumido su juventud y su caudal en habilitarse para el ejercicio de un arte, y ve cerradas todas las puertas para pasar a otro, se obstina por conservarlo como la única hipoteca de su existencia. Pero el gusto pasa, los consumos menguan, el arte descaece y al fin acaba, sin que los afanes del miserable artista puedan detener su ruina.
Muchos ejemplares de esto nos ofrece la historia fabril. El uso de los sombreros acabó de un golpe en el siglo pasado con los boneteros y gorreros, y el de los zapatos llanos con el de los borceguineros y chapineros. ¿Qué se ha hecho de los guadamacileros, los sargueros, los toqueros y otros oficios sin número, tan conocidos y tan celebrados en los dos siglos precedentes? Todos han perecido ya, sin que nos quede más rastro de ellos que sus nombres y viejas ordenanzas.
Figurémonos por un instante la suerte de estos miserables artistas en medio de la opresión gremial. ¿Qué refugio les quedaba en su desamparo? ¿Aprender otro oficio? Pero era tarde para ponerse a nuevo aprendizaje. ¿Incorporarse en otro gremio? Pero no habían sido aprendices ni oficiales, no se hallaban en estado de obtener la maestría, no tenían tienda ni taller, y nada de esto se podía suplir ni con fondos propios ni con los auxilios de la amistad. Pues ¿qué harían? La respuesta es obvia: se echarían a mendigos, y sus manos, que la libertad hubiera empleado útilmente, serían perdidas del todo para el Estado.
Este mal es consecuencia de otro, causado también por los gremios, cuyo sistema destruye necesariamente la proporción que debe haber entre las producciones de la industria y sus consumos. Estos crecen y menguan en razón de la celeridad con que caminan las modas, entretanto que la legislación gremial conspira a fijar las artes y el número de individuos que deben trabajar en cada una. Un nuevo gusto exige de repente una muchedumbre de manos para abastecerlo. El interés y la libertad las hallarían; pero las ordenanzas del arte respectivo, permitiendo solo a los maestros trabajar en aquellos objetos, atan las manos de todos los demás. Entonces crece con desproporción el precio de las obras, acude el extranjero con las suyas, nos arrebata las ganancias, y la industria nacional se destruye por los mismos medios que debían hacerla crecer y prosperar.
Por último, la legislación gremial parece que ha buscado casi siempre la ruina de la industria con las mismas providencias que dirigía a su fomento. Empeñada en extender sus exclusivas, alejó de una vez a todos los empresarios, ya prohibiendo a los maestros hacer acopios de materias u obligándolos a repartirlas con los demás gremiales, ya concediendo estos tanteos y preferencias perniciosas, ya vedando a los artistas que trabajasen por cuenta ajena, y ya, en fin, fijando en ellos solos la facultad de vender de primera mano. Por este medio estorba la unión de la industria con el comercio, disminuye la libertad del tráfico, y destruyendo la concurrencia, no deja entrada a la baratura ni al equilibrio y nivelación de los precios, de donde naturalmente se deriva.
Tamaños perjuicios bastarían por sí solos para convencer la necesidad de mudar nuestro sistema industrial; pero no hay parte alguna de él que no conspire al mismo intento.
En efecto, ¿qué diremos del ejercicio de la jurisdicción fabril, sometido a personas imperitas, del todo ineptas para el mando y siempre interesadas en la transgresión de sus leyes? ¿Qué de las visitas de casas, tiendas y talleres, tan contrarias a la libertad civil y doméstica del ciudadano y al espíritu de toda buena legislación? ¿Qué de las juntas gremiales, regularmente tumultuosas y productivas de parcialidades, enconos y desórdenes? Tales abusos son tan frecuentes y notorios que bastará apuntarlos para combatirlos.
Parece que hasta las instituciones más piadosas se han convertido contra la utilidad de la industria y de sus profesores. Los montepíos, cuando no hayan destruido o entibiado el más poderoso estímulo que arrastra al hombre al trabajo, se han hecho, por lo menos, muy gravosos a los individuos, sin haber sido útiles al Estado ni a los cuerpos. Apenas se podrá citar uno solo a cuyo abrigo se libren del desamparo los impedidos, los huérfanos y las viudas del arte. El Gobierno, convencido de su insuficiencia, ha tenido que buscar nuevos arbitrios, que erigir nuevas instituciones para el socorro de esta clase de miserables, tan digna de su caridad como de sus desvelos.
Hasta las cofradías, estas instituciones coetáneas a los gremios, siempre resistidas por las leyes, siempre multiplicadas a despecho de ellas, siempre autorizadas con algún pretexto de piedad, y siempre corrompidas por el orgullo y la disipación, han venido a ser ruinosas para los artistas y las artes. Los gastos en que empeñan a los mayordomos y oficiales y la ocasión que dan a francachelas y embriagueces son acaso los menores males que producen. La vanidad disfrazada con máscara de devoción, la superstición, sustituida a la sólida piedad, la muchedumbre de solemnidades, de fiestas, de sufragios, de ejercicios y prácticas menudas, la pompa de las procesiones y entierros, siempre sostenidos por el interés de quien los aconseja y por el orgullo de quien los paga, pero casi siempre con mengua del verdadero espíritu de religión, son males a la verdad de otro orden, y otra especie, pero de cuya influencia política no puede apartar los ojos un gobierno piadoso y vigilante.
Bien sé que no en todas las ordenanzas se hallan reunidos los vicios que acabo de recordar, pero no hay alguno de que no se puedan citar muchos ejemplos. Las ordenanzas gremiales de Barcelona, que he tenido presentes, los ofrecen a millares. Las mejores de todas, las más libres de errores y vicios, se fundan en un sistema de suyo opresivo y contrario a la prosperidad de la industria; y esta verdad, tan demostrada por el raciocinio, se confirma más y más cada día por la observación y la experiencia.
Cortemos, pues, de un golpe las cadenas que oprimen y enflaquecen nuestra industria, y restituyamos de una vez aquella deseada libertad en que están cifrados su prosperidad y sus aumentos. No nos engañemos. La grandeza de las naciones ya no se apoyará, como en otro tiempo, en el esplendor de sus triunfos, en el espíritu marcial de sus hijos, en la extensión de sus límites ni en el crédito de su gloria, de su probidad o de su sabiduría. Estas dotes bastaron a levantar grandes imperios cuando los hombres estaban poseídos de otras ideas, de otras máximas, de otras virtudes y de otros vicios. Todo es ya diferente en el actual sistema de la Europa. El comercio, la industria y la opulencia que nace de entrambos son, y probablemente serán por largo tiempo, los únicos apoyos de la preponderancia de un Estado, y es preciso volver a estos objetos nuestras miras o condenarnos a una eterna y vergonzosa dependencia, mientras que nuestros vecinos libran su prosperidad sobre nuestro descuido.
Y en suma, ¿qué es lo que nos detiene? Los riesgos, los abusos, los males que pueden nacer de la libertad. Todos conocen que los gremios son un mal; pero se miran como un mal necesario para evitar otros mayores. Las luces, se dice, son en la política lo que en la física los medicamentos. Unos alteran la libertad, como otros la salud; pero por su medio el cuerpo moral y el cuerpo humano se libran de la extenuación y de la muerte.
Mas estos males, que se temen como una consecuencia de la libertad, ¿son efectivos? Y para su remedio, ¿no hallará la legislación otro arbitrio que mantener en esclavitud las artes? Estas son las dos cuestiones que voy a examinar por su orden.
Nada habría hecho en indicar los perjuicios de los gremios, si no diese la idea de otro sistema en que la industria pudiese prosperar con recíproco beneficio del artista y del consumidor. Esto me ocupará en lo que resta del presente informe.
Empezaré, pues, demostrando que la abolición de los gremios no puede producir los males que se temen, y en esta parte confirmaré mi dictamen más bien con ejemplos que con raciocinios; después daré una idea de la policía general, que debe oponer a la libertad aquel justo y provechoso freno que dicta la razón y exige la pública seguridad.
Después que el espíritu gremial esclavizó las artes y fijó su imperio en las grandes capitales donde las había reconcentrado, algunas cortas ciudades, la mayor parte de las villas y todo el resto de las pequeñas poblaciones quedaron libres de este yugo. Sin embargo, las artes necesarias abundan en ellas, y aun prosperan; porque en todas partes es visto que el hombre se viste y se calza, usa en su casa muebles y utensilios, y se provee de los demás objetos necesarios al uso de la vida. Todos estos objetos se trabajan en la mayor parte del reino sin gremios ni ordenanzas, y ni el público se queja ni la industria decae. Es cierto que estos ramos de industria no han recibido mayor incremento; pero esto solo se debe atribuir a los gremios de las capitales, cuyas ordenanzas no permiten a la industria forastera traer a sus mercados obras que no estén trabajadas según el rigor de sus preceptos técnicos. Por eso la industria libre nunca ha podido crecer fuera de la proporción de su consumo, pero dentro de ella se ha extendido y prosperado sin leyes ni gremios. ¿Qué mayor prueba se puede desear en favor de la libertad?
[…]
Artículo segundo
Protección
Tres deben ser los objetos de la protección de las artes: la enseñanza, el fomento y el socorro de los artistas.
Enseñanza
Aprendizaje
Los aprendizajes deben ser enteramente libres y arreglarse en cuanto al tiempo, precio y condiciones por los padres o tutores de los jóvenes con los maestros.
Pero la legislación debe proteger especialmente el cumplimiento de estas contratas, y en cualquier violación de ellas se buscará la mediación del síndico y socio protector; y si sus oficios no bastaren, acudirá el primero, o bien la parte perjudicada, a la justicia ordinaria para que compela y apremie al disidente al cumplimiento de sus pactos.
Esta enseñanza será suficiente en el mayor número de los oficios; pero en las artes más complicadas no podrá mejorarse la industria sin otra enseñanza más metódica.
Escuelas
A este fin convendrá mucho que el Gobierno establezca en cada capital dos especies de escuelas, donde se enseñen los principios generales y particulares de las artes.
Escuelas de principios generales
Las primeras serán unas escuelas generales para todas las artes, y en ellas se enseñarán aquellos principios de dibujo, de geometría, de mecánica y de química que sean convenientes a los artistas, considerando estas facultades como reducidas a práctica y aplicadas al uso de las artes.
Escuela de principios técnicos de cada arte
Las otras serán escuelas particulares de las mismas artes: cada una tendrá la suya, y en ella se enseñarán por principios científicos sus reglas y preceptos.
Unas y otras escuelas son más para perfeccionar que para enseñar la práctica de las artes, y por lo mismo deberán celebrar sus funciones en ciertos días y en horas desocupadas, como por ejemplo las de la noche, para que puedan concurrir a ellas los aprendices y oficiales que quieran perfeccionar la enseñanza que reciben o recibieron sus maestros.
Descripciones de las artes
El Gobierno deberá cuidar de que se forme una descripción científica de cada arte, traduciendo y aplicando a nuestra actual situación las que trabajaron y publicaron en francés las academias y sabios de aquel reino, y formando de nuevo las que no lo estén.
Mientras no tengamos una academia de ciencias, parece que este encargo pudiera fiarse a la Sociedad Económica de Madrid.
Cartillas prácticas
De estas descripciones deberán sacarse unas cartillas prácticas, breves, claras y acomodadas a la comprensión de unos jóvenes que ordinariamente carecen de toda instrucción; y estas cartillas se podrán imprimir y enseñar por los maestros a cada uno de sus aprendices.
Premios
Los premios y distinciones animan considerablemente la enseñanza, y por lo mismo el Gobierno deberá destinar un fondo para este objeto. Hay premios para los que adelantan en el conocimiento de las lenguas, en las humanidades y en la filosofía; ¿y no los habrá para que tengamos buenos cerrajeros y buenos ebanistas? Parece que la adjudicación de estos premios podrá correr a cargo de las Sociedades patrióticas.
Los jóvenes que sobresaliesen en aplicación y aprovechamiento en las escuelas, ya generales y ya privadas, serán los primeros o los únicos acreedores a los premios. Así se les animará a fomentar estos establecimientos, puesto que la concurrencia a ellos ha de ser libre, como todo el sistema de la legislación que vamos diseñando.
[…]
Denuncias
[…]
Lo cierto es que los tres grandes fines de la legislación fabril —orden, protección y seguridad— se pueden lograr mucho mejor sin gremios y asociaciones.
El método que dejamos indicado los hace compatibles con la libertad de la industria, y por consiguiente no deja pretexto alguno con que justificar su esclavitud.
Una de las mayores ventajas de este sistema será la facilidad de su ejecución. Pruébese con un gremio, con dos, con tres en cada capital y obsérvense los efectos. La experiencia dará muchas luces para perfeccionar esta nueva policía y descubrir tal vez inconvenientes que no se habían previsto. Esta tentativa, tan conforme a la circunspección con que se debe proceder en toda novedad, será, si no me engaño, el último convencimiento de que solo a la sombra de la libertad pueden prosperar las artes. El cumplimiento de las obligaciones contraídas por estas comunidades, la distribución de las fincas y derechos que poseen, la aplicación de los muebles, ornamentos y vasos pertenecientes a sus cofradías, la toma de sus cuentas y otros puntos dependientes del sistema no entran por ahora en el plan de este informe, únicamente dirigido a demostrar la necesidad de establecerlo. Si por suerte lo adoptare el Gobierno, podrá arreglar estos objetos sobre principios de equidad y justicia, para que nada que no sea conforme a ella se autorice con la sanción soberana, ni el público pueda censurar una novedad dirigida únicamente a su provecho.
Bien puede ser que, a pesar de tantas precauciones, habrá tal vez algunos que nos censuren porque abrazamos en este punto la causa de la libertad. Este nombre tan agradable a la humanidad se escucha todavía con horror por los que creen que el hombre ha nacido solo para mandar u obedecer; por los que respetan tan ciegamente la autoridad que nunca la someten a la razón; por los que sostienen que nuestros mayores, aquellos mismos que han precipitado la nación en un abismo de males y miserias, eran infalibles y los que proponen reformas saludables con entusiastas y soñadores; pero cuando se trata de hacer el bien, es preciso menospreciar tales murmuraciones. Por mi parte yo no haré traición a mis sentimientos ni a mis ideas; y después de haberlas propuesto con honrada libertad, cederé con gusto, no a quien me arguya con la autoridad y la costumbre, sino al que, ilustrado por el estudio y la experiencia, me mostrare un camino más seguro de llegar al bien común, que es mi único objeto.
Entretanto, puedo protestar que solo el deseo del bien ha movido mi pluma en este informe, y no el amor de la novedad. La materia es digna de estudio y de meditación. Por eso someto mis reflexiones a la censura de la Junta, que podrá resolver en su vista lo que juzgue más conveniente.
Madrid, 9 de noviembre de 1785

Referencia: 14-300-01
Página inicio: 1300
Datación: 09/11/1785
Página fin: 1314
Lugar: Madrid
Estado: publicado