Apéndice II. Informe de la Sociedad Económica de Madrid al real y supremo Consejo de Castilla en el expediente de ley agraria extendido por su individuo de número el señor don Gaspar Melchor de Jove

Comienzo de texto

Comienzo de texto: Æque pauperibus prodest, locupletibus æque: Æque neglectum pueris, senibusque nocebit.

Textos Relacionados

Textos Relaccionados:

Æque pauperibus prodest, locupletibus æque:
Æque neglectum pueris, senibusque nocebit.
(Horatius, epist. 1, lib. I)
Índice de los artículos que comprende el informe sobre el establecimiento de ley Agraria
Estado progresivo de nuestra agricultura
Influencia de las leyes en este estado
Las leyes deben reducirse a protegerla
Esta protección debe cifrarse en la remoción de los estorbos
que se oponen al interés de sus agentes
Conveniencia del objeto de las leyes con el del interés personal
Investigación de los estorbos que se oponen a este interés
Primera clase: estorbos políticos, o derivados de la legislación
1. º Baldíos
2. º Tierras concejiles
3. º Abertura de las heredades
Utilidad del cerramiento de las tierras
4. º Protección parcial del cultivo
5. º La Mesta
6. º La amortización
1. Eclesiástica
Clero regular
Clero secular
2. Civil: mayorazgos
7.º Circulación de los productos de la tierra
De las posturas
Del comercio interior en general
Del comercio exterior
1. º De frutos
2. º De primeras materias
3. º De granos
8. º De las contribuciones examinadas con relación a la agricultura
Segunda clase: estorbos morales, o derivados de la opinión
1. º De parte del Gobierno
2. º De parte de los agentes de la agricultura
Medios de remover unos y otros
1. º Instruyendo a los propietarios
2. º Instruyendo a los labradores
3. º Formando cartillas rústicas
Tercera clase: estorbos físicos, o derivados de la naturaleza
1. º Falta de riego
2. º Falta de comunicaciones
Por tierra
Por agua
3. º Falta de puertos de comercio
Medios de remover estos estorbos
1. º Mejoras que tocan al reino
2. º A las provincias
3. º A los concejos
Conclusión
Señor:
La Sociedad Patriótica de Madrid, después de haber reconocido el Expediente de Ley Agraria que V. A. se dignó remitir a su examen, y dedicado la más madura y diligente meditación al desempeño de esta honrosa confianza, tiene el honor de elevar su dictamen a la suprema atención de V. A.
Desde su fundación había consagrado la Sociedad sus tareas al estudio de la agricultura, que es el primero de los objetos de su instituto; pero considerándola solamente como el arte de cultivar la tierra, hubiera tardado mucho tiempo en subir a la indagación de sus relaciones políticas si V. A. no llamase hacia ellas toda su atención. Convertida después a tan nuevo y difícil estudio, hubo de proceder en él con gran detenimiento y circunspección para no aventurar el descubrimiento de la verdad en una materia en que los errores son de tan general y perniciosa influencia. Tal fue la causa de la lentitud con que ha procedido al establecimiento del dictamen que hoy somete a la suprema censura de V. A., bien segura de que en negocio tan grave será más aceptable a sus ojos el acierto que la brevedad.
Este dictamen, señor, aparecerá ante V. A. con aquel carácter de sencillez y unidad que distingue la verdad de las opiniones; porque se apoya en un solo principio, sacado de las leyes primitivas de la naturaleza y de la sociedad, tan general y fecundo que envuelve en sí todas las consecuencias aplicables a su gran objeto; y al mismo tiempo tan constante que si por una parte conviene y se confirma con todos los hechos consignados en el Expediente de Ley Agraria, por otra concluye contra todas las falsas inducciones que se han sacado de ellos.
Tantos extravíos de la razón y el celo como presentan los informes y dictámenes que reúne este expediente, no han podido provenir sino de supuestos falsos que dieron lugar a falsas inducciones, o de hechos ciertos y constantes, a la verdad, pero juzgados siniestra y equivocadamente. De unos y otros se citarían muchos ejemplos si la Sociedad no estuviese tan distante de censurarlos como de seguirlos, y si no creyese que no se esconderán a la penetración de V. A. cuando se digne de aplicar a su examen los principios de este informe.
Uno de ellos ha llamado más particularmente la atención de la Sociedad, porque lo miró como fuente de otros muchos errores; y es el de suponer, como generalmente se supone, que nuestra agricultura se halla en una extraordinaria decadencia. El mismo celo de V. A. y sus paternales desvelos por su mayor prosperidad se han convertido en prueba de tan falsa suposición; y aunque sea una verdad notoria que en el presente siglo ha recibido el aumento más considerable, no por eso se deja de clamar y ponderar esta decadencia, ni de fundar en ella tantos soñados sistemas de restablecimiento.
La Sociedad, señor, más convencida que nadie de lo mucho que falta a la agricultura española para llegar al grado de prosperidad a que puede ser levantada, y que es objeto de la solicitud de V. A., lo está también de la notoria equivocación con que se asiente a una decadencia que, a ser cierta, supondría la caída de nuestro cultivo desde un estado próspero y floreciente a otro de atraso y desaliento. Pero después de haber recorrido la historia nacional y buscado en ella el estado progresivo de nuestra agricultura en sus diferentes épocas, puede asegurar a V. A. que en ninguna la ha encontrado tan extendida ni tan animada como en la presente.
[…]
SEGUNDA CLASE
ESTORBOS MORALES, O DERIVADOS DE LA OPINIóN
He aquí, señor, los principales estorbos políticos que las leyes oponen a la prosperidad de nuestra agricultura. Los que le opone la opinión y pertenecen al orden moral, no son menos considerables ni de influencia menos poderosa. Siendo imposible que la Sociedad los descubra todos y los persiga uno a uno, porque los orígenes de la opinión son muchos y muy variados, y acaso también muy altos y escondidos, se contentará con señalar los que están más a la vista de V. A., y por decirlo así, más dependientes de su celo y autoridad.
La agricultura en una nación puede ser considerada bajo dos grandes respectos, esto es, con relación a la prosperidad pública y a la felicidad individual. En el primero es innegable que los grandes Estados, y señaladamente los que como España gozan de un fértil y extendido territorio, deben mirarla como la primera fuente de su prosperidad, puesto que la población y la riqueza, primeros apoyos del poder nacional, penden más inmediatamente de ella que de cualquiera de las demás profesiones lucrativas, y aun más que de todas juntas. En el segundo tampoco se podrá negar que la agricultura sea el medio más fácil, más seguro y extendido de aumentar el número de los individuos del Estado y la felicidad particular de cada uno, no solo por la inmensa suma de trabajo que puede emplear en sus varios ramos y objetos, sino también por la inmensa suma de trabajo que puede proporcionar a las demás profesiones que se emplean en el beneficio de sus productos. Y si la política, volviendo a levantar sus miras a aquel alto y sublime objeto que se propuso en los más sabios y florecientes gobiernos de la antigüedad, quisiere reconocer que la dicha de los imperios, así como la de los individuos, se funda principalmente en las cualidades del cuerpo y del espíritu, esto es, en el valor y en la virtud de los ciudadanos, también en este sentido será cierto que la agricultura, madre de la inocencia y del honesto trabajo, y como decía Columela, parienta y allegada de la sabiduría, será el primer apoyo de la fuerza y del esplendor de las naciones.
De estas verdades, tan demostradas en la historia antigua y moderna, se sigue que la opinión solo puede oponerse de dos modos a los progresos de la agricultura: primero, o presentándola a la autoridad del gobierno como un objeto secundario de su favor, y llamando su primera atención hacia otras fuentes de riqueza pública; segundo, o presentando a sus agentes medios menos directos y eficaces, o tal vez erróneos, de promover la utilidad del cultivo y el aumento de las fortunas dependientes de él; porque en uno y otro caso la nación y sus individuos sacarán de la agricultura menos ventajas, y será por consiguiente menor la prosperidad de unos y otros. Esta es la pauta que seguirá la Sociedad para regular las opiniones que tienen relación con la agricultura.
1.º De parte del gobierno
Ya se ve que al primero de estos respectos pertenecen también las opiniones que produjeron todos los estorbos políticos que hemos ya indicado y combatido, porque ciertamente no se hubieran publicado tantas leyes, tantas ordenanzas y reglamentos para favorecer los baldíos, las plantaciones, la granjería de lanas, las amortizaciones civil y eclesiástica, y la industria y población urbana, con tanto daño del cultivo general, si el gobierno hubiese estado siempre íntimamente convencido de que ninguna profesión era más merecedora de su protección y solicitud que la agricultura, y de que no podía favorecer a otras a costa de ella, sin cerrar más o menos el primero y más abundante manantial de la riqueza pública.
Cuando se sube al origen de esta clase de opiniones se tropieza al instante con una preocupación funestísima, que de algunos siglos acá cunde por todas partes, y de cuya infección acaso no se ha librado ningún gobierno de Europa. Todos han aspirado a establecer su poder sobre la extensión del comercio, y desde entonces la balanza de la protección se inclinó hacia él; y como para protegerlo pareciese necesario proteger la industria que lo provee y la navegación que le sirve, de aquí fue que la solicitud de los Estados modernos se convirtiese enteramente hacia las artes mercantiles. Su historia, cuidadosamente seguida desde la caída del Imperio romano, y señaladamente desde el establecimiento de las repúblicas de Italia y ruina del sistema feudal, presenta en cada página una confirmación de esta verdad. Siglos ha que la guerra, este horrendo azote de la humanidad y particularmente de la agricultura, no se propone otro objeto que promover las artes mercantiles. Siglos ha que este sistema preside a los tratados de paz y conduce las negociaciones políticas. Siglos ha que España cediendo a la fuerza del contagio lo adoptó para sí, y aunque llamada principalmente por la naturaleza para ser una nación agricultora, sus descubrimientos, sus conquistas, sus guerras, sus paces y tratados, y hasta sus leyes positivas han inclinado visiblemente a fomentar y proteger con preferencia las profesiones mercantiles, casi siempre con daño de la agricultura. ¿Qué de privilegios no fueron dispensados a las artes, desde que reunidas en gremios, lograron monopolizar el ingenio, la destreza y hasta la libertad del trabajo? ¿Qué de gracias no se derramaron sobre el comercio y la navegación, desde que reunidos también en grandes cuerpos, emplearon su poder y su astucia en ensanchar las ilusiones de la política? Y una vez inclinada a ellos la balanza de la protección, ¿de cuánta protección y solicitud no defraudaron a la muda y desvalida agricultura?
En tan contradictorio sistema, nada parece más repugnante que el menosprecio de una profesión, sin la cual no podrían crecer ni prosperar las que eran blanco del favor del gobierno. ¿Puede dudarse que en todos sentidos sea la agricultura la primera basa de la industria, del comercio y la navegación? ¿Quién sino ella produce las materias a que da forma la industria, movimiento el comercio y consumo a la navegación? ¿Quién sino ella presta los brazos que continuamente sirven y enriquecen a otras profesiones? ¿Y cómo se pudo concebir la ilusoria esperanza de levantar sobre el desaliento de la agricultura unas profesiones dependientes por tantos títulos de su prosperidad? ¿Era esto otra cosa que debilitar los cimientos para levantar el edificio?
También este mal tuvo su origen en la manía de la imitación. El ejemplo de las repúblicas de la Edad Media, que florecieron sin agricultura, y solo al impulso de su industria y navegación, y el que presentaron algunos pocos imperios del mundo antiguo y la moderna Europa, pudieron comunicar a España tan dañosa infección. Pero, ¿qué mayor delirio que imitar a unos pueblos forzados por la naturaleza, en falta de territorio, a establecer su subsistencia sobre los flacos y deleznables cimientos del comercio, olvidando en el cultivo de un vasto y pingüe territorio, el más abundante, el más seguro manantial de riqueza pública y privada?
Sí, señor, la industria de un Estado sin agricultura será siempre precaria, penderá siempre de aquellos pueblos de quienes reciba sus materias y en quienes consuma sus productos. Su comercio seguirá infaliblemente la suerte de su industria, o se reducirá a un comercio de mera economía, esto es, al más incierto, y con respecto a la riqueza pública, el menos provechoso de todos. Ambos por necesidad serán precarios y pendientes de mil acasos y revoluciones. Una guerra, una alianza, un tratado de comercio, las vicisitudes mismas del capricho, de la opinión y las costumbres de otros pueblos, acarrearán su ruina, y con ella la del Estado. De este modo la gloria de Tiro y el inmenso poder de Cartago pasaron como un sueño y fueron vueltas en humo. De este modo desaparecieron de la sobrehaz del mundo político los de Pisa, Florencia, Génova y Venecia, y acaso de este modo pasarán también los de Holanda y Ginebra, y confirmarán algún día con su ruina que solo sobre la agricultura puede levantar un Estado su poder y sólida grandeza.
No dice esto la Sociedad para persuadir a V. A. que la industria y comercio no sean dignos de la protección del Gobierno, antes reconoce que en el presente estado de la Europa, ninguna nación será poderosa sin ellos, y que sin ellos la misma agricultura será desmayada y pobre. Dícelo solamente para persuadir que no pudiendo subsistir sin ella, el primer artículo de su protección debe cifrarse siempre en la protección de la agricultura. Dícelo porque este es el más seguro, más directo y más breve medio de criar una poderosa industria y un comercio opulento. Cuando la agricultura haga abundar por una parte la materia de las artes y los brazos que las han de ejercer; cuando por otra, haciendo abundar los mantenimientos, abarate el salario del trabajo y la mano de obra, la industria tendrá todo el fomento que puede necesitar; y cuando la industria prospere por estos medios, prosperará infaliblemente el comercio y logrará una concurrencia invencible en todos los mercados. Entonces las profesiones mercantiles no tendrán que esperar del Gobierno sino aquella igualdad de protección a que son acreedoras en un Estado todas las profesiones útiles. Pero proteger la industria y el comercio con gracias y favores singulares; protegerlos con daño y desaliento de la agricultura, es tomar el camino al revés, o buscar la senda más larga, más torcida y más llena de riesgos y embarazos para llegar al fin.
¿Cómo es, pues, que el Gobierno ha sido tan pródigo en la dispensación de estas gracias, desalentando con ellas la primera, la más importante y necesaria de todas las profesiones? ¿Qué de fondos no se han desperdiciado? ¿Qué de sacrificios no se han hecho en daño de la agricultura para multiplicar los establecimientos mercantiles? ¿No ha bastado agravar su condición, haciendo recaer sobre ella los pechos y servicios de que se dispensaba al clero, a la nobleza y a otras clases menos respetables? ¿No ha bastado hacer caer sobre ella el efecto de todas las franquicias concedidas a la industria, y de todas las prohibiciones decretadas en favor del comercio? Las pensiones más duras y costosas refluyen cada día sobre el labrador por un efecto de las exenciones dispensadas a otras artes y ocupaciones. Las quintas, los bagajes, los alojamientos, la recaudación de bulas y papel sellado, y todas las cargas concejiles agobian al infeliz agricultor, mientras tanto que con mano generosa se exime de ellas a los individuos de otras clases y profesiones. La ganadería, la carretería, la cría de yeguas y potros las han obtenido, como si estas hijas o criadas de la agricultura fuesen más dignas de favor que su madre y señora. Los empleados de la Real Hacienda, los cabos de ronda, guardas, estanqueros de tabaco, de naipes y pólvora, los dependientes del ramo de la sal y otros destinos increíblemente numerosos logran una exención no concedida al labrador. ¿Pero qué más? Los ministros de la Inquisición, de la Cruzada, de las hermandades y hasta los síndicos de conventos mendicantes han arrancado del Gobierno estas injustas y vergonzosas exenciones, haciendo recaer su peso sobre la más importante y preciosa clase del Estado.
No las pide para ella la Sociedad, sin embargo de que a ser justas alguna vez, nadie podría pretenderlas con más derecho ni con mejor título que los que mantienen el Estado. Pero la Sociedad sabe que la defensa del Estado es una pensión natural de todos sus miembros, y desconocería esta sagrada y primitiva obligación si pretendiese libertar de ella a los cultivadores. Corran en hora buena a las armas, y cambien la azada por el fusil, cuando se trate de socorrer la patria y defender su causa; ¿pero será justo que en el mayor conflicto de todos se abandonen las aldeas y los campos por dejar surtidos los talleres, los telonios y los asilos de la ociosidad?
Para desterrar de una vez semejantes opiniones, solo propondrá la Sociedad a V. A. que se digne de promover el estudio de la economía civil, ciencia que enseña a combinar el interés público con el interés individual, y a establecer el poder y la fuerza de los imperios sobre la fortuna de sus individuos; que considerando la agricultura, la industria y el comercio con relación a estos dos objetos, fija el grado de estimación debida a cada uno y la justa medida de protección a que son acreedores; y que esclareciendo a un mismo tiempo la legislación y la política, aleja de ellas los sistemas parciales, los proyectos quiméricos, las opiniones absurdas y las máximas triviales y rateras que tantas veces han convertido la autoridad pública, destinada a proteger y edificar, en un instrumento de opresión y de ruina.
2.º De parte de los agentes de la agricultura
Pero el imperio de la opinión no parece menos extendido cuando se considera la agricultura como fuente de la riqueza particular. En esta relación se presenta a nuestros ojos como el arte de cultivar la tierra, que es decir, como la primera y más necesaria de todas las artes. La Sociedad subirá también a la raíz de las opiniones que en este sentido la dañan y entorpecen, porque tratando de la parte técnica del cultivo, ¿quién sería capaz de seguir la larga cadena de errores y preocupaciones que lo mantienen en una imperfección lamentable?
Ciertamente que si se considera con atención la suma de conocimientos que supone la agricultura aun en su mayor rudeza; si se considera cómo el hombre, después de haber disputado con las fieras el dominio de la naturaleza, sujetó las unas a obedecer el imperio de su voz y obligó [a] las demás a vivir escondidas en la espesura de los montes, y cómo rompiendo con su ayuda los bosques y malezas que cubrían la tierra, supo enseñorearla y hacerla servir a sus necesidades; si se considera la muchedumbre de labores y operaciones que discurrió para excitar su fecundidad, y de instrumentos y máquinas que inventó para facilitar su propio trabajo; y cómo, en la infinita variedad de semillas, escogió y perfeccionó las más convenientes para proveer a su alimento y al de sus ganados, y a su vestido, a su morada, a su abrigo, a su defensa y aun a su regalo y vanidad; por último, si se considera la simplicidad de estos descubrimientos y la maravillosa facilidad con que se adquieren y ejecutan, y cómo sin maestros ni aprendizajes pasan de padres a hijos, y se transmiten a la más remota posteridad, ¿quién será el que no admire los portentosos adelantamientos del espíritu humano? O por mejor decir, ¿quién no alabará los inefables designios de la providencia de Dios sobre la conservación y multiplicación de la especie humana?
Pero en medio de tan prodigiosos adelantamientos, se descubren por todas partes las huellas de la pereza del hombre, y de su ingratitud a los beneficios de su Creador. Tan vano como flaco y miserable, y tan perezoso como necesitado, al mismo tiempo que se remonta a escudriñar en los cielos los arcanos de la Providencia, desconoce o menosprecia los dones que con tan larga mano derramó en derredor de su morada, y puso debajo de sus pies. Basta volver la vista a la agricultura, estado a que lo llamó desde su origen, para conocer que aun en los pueblos más cultos y sabios, en aquellos que más han protegido las artes, el de cultivar la tierra dista mucho todavía de la perfección a que puede ser tan fácilmente conducida. ¿Qué nación hay que para afrenta de su sabiduría y opulencia, y en medio de lo que han adelantado las artes de lujo y de placer, no presente muchos testimonios del atraso de una profesión tan esencial y necesaria? ¿Qué nación hay en que no se vean muchos terrenos o del todo incultos o muy imperfectamente cultivados; muchos que por falta de riego, de desagüe o de desmonte estén condenados a perpetua esterilidad; muchos perdidos para el fruto a que los llama la naturaleza, y destinados a dañosas o inútiles producciones con desperdicio del tiempo y del trabajo? ¿Qué nación hay que no tenga mucho que mejorar en los instrumentos, mucho que adelantar en los métodos, mucho que corregir en las labores y operaciones rústicas de su cultivo? En una palabra, ¿qué nación hay en que la primera de las artes no sea la más atrasada de todas?
Por lo menos, Señor, tal es nuestra situación; y si olvidando por un instante lo que hemos adelantado, volviéremos la vista a lo mucho que nos queda que andar en este inmenso camino, conoceremos cuánta ha sido nuestra desidia, cuánto el atraso de nuestra agricultura y cuánta la necesidad de remediarlo. ¿Dónde, pues, está la razón de tan grave mal? La Sociedad, prescindiendo de las causas políticas que ya deja indicadas, halla que en orden moral solo puede existir en la falta de aquella instrucción y conocimientos que tienen más inmediata influencia en la perfección del cultivo. Corramos al remedio.
Las quejas contra esta especie de ignorancia y descuido son tan generales como antiguas. Muchos siglos ha que el gran Columela se lamentaba en Roma de que, habiéndose multiplicado los institutos de enseñanza para adoctrinar los profesores de todas las artes, y aun de las más frívolas y viles, solo la agricultura carecía de discípulos y maestros: «sin tales artes —decía— y aun sin causídicos, fueron felices otro tiempo, y lo pueden ser todavía muchos pueblos; pero es claro que no lo serán jamás, ni podría existir alguno sin labradores». Con el mismo celo clamaban el moderno Columela, Herrera, el célebre Diego Deza y otros buenos patricios del siglo xvi por el establecimiento de academias y cátedras de agricultura; y este clamor, renovado después en varios tiempos, resuena todavía en el Expediente de Ley Agraria.
La Sociedad, aplaudiendo el celo de estos venerables españoles, quisiera caminar al término que se propusieron por una senda más llana y segura. Parécele que sería muy vana, y acaso ridícula, la esperanza de difundir entre los labradores los conocimientos rústicos por medio de lecciones teóricas, y mucho más por el de disertaciones académicas. No las reprueba, pero las reputa poco conducentes a tan gran objeto. La agricultura no necesita discípulos doctrinados en los bancos de las aulas, ni doctores que enseñen desde las cátedras, o asentados en derredor de una mesa. Necesita de hombres prácticos y pacientes, que sepan estercolar, arar, sembrar, coger, limpiar las mieses, conservar y beneficiar los frutos, cosas que distan demasiado del espíritu de las escuelas, y que no pueden ser enseñadas con el aparato científico.
Pero la agricultura es un arte, y no hay arte que no tenga sus principios teóricos en alguna ciencia. En este sentido la teórica del cultivo debe ser la más extendida y multiplicada, puesto que la agricultura, más bien que un arte, es una admirable reunión de muchas y muy sublimes artes. Es, pues, necesario que la perfección del cultivo de una nación penda hasta cierto punto del grado en que posea aquella especie de instrucción que puede abrazarla. Porque en efecto, ¿quién estará más cerca de mejorar las reglas teóricas de su cultivo, aquella nación que posea la colección de sus principios teóricos o la que los ignore del todo?
La consecuencia de este raciocinio es muy triste a la verdad, y vergonzosa para nosotros. ¡Qué abandono tan lamentable en nuestro sistema de instrucción pública! No parece sino que nos hemos empeñado tanto en descuidar los conocimientos útiles, como en multiplicar los institutos de inútil enseñanza.
La Sociedad, señor, está muy lejos de negar el justo aprecio que se debe a las ciencias intelectuales, y mucho más a las que tanto lo merecen por la sublimidad de su objeto. La ciencia del dogma, que enseña al hombre la esencia y atributos de su Creador; la moral, que le enseña a conocerse a sí mismo y a caminar a su último fin por el sendero de la virtud, serán siempre dignas de la mayor recomendación en todos los pueblos que tengan la dicha de respetar tan sublimes objetos. Pero siendo ordenadas todas las demás a promover la felicidad temporal del hombre, ¿cómo es que hemos olvidado las más necesarias a este fin, promoviendo con tanto ardor las más inútiles o las más dañosas?
Esta manía de mirar las ciencias intelectuales como único objeto de la instrucción pública, no es tan antigua como acaso se cree. La enseñanza de las artes liberales fue el principal objeto de nuestras primeras escuelas, y aun en la renovación de los estudios, las ciencias útiles, esto es, las naturales y exactas, debieron grandes desvelos al gobierno y a la aplicación de los sabios. No hay uno de nuestros primeros institutos que no haya producido hombres célebres en el estudio de la física y de la matemática, y lo que era más raro en aquella época, que no hubiesen aplicado sus principios a objetos útiles y de común provecho. ¿Qué muchedumbre de ejemplos no pudiera citar la Sociedad si este fuese su presente propósito? Baste saber que cuando el maestro Esquivel medía con los triángulos de Reggio Montano la superficie del Imperio español para formar la más sabia y completa geografía que ha logrado nación alguna; cuando los sabios Vallés y Mercado aplicaban los descubrimientos físicos al destierro de las pestes que afligían sus pueblos, y cuando el infatigable Laguna salía de ellos a países remotos, y con el Dioscórides en la mano estudiaba la naturaleza y la botánica en los venturosos campos de Egipto y Grecia, ya el célebre Alfonso de Herrera, a impulsos del buen cardenal Cisneros, había comunicado a sus compatriotas cuanto supieron los geopónicos griegos y latinos, y los físicos de la Edad Media y de la suya en el arte de cultivar la tierra.
Después acá perecieron estos importantes estudios, sin que por eso hubiesen adelantado los demás. Las ciencias dejaron de ser para nosotros un medio para buscar la verdad, y se convirtieron en un arbitrio para buscar la vida. Multiplicáronse los estudiantes, y con ellos la imperfección de los estudios, y a la manera de ciertos insectos que nacen de la podredumbre y solo sirven para propagarla, los escolásticos, los pragmáticos, los casuistas y malos profesores de las facultades intelectuales envolvieron en su corrupción los principios, el aprecio y hasta la memoria de las ciencias útiles.
Dígnese, pues, V. A. de restaurarlas a su antigua estima; dígnese de promoverlas de nuevo, y la agricultura correrá a su perfección. Las ciencias exactas perfeccionarán sus instrumentos, sus máquinas, su economía y sus cálculos, y le abrirán además la puerta para entrar al estudio de la naturaleza; las que tienen por objeto a esta gran madre le descubrirán sus fuerzas y sus inmensos tesoros, y el español, ilustrado por unas y otras, acabará de conocer cuantos bienes desperdicia por no estudiar la prodigiosa fecundidad del suelo y clima en que lo colocó la providencia. La historia natural, presentándole las producciones de todo el globo, le mostrará nuevas semillas, nuevos frutos, nuevas plantas y hierbas que cultivar y acomodar a él, y nuevos individuos del reino animal que domiciliar en su recinto. Con estos auxilios descubrirá nuevos modos de mezclar, abonar y preparar la tierra, y nuevos métodos de romperla y sazonarla. Los desmontes, los desagües, los riegos, la conservación y beneficio de los frutos, la construcción de trojes y bodegas, de molinos, lagares y prensas, en una palabra, la inmensa variedad de artes subalternas y auxiliares del grande arte de la agricultura, fiadas ahora a prácticas absurdas y viciosas, se perfeccionarán a la luz de estos conocimientos, que no por otra causa se llaman útiles que por el gran provecho que puede sacar el hombre de su aplicación al socorro de sus necesidades.
A pesar de la notoriedad de esta influencia, muchos son todavía los que miran con desdén semejante instrucción, persuadidos a que siendo imposible hacerla descender hasta el rudo e iliterato pueblo, viene a reducirse a una instrucción de gabinete y a servir solamente al entretenimiento y vanidad de los sabios. La Sociedad no deja de conocer que hay alguna justicia en este cargo, y que nada daña tanto a la propagación de las verdades útiles como el fasto científico con que las tratan y expenden los profesores de estas ciencias. Al considerar sus nomenclaturas, sus fórmulas y el restante aparato de su doctrina, pudiera sospecharse que habían conspirado de propósito a recomendarla a las naciones con lo que más la desdora, esto es, presentándosela como una doctrina arcana y misteriosa, impenetrable a las comprensiones vulgares.
Sin embargo, en medio de este abuso, no se puede negar la grande utilidad de las ciencias demostrativas. Es imposible que una nación las posea en cierto grado de extensión, sin que se derive alguna parte de su luz hasta el ínfimo pueblo, porque (permítasenos esta expresión) el fluido de la sabiduría cunde y se propaga de una clase en otra, y simplificándose y atenuándose más y más en su camino, se acomoda al fin a la comprensión de los más rudos y sencillos. De este modo el labrador y el artesano, sin penetrar la jerga misteriosa del químico en el análisis de las margas, ni los raciocinios del naturalista en la atrevida investigación del tiempo y modo en que fueron formadas, conocen su uso y utilidad en los abonos y en el desengrase de los paños, esto es, conocen cuanto han enseñado de provechoso las ciencias respecto de las margas.
Y por ventura ¿sería imposible remover este valladar, este muro de separación que el orgullo literario levantó entre los hombres que estudian y los que trabajan? ¿No habrá algún medio de acercar más los sabios a los artistas, y las ciencias mismas a su primero y más digno objeto? ¿En qué puede consistir esta separación, esta lejanía en que se hallan unos de otros? ¿No se podría lograr tan provechosa reunión con solo colocar la instrucción más cerca del interés? He aquí, señor, un designio bien digno de la paternal vigilancia de V. A. La Sociedad indicará dos medios de conseguirlo que le parecen muy sencillos.
Medios de remover unos y otros
El primero es difundir los conocimientos útiles por la clase propietaria. No quiera Dios que la Sociedad aleje a ninguna de cuantas componen el Estado del derecho de aspirar a las ciencias; pero, ¿por qué no deseará depositarlas principalmente donde pueden ser de más general provecho? Cuando los propietarios las posean, ¿no será más de esperar que su mismo interés, y acaso su vanidad, los conduzca a hacer pruebas y ensayos en sus tierras y a aplicar en ellas los conocimientos debidos a su estudio, los nuevos descubrimientos y los nuevos métodos adoptados ya en otros países? Y cuando lo hubieren hecho con fruto, ¿no será también de esperar que su voz y su ejemplo convenzan a sus colonos, y los hagan participantes de sus adelantamientos? Se supone al labrador esclavo de las preocupaciones que recibió tradicionalmente, y sin duda lo es, porque no puede ceder a otra enseñanza que a la que se le entra por los ojos. ¿Pero no es por lo mismo más dócil a esta especie de combinaciones que anima y hace más fuerte el interés? Hasta esta docilidad se le niega por el orgullo de los sabios; pero refexiónese por un instante la gran suma de conocimientos que ha reunido la agricultura en la porción más estúpida de sus agentes, y se verá cuánto debe en todas partes el cultivo a la docilidad de los labradores.
1.º Instruyendo a los propietarios
Para instruir la clase propietaria no propondrá la Sociedad a V. A. la erección de seminarios, tan difíciles de dotar y establecer como de dudosa utilidad después de establecidos y dotados. Para mejorar la educación no quisiera la Sociedad separar los hijos de sus padres, ni entibiar a un mismo tiempo la ternura de estos y el respeto de aquellos; no quisiera sacar los jóvenes de la sujeción y vigilancia doméstica para entregarlos al mercenario cuidado de un extraño. La educación física y moral pertenece a los padres y es de su cargo, y jamás será bien enseñada por los que no lo sean. La literaria, a la verdad, debe formar uno de los objetos del Gobierno; pero no fueran tan necesarios entre nosotros los seminarios si se hubiesen multiplicado en el reino los institutos de útil enseñanza. Deba la nación a V. A., débale la instrucción pública esta multiplicación, y los padres de familia, sin emancipar a sus hijos, podrán llenar los votos de la naturaleza y la religión en un artículo tan importante.
Tampoco propondrá la Sociedad que se agregue esta especie de enseñanza al plan de nuestras universidades. Mientras sean lo que son y lo que han sido hasta aquí; mientras estén dominadas por el espíritu escolástico, jamás prevalecerán en ellas las ciencias experimentales. Distintos objetos, distinto carácter, distintos métodos, distinto espíritu animan a unas y otras, y las oponen y hacen incompatibles entre sí, y una triste y larga experiencia confirma esta verdad. Acaso la reunión de las facultades intelectuales con las demostrativas no sería imposible, y acaso esta dichosa alianza será algún día objeto de los desvelos de V. A., que tan sinceramente se aplica a mejorar la instrucción general; mas para llegar a este punto tan digno de nuestros deseos, será preciso empezar trastornando del todo la forma y actual sistema de nuestras escuelas, y la Sociedad no trata ahora de destruir sino de edificar.
Solo propondrá a V. A. que multiplique los institutos de útil enseñanza en todas las ciudades y villas de alguna consideración, esto es, en aquella en que sea numerosa y acomodada la clase propietaria. Siendo este un objeto de utilidad pública y general, no debe haber reparo en dotarlos sobre los fondos concejiles, así de la capital como del partido de cada ciudad o villa, y esta dotación será tanto más fácil de arreglar cuanto el salario de los maestros podrá salir, y convendrá que salga como en otros países, de las contribuciones de los discípulos, y el Gobierno solo tendrá que encargarse de los edificios, instrumentos, máquinas, bibliotecas y otros auxilios semejantes. Fuera de que la dotación de otros institutos, cuya inutilidad es ya conocida y notoria, podría servir también a este objeto. Tantas cátedras de latinidad y de añeja y absurda filosofía como hay establecidas por todas partes contra el espíritu, y aun contra el tenor de nuestras sabias leyes; tantas cátedras que no son más que un cebo para llamar a las carreras literarias [a] la juventud, destinada por la naturaleza y la buena política a las artes útiles, y para amontonarla y sepultarla en las clases estériles, robándola a las productivas; tantas cátedras, en fin, que solo sirven para hacer que superabunden los capellanes, los frailes, los médicos, los letrados, los escribanos y sacristanes mientras escasean los arrieros, los marineros, los artesanos y los labradores, ¿no estarían mejor suprimidas, y aplicada su dotación a esta enseñanza provechosa?
Ni tema V. A. que la multiplicación de estos institutos haga superabundar sus profesores, por más que estén como deben estar, abiertos a todo el mundo; porque los escolares no se multiplican precisamente en razón de la facilidad de los estudios, sino en razón de la utilidad que ofrecen. La teología moral, los derechos, la medicina prometen en todas partes fácil colocación a sus profesores, y he aquí por qué los atraen en número tan indefinido. Las ciencias útiles, mal pecado, no presentarán tales atractivos ni tales premios. Demás que tal es su excelencia que la superabundancia de matemáticos y físicos fuera en cierto modo provechosa, cuando la de otros facultativos, como ya notó el político Saavedra, solo puede servir de aumentar las polillas del Estado y de envilecer las mismas profesiones.
Para que los institutos propuestos sean verdaderamente útiles convendrá formar unos buenos elementos, así de ciencias matemáticas como de ciencias físicas, y singularmente de estas últimas; unos elementos, que al mismo tiempo que reúnan cuantas verdades y conocimientos puedan ser provechosos y aplicables a los usos de la vida civil y doméstica, descarten tantos objetos de vana y peligrosa investigación como el orgullo y liviandad literaria han sometido a la jurisdicción de estas ciencias. Si V. A. se dignase de convidar con un gran premio de utilidad y honor a quien escribiese obra tan importante, logrará sin duda algunos concurrentes a esta empresa, porque no puede faltar en España quien apetezca de un cebo tan ilustre, ni quien aspire a la gloria de ser institutor de la juventud española.
2.º Instruyendo a los labradores
El segundo medio de acercar las ciencias al interés consiste en la instrucción de los labradores. Sería cosa ridícula quererlos sujetar a su estudio, pero no lo será proporcionarlos a la percepción de sus resultados, y he aquí nuestro deseo. La empresa es grande por su objeto, pero sencilla y fácil por sus medios. No se trata sino de disminuir la ignorancia de los labradores, o por mejor decir, de multiplicar y perfeccionar los órganos de su comprensión. La Sociedad no desea para ellos sino el conocimiento de las primeras letras, esto es, que sepan leer, escribir y contar. ¡Qué espacio tan inmenso no abre este sublime pero sencillo conocimiento a las percepciones del hombre! Una instrucción, pues, tan necesaria a todo individuo para perfeccionar las facultades de su razón y de su alma, tan provechosa a todo padre de familia para conducir los negocios de la vida civil y doméstica, y tan importante a todo gobierno para mejorar el espíritu y el corazón de sus individuos, es la que desea la Sociedad y la que bastará para habilitar al labrador, así como a las demás clases laboriosas, no solo para percibir más fácilmente las sublimes verdades de la religión y la moral, sino también las sencillas y palpables de la física que conducen a la perfección de sus artes. Bastará que los resultados, los descubrimientos de las ciencias más complicadas se desnuden del aparato y jerga científica, y se reduzcan a claras y simplicísimas proposiciones, para que el hombre más rudo las comprenda cuando los medios de su percepción se hayan perfeccionado.
Dígnese, pues, V. A. de multiplicar en todas partes la enseñanza de las primeras letras; no haya lugar, aldea, ni feligresía que no la tenga; no haya individuo por pobre y desvalido que sea, que no pueda recibir fácil y gratuitamente esta instrucción. Cuando la nación no debiese este auxilio a todos sus miembros como el acto más señalado de su protección y desvelo, se lo debería a sí misma como el medio más sencillo de aumentar su poder y su gloria. ¿Por ventura no es el más vergonzoso testimonio de nuestro descuido, ver abandonado y olvidado un ramo de instrucción tan general, tan necesaria, tan provechosa, al mismo tiempo que promovemos con tanto ardor los institutos de enseñanza parcial, inútil o dañosa?
Por fortuna la de las primeras letras es la más fácil de todas, y puede comunicarse con la misma facilidad que adquirirse. No requiere ni grandes sabios para maestros, ni grandes fondos para su honorario; pide solo hombres buenos, pacientes y virtuosos que sepan respetar la inocencia, y que se complazcan en instruirla. Sin embargo la Sociedad mira como tan importante esta función, que quisiera verla unida a las del ministerio eclesiástico. Lejos de ser ajena de él, le parece muy conforme a la mansedumbre y caridad que forman el carácter de nuestro clero, y a la obligación de instruir los pueblos que es tan inseparable de su estado. Cuando se halle reparo en agregar esta pensión a los párrocos, un eclesiástico en cada pueblo y en cada feligresía, por pequeña que sea, dotado sobre aquella parte de diezmos que pertenece a los prelados, mesas capitulares, préstamos y beneficios simples, podría desempeñar la enseñanza a la vista y bajo la dirección de los párrocos y jueces locales. ¿Qué objeto más recomendable se puede presentar al celo de los reverendos obispos ni al de los magistrados civiles? ¿Y qué perfección no pudiera recibir este establecimiento, una vez mejorados los métodos y los libros de la primera enseñanza? ¿No pudiera reunirse a ella la del dogma y de los principios de moral religiosa y política? ¡Ah! ¡De cuántos riesgos, de cuántos extravíos no se salvarían los ciudadanos si se desterrase de sus ánimos la crasa ignorancia que generalmente reina en tan sublimes materias! ¡Pluguiera a Dios que no hubiese tantos ni tan horrendos ejemplos del abuso que puede hacer la impiedad de la simplicidad de los pueblos, cuando no las conocen!
Instruida la clase propietaria en los principios de las ciencias útiles, y perfeccionados en las demás los medios de aprovecharse de sus conocimientos, es visto cuánto provecho se podrá derivar a la agricultura y artes útiles. Bastará que los sabios, abandonando las vanas investigaciones que solo pueden producir una sabiduría presuntuosa y estéril, se conviertan del todo a descubrir verdades útiles, y a simplificarlas y acomodarlas a la comprensión de los hombres iliteratos, y a desterrar en todas partes aquellas absurdas opiniones que tanto retardan la perfección de las artes necesarias, y señaladamente la del cultivo.
3.º Formando cartillas rústicas
Y contrayéndonos a este objeto, cree la Sociedad que el medio más sencillo de comunicar y propagar los resultados de las ciencias útiles entre los labradores, sería el de formar unas cartillas técnicas, que en estilo llano y acomodado a la comprensión de un labriego, explicasen los mejores métodos de preparar las tierras y las semillas, y de sembrar, coger, escardar, trillar y aventar los granos, y de guardar y conservar los frutos y reducirlos a caldos o a harinas; que describiesen sencillamente los instrumentos y máquinas del cultivo, y su más fácil y provechoso uso; y finalmente que descubriesen y como que señalasen con el dedo todas las economías, todos los recursos, todas las mejoras y adelantamientos que puede recibir esta profesión.
No desea la Sociedad que estas cartillas se enseñen en las escuelas, cuyo único objeto debe ser el conocimiento de las primeras letras y de las primeras verdades. Tampoco quiere obligar a los labradores a que las lean, y menos a que las sigan, porque nada forzado es provechoso. Solo quisiera que hubiese quien se encargase de convencerlos del bien que pueden sacar de estudiarlas y seguirlas, y esto lo espera la Sociedad primeramente del interés de los propietarios. Cuando este interés se haya ilustrado, será muy fácil que conozca las ventajas que tiene en comunicar su ilustración.
¿Y por qué no esperará lo mismo del celo de nuestros párrocos? ¡Ojalá que multiplicada la enseñanza de las ciencias útiles, pudieran derivar sus principios a esta preciosa e importante clase del Estado! ¡Ojalá se difundiesen en ella, para que los párrocos fuesen también en esta parte los padres e institutores de sus pueblos! ¡Dichosos entonces los pueblos! ¡Dichosos cuando sus pastores, después de haberles mostrado el camino de la eterna felicidad, abran a sus ojos los manantiales de la abundancia, y les hagan conocer que ella sola, cuando es fruto del honesto y virtuoso trabajo, puede dar la única bien andanza que es concedida en la tierra! ¡Dichosos también los párrocos, si destinados a vivir en la soledad de los campos, hallaren en el cultivo de las ciencias útiles aquel atractivo que hace tan dulce la vida en medio del grande espectáculo de la naturaleza, y que levantando el corazón del hombre hasta su Creador lo abre a la virtud en que más se complace, y que es la primera de su santo ministerio!
Pero sobre todo, Señor, espere V. A. mucho en este punto del celo de las Sociedades Patrióticas. Aunque imperfectas todavía, aunque faltas de protección y auxilio, ¿qué de bienes no hubieran hecho ya a la agricultura si los labradores fuesen capaces de recibirlos y aprovecharlos? Desde su creación trabajaron incesantemente, y aplican todo su celo y todas sus luces a la mejora de las artes útiles, y singularmente de la agricultura, primer objeto de sus institutos y de sus tareas. Aunque perseguidas en todas partes por la pereza y la ignorancia, aunque silbadas y menospreciadas por la preocupación y la envidia, ¿qué de experimentos útiles no han hecho? ¿Qué de verdades importantes no han examinado y comunicado a los pueblos? Sus extractos, sus memorias, sus disertaciones premiadas y publicadas bastan para probar que en el corto período que sucedió desde su erección hasta el día, se ha escrito más y mejor que en los dos siglos que lo precedieron, sobre los objetos que pueden conducir una nación a su prosperidad. Y si tanto han hecho sin el auxilio de las ciencias útiles, sin protección y sin recursos, y aun sin opinión ni apoyo, ¿qué no harán cuando difundidos por todas partes los principios de las ciencias exactas y naturales, y habilitado el pueblo para recibir su doctrina, se dediquen a acercar la instrucción al interés, que debe ser el gran objeto del Gobierno?
Ellas solas, señor, podrán difundir por todo el reino las luces de la ciencia económica, y desterrar las funestas opiniones que la ignorancia de sus principios engendra y patrocina, y ellas solas serán capaces, con el tiempo, de formar las cartillas que llevamos indicadas. Los trabajos de los sabios solitarios y aislados no pueden tener tanta influencia en la ilustración de los pueblos, o porque, hechos en el retiro de un gabinete, cuentan rara vez con los inconvenientes locales y con las luces de la observación y la experiencia, o porque aspiran demasiado a generalizar sus consecuencias y producen una luz dudosa que guía tal vez al error más que al acierto. Las Sociedades no darán en tales inconvenientes. Situadas en todas las provincias, compuestas de propietarios, de magistrados, de literatos, de labradores y artistas, esparcidos sus miembros en diferentes distritos y territorios, reuniendo como en un centro todas las luces que pueden dar el estudio y la experiencia, e ilustradas por medio de repetidos experimentos y de continuas conferencias y discusiones, ¿cuánto no podrán concurrir a la propagación de los conocimientos útiles por todas las clases?
He aquí, señor, dos medios fáciles y sencillos de mejorar la instrucción pública, de difundir por todo el reino los conocimientos útiles, de desterrar los estorbos de opinión que retardan el progreso [d]el cultivo, y de esclarecer a todos sus agentes para que puedan perfeccionarlo. Si algo resta entonces para llegar al último complemento de nuestros deseos, será el remover los estorbos naturales y físicos que lo detienen, tercero y último punto de este informe, que procuraremos desempeñar brevemente.
[…]
CONCLUSIóN
Tales son, señor, los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a los progresos del cultivo, y tales los medios que en dictamen de la Sociedad, son necesarios para dar el mayor impulso al interés de sus agentes, y para levantar la agricultura a la mayor prosperidad. Sin duda que V. A. necesitará de toda su constancia para derogar tantas leyes, para desterrar tantas opiniones, para acometer tantas empresas, y para combatir a un tiempo tantos vicios y tantos errores; pero tal es la suerte de los grandes males, que solo pueden ceder a grandes y poderosos remedios.
Los que propone la Sociedad piden un esfuerzo tanto más vigoroso, cuanto su aplicación debe ser simultánea so pena de exponerse a mayores daños. La venta de las tierras comunes llevaría a manos muertas una enorme porción de propiedad, si la ley de amortización no precaviese ese mal. Sin esta ley, la prohibición de vincular y la disolución de los pequeños mayorazgos sepultarían insensiblemente en la amortización eclesiástica aquella inmensa porción de propiedad que la amortización civil salvó de su abismo. ¿De qué servirán los cerramientos, si subsisten el sistema de protección parcial y los privilegios de la ganadería? ¿De qué los canales de riego, si no se autorizan los cerramientos? La construcción de puertos reclama la de caminos, la de caminos la libre circulación de frutos, y esta circulación un sistema de contribuciones compatible con los derechos de la propiedad, y con la libertad del cultivo. Todo, señor, está enlazado en la política como en la naturaleza, y una sola ley, una providencia mal a propósito dictada, o imprudentemente sostenida, puede arruinar una nación entera, así como una chispa encendida en las entrañas de la tierra produce la convulsión y horrendo estremecimiento que trastornan [una] inmensa porción de su superficie.
Pero si es necesario tan grande y vigoroso esfuerzo, también la grandeza del mal, la urgencia del remedio, y la importancia de la curación lo merecen y exigen de la sabiduría de V. A. No se trata menos que de abrir la primera y más abundante fuente de la riqueza pública y privada, de levantar la nación a la más alta cima del esplendor y del poder, y de conducir los pueblos confiados a la vigilancia de V. A. al último punto de la humana felicidad. Situados en el corazón de la culta Europa, sobre un suelo fértil y extendido, y bajo la influencia de un clima favorable para las más variadas y preciosas producciones; cercados de los dos mayores mares de la tierra, y hermanados por su medio con los habitadores de las más ricas y extendidas colonias, basta que V. A. remueva con mano poderosa los estorbos que se oponen a su prosperidad, para que gocen aquella venturosa plenitud de bienes y consuelos a que parecen destinados por una visible Providencia. Trátase, señor, de conseguir tan sublime fin, no por medio de proyectos quiméricos, sino por medio de leyes justas; trátase más de derogar y corregir que no de mandar y establecer; trátase solo de restituir la propiedad de la tierra y del trabajo a sus legítimos derechos, y de restablecer el imperio de la justicia, sobre el imperio del error y las preocupaciones envejecidas; y este triunfo, señor, será tan digno del paternal amor de nuestro soberano a los pueblos que le obedecen, como del patriotismo y de las virtudes pacíficas de V. A. Busquen, pues, su gloria otros cuerpos políticos en la ruina y en la desolación, en el trastorno del orden social, y en aquellos feroces sistemas que con título de reformas prostituyen la verdad, destierran la justicia, y oprimen y llenan de rubor y de lágrimas a la desarmada inocencia; mientras tanto que V. A., guiado por su profunda y religiosa sabiduría, se ocupa solo en fijar el justo límite que la razón eterna ha colocado entre la protección y el menosprecio de los pueblos.
Dígnese, pues, V. A. de derogar de un golpe las bárbaras leyes que condenan a perpetua esterilidad tantas tierras comunes; las que exponen la propiedad particular al cebo de la codicia y de la ociosidad; las que prefiriendo las ovejas a los hombres, han cuidado más de las lanas que los visten que de los granos que los alimentan; las que estancando la propiedad privada en las eternas manos de pocos cuerpos y familias poderosas, encarecen la propiedad libre y sus productos, y alejan de ella los capitales y la industria de la nación; las que obran el mismo efecto encadenando la libre contratación de frutos, y las que gravándolos directamente en su consumo, reúnen todos los grados de funesta influencia de todas las demás. Instruya V. A. la clase propietaria en aquellos útiles conocimientos sobre los que se apoya la prosperidad de los Estados, y perfeccione en la clase laboriosa el instrumento de su instrucción para que pueda derivar alguna luz de las investigaciones de los sabios. Por último, luche V. A. con la naturaleza, y si puede decirse así, oblíguela a ayudar a los esfuerzos del interés individual, o por lo menos a no frustrarlos. Así es como V. A. podrá coronar la gran empresa en que trabaja tanto tiempo ha; así es como corresponderá a la expectación pública, y como llenará aquella íntima y preciosa confianza que la nación tiene, y ha tenido siempre en su celo y su sabiduría. Y así es en fin, como la Sociedad, después de haber meditado profundamente esta materia, después de haberla reducido a un solo principio tan sencillo, como luminoso, después de haber presentado con la noble confianza que es propia de su instituto, todas las grandes verdades que abraza, podrá tener la gloria de cooperar con V. A. al restablecimiento de la agricultura, y a la prosperidad general del Estado y de sus miembros.
[…]

Referencia: 14-272-01
Página inicio: 1272
Datación: 1784
Página fin: 1293
Lugar: Madrid
Estado: publicado