Apuntamientos sobre Gijón

Comienzo de texto

Comienzo de texto: PRIMERA ÉPOCA GIJóN ROMANO […] origen más antiguo. La prueba de esta verdad se apoya en uno de aquellos mon

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PRIMERA ÉPOCA
GIJóN ROMANO
[…] origen más antiguo. La prueba de esta verdad se apoya en uno de aquellos monumentos cuyas reliquias sobreviven al estrago del tiempo y sirven en la historia de testigos, tanto más fidedignos cuanto ninguna especie de interés los puede ofuscar ni corromper.
Hablo de los restos de la antigua muralla, que aún existen y que voy a describir. Pero antes haré una prevención importante: y es que, no pudiendo pertenecer esta muralla a las épocas goda, árabe, asturiana, leonesa ni castellana, por razones que no es preciso expresar a los que saben algo de historia, o es forzoso atribuirla a los romanos o a alguna de las naciones que antes hubiesen poblado en Asturias.
Una porción muy visible del cimiento de esta muralla empieza a descubrirse en la parte de la montaña o cerro de Santa Catalina, que cae sobre la concha oriental del puerto, al frente de la nueva batería de San Pedro, que la defiende. Un poco más arriba de este punto existe todavía el conducto de una antigua fuente que aún destila alguna agua y hoy llaman la Fontica. El cimiento de la muralla corre descubierto en línea recta con dirección norte sur hasta el osario de la iglesia parroquial, perdiéndose en el gran murallón que la defiende del mar por esta parte y en la misma dirección. En este punto (que cae ya sobre el mar y la playa de oriente), volvía el cimiento para correr esteoeste, y en él, a lo que se pudo colegir de varios restos de obra antigua que aparecieron pocos años ha con ocasión de rellenar un hundimiento acaecido ante la misma iglesia, había al parecer una torre, que probablemente era la de Villaviciosa, de que se hablará después.
De allí, atravesando un terreno que en escrituras del siglo XVI, que he visto, se llamaba «los prados de Tristán de Valdés», y donde se fundó después la magnífica casa de los señores de este apellido, corría en la citada dirección por la plazuela de la de Jovellanos, donde aparecían poco tiempo ha restos harto grandes del muro. Aún se ven algunos en un ángulo de la casa que hoy ocupa el Instituto Asturiano y muchos más en la del antiguo consistorio. En este punto existe actualmente una de las antiguas puertas (aunque, al parecer, renovada) y, a uno y otro lado de ella, grandes trozos de la muralla antigua, con un lienzo o cortina harto elevado de una de sus torres, cerca y frente de la del Reloj de la Villa. Siguen descubiertos los vestigios por la espalda de la casa de los marqueses de San Esteban y de su colegiata, aparecen en el costado de las primeras casas de la calle de la Artillería, guardando constantemente la dicha dirección esteoeste, y allí se pierden, hasta que vuelven a aparecer en el sitio llamado La Garita, que es el extremo occidental sobre el mar. Es de creer que aquí terminaba la muralla: lo primero, porque en la dirección esteoeste acaba también el terreno, y lo segundo, porque en las direcciones surnorte y oesteeste el monte de Santa Catalina está enteramente cercado del mar y a más de 150 o 200 pies sobre su nivel, de altura asperísima y en la mayor parte escarpada. Siendo, pues, el antiguo pueblo enteramente inaccesible por poniente y norte, es muy verosímil que por allí nada se añadió a su defensa natural. También lo es que, en la altura y hacia el este de la montaña, hubo alguna alta torre, ora fuese parte de la antigua fortificación, ora edificada después. La razón es porque todo el suelo que ocupaba la población hacia esta parte conserva en el día el nombre de La Talaya (aunque reducido a prado y tierras de labor), y en escrituras de fines del siglo XV lo he visto yo nombrado «las cuadriellas de la Atalaya», nombre que no le puede venir de otro origen.
Parte de estos vestigios fueron examinados hacia el año de 1784 por el comendador don Francisco de Paula Jovellanos con motivo de allanar la plazuela que está delante de su casa. Muchas veces le oí decir que, haciéndolos descubrir, examinar y medir entonces, halló, primero: que el muro era formado de mampuestos gruesos, unidos por un fuerte mortero o argamasa hecha con cal y guijo, limpio y menudo y sin arena alguna. Segundo: que de su medida resultó tener catorce pies castellanos de espesor. Tercero: que, además, a la parte interior, tenía un refuerzo de argamasa pura, echada al parecer en formas o moldes y tan dura como roca, de forma que el espesor total de la obra era de dieciocho pies castellanos (lo que prueba que era de gran fortaleza, aun cuando se suponga que lo examinado fuese parte del cimiento, como creía aquel caballero). Cuarto: en fin, que por estas señas, que se conforman con los restos que existen hoy de la misma obra, y por las demás observaciones hechas en ella, estaba persuadido a que era del tiempo de los romanos.
Antes de añadir mayor confirmación a esta conjetura y sacar de ella otras inducciones adelantaremos éstas. Primera: que la antigua población estaba toda en el monte de Santa Catalina, defendida al este y sur por esta muralla y al oeste y norte por la mar y por la aspereza misma del terreno. Segunda: que el puerto, ora estuviese donde actualmente, ora sobre la playa oriental, se hallaba fuera de la muralla, aunque cerca, y dominado y defendido de ella. Tercera: que la ermita de Santa Catalina, que existe en lo más alto del monte de su nombre, fue probablemente su iglesia primitiva; su arquitectura parece de la que se llama «asturiana» en las notas al Elogio de don Ventura Rodríguez, y puede indicar la época de su renovación. Cuarta: que la Fontica (de que hablamos) es derivada de la antigua fuente de la villa, que sin duda fue muy abundante, pues de ella se sacó también la fuente que hoy disfruta el convento de recoletas agustinas.
Mas ¿con qué fin pudieron los romanos fortificar este lugar? Sin duda, para asegurar su dominación colocando allí tropa que defendiese la costa y sujetase el país interior. Esta conjetura tiene dos apoyos. Primero: que, suponiéndolos dueños de toda la Asturias, no pudieron dejar de establecer una comunicación por mar con ella, por cuanto se trata de un tiempo en que eran navegantes y en que frecuentaban todo el océano que corre hasta el canal de la Mancha. Segundo: que aun cuando para sujeción de unos y otros ástures no hubiesen destinado los romanos más tropas que la legión VII Gémina Feliz, situada en los Augustanos y que fundó y dio su nombre a León, es preciso que esta legión tuviese sobre la costa un presidio y en él, una cohorte o, por lo menos, un fuerte destacamento. Y esto, no sólo porque la costa era un punto principal de defensa, sino porque mediando entre unos y otros ástures los altos y asperísimos montes Arvafios o Ervasios, y la distancia de veinticuatro a veinticinco leguas hasta el mar, no se podía acudir a la defensa del país desde el cuartel principal. Y si las dos de las tres cohortes que uno de los tres tenientes del legado tarraconense tenía para la defensa de la frontera de Galicia, Asturias y Cantabria, según Estrabón, eran legiones, según dice Panvino, sería aun más probable que […]
Al fin, si absolutamente se quiere sostener que los transmontanos fueron rendidos por fuerza de armas, es preciso que se nos conceda que lo fueron de un modo que no consta de la historia (bien que pueda conjeturarse por ella), esto es: que fueron conquistados por mar. Su vecindad con los cántabros y la parte que tomaron en su guerra, hace muy probable y verosímil que cuando M[arco] Agripa vino con su escuadra a sujetar a éstos, hubiese también aportado a los ástures litorales y sometídolos al dominio romano. Y aun pudo suceder esto al mismo tiempo en que Carisio atacaba a los augustanos, sin que parezca extraño que los historiadores no puntualizasen este hecho, primero: porque los que hablan de la expedición marítima de Agripa mientan sólo a los cántabros, como que con ellos era la guerra que le hizo venir de la Galia con su escuadra. Segundo: y los que de la victoria de Carisio, hablan sólo de los ástures augustanos sin extenderse a más, porque ellos eran los más conocidos, con ellos fue la guerra y ellos los vencidos y sujetos entonces. Tercero: ni, en fin, es de extrañar que en un tiempo tan revuelto, cuando el imperio de Roma era tan dilatado y sus armas andaban empleadas en tantos y tan distantes países, sus historiadores, amantes de la brevedad, omitiesen circunstancias que, en medio de tan abundante y gloriosa materia, parecerían pequeñas y poco importantes.
Por último, pudo también suceder esto posteriormente, cuando algunos años después de vencidos, se rebelaron los ástures y fueron sujetos y reducidos por mar, viniendo sobre ellos Agripa con su escuadra. Así lo dice Mariana, aunque no sé con qué autoridad. Y si esto fue así, he aquí la época más probable de la conquista de los transmontanos y de la fortificación de Gijón, porque entonces debió conocer Augusto que sólo aquel freno podía reprimir y sujetar a todos los ástures.
He aventurado estas reflexiones porque pueden dar mucha luz a otros puntos de nuestra historia en esta época, en la cual nos detienen todavía las memorias de Gijón.
Uno se presenta en ella muy controvertido, a saber: las Aras sextianas, que nuestros antiguos historiadores fijaron allí (y aun también los modernos más respetables) y que, sin embargo, los gallegos quieren colocar hacia Pontevedra. La materia es dudosa y yo no me atreveré a decidirla. Pero creo que algunas reflexiones acerca de ella la harán menos oscura o, a lo menos, darán alguna luz a otros que, consultando los geógrafos y historiadores (cosa que yo no puedo), se animen a ilustrarla.
Por la situación de Gijón está el texto de Mela, que positivamente las coloca en los ástures. Y ya se sabe de cuánto peso es esta autoridad, no sólo porque Mela es más antiguo que Plinio y Tolomeo, y, por consiguiente, más inmediato al tiempo en que se levantó este monumento, sino por ser español y, por lo mismo, más bien instruido en las cosas de España.
Esta opinión tiene muchos apoyos en el terreno mismo porque Gijón es una verdadera península. Su actual población está enteramente rodeada del mar, por este, norte y oeste, y sus playas oriental y occidental, abrazando una gran porción de terreno en forma de istmo, se extienden hacia el mediodía a mucha distancia de la villa. ¿Y cuánto más bien se le podría dar este nombre cuando se hallaba toda su población en la falda y altura del monte, y en el recinto que demuestran los vestigios de su antigua muralla?
Varios nombres de lugares del contorno vienen también en su apoyo. Primero: la punta o cabo donde se dice estuvieron las aras tiene de muy antiguo el nombre de Torres, prueba de que en él hubo algunos altos edificios. Segundo: en el costado de él, que cae sobre la concha occidental de Gijón, hay un sitio llamado Arnao que, si como parece es corrupción de Arnóa, vendrá de aranova. Tercero: al pie del mismo cabo y cerca de la playa hay otro punto llamado Coroña, de columna. Cuarto: al oriente de la villa, un término (hoy parroquia) con nombre de Ciares, cisaras. Quinto: y, al poniente de ella y del cabo, una pequeña playa llamada de Gibares, subaris. Sexto: si alguna de estas aras fue consagrada a Júpiter, como he visto en algún manuscrito moderno, hay la analogía del nombre que tiene todo el terreno de la parroquia de Jove, en el que se comprende el mismo cabo. Y, en fin, y para decirlo todo, el término y parroquia contiguos al de Jove se llama de Tremañes, «ad Tresmañes» o «Tresmagnas». Convéngase, pues, en la incertidumbre de las etimologías, pero cuando son tantas y tan congruentes a otras conjeturas, ¿quién negará que las confirman muy poderosamente?
Añádese a esto la conveniencia de otra circunstancia de la relación de Mela, y es el estero que se hallaba allende de las aras. Hay uno a la vuelta misma del cabo de Torres formado por el pequeño río de Aboño, que corre al pie de él por el oeste. El mar se entra y sale por allí dos veces al día a una distancia de casi media legua, y se ensancha por una y otra orilla cuanto permite la elevación del terreno respecto de la marea, que es un espacio harto grande. No negaré con todo que el título de grande convenga mal al estero de Aboño si se compara con otros. Mas, si no se quiere que Mela hable de él, se puede interpretar del estero de Avilés, que es cinco o seis veces mayor y está cuatro leguas más adelante de la misma costa. Sin que obste la expresión de Mela («inde aestuarium magnum»), porque aquel inde, que corresponde a nuestro «después», es un adverbio de orden y no significa precisamente proximidad, sino sucesión y, a todo más, cercanía, ¡cuánto más en el estilo rápido de Mela que marcha, por decirlo así, a grandes trancos!
Pero, pues que se dice que estas aras estuvieron en Torres (y, si no me engaño, nuestro Carballo habla en tono de haber visto sus restos, o por lo menos de que existían en su tiempo), ya se ve cuán digno de examen era este punto. Trató un curioso de averiguarlo en un viaje que hizo a Asturias en 1782, aunque sus comisiones y correrías no le dieron el tiempo suficiente.
Pasó un día a Torres, reconoció gran parte de la superficie del cabo, vio en él restos de un antiguo edificio y, faltándole tiempo para concluir o repetir su examen, instando el de su partida, dejó este encargo al erudito don Miguel de Jovellanos, abad de Villoria, y al arquitecto académico don Manuel Reguera González, que lo desempeñaron completamente. Hicieron la necesaria excavación para descubrir todo el cimiento, lo reconocieron, midieron y levantaron su plano que, por desgracia, pereció también.
Era un edificio pequeño, perfectamente cuadrado, con dobles muros por sus cuatro lados, todos perpendiculares; los interiores, paralelos y colocados a la distancia suficiente de los de afuera para que pudiesen unirse por medio de una escalera en caracol. La obra era de mampuestos, unidos por un mortero de argamasa sin arena, y todo, al parecer, romano. Y aun me parece que uno de los ángulos indicaba tener arranque como para alguna continuación de la obra. Téngase todo presente, juntamente con la forma de las aras que describe Mariana (y no sé de dónde la sacó; aunque de la misma ropa y tiempo que Carballo, pudo tomarla de sus informes).
Pero lo más importante de este examen era la piedra que se ha mirado hasta aquí como perteneciente a una de estas aras. Varios dijeron entonces haberla visto sobre la superficie del cabo y en el sitio de aquella ruina, aunque suelta y separada de la restante obra. Dijeron también que muy entrado ya el siglo XVIII la había hecho transportar el señor don Gaspar de Carrió, padre de la actual condesa de Peñalba, a la casa que tiene en el lugar de su apellido, situada al otro lado del río Aboño. Allí existe actualmente, formando la mesa del altar de su capilla pública y, precisamente, detrás del frontal.
Esta inscripción ha sido publicada ya por varios. La de Risco es la más exacta, aunque todavía algo defectuosa, sin embargo de que yo le di, entre otras, una copia puntualísima y que después la reconoció él mismo. Es muy apreciable, entre otras circunstancias, por sus notas cronológicas, pues, si no me engaño, es del año en que Augusto fue tribuno por la XIII vez y XXIII emperador, y sin nota de consulado. No tengo libros a la mano para reducirlo a nuestra cuenta vulgar. Paréceme que pudo ser cinco o seis años antes del nacimiento de nuestro Redentor, pues tengo especie de que el año en que el senado dio a Octaviano el título de Imperator fue el 29 antes de Jesucristo. Además, el título de Augusto se dio a Octaviano el 27 y el de Pontífice máximo, el 14 antes del mismo nacimiento. Y estos tres títulos se leen ya en la inscripción, pero el primero determina más bien la fecha. El monumento es demasiado precioso para que no se mida, describa y copie al vivo (lo que pudiera hacer el catedrático de primeras letras), y se publique y explique en el Diccionario. Entonces, fijando su época, se podrá comparar con la de las guerras de Asturias (que son anteriores) y dar a estas reflexiones el valor que merezcan.
Entretanto, yo notaré que este monumento nos autoriza también para referir la fortificación de Gijón al imperio de Augusto y a la época de su colocación, porque, sea la que fuere la obra que se le dedicó en aquel sitio, no podía dejar de tener alguna relación con la población más inmediata, más grande y más importante que había por allí. Y hallándose inmediata una de estas circunstancias con fortificación de romanos, parece que ambos edificios pertenecen a un mismo tiempo, esto es: al primer establecimiento de la dominación romana en aquella costa.
Mas ¿esta inscripción perteneció a una de las Aras sextianas dedicadas a Augusto, según Plinio?… No me atrevo a defenderlo ni a negarlo, pero este es el oportuno lugar para exponer una idea que acaso es nueva y puede dirimir la contienda. Nace ésta de la diferencia que hay entre el texto de Pomponio Mela y los de Plinio y Tolomeo acerca de estas aras. Pero, ¿es bien seguro que los tres hablan de una misma cosa? Creo que no.
Yo no tengo presentes sus obras, pero me parece que Mela habla de tres aras, colocadas en los ástures, sin llamarlas Sextianas ni decir quién las erigió. Y bien, ¿no pudieron ser otras aras? En un tiempo en que se erigían tantas aras, y aun tantos templos por España y por todo el mundo en honor de Augusto, ¿qué tendría de extraño que sobre las tres de Asturias se hubiesen levantado otras tres en Galicia? ¿No pudo Marco Agripa dejar ordenado este monumento cuando (según he dicho) sujetó a los ástures litorales?¿No pudo levantarlo después el general o magistrado encargado de fortificar a Gijón y establecer allí un presidio militar? ¿No lo pudo hacer este mismo cuerpo de tropa allí establecido? De todo saco yo una conclusión y es que, pues todas las señas convienen perfectamente con el texto de Mela y tantos nombres vecinos prueban que por allí hubo aras, el que no quiera asentir a que en Gijón estuvieron las de que hablan Plinio y Tolomeo deberá confesar que Mela habla de otras que estuvieron allí.
Creo que este autor da otra seña que no es de olvidar, y es que estas aras ennoblecían la provincia. ¿Cuánto más bien conviene esta circunstancia a Asturias, provincia pequeña, sin cultura, sin otros monumentos y, por decirlo así, sin nombradía, que no a Galicia, provincia dilatada, poblada en gran parte por griegos, más civilizada ya y llena de pueblo y de reputación?
Añadiré, por último, que si algún critico mal contentadizo resistiere todavía esta mi opinión, podrá decir que lo que hubo en Torres fue una espécula o pharo para auxilio de la navegación y dedicado a Augusto. Alguna vez me ocurrió este pensamiento a vista del plano de que antes hablé, el cual tiene no poca semejanza con el de la Torre de Hércules de La Coruña publicado por Flórez. Contra esto hay que semejante edificio debiera estar, al parecer, sobre el cabo de Peñas (que es el que más se avanza en aquellos mares y es más visible en su navegación), si ya no es que, elegido Gijón para puerto de la provincia, se quiso señalar a los navegantes el cabo que está sobre su concha. Pero en conclusión de todo resultará que, cualquiera interpretación que se diere a esta lápida, a los restos del antiguo edificio que estuvo en el mismo lugar y a los de la muralla de Gijón, siempre será cierto que estas antiguallas pertenecían al imperio de Augusto y que ellas ennoblecen en gran manera aquella población y, aun me atrevo a decir, a la provincia entera.
Aún hay otra en las cercanías de Gijón que se puede referir al mismo tiempo, y es una dedicación a Júpiter que dice en buena letra romana: «Jovi optimo maximo», y no me acuerdo si con abreviatura o sin ellas. Tampoco he podido averiguar el punto preciso en que fue hallada esta lápida, pero sí que la halló don Gregorio de Jove Huergo, vecino de Gijón (a quien conocí), no lejos de su quinta de Castiello, que está media legua escasa al este de Gijón y casi a la misma distancia del terreno y parroquia de Jove. Su hijo y sucesor, don Bernardo, mi contemporáneo, aprovechó esta piedra en la obra de una capilla pública que edificó en aquella quinta. Pero tuvo la buena advertencia de dejar saliente y en relieve el trozo que contenía la inscripción en la cara del sillar que formó de ella y colocó al frente de su capilla. Así la preservó entera de las injurias del tiempo y del olvido. Yo la vi y copié en aquel sitio en 1782, junto con otra lápida recogida por el mismo caballero y que contiene la consagración de la antigua iglesia del lugar de Castiello por el obispo de Oviedo, Gudesteo, y de ambas di copia al padre Manuel Risco, mi amigo; y no tengo presente si las publicó. La primera es muy apreciable, pues, aunque sin nota alguna cronológica, prueba no sólo la dominación, sino también la admisión del culto romano en aquella costa de Asturias. Y no deja de ser notable que sólo por allí existan los únicos monumentos romanos descubiertos hasta hora.
Digo los únicos, porque la inscripción que reconoció Morales en la iglesia de San Miguel de Lino, cerca de Oviedo, se ha desaparecido, habiendo derribado parte de aquella iglesia los vecinos buscando una ayalga (como ellos dicen) o tesoro. Pudiera con todo recobrarse porque, en 1790, pasé a reconocer esta iglesia que, en 1782, viera perfectamente conservada, y hallé que se había arruinado la parte de ella en que estaba la lápida, pero que las ruinas y escombros permanecían allí. Parece que la inscripción decía «César …omita Lancia» (que Morales leía domita) y esto prueba cuánta es su importancia. Porque, ora hablase de la Lancia leonesa, ora hubiese otra Lancia en Asturias (lo que no sería extraño, siendo harto común en nuestra antigua geografía esta duplicación y aun multiplicación de nombres), siempre serviría para aclarar las oscuras memorias de la introducción del dominio romano en la Asturias transmontana. Mas, ahora, sólo sirve para probar nuestro descuido, que no tiene igual, aun en calidad de achaque general de los españoles. Dígolo porque, ¿quién creerá que, constando que en los transmontanos hubo una ciudad romana con el nombre de Lucus Asturum, sabiéndose ya el sitio en que estuvo esta ciudad, hallándose este sitio muy cerca de Oviedo y no pudiendo dudarse que en la antigua capital de los transmontanos habría muchos de aquellos monumentos que sobreviven a los estragos del tiempo y de la barbarie, no se hubiese hallado hasta hora un caballero, un literato, un curioso que se moviese a hacer allí la menor investigación? Me avergüenzo de decirlo porque esta culpa comprende a todos los naturales. ¡Cuántas veces deseé yo esta expedición ¡Cuántas la propuse! Nadie se prestó a ayudarme. Ausente del país o residiendo en él por cortas temporadas, ocupado en ellas en objetos de mayor importancia, residiendo lejos del sitio y distraído a mil objetos de obligación o de curiosidad…, he aquí mi disculpa, si la hay. Pero clámese siempre para despertar alguna vez a quien puede reparar esta nota. ¡Qué no se podrá esperar de una excavación hecha allí por personas inteligentes!
SEGUNDA ÉPOCA
GIJóN EN LA EDAD MEDIA
Pues que instan las noticias ofrecidas para el Diccionario geográfico, dejando para después el trabajo relativo al dialecto de Asturias, reuniré ahora las que puede ministrar mi pobre memoria en cuanto a la Edad Media, teniendo por principal objeto a Gijón.
No entraré en las tinieblas de la época goda pero diré, sí, que las dos cuestiones principales que presenta (a saber, primera: ¿Asturias formó parte del reino de los suevos? Segunda: ¿los godos conquistaron a Asturias antes
o después de haber destruido a los suevos?) se pueden resolver negativamente. La última es la que ofrece más dudas, pero es de creer que los godos no doblaron los montes Ervasios y que sus conquistas últimas fueron en los Augustanos. Es verdad que el Memorial de don Alonso III al obispo Sebastiano (publicado por los editores de Mariana en el tomo VI) dice expresamente que «Wamba domó los asturianos y gascones que por momentos se rebelaban, sujetándolos a su imperio». Pero esto, que de una parte prueba que no lo estaban antes de Wamba, no basta para concluir la conquista de los transmontanos, tan distantes de los gascones y aun de los vascones (si acaso habla de éstos). Ni es de extrañar tan larga conservación de su independencia en estas provincias litorales, porque sus montes las defendían por tierra y los godos tardaron en tener escuadras para sujetarlas por mar.
No diré por eso que se conservase en ellas el dominio de los romanos, ya echados del resto del continente; pero eran gentes demasiado enemigas de la sujeción, para que, cuando éstos las abandonasen, se diesen a otro dueño.
Sea como fuere, a la entrada del siglo VIII, Asturias era, a mi juicio, si no un pueblo romano, por lo menos amoldado a la romana.
Tampoco entraré en las discusiones cronológicas relativas a la dinastía de los reyes de Asturias. Mas como sea indispensable resolverlas en el Diccionario, bueno será decir algo de su origen.
Las dudas suscitadas acerca de esta cronología por Pellicer y Mondéjar [y] sus esfuerzos y los de Ferreras para conciliar, con el silencio del Pacense y del llamado Continuador del Biclarense, el texto de los cronicones dieron mucha importancia a esta discusión en el siglo pasado. El marrullero de Sarmiento se valió de ella para embromar a los asturianos, pues muchas veces oí decir al señor Campomanes, su grande amigo, que cuando entraba alguno en su celda, le decía: «si usted cree en don Pelayo, ya puede tomar la puerta».
En efecto, los argumentos contrarios, si prueban algo, prueban también que don Pelayo ni reinó ni existió jamás porque, suponerle contemporáneo a Juceph, es trasponerle a un tiempo en que su existencia y reino repugnan a todas las demás memorias contemporáneas.
Entretanto, la publicación de la Biblioteca árabe de Casiri, dando más luz a la cronología arabesa, pareció fortificar aquellos argumentos. Con esto, cuando Mayáns se presentó en palestra para santificar a Witiza sin atreverse a negar la existencia de Pelayo, de tal manera habló de ella que la pudiese dudar y aun negar todo el mundo; y no porque él añadiese nada de suyo a lo dicho por otros, si ya no es la observación de que Pelayo no podía ser godo porque su nombre es griego: como si los godos no hubiesen adoptado estos nombres desde que residieron en el oriente y la época goda no estuviese llena de príncipes, obispos y señores con nombres griegos y latinos.
No obstante, el escrito de Mayans aclimató, por decirlo así, en la corona de Aragón una cronología que parecía menos decorosa a los castellanos y, desde entonces, los escritores de aquella región hicieron empeño en sostenerla. Los editores de Mariana, Masdeu y otros lo digan.
Risco, como buen castellano, ha respondido a los primeros y Borbón, en sus Cartas sobre la época árabe, al segundo. Mas la cuestión no está todavía tratada ni decidida pro dignitate. Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor.
Los árabes pudieron entrar, mas no se establecieron en Asturias ¿Cuál, pues, fue el estado de esta provincia en aquella época? ¿Cuál el de Gijón? Los primeros reyes no tuvieron corte fija. Aun después de la fundación de Oviedo los vemos en Cangas, en Pravia y aun en Gijón, si es cierto que Morales vio una escritura en que se hablaba de cierto hijo de don Silo así: «filius Silonis regis Gegionis», o que se debía leer así. Ni sería de extrañar este título a vista de otros que entonces se daban, ni tampoco que don Silo hubiese morado algún tiempo en aquel pueblo para que se señalase por él su reino.
Sea como fuere y entrando ya en nuestro asunto, se debe establecer de seguro que, desde los principios de la dinastía asturiana, Gijón era el primer pueblo de la provincia. Lugo, que bajo Alfonso III estaba ya arruinado, debía hallarse ya entonces muy menguado, porque la ruina de una ciudad capital, salvo el caso de guerra o terremoto, de que no hay memoria, no puede ser repentina, sino progresiva y lenta. Yo creo que a ella concurrió principalmente el establecimiento militar de Gijón, así como el de León a la de Lancia. Mucho contribuiría también la fundación de Oviedo, pero menos, porque la corte de entonces era pobre y ambulante, y Oviedo no se debe considerar fundado sino por Alfonso el Casto. De todos modos, los cronicones del siglo IX nombran constantemente a Gijón con título de ciudad, y el mismo le da Alfonso III en el Memorial dirigido a Sebastiano hablando de la irrupción de los normandos bajo Ramiro el I, que sucedió al rey Casto. Y como este Memorial se formó hacia la mitad del siglo IX, visto es que en los primeros siglos de la dinastía asturiana Gijón era, por lo menos, uno de los primeros pueblos de la provincia.
¿Y no probará lo mismo la citada irrupción? Cuando los normandos eligieron para ella aquel punto, sin duda que en él consideraron la principal riqueza del país; porque ya se sabe que estos pueblos no tanto trataban de hacer conquistas y establecimientos, cuanto de saquear y robar en sus expediciones. Ni contra esto será el que Fruela I construyó una fortaleza en Oviedo y Alfonso III otra en Gozón, porque el primero tuvo por objeto defender la nueva iglesia de Oviedo (como consta expresamente de la inscripción que existe) y el segundo se propuso la defensa general de la costa, para lo cual eligió un punto al oeste del cabo de Peñas, el principal de ella.
Esta situación (que yo he determinado exactamente como se dirá en otro lugar) puede probar que Gijón estaba bastante fortificado por sí mismo y en disposición de acudir a las expediciones que viniesen del este, cual era la de los normandos. Pero Gozón presentaba una nueva defensa contra los árabes, ya navegantes en el océano y que venían por el oeste, y aun contra los normandos que, pues corrían todas las costas del océano y llegaban hasta Sevilla, podían de vuelta encontrada caer también sobre nosotros.
Entramos en un gran vacío que sólo podrán llenar, respecto de Gijón, los que sean muy eruditos en la diplomática. A esta época oscura pertenece el fuero de Gijón, hoy desconocido del todo. Acuérdome de haber oído en Sevilla al doctor Asso, más ha de treinta años, que había visto, o existente
o citado, el fuero de Gijón, en no sé qué códice del concilio de Coyanza; pero jamás he podido adquirir de él otra noticia, ni aun ésta había llegado al doctor Manuel, su compañero. De ella se pudiera colegir que Gijón fue aforado por Alfonso V, pero esto no es más que una débil conjetura. Con todo, habiéndose dado después fueros a Avilés y a Llanes y otros pueblos de menos nombre, y siendo costumbre general darlos a todos los que tenían alguna (aunque pequeña) consideración, tengo para mí como indubitable que Gijón tuvo fuero, y que acaso cuando menos se piense aparecerá entre los pergaminos arrinconados de algún archivo.
Tampoco hay noticia de los antiguos gobernadores de Gijón hasta que su tenencia entró en la actual familia de los Álvarez de Asturias. En un bullario (creo que el de Santiago) hay un documento en que firma uno de ella (tal vez don Rodrigo), «tenente Gegionem». Pero sin libros nada puedo decir de esto. En las Memorias de Alfonso X por Mondéjar, se hallarán buenas noticias de esta familia, y también en Pellicer (creo que en el Memorial por la casa de Miranda y en otros) y en Salazar. Búsquelas allí el curioso.
Entretanto, presumo que don Rodrigo Álvarez de Asturias tuvo ya no sólo el gobierno sino el señorío de Gijón por juro de heredad. Este señor, gran confidente de Alfonso XI y uno de los más distinguidos en el partido de su amiga doña Leonor de Guzmán, que lo mandaba todo, fue muy poderoso en aquella época, pues era conde de Trastámara, de Gijón y de Noreña. Habíasele confiado la educación de don Enrique, hijo primero que el rey tuvo en aquella señora, pues le parió en Sevilla en 1334, juntamente con Fadrique, su hermano gemelo. Don Rodrigo tomó tanto cariño a su educando que, hallándose sin hijos varones, le adoptó por su hijo y sucesor. Poco debió de sobrevivir porque su muerte precedió a la del rey y le libró de la persecución de su cruel hijo don Pedro. Debe por lo mismo colocarse entre los años 1334 y 1350 de aquel siglo. Muerto don Rodrigo, don Enrique, su hijo adoptivo, entró en sus bienes, no por nueva gracia, sino a título de heredero y sucesor.
En esto van de acuerdo todas las memorias antiguas y, así, don Rodrigo Álvarez de Asturias figura en ellas como padre adoptivo de Enrique II.
El odio irreconciliable que profesó a este príncipe el rey, su hermano, dio mucha nombradía a Gijón. La prisión de su madre fue la primera señal de su persecución; pero la buena dueña, prefiriendo las ventajas de su primogénito a su propia seguridad, se apresuró a casarle con doña Juana Manuel para investirle en los derechos de los Cerdas, conservados al fin, en esta señora. El matrimonio se celebró y consumó en la misma cárcel, sin aprobación y aun contra el gusto positivo del rey, que tenía otras miras. Entretanto, la enfermedad que puso en riesgo la vida del monarca al año siguiente dio ocasión a que se hablase de sucesor y a que un partido fuerte se descubriese por el conde de Gijón, origen de mayor encono. Restablecido, descubrió un odio irreconciliable contra él y cuantos habían andado en lenguas para la sucesión, pues el conde en el mismo año se retiró a Asturias. En 16 de mayo se halla ya confirmando en Oviedo a Gutier Bernaldo de Quirós la villa de Villoria que le donara su padre adoptivo, don Rodrigo. Trataba entonces de hacerse fuerte en Gijón y su hermano de venir sobre él antes que lo estuviese. El conde se había propuesto no lidiar jamás encerrado con aquella fiera. Por eso, cuando don Pedro el año siguiente entró con su ejército en Asturias, confiando la defensa de Gijón a «Pero Carrillo, Pedro Fernández de Quesada, Furtado Díaz de Mendoza y otros asturianos» (dice la Crónica) se atrincheró en una fuerte montaña llamada Monteyo, cuya situación merece averiguarse. El rey combatió a un mismo tiempo la montaña y la villa, aunque sin fruto. Detúvose en ello «pieza de días» pero, agitado ya de los amores de la Padilla, capituló con su hermano y dándose éste a su obediencia, el rey le perdonó, restituyéndole además los pueblos ocupados y los bienes que le pertenecían por su madre, y poniendo en arbitraje del rey de Portugal el pleito que tenía con el privado Alburquerque sobre la herencia de su padre adoptivo, que don Alonso pretendía por su mujer, doña Isabel de Meneses. El tratado se otorgó en la puebla de Gijón (el nombre de puebla es otro argumento de que tuvo fuero o carta puebla), a 26 de junio era 1390, año 1352.
Y ya estaba entonces el rey en León, tras o con la Padilla. Un compendio de la Historia General, citado por el señor Llaguno, dice «que yendo el rey a Asturias la vio en los palacios de Diego Fernán de Quiñones, su pariente»; la Crónica, «que esta niña andaba entre las doncellas de la Meneses, mujer de Alburquerque», y que éste protegió al principio los amores del rey, buscando un nuevo apoyó a su favor en la que después se lo robó. Pero la misma Crónica dice también que la «tomó yendo a Gijón», y después, «que la tomó en Sahagún»; y más adelante, «que la había tomado en el real de sobre Gijón». Finalmente, la Abreviada dice que «la tomó estando sobre Gijón». Y esto prueba que, do quiera que la hubiese elegido, la unión del rey con esta célebre amiga se verificó en Gijón.
El conde permaneció en Asturias hasta que fue llamado a las bodas del rey, su hermano, con la infeliz doña Blanca. Fue a ellas por mayo de 1353; pero, receloso de su enemigo Alburquerque, llevó consigo 600 caballeros y 1.500 infantes de Asturias. Ni por eso dejó de negociar secretamente contra aquel privado la protección de los Padillas, que le iban ya suplantando. La Crónica pinta muy bien, así el encono con que Alburquerque trató de indisponer al conde con el rey, como el cuidado del conde en malquistar al favorito, achacándole miras insidiosas y fundando en ellas la necesidad de venir armado. Vense los dos hermanos armados en Cigales. Envía el conde al rey su embajada con Álvaro Carreño. Reconcílianse; es perdonado el conde, que ofrece entregar las fortalezas de Asturias, y entre los rehenes dados entonces por don Enrique se cuentan Gonzalo Bernaldo de Quirós, Ferrán Álvarez Nava y Garcilaso de la Vega.
Permítaseme decir que este último, a quien podemos mirar como asturiano, era hijo de otro del mismo nombre, adelantado mayor de Castilla, en quien, por amigo de don Juan Núñez de Lara, uno de los aspirantes al trono, y por enemigo de Alburquerque, señaló el rey las primicias de su crueldad, haciéndolo matar alevosamente en Burgos en 1351 y agraciando con sus bienes a su enemigo. Sus amigos salvaron a este hijo huérfano y pobre en Asturias, y desde entonces lo vemos seguir fielmente la voz del conde de Gijón que probablemente lo habría heredado por allí. He apuntado esto porque una tradición escrita en cierto libro (que creo ha visto y extractado el erudito académico don Carlos González de Posada) supone a este Garcilaso casado con una señora del solar de Jove, y de él deriva el origen de la familia de este apellido, que pinta aún hoy las mismas armas de la casa de Vega. Esta última se deriva, a mi juicio, de Gonzalo Lasso de la Vega, hermano del primer Garcilaso, pues de ambos dice la historia que, en la célebre batalla de Tarifa, fueron los primeros que, pasando un puente, entraron a romper la pelea con los moros.
Parece que los rehenes dados por el conde en Cigales fueron luego libres, según la Crónica, y, aunque supone también que las fortalezas fueron entregadas, en la serie de la historia las hallamos constantemente en poder de don Enrique. Lo que sí se infiere de ella es que en el tratado de Gijón se ofreció por don Enrique entregarlas: pues que esto se supuso en la entrevista de Cigales.
Cayó por fin Alburquerque, y entre los que le siguieron fielmente hallamos a los asturianos Álvaro González Morán (que yo creo de Gijón, donde se conservan hasta hoy varias familias nobles con los apellidos de Morán y Álvar González) y Ferrán García Duque. Pero, muerto Alburquerque, ambos siguieron al rey. Hubiera esta fidelidad costado la vida al primero si el favor de la Padilla y un aviso que le dio muy a tiempo no le hubiesen librado de la muerte, ya acordada por el rey. Favoreció también su fuga la reina madre dándole mulas en Medina del Campo para reemplazar su caballo ya fatigado. Y todo prueba que Álvar González era hombre considerado y que tenía favor en todos los partidos. Pero, tomado el del rey, se le ve seguirlo fielmente aun contra el conde de Gijón, pues que a él se debió la conservación de Salamanca cuando los coligados pretendieron ocuparla en 1354.
Aunque el conde había seguido a su hermano en el cerco del castillo de Alburquerque contra don Juan Alfonso, y aun quedado allí por frontero cuando don Pedro partiera en pos de sus amores, viendo cuán poco segura era su amistad, cuán disipado le traía su pasión, cuán abandonada estaba la infeliz doña Blanca, cuán poco respetada su madre y cuán descontento el reino de la omnipotencia de los Padillas, al fin, para poner en ello algún remedio, o tal vez con otras miras todavía encubiertas, trató por medio de su confesor, fray Diego López, la liga que después fue tan célebre. Entraron en ella el mismo Alburquerque, el poderoso gallego don Ferrando de Castro, los hermanos del conde, Fadrique, maestre de Santiago, y Tello, señor de Vizcaya, y otros muchos señorones. Entró también el infante don Pedro de Portugal, ganado por su amiga, la famosa y desdichada doña Inés, hermana de los Castros; y, al fin, entraron los dos infelices infantes de Aragón, el primero de los cuales tenía también sus miras de muy alta ambición. Hecha y fortificada esta liga, el conde partió a Asturias a buscar gente de a pie y empezaron las revueltas que forzaron al rey a entregarse a la merced de los coligados y ser su prisionero en Toro por espacio de tres meses: injuria que jamás les perdonó, que costó la vida a muchos altos personajes y que, al cabo, fue enlazando los eslabones de su propia ruina.
Desunidos los coligados y libre el rey, toman muchos su partido, que por instantes crece. El conde entonces piensa dejar el reino: pide seguro al rey desde Galicia donde estaba con su cuñado Castro; dásele, pero al mismo tiempo despacha órdenes secretas para que le cojan al paso. Mas don Enrique, receloso y bien avisado, toma el camino de la costa, atraviesa rápidamente por Asturias, pasa a los estados de don Tello y, embarcándose, emigra a La Rochela cuando su muerte, la de sus dos hermanos y de los dos infantes de Aragón, acordada ya, se suspendiera para que muriesen juntos.
Por este tiempo tenía mucho favor con el rey don Suero Martínez, Asturiano, a quien hizo muchas mercedes: mandó nombrar maestre de Alcántara y recomendó después en su testamento. Había obtenido el mismo maestrazgo bajo Alfonso XI otro asturiano (si no me engaño), don Gonzalo Martínez (o Núñez) de Oviedo, ajusticiado de orden de aquel soberano, pero inocente, según se cree, y por envidias del partido de la Guzmán. En odio de él, don Pedro restableció después su memoria y restituyó sus bienes a su hijo, Diego González de Oviedo, a quien vemos seguirle fielmente hasta su desgraciada muerte en Montiel.
Suscitada en 1357 la guerra de Aragón, viene llamado a ella el conde con los emigrados que se le habían unido en Francia y entonces negocia abierta, aunque secretamente, con el aragonés sobre la sucesión y división de la corona de Castilla.
En 1358, fue ejecutada en Sevilla la horrenda muerte del maestre don Fadrique, que hubiera evitado aprovechando el consejo y auxilio que le ofrecía el fiel asturiano Suer Gutiérrez de Navales, su escudero.
Durante esta guerra, Suer Pérez de Quiñones (que por lo que hemos dicho se ve que era pariente de la Padilla, aunque no siempre fiel a ella, pues que después estuvo por su rival, la Coronel) obtuvo el adelantamiento de León y la merindad de Asturias, que después estuvo tanto tiempo en su familia y la hizo tan poderosa en el Principado. Fuera primero despojado de estos empleos y al fin muerto de orden del rey don Pedro Núñez, enemigo del mismo Quiñones, que había estado casado con doña Sancha Ruiz de Asturias, hermana de don Rodrigo y, por consiguiente, era del antiguo partido de la Guzmán y aficionado al de su hijo don Enrique.
Hácese la paz con Aragón y el conde se vuelve a Francia en 1361. Pero el rey, disgustado de ella y ansioso de sangre y venganza, se liga con el navarro y rompe otra vez la guerra al año siguiente. Con esto, en el de 1363 vuelve don Enrique y sigue con vana suerte las campañas de 1364 y 1365. Al fin, en 1366, atrae a sí las compañas francesas a las órdenes de Bertrand du Guescliny es proclamado rey en Calahorra, coronado en Burgos y reconocido en casi todo el reino.
En este punto empieza la memoria del inquieto y famoso conde de Gijón, don Alfonso Enríquez, habido en doña Elvira Íñiguez. Diole el rey, su padre, en las cortes de Burgos los condados de Gijón y Noreña; y debía ser ya capaz de armas, pues que le vemos figurar en las campañas sucesivas.
Entretanto, don Pedro, prófugo a Portugal, saliendo a Galicia y embarcado en La Coruña, pasa a Bayona, que estaba por los ingleses, y vuelve con gran auxilio del príncipe de Gales en principios de 1367. Su hermano llama a sí [a] su gente y, entre otros, al nuevo conde de Gijón que estaba en Santiago con el prior de San Juan; y, en la ordenanza de la batalla, lo pone en el centro, que él mandaba. Suenan en esta expedición a su lado Suer Pérez de Quiñones (que, sin duda, habiendo tomado su partido, conservaba la merindad de Asturias), Garcilaso de la Vega y Gonzalo Bernaldo de Quirós. Había además en su ejército 4.500 caballeros y muchos escuderos de a pie de las Montañas, Guipúzcoa, Vizcaya y Asturias.
Aquí debo notar como importante a la historia del Principado que la gente de guerra con que principalmente servía al Estado era de infantería (así como las demás provincias de la costa cantábrica) y que el nombre de «escuderos de a pie» sirve, a mi ver, para distinguir esta tropa del resto de la infantería, compuesta de los vasallos solariegos que seguían el pendón de sus señores. En efecto, se halla que esta infantería de Asturias sirvió a Alfonso XI en sus célebres expediciones, que siguió a don Enrique en la expedición de Cigales, que la reclutó para el ejército coligado cuando se unió a Alburquerque y, últimamente, que lo asistió en las conquistas del reino.
Perdióse al fin la batalla de Nájera por la defección de don Tello. Mueren en ella Suer Pérez de Quiñones y el joven Garcilaso de la Vega, y queda prisionero el nuevo conde [de] Gijón. Su padre, don Enrique, se salva en Aragón y, ayudado del famoso don Pedro de Luna, pasa sin detenerse a Francia donde, acogido por el rey, el papa y los señores franceses, aprovechándose del descontento de los ingleses y parciales de su hermano y de la constancia de sus amigos, recoge y vuelve con gran auxilio a la segunda tentativa que le aseguró el trono.
En esta segunda entrada, dice la Crónica que los de León, salva la ciudad, seguían su voz, y añade: «otrosí todas las montañas de Asturias, é de Oviedo, salvo muy pocos; é estos ovieron entre sí muchas peleas. Pero todavía la partida del rey don Enrique se apoderaba más». De estas revueltas se habla mucho en Carballo y, para ellas y tiempos inmediatos, se hace muy de desear el Memorial del abad don Diego, que cita con frecuencia y nadie, que yo sepa, conoce. Aquí me faltan ya las crónicas y no tengo otra guía que la Historia de Mariana y mi pobre memoria.
El conde de Gijón fue sin duda rescatado por su padre porque, en 1373, vemos que se le confía el mando de una división encargada de entrar en Portugal y tomará Viena (o Viana). Pero después no vuelve a sonar hasta que, en la paz ajustada por mediación del legado pontificio en una barca sobre el Tajo, se acordó su casamiento con doña Isabel, hija natural del rey de Portugal. Pero no debió ser muy de su gusto este tratado, pues vemos que por evitarlo se huyó tres años después a La Rochela, de donde su padre lo hizo venir. Y al fin no se efectúo hasta 1378.
Al siguiente año falleció su padre, pero la ambición o la locura del conde le hicieron luego rehusar la obediencia a su hermano, don Juan I, sucesor legítimo del reino. Se declaró alzado en Gijón en 1381; armó el rey contra él; sujetóse y lo perdonó, pero huyó luego a Portugal y fue otra vez perdonado en el siguiente año. En 1383, se alzó de nuevo y entonces envió el rey un ejército sobre su villa, y de nuevo lo sujetó; pero, empeñado siempre en el partido portugués, fue al fin preso en el castillo de Montalván a cargo del arzobispo Tenorio, que lo trasladó después a Almonacid.
De allí, muerto que fue el rey don Juan en 1390 y exceptuado en su testamento del indulto general que concedió, se descargó de su guardia el arzobispo y pasó a la del maestre de Santiago, que lo trasladó a Monterrey. Valiéronle al fin las revueltas de los grandes y prelados sobre el gobierno en la menor edad del rey niño. El arzobispo de Santiago, para fortificar su partido contra el de Toledo, se sirvió de él y, después de obtener su libertad, le propuso y logró hacer admitir por miembro del nuevo gobierno. Mas luego fue separado de él, así como el conde [de] Benavente, contentos por entonces entrambos con una pensión de un cuento de maravedises al año.
En el de 1394, encargado ya el rey del gobierno, volvió a inquietarse el conde. Portugal pretendía que él y otros señores que lo rehusaron firmasen el tratado de paz que acababa de hacerse con Castilla. El conde se ofrecía a hacerlo cuando se le entregasen los pueblos señalados en dote a su mujer en Portugal. Pero, reconciliados con el rey los demás grandes, quedó solo en rebeldía. Parte entonces a Asturias, apodérase de la fortaleza de Oviedo y levántanse contra él los vecinos; lo obligan a huir y abren las puertas al rey, que iba sobre él. Pónese sitio a Gijón; se capitula con el conde, que da al rey sus fortalezas fuera de aquella villa; nómbrase por árbitro de las diferencias al de Francia y da el conde en rehén a su hijo don Enrique. El conde Alfonso parte a Francia, preséntase, aunque tarde, al juicio y es dado por aleve. Pero su mujer se resiste a entregar la villa. Va el rey a combatirla; se estrecha el sitio; huye la condesa por mar; la villa queda por el rey y, para que otra vez no se alzase, fueron abatidos sus muros y casas. Los condes prófugos se refugiaron a Portugal.
Para ilustrar estas noticias relativas a las guerras de Gijón añadiremos algunas observaciones particulares. Primera: al este de Gijón e inmediato a la villa hay un término de la parroquia de Ciares llamado El Real, y es tradición que allí acampó el ejército que llevó contra el conde don Alfonso el rey don Juan el I.
Segunda: en la villa se encuentran por varias partes algunas bolas de piedra caliza, perfectamente redondas, labradas a picón, de las cuales hice recoger unas cuantas que están en mi casa (y algunas se han empleado en la nueva obra del Instituto). Tendrán como un pie de diámetro y yo creo que son balas arrojadas con cañones y no con máquinas. Muéveme a esto que los antiguos cañones eran de enorme calibre, pues éste se fue disminuyendo al paso que perfeccionando la tormentaria. Además, es bien sabido que en la artillería de aquellos tiempos, y por lo mismo, se empleaban balas de piedra; y como la forma de estas bolas demuestra que no se arrojaron con manganillas ni otras especies de tiro, ni aparece que pudieron servir a ningún otro objeto, no es vana la conjetura de que en alguno de estos cercos se usó de artillería, ya conocida y empleada desde la toma de Algeciras en 1344.
Tercera: puede conducir a confirmarla el que la historia [interrumpido]pinte a Gijón como una plaza muy fuerte. El rey don Pedro no pudo tomarla; tampoco don Juan I, ni don Enrique III en su primera expedición. Tomóla, sí, en la última, pero el conde, entonces, estaba ya abandonado de la mayor parte de los suyos: la mandaba una mujer y es visto que se entregó por falta de defensores. Mariana, hablando de ella, dice: «el sitio es tan fuerte por su naturaleza que, por fuerza, no la podían tomar». Tal la pinta también la Crónica de don Pero Niño, que hizo el estreno de su profesión militar en el último cerco de Gijón. Y finalmente, ¿no probará lo mismo el haberse tomado el partido de arrasarla para que no volviese a dar cuidado? Cuarta: aunque se suponen arrasados sus muros y las casas, veremos después cómo la villa y puerto existían algunos años adelante.
Ahora, para completar y cerrar esta época, reuniremos en un punto las noticias y reflexiones que hagan relación a la marina de Asturias pues, cuanto se diga de ella, cederá en honor de Gijón, como que fue siempre el principal o uno de sus principales puertos.
A este fin, se debe suponer que, antes de san Fernando, Castilla no tenía otra marina que la del país vascongado y montañas de Santander, pues la de Asturias y Galicia pertenecía a la corona de León. Pero, unidas en aquel santo príncipe las dos coronas, su dominio abrazó ya toda la costa que corre hasta Portugal. De ahí es que, desde su tiempo, bajo el nombre de Marismas de Castilla o Villas marítimas de Castilla se entienden los puertos que corrían desde Castro Urdiales, o bien desde Laredo, hasta Vigo; pues de los de Vizcaya y Guipúzcoa se hacía, por lo común, mención expresa y separada. Así que, cuando se trata de expediciones navales de aquellos tiempos, con expresión de que asistieron en ellas las de la Marisma o de las Villas marítimas de Castilla, se debe entender que las de Asturias concurrieron a este servicio y, por consiguiente, las de Gijón. Sirva esto de advertencia general para la inteligencia de las guerras y expediciones de los siglos siguientes y téngase también presente que, como el departamento de la marina militar estaba en Sevilla, el fondo principal de la marina […] estaba en la costa septentrional.
Ocupada toda la costa de levante por los aragoneses y gran parte de la meridional por los moros granadinos, y de la occidental, por los portugueses, la marina mercante de Andalucía fue siempre escasa y débil, hasta que, reunida la corona de Aragón a la de Castilla, descubierta la América y estancado su comercio en Sevilla y Cádiz, creció rápida y prodigiosamente y, atrayendo por medio de las flotas a sí los fondos y la industria del de Castilla, los tragó al fin, sino casi del todo, y causó la despoblación de un país que no ha podido repararse en dos largos siglos.
Esto supuesto, no se puede dudar que Asturias entraba a la parte del gran comercio que Castilla hacía en la Media Edad con las costas de Francia y Flandes; ni tampoco que tuvo alguna en las expediciones navales a que dieron ocasión los celos y la rivalidad de los negociantes y navegantes ingleses. Debemos al erudito señor Llaguno, en las notas y adiciones a la Crónica del rey don Pedro, la noticia del terrible y desgraciado combate que la escuadra de las Villas marítimas de Castilla, condado de Vizcaya y Guipúzcoa, tuvo con otra de los ingleses el día de san Juan del 1350, y la del solemne tratado de tregua que los diputados de las mismas villas ajustaron con ellos en noviembre de aquel año. Los ingleses poseían entonces la Bretaña y parte de la Guiena, que enteramente dominaron poco después; y he aquí el origen de la competencia que produjo éste y otros muchos encuentros.
Pero al fin, la utilidad recíproca los redujo a avenencia, porque el mismo señor da noticia de un diploma del rey Eduardo de Inglaterra, de 1361, por el cual ofrece toda seguridad y protección a los patrones y mercaderes de las villas de la marina de Castilla, y la pusieron para los que entraban en La Rochela, en consideración a que desde antiguo frecuentaban aquel puerto bajo la protección de la Francia, que antes lo poseyera.
Aún prueban más terminantemente el estado de nuestra marina los armamentos que hizo el rey don Pedro en las guerras que tuvo con Aragón. Es verdad que la Crónica no expresa la concurrencia de la marina de Castilla en la primera escuadra, que pereció infelizmente por tormenta sobre las costas de Valencia, pero debemos suponer que sus buques concurrieron por lo menos como transportes; y es prueba de ello que lo poco que se salvó de las galeras náufragas se puso en la nave de Laredo.
Pero, tratando del segundo armamento, dice expresamente la Crónica que el rey dio órdenes «a todas las villas de la costa de la mar de Galicia, de Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa» para recoger las naves que pudieren, a lo cual todas obedecieron. Y para que no se dude la efectiva concurrencia de las de Asturias, añade la Crónica que, al desarmo de las escuadras, las «naos de Castilla», desde Málaga, «tomaron su camino para el cabo de San Vicente, é dende para Asturias, é a Vizcaya é Guipúzcoa».
Hablando de estas naves, el cronista dice que, además de las «galeras y leños», iban en la escuadra «ochenta naves de castildavante». Yo no sé lo que significa este dictado, pero presumo que no indica simples transportes, sino buques que aunque sirviesen a este objeto, tendrían además hacia la proa alguna obra o punto de defensa y ataque, lo que es muy digno de averiguación y podrá determinar algún marino versado en nuestra historia: ninguno como el señor Vargas Ponce.
Para esta expedición se armó también una gran carraca tomada a los venecianos, en la cual hizo el rey construir tres castillos y poner para su defensa 160 hombres de armas y 120 ballesteros. Y es bien notable y de nuestro propósito que el mando de estos castillos se fió a tres que podemos creer asturianos. Eran Suer Pérez de Quiñones (nombrado después Merino Mayor de Asturias), Diego González de Oviedo (hijo del desgraciado maestre de Alcántara, don Diego Núñez o Martínez de Oviedo) y Arias González de Valdés, a quien la Crónica llama «señor de Veloña», y la Abreviada, «de Villena», y que yo creo gijonés, pues, aunque el solar de esta familia estuvo en San Cucao (de Llanera), de muy antiguo la hallamos heredada y avecindada en Gijón. El mando que se les dio puede probar no sólo el favor y confianza del rey, sino también que estos caballeros se distinguían en la milicia naval de aquel tiempo; y, por lo mismo, que eran dados con preferencia a esta profesión algunos nobles de Asturias. Ni debemos callar, en honor de los dos últimos, la constante fidelidad en que siguieron al rey don Pedro y el favor con que los distinguió, pues Valdés fue nombrado su embajador para negociar una alianza con el rey de Navarra en 1362, y Oviedo, que no le abandonó aún en su último apuro, entró con él en el castillo de Montiel (donde los acogió otro gijonés, Garci Morán, acaso hijo de Álvar González Morán, que ya no suena en la Crónica por este tiempo) y le acompañó a la posada del traidor Guesclin, donde fue muerto.
Otra prueba muy notable del estado de la marina y pesquería de Asturias por este tiempo ofrece la petición XXXI de las Cortes de Toro en 1371 (citada por los editores de Mariana). Parece que los puertos de Asturias y Galicia hacían desde antiguo gran pesquería, no sólo de pescados menudos y grandes, sino también de ballenas y ballenatos. Los de otras villas de la Marisma de Castilla y Guipúzcoa venían allí a comprar estos pescados en fresco y, salándolos y pagando los derechos reales, hacían con ellos un comercio muy lucrativo. Los gallegos y asturianos conocieron al fin las utilidades de que los privaba su indolencia y, uniéndose en gremio o cofradía, excluyeron a los forasteros de este tráfico. Levantar esta exclusiva era el objeto de la petición hecha en Cortes al señor don Enrique II. No sabemos cuál fue su resolución pero, una vez conocida la utilidad y excitada la industria de los naturales, es claro que con exclusiva o sin ella, los forasteros no podrían sufrir por mucho tiempo la concurrencia.
De la continuación de estas pesquerías duran aún en Gijón la memoria y algunos vestigios. Yo me acuerdo de un tiempo en que los huesos o espinas de las ballenas, que se hallaban en abundancia, servían a los muchachos para un juego llamado de las naos, que tenía alusión a los antiguos combates navales; y, aunque perdido casi el nombre como el uso, existe todavía sobre o cerca del muelle la casa de las ballenas, que yo he visto representada con este nombre en cuadro pintado en el siglo XV que poseyó el señor don Fernando Morán, abad de Santa Doradía. Sobre este punto, tengo especie de que ha recogido algunas noticias mejores, relativas a otros puertos, el laborioso señor Posada, ya citado.
He indicado ya mi conjetura sobre que el antiguo puerto de Gijón estuvo hacia su playa y concha oriental; y me mueve a creerlo un pasaje de la Crónica de don Pero Niño, conde de Buelna, que citaré», según pueda, pues no la tengo a la vista. En el último sitio que puso a Gijón don Enrique III se estrenó el valor de aquel caballero, entonces joven. Y en él asistió a una expedición cuyo objeto era incendiar las naves de su puerto. Para esto se debía esperar un tiempo en que la baja mar cayese por la noche y, atravesando la playa al favor de la oscuridad, sorprender y quemar las naves que estaban protegidas bajo la torre de Villaviciosa. Ahora bien, si la villa de este nombre está situada sobre la costa que corre desde Gijón hacia el oriente, ¿no es claro que el puerto estaba sobre la concha oriental y no sobre la de poniente?
Y nótese que estas barcas no podían ser de pescadores, pues ninguna ventaja presentaba su destrucción para una tan aventurada empresa. Por el contrario, siendo buques de comercio, quemarlos era quitar al enemigo, encerrado en una península, el medio de buscar por mar auxilios y provisiones y forzarlo a rendirse. Además de que cuando la condesa doña Isabel abandonó la villa se fue por mar; y esto prueba que tenía en el puerto los buques que la condujeron a Portugal.
La misma Crónica hace mención de otra expedición que por aquel tiempo hicieron los ingleses sobre nuestra costa a las órdenes de un almirante llamado (si mal no me acuerdo) Arripaiy, en la cual dieron sobre Gijón e hicieron sobre él no sé qué daños. Aunque este hecho no está circunstanciado por el cronista, es muy importante por las inducciones a que da lugar. Primera: prueba que Gijón era un punto de consideración cuando fue principal objeto de una expedición semejante. Lo que se comprueba también por la misma Crónica, pues me parece que indica que, en venganza de éste y otros insultos, fue Niño con las galeras de Castilla sobre la costa de Inglaterra y quemó la villa de Pol y taló sus campos.
Segunda: que, pues existía Gijón entonces, es constante que cuando se desmantelaron los muros y arrasó la fortaleza quedaron salvos, aunque indefensos, la población y el puerto, pues los ingleses no vendrían a caer sobre un montón de ruinas. Y que la expedición inglesa fuese posterior último cerco de Gijón parece indubitable, pues, cuando éste se puso era don Pedro Niño doncel aún y de corta edad (creo que la expresa la Crónica), y cuando aquélla, era ya insigmilitar y marino, y aun almirante de las galeras; pues aunque la Crónica no da las fechas, señala (si no me engaño) suficientemente las épocas para creerlo así.
Tercera: que, pues esta última invasión, unida al desmantelamiento anterior, acabaría de arruinar el puerto, entonces pudo ser cuando, tratando de restablecerlo y reconociendo que estaría mejor situado sobre la concha de oeste, se acordase su traslación a ella.
Incorporado Gijón en la corona, ofrece ya poca materia a la historia. Los condes, expatriados y refugiados en Portugal, establecieron allí una familia que veremos de nuevo sacar la cabeza en Gijón en el siglo XVII. Alguna vez me propuse, para seguir su suerte, engolfarme en el océano de la grande historia genealógica de la casa de Souza; pero éste, como otro deseos, quedó en proyecto.
De los despojos del conde emigrado se aprovechó muy bien el obispo de Oviedo, don Gutierre, a quien se dio entonces el condado de Noreña, que conservan sus sucesores. En el Becerro de la catedral, que tiene el nombre de este célebre obispo, existe la donación de Noreña, además de algunos documentos relativos a los tratados ajustados con el conde en sus alzamientos y otras cosas. Mucho de ello andará en mis extractos, pero la memoria sólo me dice ahora que algo de lo que vi allí no está aun publicado y merecía estarlo.
Nada sé de Gijón relativo al siglo XV; nada hay tampoco en su archivo público, de cuya pobreza daremos razón en otra parte; y aunque habrá algo en los particulares, tampoco he intentado buscarlo. Sólo diré que, a los fines de aquel siglo, era uno de sus vecinos más distinguidos en consideración y riqueza Juan García de Jove, que se cree descendiente del joven Garcilaso, y que tenía allí su casa fuerte y poseía la mayor parte de las tierras de las cuadriellas de la Atalaya. Casó en primeras nupcias con Aldonza Fernández de Labandera y, en segundas, con doña Isabel Ramírez de las Alas. De su primer matrimonio se deriva la familia de los Jovellanos; del segundo, la de los Jove Ramírez, hoy marqueses de San Esteban, entre los cuales se dividieron sus bienes; de ambos, las varias familias de Jove Huergo, Jove Tineo, Jove Navia, Jove Valdés y otras, todas originarias de esta villa.
TERCERA ÉPOCA
GIJóN EN LA EDAD MODERNA
Entraré en esta última época resolviendo una duda que se viene a los ojos y que bastaría a destruir cuanto se ha dicho de Gijón, a no estar confirmadas sus memorias con tan buenos apoyos. ¿Cómo, se dirá, Gijón ha figurado tanto en la Edad Media y no tiene en su archivo un solo documento relativo a su existencia política?
No se puede achacar esto a descuido, que es la disculpa ordinaria de las pérdidas de antiguos manuscritos y tan general como poco concluyente. Porque, sin duda, la ignorancia ha ocasionado mucha indolencia en este punto, pero el interés y la vanidad han compensado su negligencia. Vemos que la mayor parte de los pueblos guardan con gran cuidado sus papeles viejos y aun suelen dar mucha importancia a los que no merecen el menor aprecio. ¿Cómo, si no, existirían tantos en los archivos? ¿Tantos como ha descubierto ya el celo de los estudiosos de nuestra antigüedad? Y tantos como duermen todavía en ellos, desconocidos, sí, pero conservados.
Si la ruina de Gijón hubiese sido efecto de una pena, pudiéramos creer que en ella habíase sido envuelto su archivo, pero lo fue sólo de una precaución, y creo haber dicho bastante para probar que no pasó de los muros, torres, atalaya y casas fuertes, y que la población quedó entera. Es verdad que alguno ha querido pintar esta ruina como un castigo de su rebelión. Pero cuán ignorante será en la historia el que lo crea así. Los alzamientos de entonces eran delitos de los señores, no de los pueblos, porque cuando la autoridad, o por lo menos la fuerza, andaba dividida, lo andaba necesariamente la obediencia. Ya hemos visto que de los caballeros asturianos de aquel tiempo unos seguían al rey y otros al conde, como sucedía por todo el reino; y aun consta de la historia que el conde don Alfonso, en sus últimas inquietudes, estaba casi abandonado de los suyos. Este conde fue juzgado y dado por aleve, es verdad; pero su villa no lo fue. ¿Y por qué lo había de ser? El pueblo sufriría naturalmente la ley de su señor sin hacerse digno de su suerte. Y si tales alzamientos se hubiesen mirado y castigado como delitos de los pueblos, ¿qué pueblo considerable de España no hubiera sufrido su ruina?
Más probable es que la condesa doña Isabel en su última fuga, tratando de salvar su persona y bienes, hubiese cargado también con cuanto le interesaba y podía y, de consiguiente, con muchos o con todos los papeles del archivo, entre los cuales existirían los títulos de unos derechos que tan tenazmente había defendido y de cuya conservación llevaría consigo por lo menos la esperanza. Y esta conjetura es tanto más fuerte cuanto, al tiempo del último sitio de Gijón, el conde don Alfonso había perdido ya todos sus estados y, por consiguiente, los restos de su fortuna, y sus títulos se habrán recogido en aquella fortaleza.
Pero a ésta es preciso añadir otra causa que apuntaré aquí, no con ánimo de denigrar, sino de preservar noticias que puede robar el tiempo y son necesarias para desvanecer los errores que la vanidad y la ignorancia han pretendido autorizar.
Muy entrado ya el siglo XVIII, vivía en Gijón don Gregorio Menéndez, caballero distinguido, de más ingenio que juicio y de menos instrucción que manía de aparentarla. El trato con el famoso mercedario Reyero se la había inspirado pero sin comunicarle sus conocimientos. Menéndez, rico y generoso, auxiliaba con sus conveniencias a Reyero en las varias fortunas que corrió y éste le ayudaba con sus luces para que pudiese ostentar la erudición que no tenía, y de la cual al fin abusó ridículamente. Yo no hablaré de sus Avisos históricos, en que Menéndez quiso hacer pasar un hijo por nieto, establecer su figurada descendencia de los condes de Paterna y su también figurado señorío de San Andrés de Cornellana. El libro está impreso y fácil es de discernir en él lo que debió al fraile Reyero y a otro discípulo suyo que le ayudaron en esta obra, de lo que don Gregorio puso de su casa. Pero, a vuelta de muchas patrañas, hay en este libro algunas noticias ciertas y curiosas que había recogido para la Historia de Gijón, último objeto de sus empresas literarias.
En efecto, este caballero quiso ser cronista de su patria y escribió una historia con el título de Gigia antigua y moderna, título que basta ya para descubrir su ignorancia y sus miras. ¿Pero quién que no lo vea como yo lo he visto y leído, y aun extractado de la misma obra original (que me fió su autor en 1782), quién, digo, se persuadirá a que Menéndez, para rellenar esta historia, supuso autoridades, fingió inscripciones y suplantó documentos, y, en fin, hizo, o trató de hacer, cuanto intentaron e hicieron, con más o menos ingenio, todos los forjadores de patrañas, desde fray Juan Annio hasta Higuera y desde Miguel de Luna hasta la cuadrilla del Sacromonte?
Tres son, no menos, las inscripciones romanas que cita Menéndez como halladas en Gijón y copiadas por él y sus auxiliares, todas con el nombre de Gixia, todas del tiempo de Augusto y todas dirigidas a probar la antigua existencia de Gixia en Gijón. Sobre ellas y sobre otros hechos y testimonios había muchísimo que decir, pero la obra es tan despreciable que fuera tiempo perdido.
Con todo, hablaré de la escritura de fundación de la iglesia de Gijón, que cita Menéndez como existente en su archivo. El olor de falsedad se venía a las narices desde las primeras líneas en que la susodicha Historia la citaba; mas para comprobarlo le pedí que me la franquease (porque a la sazón, esto es, en 1782, era don Gregorio regidor archivero, como lo fue por largo tiempo); diómela. Era un cuaderno de pocas hojas, en cuarto, escrito en papel de lana de letra muy mala pero desconocida en nuestra paleografía y aun en todas las del mundo, sin sello, sin autorización y, en fin, con todos los caracteres que bastarían a descubrir su suposición, cuando su contenido no la hiciese tan manifiesta.
La materia de esta escritura se reducía simplemente al contrato otorgado entre varios vecinos distinguidos y pudientes de la villa y un arquitecto, cuyo nombre olvidé, para la construcción de una nueva iglesia, suponiendo que la antigua había sido arruinada (como toda la población) de resultas del último cerco. En la escritura se expresan las medidas, forma y condiciones del edificio, bien que no convengan mucho con las de la iglesia existente, aun sin contar las adiciones que posteriormente tuvo. La fecha es del 1400, o cerca. Pero lo más notable del instrumento es que, describiendo la ruina de la villa, dice que en ella fueron demolidos y arrasados el faro Herculino, el palacio de los cónsules, el pretorio, las casas o palacios de don Pelayo y otras mil boberías que ni cabían en el estrecho recinto del pueblo, ni podían caber sino en una sesera tan destornillada, pero que terminaban a servir de prueba a otros tantos artículos de la Historia de Gigia, y aun de la descendencia genealógica de los Menéndez de Cornellana.
Infiero esto último de que después de haber dicho que, arrasada la villa, el concejo y vecinos se trasladaron a la puebla de Somió, pone una larga lista de los caballeros que entraban en el contrato, algunos de cuyos nombres emplea después para sus inducciones genealógicas. Y he aquí que para sostener tales patrañas era preciso hacer que desapareciesen la verdadera escritura, si acaso la hubo (como yo creo), y los demás documentos que las podían desvanecer. Y como de cualquiera naturaleza que fuesen las existentes en el archivo podían ser contrarias a alguna de las miras del señor archivero cronista, perdido una vez el miedo a las consideraciones de honor y probidad que debieran retraerle de fingir y suprimir los proyectos de la Historia de Gigia y de los Avisos históricos, etc., pudieron dar al traste con un precioso archivo o con lo más precioso de él. Lo escribo con repugnancia porque, de otra parte, Menéndez era un hombre amable, generoso y celoso del bien público, y su familia es muy distinguida y respetable en la villa, sed magis amica veritas.
Sea como fuere, los papeles del archivo de Gijón no pasan del siglo XVI y casi se reducen a los libros de Acuerdos capitulares, cuya serie tampoco está completa. A estarlo, pudiéramos completar por ella las noticias del estado civil de la villa, lo que ahora no es fácil, singularmente andando extraviado un extracto de estos libros sacado por un curioso algunos años ha. Se dirá, empero, acerca de él alguna cosa, aunque lo que ahora puede suplir la memoria se reduce a esto: primero, que los papeles más antiguos que hay allí son dos Reales Provisiones de los años 1510 y 1514, de que hablaré adelante. Segundo: que el Ayuntamiento se compuso siempre de las personas más distinguidas del pueblo aun antes de las enajenaciones de sus oficios. Tercero: que la enajenación de los del cabildo de Gijón empezó en tiempo de Felipe II y que en tiempo de su biznieto ya no había qué enajenar, ni se hacían más elecciones que las de los jueces. Cuarto: que éstos fueron constantemente dos: uno tomado del estado de la nobleza y otro, del de los pecheros, a que llamaban merino, y que ésta cesó a la mitad del último siglo, desde cuando ambos son nobles. Quinto: que todos los Acuerdos del Ayuntamiento respiran constantemente el mayor celo del bien común, la mayor unión y el más laudable desinterés. Sexto: que, por consecuencia, descubren un aumento progresivo, aunque lento, así en el número de habitantes como en el de edificios públicos y privados de la población. Séptimo: que el mismo aumento se advierte en los fondos comunes, puesto que a fines del siglo XVII, y cuando a la enajenación de los oficios sucedió la de las rentas de la corona, la villa cuidó de adquirir sus propias alcabalas y las compró del consejero de Castilla, don Benito Trelles, que las había adquirido antes, tomando el capital a censo sobre sus propios, cuyos réditos paga todavía a los duques del Parque. Octavo: que sucesivamente compró también tres de los cuatro unos por ciento que en aquel siglo se habían añadido a la alcabala. Noveno: que la adquisición y conservación de esta propiedad costó muchos pleitos y recursos en que el Ayuntamiento mostró también el mismo celo y desinterés. Décimo: que en el mismo siglo, y aun en el anterior, la mayoría de él resistió con gran tesón la entrada de comunidades regulares que, ayudadas de algunos devotos, pretendieron con repetición e importunidad fundar en la villa. Tales fueron los franciscanos, los mercedarios y aun los benedictinos. Undécimo: que, en el último estado que tomó el cuerpo municipal después de las reales cédulas del señor don Carlos III, se compone de catorce o más regidores perpetuos, dos jueces nobles y un procurador general, elegidos por los mismos, de un síndico personero y dos diputados del común elegidos por el pueblo, y un secretario o escribano de Ayuntamiento que es también oficio enajenado. Duodécimo: que sus dependientes y asalariados en la actualidad son: un médico, con 400 ducados de salario, un maestro de latinidad y otro de primeras letras pobremente dotados, dos ministros o alguaciles y un tambor pregonero.
Algunas otras noticias hay en los libros capitulares, curiosas, sí, pero que por no interesar fuera de aquel pequeño recinto se omiten. Mas no omitiré lo que puede ser de mayor interés y curiosidad para la historia de Gijón, a saber: la resurrección de su antiguo condado proyectada en el siglo XVII. Ya hemos apuntado que la familia del conde don Alfonso había vuelto a sacar la cabeza en Asturias, y ésta es la oportunidad de exponer aquella enunciativa.
Retirado el conde don Alfonso con su familia a Portugal hubo de hallar allí abrigo y establecimiento. Su descendencia, a lo que yo presumo, continuó por medio de don Enrique, aquel su hijo que diera en rehenes en uno de los muchos tratados que quebrantó. No teniendo este señorito ninguna nota contra sí y perteneciendo por su madre a la casa real de Portugal, era natural que excitase la compasión y experimentase la generosidad de aquella corte. Así debió de suceder, pues vemos que en ella conservó esta familia, por más de dos siglos, el título de conde de Noreña, que la pronunciación portuguesa volvió en Noronha. Ignoro la suerte que corrió hasta el siglo XVII, pero cuando en éste se verificó la rebelión de Portugal, era uno de los primeros señores de aquel reino el conde de Noronhaque, por haber seguido fielmente las partes de España, triunfado que hubo el partido de Braganza, tuvo que emigrar y refugiarse entre nosotros. Acogióle benignamente Felipe IV y premió su fidelidad con varias gracias. Mas, no contento con ellas y como le pareciese que la ocasión era oportuna para resucitar los antiguos derechos de su familia, fue una de las que solicitó y obtuvo también el condado de Gijón.
No bien se supo esto en Asturias cuando la villa reclamó y resistió la gracia. Agregóse luego a su instancia el Principado y, habiendo obtenido que se suspendiese la ejecución y examinase en justicia, se remitió el negocio al Consejo. Allí, el Principado y la villa, de una parte, y de otra, el conde, y interviniendo además el fiscal real, se siguió un pleito reñidísimo, cuyo Memorial ajustado y alguno de los papeles en derecho que entonces se imprimieron, poseo entre mis libros. En este pleito, que es harto curioso, el conde probó su descendencia de los antiguos condes de Gijón con varios testigos, entre los cuales se hallan, si mal no me acuerdo, Pellicer, Tamallo y otros historiógrafos distinguidos de aquella edad. Por nuestra parte, se alegaron las leyes del reino que prohibían la enajenación de pueblos capitales y fronterizos, la fundación del Principado en los primogénitos de la familia real (que resistía también toda enajenación), la importancia de la villa por su comercio y población, y varias otras razones y ejemplos, con lo cual, y con el dictamen del fiscal real que opinó por la libertad de la villa, se declaró ésta y se ejecutorió solemnemente la suspensión y recogimiento de la gracia. Aunque no puedo puntualizar las fechas creo que todo esto pasó hacia el año de 1646.
¿Pero quién creería que más de un siglo después y en nuestros mismos días se volviese a pensar en el título de conde de Gijón? Cuando a nuestro actual soberano, siendo aún príncipe, nació un primogénito, se trató del título con que se le debía distinguir, y aun dicen que sobre ello se preguntó a la Real Academia de la Historia. Dícese también que en ella algunos opinaron que al primogénito del príncipe de Asturias ninguno convenía mejor que el de conde de Gijón, que en lo antiguo llevaron dos hijos de reyes, pero que otros opinaron por el título de duque de Girona, que tomaron en otro tiempo los primogénitos de Aragón. Parece que al fin, desechada una y otra opinión, se adoptó el título antonomástico de infante, y los demás volvieron a sepultarse en silencio. Yo hablo de oídas. Lo que hubiese en esto de realidad constará en los libros de la Academia.
Concluiré este punto indicando dos especies alegadas en el pleito con los Noroñas que me parecen dignas de advertirse. La una fue que en el siglo anterior el señor Felipe II había concedido al licenciado Francisco Álvarez de Jove el señorío del lugar de Jove y que, habiéndose reclamado esta gracia por sus vecinos, fundados en semejantes aunque menos fuertes razones que las que la villa exponía, Su Majestad había tenido a bien suspender su ejecución y recoger la gracia. Este magistrado era fiscal del rey en el tribunal de la Contaduría o Consejo de Hacienda de aquel tiempo. Era natural de Gijón y de la familia que hoy se apellida Jovellanos, y aun creo que él fuese quien obtuvo para ella el título de Alférez mayor perpetuo de la Villa y Concejo, con voz y asiento preferente en su Ayuntamiento, que conserva.
La otra alegación era la gran población de la villa, que entonces se decía ser de 400 vecinos, y se probó con el testimonio de varios caballeros de ella y de la capital, que así lo aseguraron, y aun algunos dijeron que pasaba de 400. Entre estos testigos se halla también el licenciado Bolde, párroco que era entonces de la villa y cuyo testimonio, en un hecho tal, es irrefragable y de mayor excepción.
En efecto, por aquel tiempo la población de Gijón crecía a ojos vistas, material y formalmente, porque al paso que su vecindario se aumentaba al favor de la industria, el comercio y la pesca, la población material, libre ya de los grillos en que la aprisionaban sus antiguos muros, se extendía por todo el llano que está al pie del monte de Santa Catalina. Un siglo después (esto es: a la mitad del XVIII), la población se había doblado, pues se regulaba ya su vecindario en 800 hogares. Después acá, siguió creciendo rápidamente, pues que de un padrón formado en 1797 resultó tener entonces 1059 vecinos; y a lo que se puede juzgar por los padrones eclesiásticos (que daban cerca de 5000 almas de comunión) no estaba muy completo. Por esto, y por el aumento progresivo que se ha ido notando, se puede asegurar que su actual vecindario es de 1150 a 1200 vecinos.
La población material está dividida en dos barrios distinguidos con los nombres de Cima de Villa y Bajo de Villa. El primero, que ocupa la falda de Santa Catalina, de mar a mar, es el más antiguo; termina al oeste, en el muelle y puerto, y al este, en la iglesia parroquial, y está por la mayor parte habitada por la gente de mar. El segundo se extiende hacia el sur, por el llano, ocupando todavía el espacio que media entre las dos playas; pero se avanza mucho más por el centro que termina en la nueva puerta, de que se hablará en otro lugar. El aumento que va tomando la población material y los nuevos edificios que se construyen la van ahora dilatando por la parte de oriente; y este aumento de edificios y el alto precio que toman de año en año sus alquileres (y que en poco tiempo han casi triplicado) es otro indicio de lo que crece el vecindario.
Este lugar sería oportuno para hablar de las obras públicas que han aumentado y adornado la población, pero como casi todas estén enlazadas con las del puerto, sólo mencionaremos aquí una que no lo está y es digna de memoria. La villa, a la mitad del último siglo, tenía, como ahora, tres fuentes, pero todas muy mal paradas. La una por estar a flor de tierra se usaba (y aún usa hoy) en guisa de pozo y sirve sólo a los vecinos del barrio más retirado de la villa, que por ella se llama de la Fuente Vieja. La cañería de las otras que están en el centro de la población, una al oeste y hacia el puerto, llamada de La Barquera, y otra llamada la Nueva, al este y bajo el camino de la iglesia, se hallaba casi desecha (y aun la matriz medio arruinada) y el pueblo en extrema penuria de aguas. El celo del Ayuntamiento ocurrió a esta necesidad: obtuvo del Consejo la imposición de un arbitrio sobre la sidra y con su producto reparó la matriz, emprendió un acueducto de casi media legua de largo y, para conservarlo y facilitar su uso, construyó una mina de la misma extensión y capaz de ser recorrida por un hombre en pie, con sus arcas y respiraderos en los puntos convenientes. La obra era muy difícil y costosa, pues debía atravesar el flojo y profundísimo arenal de la playa de Oriente. Pero al fin se construyó con la mayor seguridad y economía hacia el año de 1760. Debióse uno y otro al celo del regidor don Alonso de Jove Ramírez, marqués de San Esteban, comisionado para ella. Así aseguró la villa uno de los más importantes objetos, aunque el aumento sucesivo de la población lo reclamaba en mayor abundancia. Por eso, hacia el fin del siglo, se emprendió otra nueva fuente, de que por no estar concluida no hablaremos aquí, reservándola para el artículo Tremañes, de donde parte y a cuya población sirve.
Pero sí hablaremos de otro gran beneficio que debió Gijón a uno de sus hijos, don Fernando Morán Labandera, abad de Santa Doradía. Viendo este digno presbítero que la villa no tenía más que una escuela de primeras letras, y esa muy mal dotada, dejó todos sus bienes para que con ellos se fundase otra con destino preferente para niños pobres; y para la ejecución de tan buen designio, nombró a otro vecino, también celoso del bien público, en calidad de heredero fiduciario. Este vecino conoció toda la importancia del objeto y puso en su arreglo el mayor cuidado y actividad. Nombró un excelente maestro, preparó un edificio con todo lo necesario para las dos clases separadas de leer y escribir, eligió para uno y otro los mejores métodos y libros y catecismos conocidos hasta hora y, arreglando el plan de enseñanza, realizó la fundación de una Escuela, que está en ejercicio desde 1797y se puede contar entre las mejores del reino. En ella se enseña a ochenta niños de la villa y veinte de las parroquias inmediatas, todos pobres y por la mayor parte huérfanos, a quienes se provee de silabarios, libros, papel, tintero y todo lo necesario. Además, se admiten en calidad de pensionistas treinta niños de familias pudientes que pagan ocho reales mensuales de pensión. Tan buen arreglo y, sobre todo, el celo, la superior inteligencia y la admirable constancia y amor del maestro a la inocencia desvalida, han producido todo el efecto que pudo prometerse el público y ha traído sus bendiciones sobre la memoria del piadoso fundador y de sus celosos auxiliares.
Casi por el mismo tiempo, doña Josefa de Jovellanos, hoy religiosa en las recoletas agustinas después de haber perdido su marido y tres hijas que tuviera en él, fundó en Gijón una escuela para veinticuatro niñas pobres a quienes se enseña a leer y todas las labores que convienen a una buena madre de familia; y, además, se dan algunas dotes para el establecimiento de las más aplicadas y sobresalientes. Su fortuna, que era reducida, y su ardiente caridad (que se extendía a otros muchos objetos), no le permitieron ampliar como deseaba esta fundación que, sin embargo, es de gran utilidad en la villa donde, como en todas partes, al lado de la riqueza crecen también la miseria y el desamparo.
Otras cosas pertenecientes al estado civil de Gijón se hallarán en otros artículos; tiempo es ya de que digamos algo de su estado eclesiástico.
Para una población cual hemos descrito tiene Gijón una sola parroquia. Su iglesia, aunque no muy pequeña, no es tan capaz como ella requi[ere…]. Porque le contradicen los que por todas las razones que pueden dictar la religión y la humanidad debieran acelerar su conclusión.
Viéndola dilatarse, el mismo vecino promovió la construcción de un cementerio. La villa, siempre celosa del bien público, adoptó el pensamiento, lo propuso como un objeto recomendable y además, mandado por una Real Cédula, obtuvo el permiso de construirlo y lo construyó. Cercóse todo el ámbito exterior de la iglesia contra el murallón que la defiende del mar; diósele entrada por lo interior de la misma iglesia (a cuyo fin franqueó la capilla que poseía en ella el poseedor de la casa de Jovellanos) y se logró un cementerio espacioso y combinado con todas las razones de piedad y conveniencia. Pero este cementerio no está en uso. ¿Quién creerá el motivo? Repetidas, importunas insinuaciones no han bastado a obtener la bendición eclesiástica que debía preceder a él. Que los pensamientos más útiles hallen contradicción es harto común por todas partes, pero que la hallen principalmente en los más obligados e interesados a promoverlos es una desgracia particular a Gijón.
El convento de recoletas agustinas que arriba se mentó fue fundado a fines del siglo XVII. Debióse en gran parte a la devoción del caballero don Gregorio de Jovellanos y, más principalmente, a su esposa doña Luisa de Valdés, que con grande ansia la deseó y protegió. Trajeron estos señores las fundadoras del convento de Llanes; alojáronlas en la misma casa donde nació después el Real Instituto; cediéronles parte de su huerta para la edificación del nuevo monasterio; sustentáronlas hasta su traslación a él y aun concurrieron a su dotación con otros muchos vecinos y devotos. Tan piadosa memoria no debe perecer. Creo que el infatigable escudriñador, el señor Posada, tenga noticias más puntuales acerca de ella sacadas del libro antes citado y de la Crónica de los recoletos. Hoy mantiene esta comunidad de diecisiete a dieciocho religiosas, cuya observancia es estrechísima y su opinión y ejemplo, de admirable inocencia y santidad. Su renta será como de 1500 ducados. Están sujetas al ordinario y regidas por un vicario de la orden, pero calzado.
La llamada colegiata fue fundación de don Luis de Jove Ramírez, canónigo y dignidad de prior de la Santa Iglesia de Oviedo. Sirvieron a ella sus bienes y los de un grande amigo suyo, canónigo de la misma iglesia (cuyo nombre siento haber olvidado). Habiéndose estos dos eclesiásticos instituido recíprocamente herederos, sobrevivió al prior Ramírez, pero no tanto que pudiese completar su idea, que era de fundar una iglesia colegial con abad y diez o doce canónigos. En vez de estos, dejó dotados otros tantos capellanes y uno con nombre de mayor, habiendo antes construido un hermoso y harto capaz templo. Fundó en él varios aniversarios y misa diaria a las 10, y en los festivos también a las 12; todo bajo el patronato y administración de los Ramírez, marqueses de San Esteban. Pero ni esta iglesia fue consagrada, ni sus individuos reunidos en forma colegial, de lo cual no le quedó sino el nombre. El fundador murió, según creo, en 1723 y está enterrado en el presbiterio de esta iglesia al lado del evangelio.
Gijón es cabeza del arciprestazgo de su nombre y pertenece a la demarcación del deanato de Oviedo, tocando a esta dignidad el derecho de visita en alternativa con el ordinario.
El clero es numeroso por las muchas capellanías fundadas en la villa y porque nunca faltan algunos patrimonistas. Su número suele andar entre veinticuatro y treinta individuos, que se distinguen algunos por su instrucción y los demás por su decencia y buena conducta. Lo aumenta también un prior cisterciense que hace residir en la villa el monasterio de Valdediós.
El diezmo de la parroquia es de poco producto pues se reduce a dos cortos artículos: la pesca (que, como se verá, ha decaído mucho) y las tierras puestas nuevamente en cultivo, con más la mitad del de las que labran algunos vecinos de la villa en las parroquias inmediatas, a cuyo diezmatario dan la otra mitad. El total se reparte, según creo, entre el obispo y el párroco y, por consiguiente, es poco considerable lo que queda a éste, que por lo mismo solicita actualmente en la Real Cámara aumento de dotación. Con todo, el producto del pie de altar es cual corresponde a la población y, por lo mismo, se regula que el cura de Gijón, después de mantener dos excusadores o tenientes, goza de ocho a novecientos ducados al año.
La iglesia no tiene dotación alguna para su fábrica y los gastos pertenecientes a ella se pagan de los fondos públicos, y siempre con toda la generosidad que permiten los reglamentos. El culto se hace en ella con el mayor decoro. Es también muy rica en alhajas, ornamentos y vasos sagrados por las grandes donaciones de algunos naturales que han vuelto ricos de América.
Su advocación es de san Pedro apóstol. Tiene algunas capillas de patronato particular y otras que no lo son, y gran número de altares. Las sepulturas son también en la mayor parte de propiedad particular y este derecho se deriva del tiempo en que los vecinos contribuyeron a la fábrica o reparación de la iglesia; y hay varias sentencias del ordinario que declaran y arreglan el cupo (así lo llaman) de cada familia. Puede este derecho ser más abusivo en la sustancia que en el efecto aunque, menguando el número de las sepulturas de uso común, debe necesariamente disminuirel riesgo de la infección que hemos apuntado.
Dada ya alguna idea del estado civil y eclesiástico de la villa, trataremos del puerto (a que debe principalmente su prosperidad) y, de camino, enlazaremos con sus noticias, las que no se pueden separar sin inconveniente. Las dos antiguas provisiones del archivo que habemos citado, y que si no me engaño son de los años 1510 y 1514, conceden a Gijón ciertos arbitrios para la reparación del cay o muelle de su puerto, que por entonces estaba ya sobre la concha de poniente y donde ahora. Por la cuenta, al principio de su traslación o establecimiento, las naves no tenían más abrigo que el que ofrecía el saliente de la montaña de Santa Catalina por aquella parte de la concha, y el cay servía para resguardarlas de los vientos de oeste que la combaten. Después, y para cerrar el puerto, se hubo de construir la otra parte del muelle que formó la antigua dársena, a que se dio el nombre de contra cay, que conserva todavía la calle que está contigua. En este estado lo conocimos los viejos cuando, en el invierno de 1749, una tormenta (en que el mar invadió lo más interior de la villa) venció y arruinó también la cortina del antiguo cay (que miraba al oeste) y la dársena e inutilizó el puerto.
En este conflicto, el Ayuntamiento clamó sin perdida de tiempo al gobierno por los auxilios necesarios para reparar la ruina; y, para promover en la corte tan importante pretensión, nombró a su alférez mayor, don Francisco Gregorio de Jovellanos. No tardó mucho en conocer el acierto de su elección, porque este caballero, tan distinguido por su celo y actividad como por su talento, amabilidad y natural facundia, voló a Madrid y, ganando de una parte la estimación y el afecto de los que debían resolver el expediente y de otra, promoviendo acaloradamente su despacho, logró no sólo demostrar la necesidad y ventajas de la obra, sino también que, en vez de reparos, se franqueasen a la villa la facultad y los medios necesarios para construir un muelle nuevo más capaz y seguro. Confióse la empresa al sabio ingeniero don Tomás Odaly y, bajo sus órdenes, al arquitecto del país, don Pedro Menéndez. Señalóse por fondo de obra el arbitrio, primero de uno, y luego dos reales en fanega de sal, sobre el consumo del Principado. Se colocó la primera piedra y se empezaron los trabajos en 1751 (o 1752) y, después de muchas y reñidas disputas con la Diputación del Principado (siempre envidiosa y opuesta a ellos), después de muchos recursos y suspensiones y reformas, se dieron al fin por concluidas en 1789, bien que sin estarlo del todo; que tal ha sido siempre en nuestro pobre país la suerte de todas las útiles empresas, siempre contrariadas y destruidas por los que más interesan en su logro.
Con todo, las obras del nuevo puerto son de las mejores que se ejecutaron en España el último siglo por su hermosura, solidez y comodidad. Su nueva dársena es capaz de trescientos buques de mediano porte, pues que el fondo de entrada no sufre otros ni andan tampoco en el comercio común de aquella costa. Las naves cargan y descargan en sus barbacanas con la mayor comodidad, llegando los carros hasta sus bordes. Esta dársena, después de cortada su traviesa y hecha su limpia, es muy segura y cómoda. Se vacía y llena con la marea, defecto común a otros muchos puertos y que en éste se suple con su buen fondo y lecho de vasao cieno. Y en fin, si la Diputación hubiese dejado concluir la limpia y hacer el martillo proyectado para facilitar más la entrada, el puerto de Gijón sería de los mejores desde Finisterre hasta Bayona. Pero, con todos sus defectos, es hoy (quid quid dicant paduani) el mejor del Principado, así para comercio como para arribadas.
Aquí no puedo dejar de recomendar el celo y la buena economía de los concejales de Gijón, únicos interventores en el fondo de obra. El costo de toda ella no pasó de tres millones de reales, y acaso no llegó. El cálculo es fácil por los productos del arbitrio, en el tiempo en que lo disfrutó, y aun sin rebajar lo que pellizcó de él la Diputación para otros objetos. ¡Ah! Van ya corridos quince años después que este fondo se destinó a obras de otros puertos; y ¿qué se ha hecho en ellos?…
Pero esta economía brilla más a vista de las obras accesorias ejecutadas con el mismo fondo. No pudiendo trabajarse en la limpia de la dársena sino a la bajamar, la villa solicitó y obtuvo del Consejo (bajo cuya autoridad corría la empresa) que en las horas vacías pudiese emplear los obreros en obras necesarias para defensa y comodidad de la población y destinar también a ellas los materiales que diese de sí la limpia.
Con este arbitrio se construyó: primero, un camino de relleno, como de dos mil varas de largo, para dar a la villa una buena salida de que carecía en el invierno. Segundo: para facilitar el uso de este camino y secar el terreno adyacente, se abrieron dos grandes zanjas que, recogiendo todas las aguas y reuniéndolas después en un solo cauce les diesen salida al mar por la playa de poniente. Tercero: se edificó un paredón en línea curva y de más de 1000 varas de extensión sobre la playa oriental para defender la población no sólo del mar, sino también de las arenas que, arrojadas por el nordeste, se la iban tragando por aquella parte. Cuarto: en el relleno del interior de este paredón se sepultaron las colinas de arena que había acumulado por allí el nordeste, y hoy se ven sobre el suelo que defendió de ellas muchas casas y huertas nuevas que extienden y hermosean la población. Quinto: se construyeron otros tres paredones con el mismo fin de defenderla, uno sobre la playa de poniente, otro sobre el derrumbadero llamado Canto de la Riba y otro tras la Garita, donde el mar había ocasionado ya varios hundimientos. Sexto: se empedró la mayor parte de las calles y se enterraron otros montes de arena y escombros en los rellenos de estos paredones. ¡Qué bendiciones, pues, no merecerán de la posteridad aquellos ilustres concejales, verdaderos padres de la patria, que empleaban en su seguridad, comodidad y ornamento, el celo y la ingeniosa economía que robaban a sus propios negocios!
Aunque este no sea el lugar más oportuno, hablaré aquí de otras obras públicas de Gijón a que me llama la idea de su buena economía. La más señalada es su camino. Habíanse suspendido las obras de la carretera de Castilla (de que se hablará en las Noticias generales), cuando llegó a Madrid uno de los que más han trabajado en promover esta empresa.
Supo que había cesado la aplicación de cierto arbitrio sobre la sal y, para no perder tan buena coyuntura, movió, de una parte, a los vocales de la Diputación del Principado a que propusiesen su aplicación a la continuación del camino y, de otra, al señor Campomanes, entonces Fiscal del Consejo, para que apoyase su instancia. En consecuencia, la Diputación solicitó que con los fondos de aquel arbitrio se construyesen las cinco leguas de camino que corre desde Gijón a la capital, ya que no se había empezado por ellas, como fuera razón. Siguióse el expediente y, resuelto favorablemente en principios de 1782, nombró el rey, a consulta del Consejo, para formar el plan y dar principio a esta obra al que le había dado el primer impulso; y se le mandó formar una Junta que en su ausencia continuase con su dirección. En julio del mismo año empezaron los trabajos, no sin grandes contradicciones y disputas que sufrió y venció el promotor de la empresa, que al fin logró verla enteramente concluida en 1788.
El camino construido es de 32847 varas castellanas de largo y de 24 pies de ancho, con buenas cubijas y guardarruedas, rampas e hijuelas de comunicación para las heredades de su orilla; tiene además dos buenos puentes, muchas cantarillas y zanjas para recoger y dar paso a las aguas. Tiene tres graciosas fuentes para comodidad de los que le atraviesan y sus ganados. Tiene sus mijeros de media en media legua, paredones de defensa, petriles y, en fin, cuanto requiere la firmeza, comodidad y hermosura de tales obras. El costo total de ésta fue de dos millones y medio de reales.
¿Se quiere alguna idea del celo y buena economía con que se ejecutaron? Pues, compárese este costo con el de las tres leguas de camino que la antigua Junta ejecutó desde Oviedo a Mieres: si digo que costaron estas tres dos veces tanto como aquellas cuatro, nadie se atreverá a desmentirme.
Ni es de omitir aquí la justicia que se debe al celo de los vecinos de Gijón. Al empezar esta obra insistieron fuertemente en que el camino rompiese por el extremo de la mejor calle de la villa, donde lo llamaba la mayor cercanía y otras razones no previstas en el primer plan. Conocida su razón, se prefirió aquella entrada y, entonces, aprovechando una de las antiguas puertas que fuera derribada para ensanchar el nuevo puerto, dieron a su arquitectura nueva y más graciosa forma, y hermosearon con ella la entrada. Colocó su primera piedra el ministro comisionado con la solemnidad que expresa una gaceta de Madrid (de septiembre u octubre de 1782), y hoy la calle por donde se entra al pueblo, y que antes era un lodazal inmundo y lleno de ruinas, está reedificada, limpia, bien empedrada y es la más hermosa de la población.
Otra idea feliz tuvo el comisionado, y fue la de preferir para el camino, entre todas las rutas o direcciones propuestas, la que tenía menos votos en su favor. Prefirióla por la misma razón que se alegaba contra ella, a saber: que atravesaba términos solitarios y despoblados. «Tanto mejor, dijo, el camino los poblará»; y así sucedió. Al cabo de pocos años de concluido el camino tuvo el gusto de ver treinta y dos nuevos caseríos formados sobre sus orillas, en los cuales, y en otros inmediatos, antes despreciables, se habrán descuajado y puesto en labor de dos a tres mil días de bueyes que estaban perdidos para el cultivo. Así es como la previsión, excitada por el celo, sabe columbrar los beneficios y asegurárselos al público.
Y pues que en este Apuntamiento no sigo otro orden que el que me va ofreciendo su materia, hablaré aquí de otro beneficio de la misma clase a que llama el mismo camino; y para ello tomaré las cosas desde su origen.
Los que conocieron al antiguo Gijón saben que a la salida de él había una gran porción de terreno lagunoso cubierto en el invierno de dos a tres pies de agua, que menguaba pero jamás desaparecía del todo, ni aun en los estíos más secos. Provenía esta estagnación de que, levantado por las arenas el suelo de las playas de este y oeste, aquel terreno que tenía al norte la montaña, en cuya falda está la villa, y al sur, las alturas que corren desde Deva al cabo de Torres, las aguas no hallaban salida y se derramaban y detenían en toda la llanura que rodea la villa por el mediodía. Los buenos concejales de Gijón habían ya remediado este mal cuando construyeron con los escombros de la dársena el camino de relleno de que hemos hablado y por el medio apuntado allí. De forma que, al empezar del nuevo camino real, todo el terreno de sus orillas estaba ya seco y tratable. Hallólo así el capitán de navío don Francisco de Paula Jovellanos cuando, retirado del Real Servicio en 1784, volvió a cuidar del pequeño mayorazgo que heredara por muerte de su padre y, por consiguiente, a ocupar el empleo de Alférez Mayor del concejo, hereditario en su familia. Dedicado desde entonces al servicio del público, el primero de los designios que concibió fue el de la construcción de los paredones ya citados. Pero, no contento con esta empresa, trató también de poner en cultivo aquella hermosa porción de terreno que el desagüe del Humedal dejara libre. Ayudado en esto por su hermano que estaba en Madrid, obtuvo para la villa la facultad de cerrarlo y repartirlo entre vecinos pobres bajo un canon moderado. Dividiólo en vanas suertes, las hizo cercar de piedra, formalizó el repartimiento y en lo que antes era un hediondo e insalubre lagunal se ven hoy gran cantidad de prados y heredades en que compiten la hermosura y el provecho. La villa gastó en estas obras al pie de 80.000 reales pero también aumentó sus propios con una renta anual y perpetua que se acerca al 5 por 100 del capital que empleó. De esta manera, los hombres inteligentes y celosos saben conciliar en sus empresas el bien público con el provecho y felicidad de los individuos.
Pero en el plan de estos cerramientos se tuvo también la mira de dejar abiertas diferentes avenidas para el servicio de las heredades y al mismo tiempo para paseos. Esta idea era tanto más oportuna cuanto Gijón, rodeado de mar por el este, oeste y norte, no tiene otra salida que a la parte del sur y convenía por lo mismo, y por alejar el fastidio que naturalmente engendra un solo y mismo paseo, dar al único que podía tener diferentes encrucijadas. Logrado ya el intento, trató el Alférez Mayor de poblar estas avenidas de árboles. No se veía uno solo en las inmediaciones de la villa, ni se creía posible lograrlos, porque los fuertes y fríos nordestes que reinan allí en primavera los hielan y destruyen, como había sucedido en otras tentativas. Pero nada hay que no ceda a la constancia. El comendador Jovellanos, combinando la calidad del suelo y clima con las plantas más a propósito para lograrse en ellos y prefiriendo los chopos y paleras (especie de sauce de gran tamaño y lozanía muy común en Asturias), y plantando y replantando, y defendiendo y batallando con todos los obstáculos, logró por fin vencerlos. Ayudólo mucho en esta empresa su hermano que volvió con nuevas comisiones al país en 1790 y hoy no sólo se halla una hermosa alameda de más de un cuarto de legua, orilla del camino real, sino otras dos casitas grandes a la parte de poniente, un gracioso paseíto, a que por su forma se dio el nombre de La Estrella, y además diferentes calles y encrucijadas pobladas de varios y hermosos árboles; pues que entre los ya citados se han logrado también algunos fresnos, abedules, omeros o alisos, espinera y aun también algunos chopos de Lombardía, sauces de Babilonia, acacias y plátanos y otros extranjeros traídos de Aranjuez. Siendo muy digno de notar que los dos hermanos no sólo hicieron, rehicieron y cuidaron estos plantíos, sino que costearon la mayor parte de ellos de su propio bolsillo.
Entretanto, una de las comisiones que llevó a Asturias el hermano del Alférez Mayor prometía a Gijón y puerto otras ventajas de orden más alto. El Gobierno, deseoso de dar el mayor impulso al cultivo y comercio del carbón de piedra, cuyas ventajas empezaban a columbrarse en Asturias, consultó sobre el asunto a aquel magistrado a quien, por natural del país, suponían más instruido en él. Su dictamen fue muy sencillo: el estudio y la experiencia le habían enseñado que no hay bien político que no pueda proporcionar un gobierno cuando lo confía al interés particular, con tal que lo anime con protección, auxilios y luces. Para lo primero propuso al Gobierno las leyes que fueron adoptadas y hoy rigen en esta materia. Para lo segundo propuso, además de ciertas ventajas para formar y animar una marina carbonera, la construcción de un buen camino desde las minas al puerto. Uno y otro fue adoptado por la superioridad, aunque el camino no se ejecutó por la razón que se dirá después. Para lo tercero propuso el establecimiento de la enseñanza de la Mineralogía… No se crea que porque esta proposición fue también admitida y felizmente ejecutada me voy a empeñar en la historia del Real Instituto Asturiano, que se debió a ella.
Esta historia, como la de la mayor parte de los vivientes, y aun de los buenos establecimientos intentados en España, se puede reducir hoy a dos solas palabras: nació y murió. Añádase, si se quiere, que lo engendró el celo y la envidia lo ahogó en la cuna. Por fortuna la imprenta preservó la Noticia de su nacimiento. La de su muerte, impresa en el corazón de los buenos, se escribirá por la posteridad, que ahora recoge cuidadosamente las circunstancias de su agonía y aun del silencio que guardan en ella. ¿Y quién sabe si este niño renacerá algún día de sus cenizas? La calumnia y la envidia mueren pero la verdad y la justicia son eternas.
Concluiremos este artículo dando alguna noticia de la pesca y comercio de nuestro puerto. El influjo de varias causas hace que estos dos objetos, que debieran ir a la par, vayan en razón inversa, pues parece que uno crece al paso que el otro mengua. Ya se ha visto lo que pudo ser la pesca en la Edad Media. En los principios de la Época Moderna, las grandes pesquerías de temporada, como de besugo, atún, congrio y merluza, estuvieron en gran actividad, y yo me acuerdo de haber oído que hacia la mitad del siglo pasado, un buen día de besugo valía a los marineros dos mil ducados. En el día, ésta y las demás pesquerías se han reducido a poco o nada. Hácese, sin embargo, bastante tráfico con estos pescados, que los pescadores de otros puertos traen a vender a Gijón y, comprados por gentes empleadas en esta granjería, se salan, secan, escabechan y benefician según conviene, y se venden después a los arrieros que vienen de Castilla para revenderlos en los mercados de León, Villada y Rioseco.
Pero la mayor pesquería de Gijón fue siempre la de sardina, porque su situación es poco ventajosa para otras más distantes y este pez además frecuenta mucho su costa. A la mitad del último siglo, todavía contaba la villa de veintidós a veinticuatro barcos empleados diariamente en ella. Al fin del mismo, estaban reducidos a la mitad. Si se pregunta la causa se responderá que ya no hay armadores ni artes de pescar. Pero ¿por qué no los hay? Porque no hay pescadores ni patrones. ¿Y por qué faltan éstos? Porque hay matrícula. Se sabe cuán frecuentes han sido y deben ser los armamentos navales; que éstos se tragan toda la matrícula; que aun ésta no alcanza para su tripulación; que de los que van a ella no vuelve el tercio; que, entretanto, quedan los barcos abandonados y que, sin embargo, no se permite a los terrestres ocuparlos ni subrogar a los ausentes en su manejo. Se dirá que se les niega este permiso porque ellos se niegan a entrar en la matrícula, y es verdad: pero tienen el escarmiento al ojo y no quieren correr sus riesgos. Con esto, la pesca pereció: yo he visto en 1782 y durante la guerra de aquel tiempo reducidos los barcos de pesca en Gijón a solos ocho, y aun estos servidos por niños o viejos inválidos a quienes un soplo de viento, una nubecita, retraía de salir al mar y, aun saliendo, apenas se atrevían a pasar del medio de la concha. Remediar este mal no sería difícil, pero no pertenece al objeto de este papel. Con todo, en materia de pesquerías, se debe confesar que otros puertos son y han sido en el último siglo muy superiores a Gijón, ya sea porque la situación del puerto no sea para ella tan favorable como la de los que están al oeste de Cabo de Peñas o ya porque los naturales hallan mayor número de objetos a que dedicarse.
Pero a vuelta de esto, Gijón los excede y ha excedido siempre en comercio, no porque éste se pueda decir grande, sino porque es el mayor y más activo de nuestra costa. Hablando del comercio general de Asturias se expondrán las causas de su atraso y las esperanzas de su aumento. En su estado actual, el comercio activo o de exportación se reduce a pocos artículos y, en la mayor parte, de frutos y producciones del país, como piedras de amolar y baldosas, cal y yeso, habichuelas, sidra, avellana y carbón de piedra. Pero estos dos artículos son de gran consideración. Algún año se han exportado 15.000 cargas de avellana que a 80 reales se pueden calcular en 60.000 pesos fuertes; pero esta cantidad de extracción varía y, al parecer, va a menos. Si en vez de vender este fruto a los comisionistas de los ingleses lo llevasen a Londres nuestras naves, su valor se triplicaría.
La cantidad de carbón de piedra exportado, por lo común en naves del país, se regula en 100.000 quintales al año, cuyo valor medio en el punto de consumo se puede regular en 50.000 pesos. Pero es un ramo que, atendida la necesidad de este combustible por la general y progresiva carestía de las leñas y carbón vegetal, debe ir en aumento. Y este aumento, si se atiende a los varios usos y aplicaciones del carbón de piedra, es necesario, debe ser progresivo y puede subir a un punto incalculable.
Entretanto, este fruto ofrece dos grandes ventajas al comercio de Gijón; primera: presentando a sus buques un cargamento de pronto y seguro despacho, aumenta y anima su marina. Segunda: presentando a los buques que vengan de otros puertos un retorno pronto y seguro, de una parte los anima a venir y, de otra, abarata los fletes, cuyo precio es forzosamente más alto cuando, sin probable apariencia de retorno, se ajustan para viaje redondo. Así que el carbón de piedra será siempre uno de los más firmes apoyos del comercio y de las prosperidades de Gijón.
Aun por eso hubo un mal instante en que se trató de robarle esta ventaja, debida, no a intrigas ni protecciones pasajeras, sino a su natural situación, esto es: a su mayor cercanía a las minas o carboneras. Con este solo fin se empeñó a don Fernando Casado en la empresa de hacer navegable el río Nalón. En ella se consumieron de once a doce millones de reales sin fruto alguno. La ilusión llegó hasta cacarear que estaba lograda, y hasta arrancar del Gobierno la orden de que no se exportasen carbones para la Marina Real si no por el puerto de San Esteban. El rey por mucho tiempo los hubo de tomar allí al precio de diez reales y medio el quintal mientras todo el mundo los hallaba en Gijón a cuatro reales o menos. Pero, al fin, la experiencia disipó la ilusión y el Gobierno, desengañado por ella, volvió en sí y abandonó la empresa.
Gijón, libre del embarazo que ella había puesto, volvió a exportar los carbones pero sin otro fomento ni auxilio que los que ofrece el interés desnudo de auxilio y protección. El magistrado comisionado por el Gobierno para el fomento de este ramo propuso (antes que se soñase aquella empresa) la construcción de un camino desde Langreo al puerto, obra que sólo hubiera costado un millón o millón y medio de reales. El pensamiento fue aprobado y aun aplaudido. Pero mientras se derramaban millones sobre las aguas del Nalón, no hubo un solo real para abrir este camino que hubiera hecho felices a los concejos de Langreo, Siero y Gijón, y dado el mayor impulso al comercio de Asturias. La razón es bien obvia: un quintal de carbón vale diez y seis maravedís al pie de las minas, pero el camino directo desde ellas al puerto es áspero y penoso, y por él un carro del país con dos bueyes, no puede tirar arriba de siete quintales. La conducción, por consiguiente, salía muy cara. Los conductores buscaron por un rodeo de legua y media un camino más llano, por el cual el mismo carro tira de nueve a diez quintales, y la conducción se hizo, aunque más lenta, más fácil y barata. Con todo, su precio nunca bajó de noventa y seis maravedís por quintal. De forma que el precio del género respecto del de conducción está como de uno a siete. Si, pues, se hubiera construido un camino más breve y cómodo, si él hubiese animado a sustituir a los carrucos del país, los grandes carros de cubo a la castellana que tanto facilitan el tiro de mayores pesos, es claro que, siendo la conducción más breve y fácil, se pudiera hacer a mucho menor precio y otro tanto menor sería el del carbón a la lengua del agua. Y otro tanto crecería el comercio, que nada anima tanto como la baratura. Para entender estas ideas, para formarlas, no es menester ser hidráulicos ni algebristas. Tiempo vendrá en que la necesidad las haga adoptar.
El comercio de importación en este puerto es también corto por una razón también sencilla, esto es: porque es muy reducida la esfera de sus consumos. Los que hace Asturias de géneros ultramarinos, así nacionales como extranjeros, entran por Gijón, pero casi nada más. Algunas cantidades de azúcar, cacao, bacalao, etc., se llevan a León; pero sin un buen camino de ruedas hasta allí la conducción a lomo será siempre un obstáculo a la extensión de este comercio.
Y he aquí por qué es preciso decir algo acerca de este camino, aunque se tratará separadamente de él en las Noticias generales de Asturias. Supongamos concluido el que actualmente se construye y supongamos que los encargados de esta obra cuiden principalmente de la facilidad del tiro, esto es: de la mayor suavidad posible de sus cuestas y pendientes. ¿Quién puede dudar que entonces todos los géneros ultramarinos que necesiten las provincias de León, el Bierzo, Toro, Zamora, Salamanca y Ciudad Rodrigo los recibirán por la vía de Asturias? La costa de Portugal es extranjera; las de Galicia y Vizcaya están muy distantes y, aunque no tanto, lo están más que la de Asturias de estos puntos la de Cantabria o la Montaña. Siendo pues la vía más breve y cómoda la de Asturias, es claro que el precio de conducciones, que tanto monta en los países interiores y distantes, será por ella menor que por las otras. Y como la baratura vence siempre en la concurrencia, los comerciantes de Asturias vencerán a los demás al favor de esta ventaja. Tardarán, porque tardarán en tener gruesos capitales; pero, abierta una vez la fuente, ellos correrán y crecerán. Cuantas ventajas se pueda prometer entonces Gijón se inferirán fácilmente de lo dicho y lo que se dirá.
Gijón es puerto habilitado para el comercio de América desde el Real Reglamento de 1778. Desde entonces empezaron las expediciones a aquel continente: fueron pobres y pocas, porque hay allí pocos y pobres capitales. La guerra que sobrevino en 1779 las suspendió del todo; pero a la paz, este otro manantial de riqueza empezaba a correr de nuevo cuando otra vez la guerra, este monstruo devorador de hombres y fortunas, vino a cerrarle en 1793. Por fin, la última paz volvió a abrirlo y oigo que corre con nuevo vigor. Otros podrán dar razón de su estado. Será forzosamente débil todavía; pero las causas de su decadencia y de su aumento están indicadas y, a lo que se puede colegir por ellas, las esperanzas de su grande aumento no son aventuradas.
Sin embargo, indicaré una que, aunque parcial, influye también poderosamente en esta decadencia. Las Provincias Vascongadas son libres y esta libertad atrae allí el comercio extranjero. Santander, que por su fuero creía poder aspirar a la misma libertad, aspiró también a ella cuando el establecimiento de las aduanas, y la logró. Tiene aduana, pero todo entra por ella libre y sin derechos, y libremente se consume en las cinco leguas de su término. Tuvo protección y a ella, y al odio con que el gobierno miró en el último siglo los privilegios vascongados, debió otras gracias y franquicias, singularmente en las lanas, cuya extracción va robando a Bilbao. Por consecuencia, vino a ser de mejor condición que ellas, porque si bien tiene también aduanas en su frontera interior, éstas son sólo para los géneros extranjeros que pasan a Castilla, siendo libres los de su propia industria, cuando las de Vitoria gravan sin distinción el comercio y la industria vascongada (y aun los gravan al rigor, por el mismo principio). Por el mismo, también los vascongados están excluidos del comercio de América, si ya no lo hacen por uno de los puertos habilitados, de los cuales Santander es el más inmediato. Y he aquí el origen de la asombrosa celeridad con que crece el comercio de Santander (que además logró el primero de los caminos construidos en España) y que si duran sus privilegios se tragará el de todo el reino.
Los demás puertos pudieron aspirar a las mismas franquicias porque los antiguos fueros las daban iguales a todos; pero no supieron hacerlas valer o no fueron oídos al establecerse las aduanas. Así, las causas de la prosperidad de un puerto fueron de desaliento para los demás de la antigua Marisma de Castilla.
Salvóse sólo La Coruña por otra gracia debida a su situación, esto es: por el establecimiento de los correos marítimos. Doce expediciones al año para Canarias, doce por Barlovento y Nueva España, y seis para Buenos Aires debían naturalmente inclinar hacia ella mucha parte de su comercio; y así fue. La Coruña desde entonces crece y prospera rapidísimamente, y los pobres puertos de Asturias, situados entre estos dos favoritos de la fortuna, desmayan o luchan débilmente contra tan descomunales gigantes. Veo que no es este el tiempo más propio para publicar nuestra desgracia. Pero vendrá, sí, vendrá forzosamente un día en que se conozca que los miembros de un Estado deben ser medidos por una misma vara, obedecer unas mismas leyes y disfrutar una misma protección y unas mismas gracias. Vendrá el día en que ninguno aspire a más ventajas que las que le ofrezca su situación y la instrucción, la industria y la actividad de sus naturales. Entonces el comercio de Asturias, sin ser más que lo que la naturaleza y la razón quieren que sea, será de los más poderosos del reino.
Gijón no tiene aún consulado, aunque comprendido en el Real Decreto de 1778 que lo manda establecer en todos los puertos habilitados y aunque promovida esta pretensión por la villa desde 1789. Sin duda que el pequeño comercio del puerto habrá dado ocasión a retardar el establecimiento. Pero si es lícito a un particular discurrir en este punto, yo diría que esta era una razón más fuerte para acelerarlo. Los consulados no se establecen solamente para regular el comercio, sino también para animarlo, promoverlo y aun para criarlo. En su objeto entra también el fomento de la agricultura
[y] de la industria de las provincias, como que son los verdaderos manantiales del comercio. Por lo mismo, estos cuerpos, en su constitución, se deben componer de propietarios, comerciantes y fabricantes, pues sólo así pueden reunir en un punto todas las luces y todos los intereses que sirven al incremento del comercio. ¿Dónde, pues, será más necesario un consulado? ¿Dónde podrá ser más útil que allí, donde el comercio, por su misma debilidad y atraso, ha menester de mayor actividad y mayores estímulos, que allí donde, siendo mayores los obstáculos que lo empobrecen y detienen, y mayores las esperanzas (cuyo cumplimiento retardan), es más necesaria una voz que clame y una representación que proteja?
Aun por esto, cuando se pensó en construir una nueva casa para el nuevo Instituto se pensó en combinar con ella la que habrá menester el consulado y cuya falta se oponía también a su establecimiento. Pensábase entonces destinar el piso principal para este cuerpo y el bajo para la enseñanza. Su Majestad, aprobando el pensamiento, mandó que se socorriese la obra con los caídos del derecho de consulado. Pero este objeto, suspendido también, entró como otros en la larga lista de los deseados y esperados.
La industria de Gijón, aunque débil, no deja de ayudar a su comercio. Hay en él una buena fábrica de loza, a la manera de las de Bristol, que llaman de pedernal, pero que dista mucho aún de la perfección que han dado los ingleses a la suya. Con todo, después de proveer a la villa y concejo, embarca gruesas partidas para la América. Hay otra de sombreros de mediana calidad, conservada en buen pie. Hay una tenería, en que se hacen excelentes curtidos (que yo vi con cuarenta y dos noques corrientes) pero que creo esté muy atrasada por falta de fondos. Por la misma razón, se han perdido otra de sombreros, una de cerveza y una de botones de asta y pesuña porque, a donde los capitales puestos en giro son pocos, el comercio los emplea todos y la industria no se fomenta si no donde su redundancia hace refluir el sobrante hacia ella. Por esto son muy débiles otras dos fábricas de sillas y de botones de estaño, debidas al esfuerzo de dos pobres y ingeniosos artistas (de todos los de la villa, se puede decir que lo son). Está muy adelantado y en gran actividad el arte de la tonelería; los de ebanista, sastres y zapateros y otros trabajan no sólo para el pueblo, sino también para las gentes de gusto de la capital y otras villas. Todo esto es poco, pero en ello se cobija la esperanza de la futura prosperidad. ¿Nos atreveremos a pronosticarla?… No. Rerum causas scire volunt omnes; mercedem solvere, nemo.
Gijón es hoy la capital de una de las provincias del departamento de Marina que abraza toda la costa del Principado, y en él tienen su residencia el comandante de matrículas, que es un capitán de navío, con sus ayudantes, capitán de puerto, juzgado y dependientes, y que ejerce su jurisdicción sobre todos los mareantes y gremios de los otros puertos por medio de sus subdelegados. También es capital para el ramo de rentas generales, dependiendo del Administrador General de Aduanas y de la subdelegación y juzgado de rentas de Gijón todas las demás del Principado.
El artículo de los varones ilustres de Gijón es muy corto: son pocos y no muy esclarecidos. Con todo, no es justo que perezca su memoria ni se eche menos en este Apuntamiento: bien que con la protesta de que su complemento se debe buscar en el citado señor Posada, a quien en éste, como en tantos otros artículos de nuestra historia provincial, nadie debe negar la palma.
De los de la Media Edad, algo está ya indicado. A la última pertenecen, primero: el licenciado Miguel de Cifuentes, jurisconsulto y el primer comentador de las famosas Leyes de Toro. Segundo: el licenciado Álvarez de Jove, ya citado. Tercero: varios militares y marinos de la casa de Valdés, cuyos retratos he visto, pero ignoro sus memorias.
Cuarto: La casa de Tineo dio dos célebres generales bajo Felipe V: don José (si no me engaño en el nombre) que creó las Milicias, cuya organización perfeccionó después su sobrino, el teniente general don Francisco, siendo inspector de ellas (los grandes servicios de éste están indicados en la Gazeta que dio noticia de su muerte, y acaso se hallarán en ella los de sus tíos). Don Juan fue gobernador de La Habana y el viejo conde de Gausa, gran apreciador de esta familia, me dijo más de una vez que a su muerte se le había puesto, o tratado de poner, esta inscripción: «Aquí yace el mejor gobernador que tuvo la Habana». De esta familia hubo un fraile mercedario, obispo auxiliar de no sé dónde, con el título de Thermópylas, y creo era hermano de los viejos generales.
Quinto: Don Francisco de Jove Ramírez: murió con la espada en la mano a la entrada de la fortaleza de Tortona, que defendió con gran bizarría a principios del siglo pasado. De aquí se derivó el título de marqués de San Esteban concedido a su hermano, don Carlos, que estaba casado con doña Francisca Fernández de Miranda, de la casa de Valdecarzana, y hermana del abuelo del actual marqués de este último título. Concediósele además el título hereditario de Comisario Provincial de Artillería, con mando y sueldo efectivo, aunque con éste se compensó la libertad de lanzas y annatas.
Sexto: Reyero: singular por su estupenda memoria, elocuente en el púlpito a la manera de su tiempo; buen matemático y, por la cuenta, buen médico también. Fue religioso de la merced; desfrailó. Tuvo favor y por lo mismo enemigos: debió de andar en intrigas, fue perseguido (hacia la mitad del último siglo), huyó a Portugal y la medicina le dio proporción para pasar allí estimado y bien sostenido el resto de sus días. A su muerte legó una de sus posesiones al hospital de Gijón y una buena librería a don Gregorio Menéndez; por lo menos paró en su poder.
Séptimo: Don Juan de Jove Muñiz: publicó un libro intitulado Jovial cristiano y erudito. El título dice lo que puede ser. Edificó en la parroquia en que fue bautizado una capilla con la advocación de Nuestra Señora de la O, donde fundó no sé qué aniversario y allí está su retrato.
Octavo: últimamente se había abierto en aquella villa un manantial de donde probablemente hubieran manado algunos más hombres ilustres;
pero acaban de ponerle un tapón. Victrix causa deisplacuit; sed victa, Catoni.
Por último, Gijón es capital del concejo que lleva su nombre. El título y el número de las muchas feligresías que abraza se han caído de la memoria. De algunas de ellas [interrumpido].
[…]lla. Hay allí una ermita con la advocación de San Esteban y al pie de ella desagua en el mar el pequeño río Cuti, llamado por eso de Natahoyo.
TREMAñES. Parroquia situada al sur de Gijón y confinante con las de Jove y Veriña al oeste, la de Porceyo al sur, la de Roces al este y, al norte, la de la villa, que dista media legua escasa. En esta parroquia está el manantial de la nueva fuente que emprendió el Ayuntamiento de Gijón en mil setecientos y noventa y tantos. Empezada la obra, se construyó el arca matriz para recoger las aguas, un puentecito para llevar la cañería sobre el pequeño río Cuti, que corre al pie de ella, y como unos seiscientos pies del acueducto, en cuyo estado, cesó por falta de fondos, o más bien por su diversión a objetos menos urgentes. Como los vecinos de la parroquia disfrutaban estas aguas, la villa no sólo les conservó este uso, sino que les construyó una buena alberca al pie del arca principal, con sus caños, que ya disfrutan. La inscripción que se puso en el arca matriz merece copiarse en memoria de los que empezaron el beneficio y para estímulo de los que deben continuarlo.
DEVA. Parroquia situada al sudeste de Gijón y a una legua de distancia entre las de Castiello, Cabueñes y San Martín de Buerces. Risco publicó la inscripción de doña Velasquita que está sobre la puerta principal de su iglesia; pero no leyó bien las últimas cifras que, teniendo esta forma, él interpretó AMEN, debiendo leer ANNO MILLESSIMO; porque aquella cifra es una letra numeral que vale por mil. Como tal se halla en un alfabeto gótico de que Escosura me dio copia en 1782 y que a él diera no sé qué benedictino.
En esta parroquia hay un santuario dedicado a la Virgen, con la advocación de Peña de Francia, que es notable por su amena y caprichosa situación. La ermita está colocada en el rellano de un alto peñasco a cuyo pie rompe un riachuelo que, abriéndolo a flor de tierra y haciendo a su salida un ancho y cristalino remanso, de dos a tres pies de fondo, toma después su curso y forma con sus aguas uno de los brazos del río Piles, que desagua en la playa oriental de la villa. Este remanso se ve siempre lleno de pequeñas truchas que, con título del güeyu de Deva, se estiman mucho en Gijón por su exquisito sabor. La ermita, colocada en lo alto entre espesos robles y castaños, un gracioso parapeto que la rodea sobre el precipicio y con sus merloncillos, sirve de corona a la peña. Esta peña, entapizada por el frente con mosqueras y escaramujos, cuyos largos vástagos caen hasta la superficie del pequeño lago; las orillas de éste, las del torrente y las laderas del cauce por donde corre pobladas de hermosos árboles de sombra y fruta; el puentecillo de madera que da paso a una escalera rústica abierta en la roca y que serpenteando por entre los troncos y espesura sube hasta ganar la eminencia; en fin, el verdor, la frondosidad y la opaca frescura de este bello recinto, que doquiera que se vuelva la vista se presenta adornado con las sencillas gracias de la naturaleza, lo hacen sobre manera delicioso y ofrecen en él una escena digna del genio bucólico de Garcilaso o del tierno y fresco pincel de Wowerman.
CASTIELLO. En el primer apunte hemos citado las dos inscripciones que hay allí y que deben publicarse si no lo están. Esta parroquia y las contiguas de Somió, Cabueñes, Deva, Caldones, Granda y Vega producen muchas y buenas frutas: de su manzana se hace la mejor sidra del concejo. Abundan particularmente en cerezas y sus guindas garrafales son muy estimadas en todo el país. Granda y Vega producen también mucha y buena hortaliza que se vende en la villa.
SAN MARTÍN DE BUERCES. Hay en el porche de la iglesia una inscripción gótica que expresa las reliquias colocadas en ella al tiempo de la consagración, pero sin fecha ni nombre de consagrante. La fruta de que más abunda esta parroquia es el limón.
LEORIO (Santa María). No me acuerdo a qué parroquia pertenece, pero sí de haber tenido copia de una inscripción en que consta la consagración de su iglesia.
LLANTONES. Lugar de la parroquia de San Juan de la Pedrera (según creo). Aquí nació Luis Fernández de la Vega, escultor del siglo XVII y el mejor artista que produjo el Principado. Yo recogí sus memorias y de ellas se formó el artículo que se puede ver en el nuevo Diccionario de los artistas españoles.
ROCES,PORCEYO,CENERO: el nuevo camino a Oviedo atraviesa estas parroquias y al favor de él va creciendo rápidamente su cultivo (aunque por la mayor parte, de ruin terreno). De las demás no ocurre qué decir.
Y de todo lo dicho basta, y aun sobra, porque se ha escrito mucho y se ha dicho poco de importancia. Sin embargo, bien extractado y estrujado acaso dará bastante materia para un artículo de Gijón que no sea tan miserable y vacío como los publicados hasta ahora. Ruégase a quien lea estos Apuntamientos que los mire como escritos deprisa, a hurtadillas, sin más socorro que la memoria y por hallar en ellos alguna distracción y entretenimiento; porque, actae aetatis, placida et lenis recordatio. Y por lo mismo, que los reserve, no sea que les hagan mal de ojo.

Referencia: 09-437-01
Página inicio: 437
Datación: 1804
Página fin: 503
Estado: publicado