Apuntes para una memoria sobre la libertad del comercio de granos

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Comienzo de texto: De las leyes que prohíben la exportación de mercancías Uno de los obstáculos que oponen las leyes a la multiplicación de los vend

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De las leyes que prohíben la exportación de mercancías
Uno de los obstáculos que oponen las leyes a la multiplicación de los vendedores es la prohibición de extraer cualquier producción natural del país. Se ha creído que el movimiento natural del comercio podría hacer salir de la nación una parte de lo necesario a su consumo. Este temor fue más vivo respecto de los víveres; y varios Gobiernos con celo laudable y paternal han prohibido la extracción de las producciones más preciosas de su país. Se prohibió llevar al extranjero las materias primeras de las manufacturas, con la plausible idea de fomentar las fábricas internas y vencer la concurrencia de las extrañas.
O estas leyes logran universal observancia, o no. Si lo primero, es consecuencia infalible que el cultivo de aquellas materias se proporcionará al consumo interior, pues toda la cantidad excedente quedará sin estimación. Entonces los pequeños vendedores de estas mercancías, temiendo la falta de proporción para vender, se apresurarán a darles salida, y comprándolas otros más ricos y activos, harán monopolio de ellas; con lo cual, reducido el número de los vendedores, desaparecerá la abundancia interior.
Pero si alguno de estos monopolistas puede quebrantar la observancia de la ley, está claro que, reuniendo en sí las materias prohibidas, hallará su utilidad en extraerlas en grandes partidas y aumentará la carestía que se trataba de prevenir. La política está llena de paradojas, porque los hilos que unen las causas a los efectos son demasiado sutiles, y los hombres dirigen su atención a los objetos reunidos en grandes masas sin pararse a observar sus elementos.
La tierra habitada produce anualmente una cantidad de cosas proporcionada al consumo universal. El comercio llena con lo superfluo de un país la necesidad de otro; y en este movimiento continuo, después de algunas oscilaciones, se nivelan periódicamente la necesidad y la abundancia. Es una suerte melancólica el mirar a los hombres reducidos a echar el dado sobre quién debe morirse de hambre. Mirémoslos con tranquilidad, y tendremos ideas más ciertas y agradables. Hermanos de una gran familia derramada sobre la tierra y obligados a darnos mutuo socorro, veremos que el Autor de la vegetación nos ha provisto de todo lo necesario para satisfacer las necesidades de la vida. Sólo las trabas artificiales pudieron reducir los Estados al temor del hambre, el cual, después de haber llegado a un cierto punto, lo produce seguramente, aun en medio de las provisiones suficientes para remediarlo. La mayor parte de las carestías lo han sido, más que en realidad, en la opinión; en aquella opinión, reina del mundo, que distribuye entre los reinos del mundo la felicidad y la miseria, con más seguridad y predominio que ninguna otra causa física.
Digo por tanto que las leyes prohibitivas o son causa de esterilidad, o son inútiles. He probado lo primero porque disminuyen el número de los vendedores. Voy a probar lo segundo.
Son inútiles tales leyes cuando un Estado no produce superfluo en el género prohibido. Aun lo necesario al consumo interior no podrá salir de un Estado donde la naturaleza sola dirija el comercio, puesto que ningún vendedor hallará fuera de su país mayor número de compradores que dentro de él; y aun aquí los hallará sin los riesgos y tardanzas del transporte, cuyos gastos formarán siempre un límite que contendrá dentro del Estado la cantidad proporcionada a su consumo.
De aquí es que las prohibiciones de extraer sirven de obstáculo al aumento de la industria, y son además un principio de corrupción, como lo será siempre cualquier ley arbitraria, en cuya derogación o quebrantamiento tenga interés un gran número de ciudadanos.
De la libertad del comercio de granos
Permítaseme examinar más despacio una parte de este objeto, esto es, la libertad del comercio de granos, acerca de la cual la opinión común no ha podido vencer todavía la timidez de los Gobiernos. El asunto es importante, y las razones que están por alegar no son débiles ni despreciables. Se recela que la libertad del comercio de granos pueda producir dos males: primero, que hagan falta en el Estado; segundo, que suban a un precio tan alto que sirva de opresión al pueblo. Examinémoslos separadamente.
Para que se haga un comercio no basta con que sea libre; es menester que sea útil, y la utilidad debe nacer de la diferencia del precio. Supuesto este principio, que no se debe perder de vista, digo que donde quiera que sea libre la contratación de una mercancía, luego que aparezca una diferencia sensible entre el precio interior y exterior, y que tal exceda los gastos del transporte, habrá ganancia en llevar la mercancía donde el precio es mayor; los poseedores de ella concurrirán a porfía a participar de la ganancia con tanto mayor ímpetu cuanto ésta sea mayor, y así continuarán hasta que la ganancia cese. Esto hace ver que, cuando es libre el comercio, no puede haber diferencia sensible y durable en el precio, pues éste se nivelará naturalmente entre las diversas provincias confinantes. De aquí es que, cuando se ve repentinamente que alguna cosa de uso común sube y baja de precio, y que sensible y constantemente se nota esta alteración desde un distrito a otro, es preciso decir que este movimiento es artificial y un efecto de las trabas y obstáculos que impiden su comercio. En los países de libertad los precios de los granos conservan un nivel uniforme. Las impensadas y saltuarias alteraciones que se ven en los Estados sujetos a prohibición hacen que algunos tiemblen al solo nombre de libertad, porque se figuran que en esta fluctuación de precios podrían salir con mucha rapidez todos los granos del Estado. Pero este argumento es defectuoso porque supone un efecto que no existirá, siempre que se quite la causa.
Si el transporte de una mercancía se hace en proporción de la utilidad que produce, si esta utilidad es proporcionada al exceso del precio exterior respecto del interno, y si este exceso, supuesta la libertad, es el menor posible, se infiere que, establecida la libertad del comercio, saldrá la menor cantidad posible de granos sin que se pueda verificar mayor abundancia en el Estado, a menos que la exportación no sólo se prohíba, sino que efectivamente se impida; en cuyo caso la reproducción anual se irá disminuyendo en proporción del superfluo que excediere al consumo interior, como se ha dicho; y entonces la nación se acercará al riesgo de la futura carestía.
Pero difícilmente se podrá impedir la efectiva exportación. Los intereses particulares conspiran en gran número a eludir la ley. Los guardas, por más que se multipliquen, siempre estarán sujetos a engaño o corrupción. Es imposible defender con la fuerza los confines en un sistema estable. Por eso en los países de prohibición sucede de ordinario que cuando la cosecha excede al consumo, al tiempo de ella se envilece el precio de los granos, porque son más los vendedores que los compradores. Entonces los monopolistas se aprovechan de la prohibición, y diestros en los medios de sustraerse al rigor de la ley, la quebrantan impunemente y aumentan el precio de los granos, reducidos a pocos vendedores. De sus manos pasan en grandes partidas a un monopolista extranjero, y así dura la utilidad de la extracción, porque tampoco se aumentan los vendedores extraños; y de este modo aquella misma cantidad que, libremente comerciada, hubiera nivelado los precios, saldrá sin hacer este efecto, y el precio interno, menor desde el principio que el verdadero precio común, extenderá el radio de aquella esfera de relaciones que tiene el comercio con el extranjero, y el país sujeto a la prohibición caerá en el mismo riesgo de penuria, al mismo tiempo que se suministra alimento a otros pueblos extraños y remotos. Tal es la serie de los efectos que producen las leyes prohibitivas.
Si se quiere encargar a algunas personas la extracción de granos para que, asegurando lo necesario, salga únicamente lo superfluo, se hallará que esta idea, aunque prudente en la apariencia, es impracticable. No es posible calcular cada año, ni por aproximación, la cantidad de cosecha; y así, aunque conste del verdadero consumo, no se podrá deducir la cantidad superflua. Este cálculo, aunque inexacto, tampoco podrá hacerse sino muchos meses después de la cosecha. Entre tanto se deberá suspender toda extracción; y como al mismo tiempo estarán obligados los poseedores a venderlo, sucederá que el trigo habrá entrado en poder de los monopolistas antes que se abra su comercio. He aquí la razón por la que, donde la saca de granos se hace por particulares, hay el frecuente riesgo o de vaciar el país, o hacer que falten compradores y se disminuya la agricultura.
En otras mercancías, aunque necesarias al uso de la vida, como aceite, vino, sal, lienzos, etc., jamás falta lo preciso al Estado, aunque sea libre su contratación. ¿Por qué, pues, se cree que para conservar en un Estado los granos necesarios se debe prohibir su exportación? Dirase que el trigo es más necesario que ninguna otra cosa; pero obsérvese que no sólo lo es para nosotros, sino también para el extranjero; y así, juntando iguales cantidades de una y otra parte, las relaciones entre nosotros y el extranjero se igualarán a las de cualquier otra mercancía menos preciosa.
Lo necesario nunca saldrá de un país donde el comercio sea libre, porque donde hay concurrencia no hay monopolistas; el interés de cada ciudadano vela sobre las usurpaciones de los otros, y son tantos los que concurren a participar de la utilidad que el comercio se divide en el mayor número posible; y así, aquellos inmensos acopios que se observan en los países de prohibición, son imposibles en los de libertad. De aquí es que, cuando en éstos salga el trigo, saldrá en diferentes partidas y por grados, y al paso que crezca el ansia de comprar, crecerá el precio, supuesto que nada se puede hacer ocultamente donde la utilidad hace que cada uno vele sobre la conducta de los otros. Los contratos se harán abiertamente en el mercado, y subirá tanto el precio de la mercancía que nadie querrá llevarla al extranjero; en cuyo caso la misma naturaleza de las cosas cerrará la salida de los granos antes que se extraiga más de lo superfluo. En efecto, el extranjero tendrá siempre que pagar, además del precio interno de la mercancía, el precio de su conducción y flete a la salida. La esfera de las relaciones de cada Estado con sus vecinos es circunscrita, y cada uno de los que tenemos alrededor es centro de otra esfera; de donde viene que, aumentando nuestro precio hasta un cierto punto, el vecino a nosotros irá a buscar lo que necesita a otra parte donde le tenga más cuenta.
Algunos llevan la opinión de que la libertad conviene a los países estériles y es peligrosa a los fecundos: opinión que es más propia para admirar que para persuadir. Reflexiónese que los países estériles no poseen granos, sino que reciben del extranjero los que necesitan, y éstos nunca podrán salir sin exponerlos al hambre. O es cierto que en ellos la extracción puede privar de lo necesario, o no; si puede, sucederá lo mismo que en los países fecundos; y si no, ¿de qué sirve la prohibición en esto? La prohibición sólo impedirá la salida de lo superfluo con ruina de la agricultura, o bien por medio de los monopolistas se sacará lo superfluo y aun parte de lo necesario, y resultará una carestía que no podría temerse dejando esta nivelación a la naturaleza de las cosas. Pero si lo necesario puede salir al favor de la libertad, ¿no será ésta más dañosa en los países donde la primera fanega de trigo que salga sea un decreto de muerte para un ciudadano?
Es de admirar cómo en el siglo pasado no se inventó también vincular la custodia del grano semental; porque siguiendo los principios coactivos, que no suponen inherente a la naturaleza de las cosas el movimiento al bien, sino que quieren imprimírsele, ¿qué no podría decirse para atemorizar a los espíritus vulgares y hacer mirar como muy saludable y conveniente este vínculo? Podría decirse: «La octava parte a lo menos de los granos es necesaria para la siembra; ¿y qué será del Estado si la inconsideración o la codicia saca de los graneros este germen de la futura cosecha? El incentivo del interés es siempre urgente, y el hombre sacrifica las necesidades futuras al socorro de las presentes: oblíguese, pues, a todo poseedor a depositar bajo la autoridad pública una cantidad de grano proporcionada a la siembra de su campo». Mas, porque no se haya hecho esto nunca, ¿ha faltado alguna vez el trigo suficiente para sembrar? No, porque el interés particular de cada uno, cuando coincide con el público, afianza la felicidad común.
Si lo que se teme en consecuencia de la libertad es la exorbitancia del precio y no la falta de granos, este temor no será más fundado. Donde hay prohibición, el precio al tiempo de la cosecha es vil porque nunca es grande el número de compradores. Esto facilita la compra a los monopolistas que guardan el trigo y hacen aparecer escasez; unida a la cual el forzoso y diario consumo, que exige un gran número de compradores, sube forzosamente el precio. Así se altera la proporción entre la cantidad de grano de la cosecha y su precio, y dura todo el año la carestía de este mantenimiento y de la mano de obra. De este modo la subida del precio interno, y aun del externo, es un efecto de la prohibición, porque siempre ésta pone en pocas manos las mercancías, huyendo muchos de un comercio esclavo y aprovechándose no pocos del común temor para hacer un tráfico privado que ofrece una gran fortuna, y por lo mismo tienta con más vehemencia. Por esto nada harán las leyes contra los monopolistas. La ruina de algunos de nada servirá porque serán al punto reemplazados por otros, a quienes atraerá la esperanza de una gran utilidad y a quien la misma dará demasiados medios para adormecer a los ministros de la ley. En suma, donde haya prohibición habrá monopolistas, será menor el número de los vendedores que el de los compradores, y el precio por consiguiente será siempre subido.
Pero supóngase por un instante que el precio de los granos subiese con la libertad, y antes de examinar si esto conviene o no a un país, veamos en qué caso se sigue más interés al mayor número de nacionales, ya que el interés público no es otra cosa que el agregado de los intereses particulares. Para decidir esta cuestión es preciso saber si en el Estado es mayor el número de los vendedores que el de los compradores. En los países donde hay poco grano no hay prohibición de este comercio; se habla de una nación cultivadora, que tiene superfluo de granos; y en ésta digo que será mucho mayor el número de vendedores. Lo serán los aldeanos, cuyo número excede mucho al de los habitantes de la ciudad; de suerte que, rebajados de aquí los ricos, se infiera que para aliviar a cada pobre ciudadano sería preciso arruinar ocho labradores. ¿En qué otra situación vemos en casi todas partes al hombre más necesario y benemérito de la sociedad? Véase al pobre aldeano descalzo, mal vestido, comiendo pan de centeno o borona, y probando muy rara vez el vino y la carne. Duerme sobre la paja y se aloja en una mala cabaña, además de llevar una vida sujeta a continuos y rudísimos trabajos. Este hombre se afana y se consume hasta la última vejez, sin esperanza de enriquecerse, luchando siempre con su miseria, sin recoger otro fruto que la tranquilidad y la inocencia que produce una vida sencilla y laboriosa; generación de hombres frugalísimos que dan valor a las tierras y alimentan el descuido, el ocio y los caprichos de la ciudad: estos son los objetos distantes de la vista del ciudadano, y dignos por lo menos de excitar tanta lástima como la mendicidad tan compadecida de la plebe.
De aquí es que la libertad del comercio de granos no puede dañar ni a la subsistencia ni a la abundancia de un país, ni pueden tampoco serle útiles las prohibiciones. La experiencia confirmará la verdad de estos principios, y hará ver que algunos Estados que no tienen grano ni prohibición de comercio de frutos son más opulentos que otros en que hay estos establecimientos.
De los privilegios exclusivos
Parece que el inventor de un nuevo arte es acreedor a que ninguno entre con él a ejercerlo y partir su utilidad. Esta equidad ha engañado a muchas gentes de penetración; pero obsérvese que no hay establecimiento alguno que con el privilegio exclusivo haya llegado a perfección. Quitada la emulación, se quita el principal estímulo para adelantar. O este introductor tiene una habilidad superior, en cuyo caso no le dañará la concurrencia, o no la tiene, y entonces no será digno de la exclusiva.
Ciertas manufacturas ricas y sobresalientes causan poquísima utilidad o acaso son perjudiciales al Estado. En estas fábricas dispendiosas no hay concurrencia, y por eso son siempre monopolistas. Más útiles son cien telares a cargo de diez fabricantes que doscientos en una fábrica, porque hay más emulación, más vendedores, más equidad en el precio y mejor distribución de las ganancias.
En suma, es menester multiplicar los vendedores en todo género de mercancías, y por consiguiente desterrar los privilegios exclusivos contrarios a esta máxima.
Si conviene tasar las mercancías
Las leyes prohibitivas, disminuyendo el número de los vendedores, facilitaron el monopolio, y de éste nacieron la escasez aparente y el alto precio. Entonces se buscó su remedio y se inventó el de la tasa.
Esta tasa hará primero que el precio, sujeto siempre a la opinión, se fije al arbitrio de la ley; y como ésta será en perjuicio de los vendedores, se reducirá el número de estos hasta lo posible. Los que queden tratarán primero de quebrantar la tasa, y si no pueden, de viciar el género o de alterar su peso y medida. Los ministros los atisbarán a todas horas, y se declarará una guerra abierta entre los traficantes y alguaciles, en la cual muchos de los primeros serán víctimas de la codicia o de la crueldad de los segundos.
Si el precio de la tasa es alto, daña al comprador, y si bajo, al vendedor; son inútiles si sólo fijan el igual. No pueden hallar el punto preciso, porque el Gobierno no puede seguir la incierta vicisitud de los principios que fijan la justicia de los precios.
En suma, la tasa es contraria a la libertad y, por lo mismo, al primer principio político, que aconseja dejar a los hombres la mayor libertad posible, a cuya sombra crecerán la industria, el comercio, la población y la riqueza.

Referencia: 10-621-01
Página inicio: 621
Datación: 1785
Página fin: 628
Destinatario: Junta Particular de Ley Agraria
Ediciones: Colección de varias obras en prosa y en verso del Excmo. Sr. D. Gaspar Melchor de Jovellanos, adicionadas con algunas notas, edición de R. M. Cañedo, vol. I. Madrid, 1830, págs. 187-199.
Bibliografia: ANES, G., «El Informe de Ley Agraria y la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País», en Economía e Ilustración en la España del siglo XVIII, Barcelona, 1969, p&aacute
Estado: publicado