Borrador de otra carta, dirigida a… I

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Comienzo de texto: Amigo y señor: Conozco el trabajo que cuesta a Vm. asentir a mis proposiciones, y no me asusto. Vm. ve que le voy conduciendo a

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Amigo y señor:
Conozco el trabajo que cuesta a Vm. asentir a mis proposiciones, y no me asusto. Vm. ve que le voy conduciendo a la demostración de mi máxima y, habiéndola contradicho al principio, lucha todavía por resistirla. Pero ánimo, amigo mío, el hombre de bien solo debe apreciar la verdad, y sacrificar (a) ella, sus más caras preocupaciones. Vamos, pues, en pos de ella, y seremos harto dichosos si la encontráremos en materia tan importante.
Dije a Vm., en mi anterior, cuál era el objeto general de la Instrucción pública. Algún día trataremos de analizar y descomponer este objeto, y veremos cuáles y cuántos son los ramos de instrucción que abraza. Pero, como para calificar la Instrucción no baste conocer su objeto, si no conocemos su fin, esto dará materia a la presente carta.
Sin duda que el hombre debe perfeccionar sus facultades físicas y morales, mas ¿cuál será el fin de esta perfección?, ¿será solo para envanecerse?, ¿será para disponer de la Naturaleza a su albedrío? Y ¿habrá sido dotado de tan sublimes facultades solo para dominar y destruir? No, por cierto. Dejemos a los sectarios de la vana y temeraria filosofía delirar acerca del origen y deberes del hombre, y pues cuanto existe que viene de otra existencia y se refiere a otra, veamos para qué existe el hombre, indaguemos el fin de su existencia y daremos con el fin que se debe proponer en su Instrucción. Esta es la suma de la verdadera filosofía, según la dorada sentencia de Cicerón. Saber de dónde viene, para qué existe y en qué habrá de parar. ¿Merecerá tan respetable nombre el estudio que no se refiera a este fin?
En vano osará el hombre dudar o delirar sobre su origen. Do quiera que vaya o suba, por mucho que discurra o indague, siempre dará con una causa primera, y siempre la hallará en un ser eterno, necesario, existente por sí mismo y por el cual exista cuanto existe. Siempre hallará que este ser superior a la materia, pues la crió; omnipotente, pues que la crió tan admirable; que es sapientísimo, pues que dispuso en orden tan magnífico; y que es por esencia bueno y bienhechor, pues que, después de criarla y ordenarla, mantiene constantemente este orden que preside a su conservación y la conduce a tantos buenos fines como conocemos y a otros muchos acaso más sublimes que aún no conocemos, pero que nos sentimos capaces de conocer, y que sin duda conoceremos algún día.
Pero ¿en qué consiste esta superioridad? ¿En sus fuerzas físicas? No por cierto. Estas fuerzas, comparadas, no ya con las de los elementos, sino con las de un gran número de vivientes, se hallan notablemente inferiores. Los grandes recursos del hombre están todos en su espíritu, esto es, en las facultades de que está dotada su alma, y estas son el verdadero apoyo de su superioridad.
Y cuando el hombre, desde la alteza de su origen desciende a considerar el lugar que le fue dado en medio de este magnífico universo, ¿podrá desconocer las dotes con que fue distinguido en él o negar la superioridad que le fue dada sobre todos los entes que le rodean? Esta superioridad no está ciertamente en sus fuerzas físicas: se cifra en su espíritu y en las facultades de que le dotó el Criador. Comoquiera que califique este principio activo que produce los movimientos espontáneos de algunos otros seres, siempre hallará que la facultad que les anima nace con ellos dotada de toda la perfección que les cupo en suerte, y en la cual no pueden dar un paso más, ni adelantar sus límites una sola línea; que sus movimientos, aunque congruentes a los fines a que van dirigidos, son ciertos, uniformes, constantemente semejantes en la especie, en los individuos, en la sucesión de las generaciones. Siempre hallará que solo el espíritu del hombre, aunque torpe, perezoso, incierto en su principio y progreso, es capaz de una acción, un aumento, una perfección portentosa, cuyos límites no están aún tocados ni conocidos, y cuya extensión, en algunos puntos limitada, es en otros esencialmente indefinida.
Esta perfectibilidad, pues, que caracteriza el espíritu humano, se realiza por las cualidades reconocidas en él. Él solo puede penetrar las relaciones o conveniencias de las cosas; él solo, por la observación de los fenómenos, puede, de una parte, subir hasta las causas eficientes, y de otra, penetrar hasta las finales. Él solo puede, en la reunión de las primeras, conocer las leyes naturales que conservan el Universo y, por la reunión de las segundas, el orden moral que le dirigen, enlazando y armonizando todas sus partes. Él solo, en fin, puede subir, por la intuición de estas leyes, subir hasta su altísimo legislador y entrar en alguna parte de sus altísimos designios. Él solo, en fin, inferir, de este conocimiento, las relaciones que le unen a su Autor, a sus semejantes y a toda la Naturaleza. Si, pues, el hombre, instruyéndose, debe aspirar a la perfección de sus facultades físicas y intelectuales, es claro que debe referir esta instrucción al conocimiento de estas relaciones.
El fin, pues, general de la Instrucción del hombre debe referirse al conocimiento de estas relaciones y calificarse por él. Pero el hombre no puede alcanzarle sin reconocerse obligado a ciertos deberes derivados de ellas y con ellas íntimamente enlazados. Y como a estos deberes responden necesariamente ciertos derechos derivados de ellas y sobre ellos establecidos, se deduce que el hombre, perfeccionando sus facultades físicas y intelectuales, debe proponerse alcanzar, primero, el conocimiento de sus deberes y sus derechos; segundo, los medios de desempeñar los primeros y conservar los últimos.
Yo pudiera ya desenvolver aquí los diferentes ramos de instrucción que tienen relación con este fin, pero esto dará materia a otra. Ahora debo todavía decir alguna cosa acerca del objeto de la presente.
A este fin, bastará recordar a Vm. las tres principales consideraciones en que la filosofía suele ver al hombre, a saber: con relación a su autor, a sí mismo y a la Naturaleza. Esta última relación ha sido ordinariamente desconocida o descuidada, o por lo menos, poco atendida, pues que los filósofos solo tratan de las dos primeras y, además, consideran al hombre con relación a sus semejantes. Mas, pues que el hombre fue colocado en medio de la Naturaleza y fue hecho capaz de conocerla, pues que en la inmensidad de seres que le rodean hay una increíble muchedumbre de ellos que puede concurrir a su bienestar, y él fue dotado de la facultad de convertirlos en su uso y provecho, ¿podrá dudarse que el hombre tenga algún derecho a ellos y que, al lado de este derecho, deba reconocer alguna obligación respecto de ellos? De aquí es que, o la última de las tres grandes relaciones del hombre deba abrazar toda la Naturaleza, o que a que (a) ella deba añadirse una cuarta consideración, que tenga por objeto las relaciones del hombre con ella.
De lo dicho se infiere que el hombre, tratando de perfeccionar por medio de la Instrucción sus facultades, debe proponerse: primero, el más alto conocimiento posible de su Supremo Hacedor y de sus deberes hacia este gran ser; segundo, el más perfecto conocimiento posible de su ser, y de las relaciones que le enlazan con los demás seres; tercero, el más perfecto conocimiento posible de la naturaleza del bien que puede sacar de ella y de sus obligaciones respecto de ella.
Pudiera bastar lo dicho para determinar el fin de la Instrucción; pero el objeto de esta obra nos obliga a alguna mayor explicación. La consideración del hombre hacia sus semejantes puede ser de dos maneras: o considerándose solamente como individuo del género humano o como individuo de alguna de las asociaciones en que los hombres, desde que existen, viven reunidos. Por consiguiente, puede considerarse como hombre o como ciudadano. Esta distinción parece vana porque no hay país de la Tierra donde se hayan reconocido hombres que no vivan en sociedad, y este que llaman estado de la Naturaleza es más bien hipotético que real. Con todo, parece indispensable seguirle, porque, aunque el hombre sea siempre ciudadano, este nombre, y las relaciones que envuelve, son de una consideración limitada, pues solo es ciudadano respecto de la ciudad a que pertenece y de sus miembros; y como esta relación, que llamaré civil, no destruye, ni puede, las relaciones naturales que el hombre tiene con todo el resto de su especie que pertenece a otras ciudades o reuniones, es preciso que reconozca no solo las obligaciones de ciudadano, sino también de hombre. Así que, aunque la instrucción del hombre civil, si puedo hablar así, ocupará mi primera atención en esta correspondencia, no por esto dejará de merecer alguna el hombre natural, y tanto más cuanto el progreso mismo de la civilización aumentará la esfera de estas relaciones en razón inversa de lo que disminuya la de aquel, como veremos después.
Esto basta para (que) Vm. pueda ya columbrar cuán vasto es el campo que se abre a la Instrucción del hombre, y cuántos y cuán diversos pueden ser los objetos que abraza. De ellos, hablaremos separadamente, y aun estableceremos el orden con que el hombre se los debe proponer, cuando trate de instruirse. Vamos siem(pre) siguiendo el tardo, pero seguro camino que nos hemos propuesto hacer, para la demostración de mi máxima.

Referencia: 13-355-01
Página inicio: 355
Datación: 1796-1797
Página fin: 359
Estado: publicado