Borrador de otra carta, dirigida a… J

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Mi querido amigo:
Aún requiero la paciencia de Vm. para que reciba sin enojo esta carta. Yo sé muy bien con cuánta ansia desea que lleguemos a examinar el influjo de la Instrucción pública en la suerte de las Naciones. Y en verdad que tiene mucha disculpa, porque al fin este es el objeto de nuestra correspondencia, y cualquiera divagación que nos aleje dél debe parecerle importuna. Con todo, el punto que pienso tratar de la presente carta, aunque muy distante, no por eso será ajeno de él; antes bien, facilitándonos su llegada a él, nos conducirá, al mismo tiempo, a descubrir su extensión y a recomendar su importancia.
Vm. se ha escandalizado al leer en mi antecedente que la perfectibilidad del hombre era indefinida, y pues que yo soy obligado a no dejar en el ánimo de Vm. ninguna duda ni obscuridad, por lo menos en cuanto puedo, justo es que, antes de pasar adelante, trate de desvanecer la que haya producido aquella, y esto es lo que voy a hacer en esta carta.
Si yo hubiera dicho que el hombre era infinitamente perfectible, mi proposición fuera, sobre falsa, muy temeraria, pues ¿quién no toca a cada paso que el hombre es un ente limitado? Y ¿quién, al lado de los grandes y portentosos descubrimientos que hizo, no ve la obscuridad y ignorancia en que vive respecto de sí mismo y de la Naturaleza? Quedamos, pues, en que es ciertamente un ente limitado, y esta es una de las verdades que ha descubierto él mismo. El hombre podrá descubrir muchas propiedades de la materia, pero jamás penetrará su esencia; podrá distinguir y clasificar los seres que le rodean, pero jamás alcanzará cuál es su sustancia; podrá, en fin, descomponiendo y analizando estos seres, y observando sus varios fenómenos, descubrir algunas de las leyes a que están sujetos y acercarse a los elementos de que se componen; pero, por más que adelante en este camino, jamás llegará hasta ellos, ni podrá alcanzarlos. Podrá, en fin, levantándose sobre la Naturaleza visible, descubrir que hay otros seres superiores a ella y columbrar sus atributos, pero no podrá conocerla por solas sus fuerzas, ni menos penetrar ni sondear el inmenso abismo de su existencia. Podrá hacer progresos indefinidos en el conocimiento de los entes que le rodean, pero jamás podrá alcanzar su esencia ni conocer la sustancia de…
Sentemos, pues, que la perfectibilidad del hombre no es infinita. Lo es que hay un término al cual no puede llegar jamás; pero también lo es que, dentro y aun fuera de este término, puede recibir una extensión indefinida, esto es, que no hay un límite conocido al cual no pueda alcanzar. Así que, cuando llamamos indefinida a la perfectibilidad del hombre, queremos decir que el hombre puede perfeccionarse hasta un punto no conocido aún y que no se puede conocer.
Pero también, si adoptase el lenguaje de los matemáticos, que llaman infinitas a aquellas cantidades que, sin poderse conocer, se sujetan de algún modo a sus cálculos, podría decir que el hombre era infinitamente perfectible, pues, aunque hay un gran número de verdades a que, por su distancia, no puede llegar jamás, todavía puede acercarse más y más a su esfera, y sin tocarlas, discurrir y adelantar y acercarse indefinidamente a ellas.
Por vía de explicación de esta verdad, consideraremos primero al hombre físico, bien que dirigido por su razón, y veremos fácilmente hasta qué punto es perfectible. Dotado de unos sentidos que parecen muy torpes, si se comparan con los de otros animales, y de una suma limitada de fuerza física, ¡qué progresos tan portentosos no ha hecho y hace cada día aun prescindiendo de todo auxilio! ¡Qué de contrastes de luz no percibe un diestro dibujante sobre una estatua de yeso, imperceptibles a los demás! ¡Con qué delicadeza no distingue los sonidos los que han ejercitado su oído, y los objetos, el que ejercitó sus ojos! Lúculo cuenta que algunos romanos que, al primer soplo de la flauta, conocían si se iba a tocar la Antiopa o la Andrómaca; y se cuenta que entre los chinos hubo algunos que, a la simple vista, descubrieron …… estrellas, cuando el número de las conocidas al favor del telescopio no pasa de ……. De la perfección que reciben, por la atención y el uso, el gusto y el olfato, hay portentosos ejemplos cada día; por ellos, un diestro boticario os distinguirá todos los simples de su farmacopea, reducidos a polvo o agua destilada; un cortesano, todos los vinos; y una dama, todos los olores. ¿Y qué progresos no haría el hombre, si con más estudio y atención emplease sus sentidos y procurase aumentar su fuerza?
Porque es bien sabido que las percepciones se aumentan en razón de la atención, exactitud y intención con que los objetos se observan.
¿Y qué diremos del empleo de las fuerzas del hombre, ora consideremos la cantidad o la calidad de los efectos que producen en su aplicación? Hemos observado que este efecto no está simplemente en razón del vigor del hombre, sino en razón compuesta de este vigor y del modo con que se aplica. Pero este modo ¡cuánto no se puede perfeccionar? Trátese solo de la cantidad del efecto. La postura en que el hombre se coloque, el equilibrio con que se afirma para hacer su esfuerzo, el ángulo que forma con su cuerpo para dirigirle e inclinarle, y la dirección que da a sus brazos para emplearlos como palanca y hallar el efecto, ¿qué diferencia tan prodigiosa no producen en la cantidad que produce? Basta comparar entre sí las fuerzas de un hombre enseñado por la experiencia a determinadas operaciones con las del que no lo está, para convencerse de esta verdad.
Es cierto que, en este sentido, la fuerza humana encuentra luego un límite, porque el Supremo Hacedor no ha querido depositar su verdadera fuerza en su cuerpo, sino en su espíritu; y sin embargo, ¿cuánto no le ha distinguido de los demás animales, dándole en la forma y movimientos de su mano un instrumento que tan prodigiosamente le distingue de todos? Vedle cómo, con ella sola y sin auxilio alguno de instrumentos, mueve, vuelve, arrastra, coloca y levanta los cuerpos más rudos; ved cómo los deshace, los divide, los mezcla y los transforma a su albedrío; ved cómo varía y multiplica sus formas; y cómo, guiado del genio de la invención, que es tan natural a su espíritu, imita la naturaleza, la mejora y la reproduce en un número indefinido de objetos admirablemente congruentes a los fines que se propone.
¡Y qué si a su vigor y destreza añade el auxilio que pueden darle las fuerzas de la materia! Entonces es cuando la Naturaleza aparece sometida a su imperio; cuando, de los abismos de la Tierra, saca enormes masas de mármol para levantarlas sobre las cúpulas de los más altos templos, o desde las eminentes cumbres de los montes, derriba los altísimos pinos para formar las naves en que debe correr seguro sobre la espalda del Océano. Vedle poner diques al mar, freno a los ríos, remontarse a las nubes y desviar el rayo fulminado desde ellas.
Pero esta perfectibilidad se deriva de su razón, le pertenece, y es, por decirlo así, más propio de ella. Veamos cuánto se pueden extender o si sus límites están más conocidos.
Hemos indicado que la razón humana se extiende con el uso y se perfecciona con el auxilio de los métodos. Considerémosla ahora obrando, y veamos cuánto puede adelantar en la indagación de la verdad.
Toda verdad pertenece a la Naturaleza, y en ella se cifra el grande objeto de los estudios del hombre; observando los fenómenos que ella presenta y siguiendo la sucesión de ellos penetra de dónde provienen y a dónde se dirigen. Es decir, alcanza sus causas eficientes y sus causas finales. En las primeras, reconoce un poder que obra constantemente en la naturaleza, conservándola en medio de la perenne destrucción y reproducción de sus (obras); en las segundas, ve una inteligencia que dispone esta incesante acción, y la dirige a (sus) propósitos señalados. Y he aquí la primera y gran división del objeto de la Instrucción del hombre. La primera abraza toda la filosofía natural; la segunda, toda la filosofía racional; ambas, toda la enciclopedia de las ciencias que ha señalado y que puede señalar el espíritu humano en su progreso.
Pero ¿qué son estas causas que el hombre busca en la Naturaleza con tanto afán, cuyo encuentro tanto le deleita y con cuya posesión tanto se enriquece? La respuesta es breve: son la razón de la existencia de las cosas, esto es, la razón «por qué una cosa existe» y la razón «para qué existe». Así el hombre halla la razón del calor en el fuego, del color en la luz, del sonido en el aire, y da a los primeros el nombre de causas, y a los segundos, de efectos. Del mismo modo, viendo que la luz viene del Sol, que el pan y el agua conservan la vida y que la quina restablece la salud, infiere que el Sol fue formado para alumbrar, el pan y el agua, para nutrir, y la quina, para curar. En uno y otro caso, la razón del hombre, penetrando las relaciones de conveniencia entre uno y otro objeto, se levanta al conocimiento de sus causas y fines, y por este conocimiento se extiende y enriquece.
De aquí es que el conocimiento de las causas eficientes sea el primero y más esencial que debe buscar el hombre, pues que por ellas debe subir al de las causas finales, que sin ellas no alcanzaría. Pero de aquí es también que este conocimiento, aunque primero en orden, no lo es en dignidad, pues que las causas finales tienen más relación con la existencia del hombre que las eficientes, importándole más saber para qué, que no por qué existen las cosas, si ya no es para subir desde este a aquel conocimiento. Pero estas razones de existencia, que la razón del hombre alcanza, ¿son otras tantas leyes de la Naturaleza? Desde que el hombre halla la relación que hay entre la causa y el efecto, reconoce una ley general de la Naturaleza que obra constantemente, y por ella juzga y califica las cosas que le están sujetas. Sabe, por consecuencia, si donde hay calor, existe el fuego, donde hay luz, los colores, y que no pueden existir estas causas, sin que obren constantemente sus efectos.
Vm. creerá que me he desviado mucho de mi asunto, y es así. No por eso crea Vm. que nos alejamos; sigamos todavía esta dirección, que no es más que un atajo para llegar a término. Cuando el hombre alcanza una ley de la Naturaleza, será siempre el camino a una muchedumbre de conocimientos contenidos en ella y a los cuales llega por medio de la inducción. Observa, por el ejemplo, que el calor produce ciertos efectos en los cuerpos y, repitiendo sobre ellos sus experiencias, perfecciona y extiende este conocimiento. Al paso que le perfecciona, perfecciona también su aplicación y sus varios usos. En consecuencia, por medio del fuego, endurece el barro, ablanda la cera, derrite el fierro y da a una increíble muchedumbre de seres la forma conveniente a los fines que se propósito (propuso). Va aún más adelante: observa otras propiedades del calor y, dirigido por la experiencia, saca de ellas nuevos usos. Destierra, por su medio, de unos el frío, y de otros la humedad; pone el aire en movimiento, y impele unos, hace reventar otros. En suma, pasa de un conocimiento en otro, y perfecciona con un progreso rapidísimo sus facultades intelectuales y sus fuerzas físicas.
Ahora bien, si el hombre, por este medio, puede hacer cada día más y mayores progresos en el conocimiento de la Naturaleza, si este objeto es de suyo inmenso y el término de aquel conocimiento no señalado, ni conocido todavía, ¿cómo no diremos que la perfectibilidad del alma humana es indefinida? Y lo es no solo respecto de las leyes físicas de la Naturaleza, sino también de sus leyes morales. Estas residen en la conveniencia de las cosas con sus fines. El hombre no puede hallar esta conveniencia, sin tenerla por buena, ni tampoco ver la desconveniencia o repugnancia, sin tenerla por mala. En lo que es buena y conveniente, él halla siempre un principio de elección; en lo que es malo y desconveniente, un motivo o principio de aversión. Es, pues, claro que cuantas más cosas conozca, más causas finales verá; cuanto mejor las conozca, mejor conocerá los fines para que son convenientes. Luego el hombre, al mismo paso que se perfecciona en el conocimiento de las leyes físicas, adelantará en el de las leyes morales de la Naturaleza. Cada ley física que conozca será para él la expresión del efecto que debe producir tal operación natural en tales casos y seres; y cada ley moral que alcance será la expresión de lo que es bueno en tales casos y acciones. No puede, pues, aumentar un conocimiento, sin extender el otro. Si es, pues, inmenso el objeto de un conocimiento, lo será también el de otro, y como la facultad de alcanzar uno y otro es igual, se sigue que la perfectibilidad del alma humana es indefinida, así en cuanto a sus facultades físicas, como en cuanto a sus facultades morales.

Referencia: 13-359-01
Página inicio: 359
Datación: 1796-1797
Página fin: 364
Estado: publicado