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Por fin, amigo mío, llegó el caso de que yo satisfaga la impaciencia de Vm. y le hable de los varios objetos de la Instrucción del hombre. Sin duda que, entre los diferentes ramos que puede abrazar, hay algunos que tengan más y algunos que menos relación con sus obligaciones, y como, según esta relación, debamos regular la importancia de cada uno y la preferencia que merece, parece también indispensable hacer esta graduación. Hemos colocado el objeto general de la Instrucción en la perfección del ser humano. Pero esta perfección puede considerarse con respecto a las varias profesiones que el individuo abraza, así como sus deberes lo son a los diferentes estados en que se coloca. De aquí es que, además del fin general de la Instrucción, convenga examinar la que más conviene al estado particular del hombre.
Este examen parece tanto más preciso, cuanto el hombre, considerado en una profesión y estado determinados, y en la obligación de adquirir la instrucción correspondiente a ellos, no se puede creer obligado al mismo tiempo a adquirir toda la restante suma de instrucción de que es capaz el espíritu humano, pues que tal obligación general fuera impracticable y incompatible con la otra obligación específica.
Debemos, pues, resolver que la obligación del hombre a instruirse debe considerarse con relación a las exigencias de la profesión y a los deberes de su estado.
Vea Vm., mi querido amigo, cómo, por la consideración que acabamos de hacer, el objeto de la instrucción toma un nuevo carácter. Nosotros consideramos siempre al hombre en estado de sociedad, no solo porque la naturaleza y la religión le han destinado a ella, sino también porque a ella le llaman los progresos mismos de su Instrucción. ¿No está/es este también el estado en que le hallamos derramado por toda la Tierra? En vano los pseudofilósofos buscarán o inventarán un estado ajeno de toda asociación, para considerar al hombre en el que llaman de mera naturaleza, y levantar sobre esta quimera sus sistemas de metafísica y de moral. Todos los monumentos históricos y todas las observaciones de nuestra Edad nos le representan unido no solo en familias, sino en pueblos y naciones, y acreditan que no podemos dejar de creerle nacido para la sociedad y destinado a vivir en ella.
Bien sé yo que algunos han delirado, hasta creer este un estado violento a la naturaleza del hombre, como si solo hubiese nacido para estar en guerra con sus semejantes. Sé que otros (le) juzgan contrario a su felicidad, como si todos los males individuales se derivasen de la sociedad. Sé, finalmente, que otros achacan estos males a la instrucción, efecto de los fines y las instituciones sociales. Tales paradojas, tales delirios, son muy a propósito para ostentar el ingenio y la erudición de sus autores, y aun son, en cierta manera, provechosos porque, excitando la aplicación de los que desean examinarlas al propósito, conducen a la mayor demostración de las proposiciones contrarias, y extienden así los límites de los conocimientos humanos. Pero yo, sin detenerme a combatirlas de propósito, confío que toda la serie de esta obra conducirá a demostrar que el hombre ha nacido para la sociedad, y que, dotado de un ser perfectible, por medio de la Instrucción, las relaciones que adquiere en el estado social deben formar uno de los primeros objetos de su instrucción.
Ni se me diga que todas las instituciones sociales conspiran a excluir de los bienes que tienen por objeto a todos los que están fuera de la asociación. Que excluyéndolos arman los brazos de una sociedad entera, contra cualquiera otra que aspire a la participación de aquellos bienes, y que por este solo capítulo justifican la guerra, que, sin embargo, es enteramente repugnante y contraria al orden y a la conservación de la naturaleza. Que habiendo dado esta madre generosa un derecho igual a todos y a cada uno de los hombres de aspirar a la participación de los bienes que produce, las sociedades exclusivas son enteramente contrarias a esta ley general. No se me arguya con esto, repito, lo primero, porque esto no es cierta la exclusión que se supone, pues que la sociedad ni aspira a dar a sus individuos más derecho del que tienen de la naturaleza, ni tampoco a quitar a los extraños; su objeto es solo preservar a cada individuo este derecho. Segundo, porque teniendo cada individuo este derecho de preservación, tiene por consiguiente el de emplear sus fuerzas en la repulsa de las irrupciones que otro individuo hiciere sobre él. La sociedad, pues, repeliendo las usurpaciones de otra sociedad, no hace más que poner en ejercicio el derecho que la colectividad de sus individuos tiene para preservar los que recibió de la Naturaleza. Luego las instituciones sociales son conformes a la Naturaleza y, en este sentido, la guerra misma está contenida en sus designios.
Es verdad, entre los principios adoptados por la política, ya sea para la guerra, ya para el comercio, hay algunos que son positivamente contrarios a las leyes de la naturaleza, pero estos principios no pertenecen a la esencia de la institución social y aun son contrarios a ella. La ambición y la fuerza los han adoptado, y la razón y la experiencia acreditan cada día que, lejos de producir la prosperidad social que parecen proponerse, producen su miseria. Y si la ignorancia o el desprecio de esta verdad los han defendido hasta ahora, de creer es que en el progreso de la perfección del espíritu humano, que llegará y aun, que no tardará el día en que la política del mundo, reconociendo y respetando los derechos de la Naturaleza, destierre todos los principios que no se conformen con la justicia y la humanidad.
De aquí es que debemos considerar al hombre en el estado de sociedad y que, tratando de la Instrucción que le conviene, lejos de prescindir de las relaciones que tiene en este estado, debemos incluirlas como una parte principal de sus conocimientos. Por consiguiente, cuando establezcamos la división de estos conocimientos, y examinemos la relación que tiene cada uno con la perfección del hombre, entenderemos siempre que se trata del hombre social.
Pero no por eso prescindiremos del todo de las relaciones que el hombre tiene con su especie. Las instituciones sociales no las rompen ni pueden, porque contenidas en los designios de la Naturaleza, es preciso que reconozcan sus leyes y se conformen a ellas. Aún se debe decir, por el contrario, que pertenece a la esencia de toda asociación bien entendida que, después de atender al bien de sus asociados, promoverá, cuanto en su mano estuviere, el de las otras asociaciones y el de toda la especie humana, porque si cada individuo debe reconocer relaciones y, por consiguiente, deberes relativos a toda la especie, claro es que no puede haber sociedad o colección de individuos que no reconozca y cuente por suyos estos deberes.
Para mayor claridad de esta doctrina, es fuerza suponer que jamás consideraremos la sociedad en otro sentido que en el de un cierto número de hombres reunidos para preservar sus derechos naturales y promover de acuerdo su bienestar y el de su especie. Este es el único sentido en que reconoceremos la sociedad como una asociación legítima. De que la sociedad se haya considerado como un cuerpo moral, de que en este concepto haya reconocido máximas y principios dirigidos a aumentar su prosperidad, prescindiendo de la prosperidad de sus individuos o a expensas de ella, han nacido todos los errores y extravíos que la ambición introdujo en la política, para fundar el (bien) orgullo de pocos sobre la miseria de muchos. Yo, por el contrario, no reconoceré prosperidad pública que no se derive de la prosperidad individual y se apoye en ella; y todo cuanto se dice de poder, riqueza, gloria, felicidad de las Naciones, será para mí vano y funesto, siempre que no represente porciones individuales de los bienes que entendemos por estos nombres.
Para establecer, pues, la división de la Instrucción conveniente al hombre, primero, le consideraremos en el estado de Sociedad; segundo, miraremos la Sociedad como una colección de hombres asociados para preservar sus derechos naturales y promover su bienestar y el de su especie; tercero, esta obligación general de promover el bien del género humano será contada por nosotros no solo entre los deberes del individuo, sino también entre los designios de toda Sociedad legítima.
De la división de la Instrucción
Si no puede haber Instrucción que no sea constituida por el conocimiento de alguna o algunas verdades; y si todo el objeto de las ciencias, cualesquiera que sean, se cifra en este descubrimiento; si, en fin, por el nombre de filosofía, tomado en su más amplia significación, entendemos el amor y deseo de la verdad y el propósito de profesarla, no hay duda sino que podremos asegurar que todos los conocimientos de que es capaz el hombre pertenecen a la filosofía. Pero la filosofía se divide ordinariamente en dos grandes ramos, a saber, natural y racional, atribuyendo al primero todos los conocimientos que tienen por objeto la Naturaleza, y al segundo, los que pertenecen a la razón. Esta división puede parecer poco exacta, pues que la razón humana pertenece también a la Naturaleza, y de consiguiente, no hay especie alguna de conocimiento, de cuantos puede alcanzar, que no sea de su jurisdicción. El hombre, por la fuerza de su razón, sube a conocer el autor de la Naturaleza y alcanza algunos de sus altos designios. Pero si sube a tan altas ideas, por la contemplación de la Naturaleza, y si alcanzándolas columbra al grande Autor de la Naturaleza, ¿por qué no se podrá decir que este conocimiento pertenece también a la filosofía natural?
Con todo, parece necesario seguir esta división como la más a propósito para distinguir los conocimientos humanos. No siguiéndola, nos separaremos del grande objeto de la filosofía. Pero entenderemos por filosofía natural la que se ocupa en el estudio de esta naturaleza material y visible, que podemos sujetar a nuestros sentidos; y por filosofía racional, aquella que busca aquellos conocimientos que no podemos alcanzar inmediatamente por nuestros sentidos, pero a que podemos subir por la fuerza de nuestra razón.
Ya se ve por aquí cuáles son las ciencias que pertenecen a una y otra filosofía o, por mejor decir, el sentido en que unas y otras le pertenecen. Toda ciencia que se ocupe en conocer la Naturaleza en general, o las propiedades de los seres de que esta naturaleza se compone, pertenecerá a la filosofía natural: la física general, que examina las propriedades de los cuerpos; la química, que aspira a conocer sus elementos; la mineralogía, que es la química de los cuerpos inorgánicos; la astronomía, que se arrebata al estudio de los cuerpos celestes, su situación y movimientos; la historia natural, que abraza el del planeta que habitamos; la geología, zoología, ornitología, etc., que con diferentes miras buscan el conocimiento de este planeta, o algunas de sus partes, pertenecen esencialmente a la filosofía natural. Por el contrario toda ciencia que tiene por objeto el conocimiento de la naturaleza moral de los seres que pertenecen a ella —la teología, que tiene por objeto el Ser Supremo; la psicología, que busca el conocimiento del alma humana; la ontología, que aspira a conocer la esencia de los seres, cosas todas que no son perceptibles por los sentidos, pero a las cuales nos podemos levantar por la fuerza de nuestra razón, bien que ayudada de los mismos sentidos y apoyada sobre el conocimiento y contemplación de la Naturaleza—, pertenecerán a la filosofía racional.
Mas, como no podemos conocer la Naturaleza, sin subir por ella al conocimiento de su autor y sin descubrir las relaciones que tienen los seres entre sí y con su Supremo Hacedor, y unas cosas con otras; y cómo el conocimiento de estas relaciones y del orden que establecen en el Universo forme otra nueva ciencia a que llamamos moral, que es toda, por decirlo así, el resorte de la razón humana, he aquí otra clase de ciencias esencialmente propias de la filosofía racional.
Hay otra especie de ciencias que pertenecen a la misma filosofía, porque tienen por objeto el ejercicio de la razón humana en el descubrimiento de las verdades relativas a una y otra filosofía. Todas las que pertenecen al conocimiento del ser, dotado de esta facultad, y al ejercicio de ella son de esta clase: la gramática, que enseña el arte de analizar el pensamiento y enunciarle; la lógica, que enseña a unirle, formando de varios pensamientos o ideas un raciocinio; las matemáticas, que enseñan el arte de calcular y medir, y aplicarle al conocimiento de las propiedades de los cuerpos; todas estas ciencias, que se pueden decir instrumentales, porque perfeccionan el instrumento de los conocimientos humanos, y metódicas, porque perfeccionan los métodos de buscar y acumular estos conocimientos, pertenecen no tanto a la filosofía racional cuanto a los medios de alcanzar una y otra filosofía.
Así que la primera división que se puede hacer de las ciencias es en metódicas y instrumentales, colocando, en la primera clase, aquellas cuyo objeto no tanto es la verdad, cuanto los medios de adquirirla; y en la segunda, aquellas que por los métodos que presentan las primeras, aplican la razón humana al descubrimiento de las verdades de cierta clase.
Bien sé que esta división no puede ser del todo exacta, porque tampoco puede ser exactamente distinguida la naturaleza de los conocimientos humanos. Hay algunos que pertenecen a un mismo tiempo a los métodos y a los instrumentos de adquisición de la verdad; y los hay tan íntimamente unidos, que no pueden separarse unos de otros.
Elementos de la filosofía, de D’Alembert
Sin la metafísica, ¿cómo conoceremos las facultades de nuestra alma? Y sin este conocimiento, ¿cómo podremos entrar a la lógica, que es el arte de emplear nuestra razón, ni a la moral, que es la ciencia de nuestros sentimientos? Sin la metafísica, sin la lógica, ¿cómo podremos conocer bien la gramática racional y analítica, que es la verdadera gramática? Pero no por eso podemos decir que nuestros estudios deben empezar por la metafísica, no solo porque todo estudio supone el conocimiento de una lengua y, por consiguiente, de una gramática, sino también porque el fruto de todo estudio es forzosamente proporcionado al grado de conocimiento que el estudio tiene de la lengua en que hace tal estudio. Y fuera de eso, sin buena lógica, ¿cómo se podrá subir a las altas y abstrusas ideas de la metafísica?
De aquí es que, pues, debiéndose establecer algún orden para la adquisición de nuestros conocimientos, y no pudiéndose hallar algo (?) tan exacto como sería de desear, los hombres hayan preferido aquel que les pareció acercarse más a esta exactitud. Dieron, por tanto, el primer lugar a la gramática; el tercero, a la lógica y después a las demás ciencias metódicas; y el segundo, a las ciencias instrumentales. Y, para obviar el inconveniente que ofrecía la inexactitud de este orden, emplearon la lógica para perfeccionar la gramática; y la metafísica para perfeccionar la gramática y la lógica. De aquí fue que, cuando el hombre, del estudio de estas, pasa al de la metafísica, al mismo tiempo que descubre más fácilmente sus verdades, recibe en ellas el complemento de sus conocimientos gramaticales y lógicos.
Veamos ahora cómo sucede otro tanto en la división que hemos hecho de las ciencias instrumentales. La metafísica, por ejemplo, nos conduce al conocimiento del Ser Supremo y este perfecciona el de nuestro ser y el de todos los seres que constituyen la Naturaleza. En este conocimiento, vemos las relaciones…
Vese por aquí…
(Interrumpido.)

Referencia: 13-367-01
Página inicio: 367
Datación: 1796-1797
Página fin: 373
Estado: publicado