Borrador de otra carta, dirigida a… (Objeto de la Instrucción pública) C-D-E-F-G-H

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Comienzo de texto: Mi amigo y señor: Establecido ya lo que debemos entender por Instrucción pública, pide el orden analítico que tratemos de su objeto. Para mí, no&l

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Mi amigo y señor:
Establecido ya lo que debemos entender por Instrucción pública, pide el orden analítico que tratemos de su objeto. Para mí, no es otro que el de la instrucción privada, y no lo tenga Vm. a paradoja, porque, habiendo hecho consistir la Instrucción pública en la privada, es preciso que el objeto de aquella esté contenido en esta.
Tratemos, pues, de este objeto, y acaso su indicación removerá cualquiera duda que pudiera ocurrir acerca de mi proposición.
Siendo una verdad constante que el hombre se puede mejorar por medio de la Instrucción, parece que el objeto general de la Instrucción del hombre debe ser la perfección de su ser. ¿Cree Vm. que una Nación cuyos individuos alcanzasen por medio de la instrucción tan sublime objeto carecería de Instrucción pública?
Pero ¿en qué consiste esta perfección?, me preguntará Vm. Direlo brevemente: y es que, pues el ser humano está dotado de facultades físicas y intelectuales, su perfección debe cifrarse en la de estas facultades. Así que, a todo lo que de cualquiera manera se pueda referir al aumento o mejora de estas facultades, daremos el nombre de Instrucción, y todo será comprendido en el objeto de ella.
Pero ¿en qué manera puede la Instrucción mejorar estas facultades? ¿La respuesta es demasiado importante para que yo no me detenga algún tanto a darla? Sobre ella principalmente debo yo levantar todo mi sistema.
Ya sabe Vm. que nuestro sabio canciller Bacon calificaba al hombre por su instrucción, y esta es una de las grandes verdades que penetró su gran genio. En efecto, el hombre vale cuanto sabe. ¿Se trata de su fuerza física? Él no puede tener sino la que conoce y sabe emplear; cualquiera otra porción de fuerza contenida en su ser será inútil para él mientras no la conozca y sepa desenvolverla y aplicarla. Y ¿por qué no se podrá decir otro tanto de su razón, esto es, de sus facultades intelectuales?
Pero ¡qué hombre, se me dirá, no conoce las fuerzas debidas a la Naturaleza! Diré, primero, que el hombre nace absolutamente ignorante de sus fuerzas; segundo, que las va conociendo poco a poco; y esto solo por medio de la instrucción; tercero, y que por mucho que se instruya y que conozca de sus fuerzas todavía le quedará mucho por conocer.
La fuerza del hombre no consiste sola y simplemente en el vigor de que está dotado, sino en el modo de aplicarle, esto es, en su destreza. Y esta destreza consiste, primero, en el conocimiento del mejor modo de aplicar su vigor; segundo, en el hábito de aplicarle. Entre los diferentes modos que hay de ejecutar una operación, sea la que fuere, siempre habrá uno que sea el más congruente con el efecto a que aquella operación se dirige. El que le empleare logrará más fácil y seguramente el efecto buscado que el que empleare otro menos congruente. Luego el que conociere este medio más congruente tendrá más fuerza que el que le ignorare. Conocido el modo más congruente y repetidamente aplicado, la destreza recibe un mayor grado por medio del hábito; y una operación cualquiera será mucho mejor ejecutada por el que está habituado a ejecutarla, que por el que no lo está. Un hombre que sepa el modo más congruente de mover, levantar, arrojar un peso dado, producirá más fácilmente cualquiera de estos efectos que el que no le sepa, aun cuando su fuerza sea menor. Y aunque ambos conozcan este modo más congruente en igual grado, aquel le aplicará y empleará mejor, que esté más acostumbrado a emplearle.
Esta verdad será tanto más cierta, cuanto más difícil sea la operación, esto es, cuanto más ingenio y más artes sean necesarios para producir su efecto. Entonces la necesidad de destreza crece en proporción de aquella dificultad, respecto de la cual la fuerza es nada y la destreza, todo. El ingenio vence gran parte de esta dificultad, pero más aún el hábito engendrado por la costumbre de vencerla. Es cosa fácil forjar un clavo: un hombre con mediano ingenio lo conseguirá, aunque con dificultad; dirigido por otro, con menos; acostumbrado a hacerle sin alguna, por las fuerzas sean las que (se) fueren, no lo alcanzarán por sí solas. Y si esto es constante cuando se trata de hacer un clavo de un pedazo de hierro, ¿qué será cuando se trate de hacer de un pedazo de mármol una estatua de Apolo?
Pero el Criador no dotó en vano al hombre de una razón capaz de conocer la Naturaleza, sino para que emplease sus fuerzas en beneficio suyo. De aquí se sigue que la fuerza del hombre no se podrá calificar por solo su vigor, ni tampoco por su destreza, absolutamente hablando, sino, principalmente, por su conocimiento de las fuerzas de la Naturaleza, de los auxilios que puede hallar en ella y de los medios de aplicarlos, y todo esto junto constituirá esencialmente lo que se puede llamar fuerza humana. Y he aquí cómo el Altísimo, aunque crió al hombre desnudo, débil, desarmado, y al parecer inferior en fuerza y vigor a muchos animales, le compensó superabundantemente por medio de la razón, haciéndole, por ella, superior y más fuerte que todos los animales. El león en los desiertos de la Arabia, el elefante en los bosques de Ab[i]sinia, la enorme ballena en los mares del Norte, así ceden a su fuerza, como la liebre en los campos y la garza entre las nubes.
Si, pues, el objeto de la Instrucción en el hombre es perfeccionar sus facultades físicas y estas hallan tan grande aumento en la Naturaleza, es claro que el conocimiento de las fuerzas de la Naturaleza y de los medios de aplicarlas en provecho suyo estarán contenidos en el objeto de su instrucción, y aquí, comprendidas en este objeto, todas las ciencias que pertenecen a la filosofía natural.
Pero el hombre debe aspirar también a perfeccionar las facultades de su espíritu, y esto por el mismo medio. Su razón inexperta nada le dice: en su primer estado, se confunde con el instinto animal, y aun considerado como tal, parece muy inferior a la razón de los brutos. Una bandada de salvajes derramada por un desierto parece menos fuerte, menos ingeniosa, que una manada de castores en las orillas del N… o un enjambre de abejas en los contornos del Hyble.
Por espíritu, o por seguir la misma analogía, las facultades intelectuales del hombre se pueden perfeccionar como sus fuerzas o facultades físicas. La observación le guía, la experiencia le ilustra, y la costumbre, convirtiendo en hábito sus operaciones, perfecciona y extiende sus facultades. Inexperto, apenas conoce los alimentos necesarios para la conservación y defensa de la vida; ejercitado, sabe buscar, allende de procelosos y distantes mares, regalos y consuelos.
A la principal facultad de este espíritu, damos el nombre de razón, y por razón entendemos la facultad de percibir y juzgar las relaciones de las cosas. El hombre solo puede formar ideas abstractas, observando los varios fenómenos que presentan los varios entes de la Naturaleza; formando abstracciones de ellos, los compara y los juzga, y así los distingue y clasifica sus propiedades. Hace más, y es que, abstrayendo y reuniendo las ideas, percibe de estas propiedades, forma de ellas ideas universales.
El hombre solo, por la observación de los fenómenos, puede deducir el conocimiento de sus causas, y él solo, por la reunión y comparación de estas, puede columbrar las leyes generales de la Naturaleza.
Otra facultad del espíritu humano es apetecer lo que conviene a su naturaleza y repugnar lo que no le conviene. Dotado de una voluntad libre, puede seguir este apetito según su albedrío y en cada instante, según el juicio que formare de la conveniencia o desconveniencia de su acción con su propio interés. A su razón toca presentarle en cada acción este interés; pero a su voluntad toca abrazarle. ¿Quién será el que, reflexionando sobre lo que pasa dentro de sí, no conozca estas dos facultades?
Otras muchas se pueden distinguir en el alma humana, pero nuestro propósito nos obliga a fijarnos en estas, como las más principales, y a las cuales se pueden referir todas las demás.
Ahora bien, ¿quién dudará que el hombre puede perfeccionar una y otra por medio de la Instrucción? Juzguémosle por pocos, pero claros ejemplos.
El hombre recibe todas sus primeras ideas por los sentidos; su alma las percibe y compara, y obra sobre ellas. El ejercicio facilita sus operaciones; la costumbre las convierte en hábitos intelectuales. ¡Cuánta diferencia en el raciocinio de un niño a un adulto, y de un adulto a un anciano! ¡Cuánta, del que se ocupa toda su vida en hacer clavos o del que la pasa en meditaciones astronómicas o morales! Decimos que un niño ha llegado al uso de razón cuando, a fuerza de ejercitar esta facultad, ha llegado a ejercitarla con algún acierto; y llámase hombre de buena razón al que, a fuerza de ejercitar la suya en muchedumbre de objetos y negocios, se ha hecho capaz de juzgar rectamente de ellos. En fin, como el hombre físico, el hombre racional se instruye por el ejercicio de sus fuerzas intelectuales.
Además, la razón humana se desenvuelve y fortifica no solo por el uso y el hábito, sino también por el modo, y siempre a proporción del conocimiento de los modos de emplearla. Este conocimiento constituye lo que se puede llamar su destreza. El que mejor observa las cosas, el que más cuidadosamente las compara, el que más y mejores abstracciones hace acerca de sus propiedades, será más diestro en el uso de su razón; ese tendrá más fuerza, más vigor intelectual.
Pero lo que más perfecciona la razón humana son los métodos inventados para emplearla; y así como el hombre, al favor de las máquinas, multiplica indefinidamente sus fuerzas físicas, así por medio de los métodos, o modos de aplicar su razón, aumenta y extiende sus fuerzas intelectuales.
El primero de estos métodos se halla en el uso de la palabra. En la primera de estas facultades se contiene el poder inventar o adoptar signos para expresar las ideas formadas acerca de las cosas y sus propiedades; esto es, la facultad de hablar. Es claro que el hombre no recibe de la Naturaleza una lengua; recibe solo la facultad de formarla o aprenderla; pero ni uno ni otro podrá hacer sino por medio de la Instrucción. Supóngase muchos hombres juntos sin lengua conocida. ¡Cuánto tiempo, cuánto trabajo no les fuera necesario para determinar los signos y el enlace y combinaciones de los signos con que debían expresar sus ideas! ¿Y para avenirse en esta determinación? Pero al fin, a fuerza de tiempo y trabajo, todos se instruirían y formarían una lengua. Pero supongamos entre ellos alguno que se descuidase a entrar con los demás (en) esta instrucción: sin duda que no conocería la nueva lengua. Tendría, pues, que aprenderla de los demás. Así que, unos y otros, la deberían a la Instrucción. ¿No es así como los niños se instruyen en el conocimiento de una lengua y la aprenden?
Así se ve que no hay pueblo, por bárbaro que sea, que no hable una lengua; pero se ve también que su lengua es siempre proporcionada al grado de instrucción que posee, esto es, al número de objetos que conoce y al uso que hace de ellos. Así que esta facultad, considerada como connatural al hombre, perfecciona la razón humana, al paso que se perfeccione a sí misma.
Considerémosla ahora como reducida a arte. ¡Cuánto no se puede perfeccionar con la Instrucción! Y, pues su objeto es la exacta enunciación de las ideas, ¡cuánta distancia no se hallará entre el lenguaje de un rústico y el de un cortesano! Y suponiendo que su perfección debe seguir el progreso de la razón, ¡qué distancia entre la lengua de un grumete y la de don Jorge Juan!, ¡entre el de un ganapán y el de fray Luis de León!
Pero considérese ya esta facultad como un instrumento de análisis racional. En este sentido, una lengua no solo es necesaria para expresar las ideas, sino también para analizarlas. Por ella, por medio de los signos que comprende, distinguimos las diferentes calidades de los objetos, los abstraemos, los separamos, los unimos; formamos ideas individuales, específicas, generales, universales. Todo esto es obra de la razón; pero la lengua es su instrumento y, según su perfección o imperfección, obra más o menos imperfectamente. La Instrucción, pues, en el uso de la lengua, en cuanto pertenece a la gramática, retórica, lógica… debe perfeccionar más y más la razón humana.
Y ¿qué, si además de persuadir, es también la lengua un instrumento para hacer sentir? Entonces, ¿quién podrá determinar cuánto pueda fortificar la Instrucción los filos del raciocinio o los ímpetus de la elocuencia?
Es, pues, claro que la razón humana se perfecciona por medio de la Instrucción. Pero por ventura, ¿se perfeccionará también por este medio el corazón del hombre?, ¿se perfeccionarán sus sentimientos morales? Y pues esta facultad de su alma, a que damos el nombre de voluntad, es independiente y libre, ¿podremos dar también a la Instrucción algún influjo en ella?
Sin duda. La distinción que se hace de la razón y el (corazón) del hombre es una de las metáforas que pueden haber dado origen a muchos errores: los sentimientos, como las ideas, residen en el alma. ¿No es suya la facultad de sentir, como la de pensar? ¡Qué digo! El alma ¿no piensa porque siente?, ¿y puede sentir sin formar alguna idea de lo que siente? Así que no se pueden separar los sentimientos de las ideas, ni suponer un sentimiento moral sin suponer la coexistencia de una idea… [larga interrupción]humana voluntad. Ella no será menos libre, pero será más ilustrada.
Establecido pues que el hombre puede perfeccionar su ser por medio de la Instrucción, fácil es de inferir que ella sola puede ser el primer instrumento de su felicidad. Por más incierta que sea la idea que se contiene en esta palabra, nadie negará que aquel hombre estará más cerca de alcanzar este estado que haya perfeccionado más su ser y adquirido más medios de mejorar su existencia. Si trata de socorrer sus necesidades naturales, ¿quién lo podrá hacer más plenamente que el que hubiere perfeccionado por medio de la Instrucción sus facultades físicas y intelectuales? ¿No será este el que descubra más recursos, el que tenga medios para seguirlos y más fuerzas para alcanzarlos? Y si la felicidad creciere con la proporción de socorrer estas necesidades, según que la Naturaleza o la opinión extendieren la esfera y los objetos de ellas, ¿es dudable que esta proporción crecerá en razón de la instrucción del que aspirare a ella?
Pero la felicidad parece más dependiente de las ideas o sentimientos del ánimo, pues que suele hallarse en la mediana y aun en la humilde suerte, y suele andar muy distante de lo que se llama grande y alta fortuna. En este sentido, también su estado será más accesible al hombre instruido, en cuyo arbitrio estarán más medios de conocer y alcanzar aquellas ideas y sentimientos de paz y de contento en que se haga residir la felicidad. La razón se los hará conocer; su voluntad, abrazar. Ilustrado en el conocimiento de su verdadero interés, íntimamente penetrado de que se cifra en la posesión de aquellos puros sentimientos, ¿cómo vivirá ajeno de ellos?
Aún es más cierta esta doctrina cuando, elevando a más alto punto la idea de la felicidad, se la hiciere consistir en el pleno uso de las facultades del alma humana aplicado al ejercicio de la virtud. Entonces es cuando la Instrucción, descubriendo al hombre todas sus relaciones y todas las obligaciones que nacen de ellas; entonces, cuando, haciéndole amarlas y disponiéndole a cumplirlas, le hacen sentir en la práctica de la virtud aquel estado inefable de paz y de contento interior, que beatifican, por decirlo así, su existencia y constituyen su verdadera felicidad.
Quede, pues, sentado que la Instrucción es la primera fuente de la felicidad individual del hombre, y si tuviésemos que considerarle en el estado, nada más tendríamos que decir en este punto, o bien bastaría extender y aplicar estos principios a las obligaciones primigen[i]as del hombre, esto es, a las que nacen de sus relaciones naturales. Pero nos habemos propuesto considerarle principalmente en el estado social, y no podemos prescindir de las nuevas relaciones que nacen de este nuevo estado.

Referencia: 13-348-01
Página inicio: 348
Datación: 1796-1797
Página fin: 355
Estado: publicado