De Jovellanos a Juan Francisco Masdeu

Comienzo de texto

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Mi muy estimado señor don Juan: He recibido con mucho aprecio la favorecida de usted del 28 del pasado y las expresiones con que en ella me honra; y hubiera contestado más puntualmente a uno y otro si la necesidad de obsequiar a unos amigos que vinieron a pasar conmigo algunos días y varias ocupaciones, que coincidieron con ella, me lo hubieran permitido.
Haciéndolo ahora y dando a usted muy finas gracias por su estimable memoria, diré: que el pensamiento de publicar un Ensayo de los Archivos de León me parece tan provechoso como proprio de su laboriosidad y de su celo por la ilustración de las verdades históricas. Ello es que en tales archivos residen sus más ciertas y estimables pruebas, y que sin su conocimiento y publicación jamás alcanzará la luz de la crítica a determinar los hechos importantes de la historia y los cómputos de su cronología. Es verdad que este Ensayo, teniendo por objeto las épocas posteriores a la irrupción sarracénica, debía, al parecer, empezar por los archivos de Asturias y seguir por los de ese reino; y es verdad, también, que debería contener principalmente los de las iglesias, catedrales y monasterios, como Cuerpos más antiguos y estables y animados a la adquisición de sus títulos por un interés más activo y reconcentrado; pero tal es la dificultad de dar extensión y complemento a esta especie de empresas y tal la urgencia con que la literatura las necesita, que yo no puedo dejar de creer más acertado el que se vayan ejecutando por partes y según la ocasión se presente, y aun de persuadirme que sólo así podrán realizarse, pues no veo de dónde pueda venir la protección y los medios para verificarlas de otro modo ni por otro orden.
Acaso esta falta de protección es el único reparo que se puede oponer al magnífico proyecto que usted me dice haber propuesto un año ha por la vía de Estado. Esta gran colección diplomática, en que tanto y tan bueno trabajó, sin fruto, el sabio Burriel; que en mejor tiempo y con mejores auspicios emprendieron Ibarreta y sus benedictinos; que tanto protegió el sabio Campomanes, y por que tanto han suspirado los aficionados a la historia nacional, era un objeto tan digno de la protección del gobierno, que sería incomprensible cómo no la hubiese conseguido, si tantas urgencias, tantos apuros, tantas distracciones y, sobre todo, tan equivocadas ideas acerca de su utilidad no explicasen este misterio. Ello es que por una serie de hechos, por desgracia demasiado ciertos, vemos que en esta empresa no hay trabajo que no se haya oscurecido, progreso que no se haya malogrado y tentativa que no haya sido seguida de algún escarmiento. Es, pues, más de admirar que haya algún Hércules que se atreva a acometer tal aventura, que no el ver frustrados todos los conatos de los que la han acometido.
Creyóse otro tiempo y acaso todavía se cree, que la publicación de estos venerables monumentos pudiera tener algún inconveniente, ya des[en]terrando algunos derechos olvidados, ya despertando algunas ideas dormidas y, por una desgracia bien fatal a las ciencias y a la literatura, este temor ha crecido, y aun para algunos se ha justificado por la historia del siglo que va a expirar. Pero, si de una parte es cierto que la verdad, cualquiera que ella sea, no puede dejar de ser provechosa, de otra no lo es menos que los que quieren revolver y trastornar no buscan su apoyo en la autoridad, sino en el raciocinio; no en los ejemplos de la antigüedad, que menosprecian, sino en los sistemas nuevos que ellos mismos forjaron y en los medios de corrupción y de fuerza que han hallado en la ignorancia y la ilusión de los pueblos; y esto es tan cierto, que acaso para librar a las sociedades de semejantes errores y calamidades no habrá un camino más seguro que el ilustrarlas, pues no con la ignorancia, sino con la verdadera ilustración se puede hacer la guerra a las opiniones peligrosas o destruir su influjo.
Y en efecto, ¿habría tanta superstición y tantos errores mezclados en los estudios eclesiásticos, si anduviesen en manos de todos los respetables y antiguos documentos que testifican la venerable disciplina y la religiosa y ilustrada policía de la Iglesia de España, y si a la luz de ellos se disipasen todos los errores, todos los abusos y todas las opiniones que hoy deslucen nuestra disciplina y embrollan y embarazan estos estudios?
De aquí es que yo haya tenido siempre por vano y aun por muy funesto el temor que ha resistido la publicación de nuestros antiguos diplomas y que, por lo mismo, haya siempre deseado que se verificase. Porque ¿qué perderíamos en que el público viese nuestras actas de Cortes, nuestros Ordenamientos generales, los fueros municipales de nuestras ciudades y villas y nuestras antiguas pragmáticas? Y pues que en estos documentos están los orígenes de nuestra legislación, ¿cómo se ha creído que puede ser estudiada sin su auxilio?
Ni ¿cómo, tampoco, serán conocidas nuestras leyes si por medio de una completa y genuina colección de nuestros antiguos Códigos no se fijan y conocen sus orígenes? Son muy venerables las fuentes de nuestra legislación anterior a las Partidas, y aunque éstas introdujeran en ella las sutilezas del derecho romano y las supercherías de Mercator y los colectores y los pragmáticos, sus secuaces, todavía ellas respetaron nuestra constitución y no olvidaron de todo punto nuestras costumbres; y si en vez de estudiar las doctrinas de la escuela boloñesa hubiesen nuestras escuelas generales levantado su sistema de jurisprudencia sobre este Código sistemático, ilustrado por los que le habían precedido, España hubiera sido en éste como en otros puntos madre de una ilustrada jurisprudencia y la de la escuela de Bolonia no hubiera inundado, como inundó, la Europa entera.
Y prescindiendo de estas dos grandes colecciones, civil y eclesiástica, ¿cuánta luz no encierran estos archivos, necesaria para ilustrar nuestra historia? Porque, al fin, usted, que es el primero que ha intentado escribirla por el buen sistema histórico, conocerá que es imposible ilustrar el origen y progresos de nuestra cultura y civilización, de nuestra industria agraria y fabril, de nuestro comercio y población, de nuestra literatura, nuestras costumbres, usos y estilos, sin reconocer las escrituras privadas en que están contenidos; y sabe también que la historia, sin este descubrimiento, nunca será otra cosa que un montón de hechos y noticias, de nada importantes, y sólo útiles para contentar la vana curiosidad y el más vano orgullo de algunos pueblos.
Grandes cuestiones están también pendientes de la publicación de estos monumentos: constitución, legislación, población, cultura, carácter nacional, espíritu público, cosas todas tan provechosas de conocer como vergonzosas de ignorar. Y con esto digo que su empresa es muy digna de aprobación, y que cualquiera ministro amante del público deberá gloriarse de protegerla.
No creo yo que el jesuitismo pueda ser un estorbo al logro de ella. Esta manía, como todas, ha cedido al tiempo y yo no extrañaría que en el día volviese hacia atrás. Pero ello es que se necesitan muchas manos, muchos fondos, mucho trabajo y mucha protección; y yo no veo cómo se pueda juntar todo esto.
Pero, al fin, le diré que si lleva adelante la idea de su Ensayo, debe pensar ante todas cosas en reconocer el archivo de esa Santa Iglesia. Acaso esto se lograría mejor por la vía de negociación que por la de autoridad, pues, al fin, no se trata de hacer moneda falsa, sino de ilustrar unas memorias en que son más interesados que nadie los resistentes. Conferencias, persuasiones, la interposición del señor obispo y del señor intendente y de algunos capitulares que no entrarán en aquel número podrían, a mi ver, cortar el hielo y vencer este embarazo.
También diré que usted no debe hacer gran caso del archivo de San Marcos, porque sus originales están en el general de la Orden de Santiago, que se conserva en Uclés, y que yo tendría gran satisfacción en que usted reconociese, porque es muy rico y está bien arreglado y ilustrado por un buen archivista, bajo la dirección del sabio señor obispo Tavira. Las copias modernas, o Becerro, que usted habrá reconocido, se han hecho a instancia mía, pero se han hecho por un joven, que, aunque bien entendido en la paleografía, carecía de conocimientos históricos y cronológicos, y al fin, como joven, trabajaba de priesa.
Acaso convendría también reconocer antes los archivos de esta provincia, donde creo que habrá más riqueza, al paso que menos repugnancia en sus poseedores. No hay que detenerse en que otros hayan venido a disfrutarlos. La lectura de Morales da bastante a conocer que apenas los saludó; otro tanto o menos hizo Cerdá. Risco no disfrutó sino el del monasterio de Corias, y en el país no hay un literato que les haya puesto la vista encima, sin que me exceptúe en este número, pues aunque los he visto casi todos y poseo copias del Libro Gótico y la Regla colorada de esta catedral y algunos extractos de la Regla blanca y del Becerro del Obispo don Gutierre; aunque tengo copias de los Becerros de Corias, Cornellana y Valdediós, y extractos de los de Belmonte y Villanueva de Oscos; y aunque tengo muchas copias y extractos y apuntamientos de documentos y escrituras públicas y privadas, recogidas acá y allá, debo confesar que de la exactitud de las copias, sacadas de priesa, por distintas manos y a veces a escondidas, no puedo responder con la seguridad que piden estas materias, ni tampoco de mi proprio trabajo, que, parecido al de nuestro ganado trashumante, que sólo come lo que muerde al paso, no puede ser ni abundante ni correcto. Tal cual es, estará todo y sin reserva a la disposición de usted, y, por lo menos, podrá servir de índice para acudir a los originales y reducir la operación de su examen a un simple cotejo.
Y no quiero callar que el reconocimiento del archivo de la Orden de Santiago pudiera servir a ilustrar dos puntos históricos que no deben ser indiferentes en una historia crítica. Primero: que casi coetáneamente pensaron nuestros reyes en fundar dos Ordenes de Santiago: una y primero en la Corona de León, otra en la de Castilla. Segundo: que poco después y también casi coetáneamente pensaron en fundar y fundaron Estudios generales, primero los castellanos en Palencia, y después los leoneses en Salamanca. Pero que, coincidiendo muy luego la reunión de las dos coronas, quedó sólo una Orden de Santiago (aunque por mucho tiempo dividida en dos provincias) y un solo Estudio general. Estos puntos, bien demostrados y ilustrados, ya por la indicación de sus orígenes, ya por el seguimiento de su influjo, darán mucha luz a la época que usted va a emprender en su Historia; y al paso que haga venir del oriente esta monstruosa mezcla de marcialidad y superstición que caracterizó los tiempos caballerescos, verá otra mezcla más monstruosa aún de ilustración nacional y superstición ultramontana, no sólo venida a nuestros monasterios y iglesias de allende los Pirineos por los cluniacenses, sino también de Italia a nuestras escuelas, con las opiniones de Juan Andrés, del Abad y del Arcediano y demás perillanes boloñeses.
Pero basta de esto para quien tan bien conoce los tiempos y los hechos que los caracterizan. Por lo mismo que he visto a usted tan dispuesto a descubrir los errores como a desterrarlos, con tanta constancia en indagarlos como vigor en hacerles la guerra, me toca desear que enriquezca más y más su espíritu con el reconocimiento de estos archivos.
[PRIMER BORRADOR]
Diciembre de 1800.
Mi muy estimado señor don Juan: He recibido mucho gusto con la favorecida de usted de 28 del pasado, y hubiera contestado inmediatamente a ella si la necesidad de cortejar a unos amigos que vinieron conmigo estos días y otros embarazos que coincidieron con ella me lo hubiesen permitido.
Ahora, aunque no muy de vagar (porque mi manía de abrazar a un tiempo más objetos de ocupación de los que puedo llenar me trae siempre afanado), lo hago, celebrando mucho que usted se emplee en reconocer los archivos de San Isidro, San Marcos y la ciudad, donde espero que encontrará mucha luz para la continuación de su Historia. Sin duda que ellos han sido disfrutados ya por otras personas; mas como entre nosotros tales trabajos sirvan sólo a la instrucción de quien los emprende, es indispensable que se repitan por los que necesitan de su auxilio. Fuera de que el fruto de estos reconocimientos es siempre análogo al fin con que se hacen, y yo le espero mucho mayor y más útil del trabajo de usted, por lo mismo que su objeto es de más extensión y importancia.
Mas por lo mismo debo sentir que se le haya cerrado el archivo de esa Santa Iglesia, el más rico de todos; y no acierto a concebir cómo no se pudo lograr su comunicación. Tengo para mí que este asunto se allanaría mejor por la vía de negociación que por la de autoridad, pues al fin no se trata de hacer moneda falsa, sino de ilustrar unos hechos en que nadie deja de ser interesado. Conferencias, persuasiones, la interposición del señor obispo y del señor intendente, y los oficios de algunos capitulares que no entrarán en el número de los resistentes, removerán, sin duda, una dificultad que acaso nace de no abocarse a discutirla.
Y esto parece tanto más necesario cuanto usted se propone publicar los archivos de León, para ensayo de una colección más completa; porque ¿a qué se reducirá esta obra, si no abraza los diplomas del archivo catedral, que es el más antiguo y copioso de todos? El de San Isidro es muy reducido, aunque precioso por algunos manuscritos, y el de San Marcos apenas contiene más que copias, pues los originales paran en el general de la Orden de Santiago, que está en Uclés. Y si usted las disfrutó en el libro formado poco tiempo ha a solicitud mía, las debe disfrutar con gran cuidado, porque fueron sacadas por un joven que, aunque bien entendido en paleografía, no lo era en la cronología y la historia, y al fin, como joven, andaba muy de priesa.
Creo muy bien que en esos archivos no habrá papiros ni documentos de grande antigüedad, y creo también lo que usted me dice acerca de la falta de originales anteriores al siglo once. Esta falta es harto general y muy verosímil. Como la autoridad de los privilegios expiraba con [la] de los concedentes, si no se renovaban por medio de confirmaciones, el aprecio, pasando naturalmente de aquéllos en éstas, arrastró consigo el cuidado de unas y el olvido de otras. Si, pues, de una parte no se puede extrañar la falta de originales, de otra tampoco se deben despreciar las copias auténticas, cuando la nariz de la crítica no halle alguna sólida razón para desecharlas.
Por muy importante para la historia [que sea] lo que otros han publicado de estos archivos, todavía no estará apurada la materia. Figúrome yo que siendo usted el primero que ha intentado escribir nuestra historia civil, o por lo menos que lo ha ejecutado, hallará en estos archivos cosas que los demás ni vieron ni buscaron. Hechos y fechas relativos a sucesiones y casamientos y muertes de príncipes, a guerras y conquistas y a grandes acaecimientos enlazados con el estado político o eclesiástico, es todo cuanto se ha buscado hasta ahora, si tanto. Pero ¿quién ha buscado en ellos, ni descubrió todavía, el origen y progreso de nuestra población, nuestra cultura, nuestra industria, nuestra literatura, nuestras costumbres, nuestros usos y estilos? ¿Quién los de nuestra constitución, legislación, policía, carácter nacional y espíritu público? Usted, que lo ha intentado el primero, sabe muy bien que todo esto pende de combinaciones que debe sacar el historiador de su propio fondo; mas para esto necesita ciertos puntos de apoyo que existen en una muchedumbre de hechos y noticias, pequeños, fugitivos, y que sólo se presentan al ojo penetrante de la crítica que los atisba y atrapa, ora en una carta-puebla, ora en el artículo de un ordenamiento, ora en un privilegio, ora en una escritura privada, y que tal vez se le vienen a la mano sin buscarlos y le alumbran cuando menos lo esperaba.
Y de aquí inferirá usted que no puedo yo dejar de aprobar el trabajo del ensayo que usted medita, el cual, al mismo tiempo que le ayudase a desempeñar mejor la continuación de su Historia, haría el fondo de los que quisiesen emplearse en la misma materia o ilustrar más de propósito algún ramo particular de ella.
Por tanto, no sólo me parece bien el pensamiento de usted, sino también el método que se propone para verificarle, el cual nada dejará que desear a los que quieran en adelante estudiar cualquiera ramo de nuestra antigüedad; y, desde luego, los libraría del caro y fastidioso trabajo de mendigar de archivo en archivo las noticias históricas, y rebuscarlas entre las telarañas y el polvo de sus armarios. Tendría además la ventaja de darnos una completa paleografía, harto necesaria, pues lo que trabajó en ella Nasarre, aunque mucho, es inexacto; lo de Burriel (en Terreros) es bueno, pero escaso, y lo de Martínez, ni bueno ni mucho. Pondéranse mucho los trabajos del señor Abad y La Sierra, pero yacen sepultados, no sé si en la Secretaría de Estado o en la Academia de la Historia.
Pero usted dice muy bien que esta empresa pide dinero y protección, y estas dos cosas son muy difíciles de hallar; con todo, el título del ensayo es harto modesto para que pueda excitar ningún cuidado, y esta obra, trabajada por siglos y publicada por suscripción, pudiera muy bien ser llevada al cabo y aun producir alguna, aunque tardía, utilidad.
Mas ¿qué podré yo decir acerca de la gran colección diplomática que usted me dice haber propuesto al gobierno por la vía de Estado? No creo, como usted, que el jesuitismo (porque esta manía pasó ya y no tiene traza de renacer) sirva de estorbo a su aprobación; pero sé que esta empresa requiere muchas manos hábiles, mucho trabajo penoso, mucho dinero y mucha protección, y no sé de dónde le pueda venir.
¡Cuánto y cuán bueno no trabajó en ella el infatigable Burriel! ¡Cuánto Ibarreta y sus benedictinos, con mejores auspicios, aunque con menos constancia y menos fruto! ¡Cuánto no clamó y afanó en su favor el erudito conde de Campomanes, aunque también en vano!
Ello es que una larga serie de hechos, por desgracia muy ciertos, prueba que en tal empresa no hay trabajo que no se haya oscurecido, progreso que no se haya malogrado, ni tentativa que no haya sido seguida de algún escarmiento. ¿Lo atribuiremos a la imprevisión de sus ventajas o a la vana y quimérica previsión de algún inconveniente? Me inclino a esto último.
Creyóse otro tiempo y tal vez se cree todavía que la publicación de nuestros antiguos diplomas podía desenterrar algunos derechos olvidados o despertar algunas ideas dormidas, y este temor, tan vano como funesto a la literatura, ha crecido y aun para algunos se ha justificado con los sucesos de nuestro tiempo. La preocupación podrá ser disculpable, pero seguramente es infundada. Una triste experiencia ha acreditado que los que quieren revolver y trastornar no buscan su apoyo en la autoridad, que antes atacan y menosprecian; búscanlos en sistemas soñados que forja su razón y en los medios de fuerza y corrupción que les proporciona la ignorancia de los pueblos, y acaso de los gobiernos mismos. Yo, por lo menos, estoy tan persuadido de esta opinión, que no veo camino más seguro para librar a los estados de tales errores y calamidades que el difundir en ellos la verdadera y sólida ilustración, porque con ella, y no con una grosera e insensible ignorancia, se debe destruir el influjo de las opiniones peligrosas.
¿Se teme acaso que estos documentos expongan a los ojos del público una constitución que no existe? Pero ¿no harían ver también que no era ya en el siglo XIII lo que había sido en el XI, ni en el XVI lo que en el XIII? ¿Qué importaría, pues, que demostrasen que en el XVIII no se parece a ninguna de las antiguas épocas? Y ¿qué pueblo no ha mejorado o por lo menos variado y alterado su constitución y sus leyes? Y pues que la situación política de todos es variable, ¿quién será el que pretenda estabilidad cuando la estabilidad misma fuera un mal gravísimo?
Fuera de que [si] fuese éste un mal, lo sería necesario, porque ¿cómo se conocerán nuestras leyes sin saber sus orígenes; nuestra policía civil y eclesiástica, sin descubrir sus fuentes? ¿Cómo tantas otras cosas, que es [tan] necesario saber como vergonzoso ignorar? ¿Cómo, en fin, se combatirían tantas opiniones absurdas y tantos errores perniciosos a que ha dado ocasión la ignorancia de estas memorias, y que sólo puede disipar su publicación?
Fuera de que este secreto no está ya encerrado en los archivos. Nuestros antiguos códigos y ordenamientos, nuestros fueros y cortes y historias, nuestras crónicas y tantas memorias públicas y privadas como andan en manos de todos, impresas o manuscritas, le revelarán a cualquiera que desee saberle. La luz está sobre el horizonte; no siendo, pues, posible disiparla, ¿no era mejor dejarla difundir? ¿Nos creeremos más seguros en medio de las nubes que la confunden?
Sobre todo, cuando éste fuese un mal, deberíamos arrostrarle como un mal necesario, para evitar otros mayores, porque ¿cómo conoceremos nuestras leyes si ignoramos sus orígenes? ¿Cómo nuestra policía civil y eclesiástica en medio de la ignorancia y confusión de sus fuentes? Ni ¿cómo alcanzaremos tantas cosas que es tan necesario saber como vergonzoso ignorar? Ni ¿cómo, en fin, desterraremos tantas opiniones absurdas o combatiremos tantos errores perniciosos a que ha dado lugar la ignorancia de estas memorias?
Infiera usted de aquí cuál será mi dictamen acerca de las ventajas y inconvenientes de esta gran colección; mas como podrá llegar el caso de que su importancia sea conocida y la proposición de usted aprobada, no quiero dejar de decir que en él su primera atención debe volverse hacia los archivos de esta provincia, que por su antigüedad y abundancia piden la primera atención y examen de la crítica, y deben dar la luz que ilustre a todos los demás. Pero la piden principalmente por no haber [sido] bien reconocidos ni disfrutados hasta ahora.
Morales o no los vio, o los vio muy depriesa, como se infiere de la lectura de su Viaje Santo, y aun de su Historia. Carballo trabajó mucho en ellos; pero los vio con sus ojos y los juzgó con el gusto y la crítica de su edad. Espinosa Marañón y Avilés sólo vieron el de la catedral, y acaso no buscaron en él más que patrañas y genealogías. Cerdá entró en éste solo, sin verle ni disfrutarle. Risco, sin verle, disfrutó los extractos del canónigo N…, reconoció algunos otros, señaladamente el del monasterio de Corias; y yo… apenas me atrevo a entrar en este número, porque aunque vi y disfruté más que otro alguno, y aunque poseo gran número de copias de lo que hay en ellos, no me atrevo a responder de nada; de las copias, por sacadas de priesa, a veces a hurtadillas, por distintas manos, ni muy expertas, ni siempre diligentes; y de mi proprio trabajo, por parecido al de nuestras merinas, que sólo comen lo que muerden al paso, no puede ser tampoco ni abundante ni correcto. Pero al fin no será inútil, pues que podrá servir de índice para buscar los originales y reducir la operación de su examen a un simple cotejo.

Referencia: 03-596-01
Página inicio: 596
Datación: 1800
Página fin: 603
Lugar: Gijón
Estado: publicado