De libros y reseñas
Comienzo de texto
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Si alguna disculpa puede tener la liviana ignorancia con que algunos literatos extranjeros juzgan el estado de nuestra literatura, se hallará acaso en la gran indolencia con que nosotros mismos descuidamos su reputación. Mientras ellos nos suponen en vergonzoso atraso, así en ciencias como en literatura y así en las artes bellas como en las fabriles, sin tener otro apoyo de sus aserciones ni otra medida para sus juicios que su propia ignorancia, nosotros somos de algún modo sin advertirlo la causa de esta ignorancia. Debiéramos tratar de disiparla por los medios con que hacen valer su opinión; pero nos contentamos con quejarnos de ellos, y achacamos a envidia y mala fe lo que tal vez no es más que ligereza o falta de algunas luces que tenían derecho a esperar de nosotros.
Parécenos que en esta materia, como en otras, los hechos deberían excusar los raciocinios; pero no reflexionamos que los hechos para ser valerosos deben ser conocidos. Parécenos que nuestros libros hablan suficientemente en nuestro favor, pero al mismo tiempo descuidamos de hacérselos conocer o nos desdeñamos de recomendárselos. Sea enhorabuena en aquéllos una liviandad arrojarse a juzgar la literatura de una nación sin conocerla; pero ¿no será una injusticia en nosotros exigir que la conozcan sin anticiparles alguna idea de ella? Enviarlos a las mismas obras no basta, porque es bien sabido que ya nadie lee los libros para juzgarlos, salvo aquellos que en beneficio público toman sobre sí tan delicado y penoso encargo. Quien los lee, los lee para instruirse o deleitarse en ellos. Y como la manía de hacer libros ha llegado a tocar en furor, y este furor engendra y aborta cada día tantísimos libros malos para tal cual bueno que pare con feliz alumbramiento, de ahí es que con razón se desconfía de los libros nuevos, que se les mira como un manjar peligroso, y que nadie se atreve a gustarlos sin tener alguna idea de su sabor y salubridad. Además que la necesidad de esta precaución crece en razón compuesta de la cantidad y de la calidad de las nuevas producciones; pero se pueden apostar ciento contra cinco a que de los millares de millares de libros nuevos que se trafican en la feria anual de Leipsic, para cada cinco buenos hay noventa y cinco malos, y aun se puede apostar a que en cada ciento de estos malos hay por lo menos cincuenta que lo son, no sólo en el sentido literario, sino también en el moral.
Es verdad que, por la misericordia de Dios, no nos ha infestado todavía tan pestilente moda. Es verdad que escribimos poco, se entiende original, porque no hablo de traducción, y en eso poco hay más de bueno que de malo; y sea por aquella estimación de la propia dignidad, que inspira tan íntimo respeto a la opinión pública, sea por efecto de cierta gravedad natural que no se puede negar al carácter español, ello es que escribimos poco, y eso en general bueno. Pero esto mismo agrava más nuestro descuido que la injusticia ajena: primero, porque el extranjero ha de regular su curiosidad por el estado general de la literatura y no por el nuestro; segundo, porque tanto mayor será nuestro descuido en hacer conocer nuestros libros cuanto menor sea su número y mayor su mérito.
Pero tratando de este remedio, no quisiera yo que nos redujésemos a los libros que salen, o que saldrán a luz, sino que abrazásemos los que ha producido, va produciendo y se halla en estado de producir nuestra nación. Ahora bien: si decir que no tenemos libros buenos y aun bonísimos, así antiguos como modernos, que dar a conocer, sería tan grande absurdo como grande injusticia confesar que no tenemos sujetos capaces de producir otros nuevos en ciencias y en literatura, es claro que si pretendemos ser juzgados por este estado y estas obras, es de nuestro cargo hacer conocer y desear uno y otro. Y esto, no sólo a los extranjeros, sino también a los españoles extranjerados; y esto no con vagas y declamatorias apologías, ni tampoco por aquellos medios artificiosos y engañosos que tal vez se emplean en otras partes para cebar la incauta curiosidad de los lectores, sino por aquellos nobles y honrados medios que el deseo de la general ilustración aprueba y el del propio decoro justifica.
Bien sé yo que esta queja no es ya tan justa en el día como lo era algunos años ha. El dolor de ella, sentido a la mitad del siglo anterior, produjo el excelente Diario de los literatos, obra que fue tan útil, como era necesaria, pero que por lo mismo no duró. Su crítica, sin ser severa ni injusta, era menos indulgente de lo que el estado coetáneo de las luces requería y la irritabilidad del amor propio permitía. Celos, contradicciones, envidias y manejos hicieron enmudecer a sus autores. Los buenos sintieron entonces su silencio, y la literatura nacional se resintió muy luego de la falta de aquella antorcha que empezaba a alumbrarla, y aquel estímulo que dando tanto aliento al genio y la aplicación, refrenaba la ligereza del amor propio y la temeridad de la ignorancia.
Después acá, el autor modesto de una obra nueva se hubo de contentar con un cartel en las esquinas o un simple anuncio de su título en la Gaceta, y tal vez era de peor condición que el escritor artero que para hacer valer el de su obra añadía que era necesaria para ministros y magistrados, militares y médicos, frailes y monjas, y para toda clase de personas; y en este desamparo del mérito y esta libertad del charlatanismo, la literatura se encogió, se acobardó y, por decirlo así, esperó en silencio que le rayase mejor aurora.
Rayó por fin, y el mal halló ya algún remedio. Gracias a nuestros nuevos periódicos, y a la protección que les dispensa el Gobierno, las obras nuevas, no sólo se anuncian, sino que si son medianas se abandonan al juicio del público. Si buenas o malas, se analizan y juzgan para darles alabanza o censura merecidas, aquélla con la generosidad debida siempre a la aplicación y al genio, y ésta con el miramiento y parsimonia que la sensibilidad del amor propio y la urbanidad literaria requieren.
Pero valga la verdad: ¿está aquí todo el remedio que nuestra reputación necesita? ¿Bastan unos cuantos periódicos para aplicarle? Ellos son pocos: los objetos de cada uno muchos, y el de que tratamos, que a lo más se cuenta por uno de ellos, muy vasto. La empresa requería muchos cooperadores y dotados de mucha y muy varia instrucción, y tal vez no todos los que pueden trabajar muy bien en otros objetos de los que desempeñan nuestros periódicos serán a propósito para éste. ¿Y qué, si los análisis de nuestras obras escogidas se extendiesen como sería de razón a otros siglos, o por lo menos al que acaba de expirar? ¡Cuánto distamos en este punto de los extranjeros, a quienes en vez de quejarnos deberíamos por lo menos la idea!
Apenas entre ellos sale a luz una obra, cuando se abren cien bocas para preconizarla. Gacetas, periódicos, cartas o anuncios analíticos difunden su noticia por todo el mundo literario. ¿Es buena? Los elogios la levantan al cielo. ¿Mediana? Se la.