Diálogo filosófico acerca del saber, estudiar y discurrir

Comienzo de texto

Comienzo de texto: (Personajes: don N., HILARIO, TELESFORO.) DON N.: ¿Cómo tan temprano, señor don HILARIO?

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(Personajes: don N., HILARIO, TELESFORO.)
DON N.: ¿Cómo tan temprano, señor don HILARIO?
HILARIO: ¡Déjeme Vm. que vengo hecho un veneno! Amigo, para mi curiosidad, no es sino tarde. ¿Creerá Vm. que la conversación de anoche me ha quitado el sueño?
DON N.: ¿El sueño? Vm. se burla. ¡Hombre de tan buen humor, perder el sueño!
HILARIO: Sí, señor, y por lo mismo. Ese maldito de don TELESFORO me quita mi buen humor, y yo, sin buen humor, no puedo pegar los ojos.
DON N.: ¿Conque para Vm. no hay más arrullo que las carcajadas?
HILARIO: Pero ¿ha visto Vm., en su vida, modo de pensar más extravagante? Querer que todos meditemos, que todos estudiemos, que todos seamos sabios…
DON N.: ¡Bueno fuera, sin duda! Pero no es tanto lo que quiere; no creo que van tan allá sus principios.
HILARIO: ¡Dale con principios! Con ese nombre nos quiere llenar la cabeza de duendes.
DON N.: No negaré a Vm. que los suyos me parecen un poco severos y acaso extremados, pero aun en eso, debemos respetarle, porque todos tienen por objeto el mayor bien del público. En lo que decía anoche tenía mucha razón. ¿No advirtió Vm. con cuánta claridad expuso la naturaleza del ser racional y dedujo de ella sus varias obligaciones?
HILARIO: Está bien; convengo que no nos fue dada la razón para que la arrinconemos como un trasto viejo en el cerebro; que debemos obrar conforme a ella, y no como los brutos, según nuestro apetito. Todo esto es llano; pero ese hombre saca de ahí tal sarta de consecuencias…
DON N.: Pues ahora empieza.
HILARIO: Pues buena nos la depara.
DON N.: Es (que) la dificultad está siempre en establecer un principio. Establecido, ¿quién sabe a dónde le llevarán sus consecuencias?
HILARIO: ¡Consecuencias! No hay cosa más fácil que sacarlas, y si no, vaya Vm. un día a San Hermenegildo y estese un par de horas con los sumulistas. El caso es que sean buenas.
DON N.: No pueden dejar de serlo, si son bien deducidas.
HILARIO: Enhorabuena. Veremos, pues, las que saca del principio que quedó establecido anoche. Estoy rabiando de curiosidad; y a fe que hoy no seré tan indulgente: le he de disputar hasta los ápices.
DON N.: Pero cuenta con el buen humor, porque ya siento la campanilla.
HILARIO: Sí, él es: sonaron los tres golpes. Hasta para llamar tiene principios.
DON N.: ¡Vamos, señor don TELESFORO, que ya nuestro HILARIO espera a Vm. con impaciencia!
TELESFORO: Así me lo quiero yo: nunca se recibe mejor la doctrina que cuando muy deseada.
HILARIO: Pues no crea Vm. que mi impaciencia nace de deseo.
TELESFORO: Pues ¿de qué nace?
HILARIO: De curiosidad.
TELESFORO: Tanto vale, y mejor para mí. ¿Cree que la curiosidad sea más que un inquieto deseo de saber?
HILARIO: ¡Séalo en buen hora!, yo no me avergüenzo de tenerla.
TELESFORO: ¡Avergonzarse? No, señor; más bien preciarse de ella.
HILARIO: ¿Sí, eh! ¿De ser curioso? ¡Qué bella ironía!
TELESFORO: No, amigo mío, no es ironía, por cierto. La curiosidad es uno de los dones con que el Criador ha distinguido nuestro ser. Sin ella, no acertaríamos a socorrer nuestras necesidades; sin ella, no hallaríamos los medios de mejorar nuestro bienestar. Ella nos conduce a investigar la naturaleza; nos hace observar cuanto nos rodea. No contenta con ver los efectos, nos levanta a la investigación de las causas, y por este medio alcanzamos estas leyes eternas por que se gobierna el Universo y que son el grande objeto de la sabiduría.
HILARIO: ¡Eh! Ve ahí lo que yo digo. Vm. sabe pintar las cosas como le acomoda: pero, sea lo que fuere, un hombre curioso parecerá siempre un ente ridículo. Todo lo indaga, todo lo quiere saber. Abre Vm. una carta, hétele con los ojos encima. Habla Vm. con su amigo, abre un palmo de oreja, por si puede pillar alguna palabra. Si ve en el paseo una cara nueva, ¿quién es aquel?, ¿cuándo vino?, ¿a qué?, ¿de qué parte? Parece que, olvidado de sus negocios, solo trata de los ajenos. Lo que hace Vm. en su casa, y yo, en la mía; las amistades o las pendencias de los vecinos; lo que puse en el baratillo o en cal-de-francos; lo que se escribe de Madrid o de Constantinopla; todo le interesa, todo excita su curiosidad. He aquí la virtud de la que debo preciarme.
TELESFORO: Ese es ciertamente un vicio, porque los vicios están muchas veces contiguos a las virtudes. El liberal puede dar en pródigo; el sobrio, en avariento; el prudente, en irresoluto; y el devoto, en supersticioso. Y, no por eso, la liberalidad, la sobriedad, la prudencia y la devoción dejarán de ser virtudes. Nuestra curiosidad lo es cuando, dirigida a objetos dignos de nuestro ser; fuera de ellos, es vicio o liviandad.
DON N.: No creo que nuestro don HILARIO se avergonzará ahora de su curiosidad; trate Vm., pues, señor don TELESFORO, de satisfacer la de entrambos; que también la tengo yo, y muy grande, de saber lo que piensa en el punto que quedó ayer.
TELESFORO: Enhorabuena. Quedamos de acuerdo, en que la razón fue dada al hombre para dirigir sus acciones y que, por lo mismo, debe obrar según ella; pero estas acciones deben tener un fin, ¿no es verdad, señor don HILARIO?
HILARIO: No, sino muchos: cada una deberá tener el suyo.
TELESFORO: Bien dicho: Vm. no deberá ponerse en la calle, sin que su razón le presente una razón honesta para salir de casa, ni volver a esta…
HILARIO: ¡Oh! No es eso lo que yo quiero decir. Yo entro y salgo a todas horas, sin fin determinado. Salgo porque nada tengo que hacer en casa; salgo porque no he de comer, ni dormir en la calle.
TELESFORO: De acuerdo, siempre le mueve a Vm. algún fin: Vm. sale, porque no tiene qué hacer en casa, luego sale porque tiene que hacer fuera; pues no teniendo que hacer ni en casa, ni fuera, no saldría, se estaría quieto.
HILARIO: ¡Hay tal empeño! Sí, saldría.
TELESFORO: ¿A qué?
HILARIO: ¿A qué? Saldría… por salir, a dar un boleo, a ver un amigo, a parlar un rato, en fin, a callejear. ¡Vaya, que es buena! ¡Pues qué! ¿Seré yo solo el que sale de casa solo por salir?
TELESFORO: No hay que atufarse. Y dígame Vm., por su vida. ¿No suele tener por necio, o por bobo, al que ve reír sin motivo?
HILARIO: Mucho que sí.
TELESFORO: ¿Y bien?
HILARIO: Porque reír sin motivo supone falta o trastorno de razón.
TELESFORO: ¿Y qué supondrá, sino eso mismo, cualquiera acción ejecutada sin motivo? Al fin, la risa, efecto de un movimiento de los nervios, puede ser no solo indeliberada, sino independiente de la razón, y aun repugnante. Reímos cuando alguno cae, aunque sintamos su daño; reímos solo al amago de las cosquillas. Ve ahí un motivo.
HILARIO: Pues no es así: salgo aunque no tenga qué hacer.
TELESFORO: Diga, pues, a qué sale Vm.
HILARIO: ¿A qué salgo? Salgo, por salir.
TELESFORO: No, señor don HILARIO. Perdóneme Vm. que le diga que nunca sale de su casa sin algún objeto. Lo contrario sería obrar…
DON N.: No hay que estrechar tanto las cosas: el señor don HILARIO no puede dudar que el hombre se propone un fin en cuanto hace, y así lo ha indicado; pero quiere decir, si no me engaño, que muchas veces no se determina este fin. Se sale de casa, por desahogo o por costumbre; se sale a tomar el aire, a hacer una visita o entretener de otra manera el tiempo. Bien se ve que en todo esto hay un fin: pero este fin no está descubierto ni determinado por la razón.
HILARIO: Cabalmente, esto es lo que digo, y aun lo que hago todos los días. ¡Bueno fuera que para salir a paseo un rato, a Gradas o al Trenal, tuviera yo que devanarme los sesos, ni entrar en consulta con mi razón!
TELESFORO: No se pide tanto, ni creo que Vm. obre sin la determinación que se pide. Cuando Vm. sale a pasear al Tamarguillo, se propone una cosa honesta, y lo mismo cuando visita a un amigo o se entretiene en conversación con otro. La determinación de este propósito no es menos cierta porque no sea advertida; ni para ella es menester previa consulta, pues que en las cosas honestas, e indiferentes, puede muy bien el hombre seguir sin detención, o el mero impulso de la costumbre, o el impulso momentáneo de su voluntad. Quedamos, pues, de acuerdo, que la razón fue dada al hombre para dirigir sus acciones; y que, en ellas, debemos proponernos algún fin. El señor dijo muy bien: que nos proponemos muchos, puesto que son muchas nuestras acciones. Pero ¿no habrá además algún fin grande y único al cual deben encaminarse todas nuestras acciones y por el cual debamos regular el objeto de cada una, de tal manera que tengamos por malas las que repugnan y, por buenas, las que convengan con aquel fin? He aquí de lo que debemos hablar esta noche, ¿qué dice Vm., don HILARIO?
HILARIO: Que la materia me parece un poco honda; será mejor que os responda don N.
DON N.: No hay mucho que detenerse en ello. Sin duda que el Criador, dándonos el ser, se propuso algún objeto, y este objeto será el fin de nuestra existencia. La dificultad estará solo en determinarle.
TELESFORO: No puede ser muy grande; pero no quisiera yo que entrásemos ahora en ella. Bastará en que convengamos en que la conducta del hombre debe ser conforme a los fines de su existencia.
DON N.: Desde luego.
TELESFORO: ¿No es así, señor don HILARIO?
HILARIO: Así será; aunque Vm. suele adelantar esos buscapiés para enredarnos en ellos. ¿No sería mejor poner a descubierto ese fin grande, y hablar después en él?
TELESFORO: Sea así, si Vm. quiere. Dígame, pues, ¿cuál le parece que será el fin de su existencia?
HILARIO: En verdad que no me atrevo a responder de pronto.
DON N.: Ni es, en verdad, muy fácil. La indagación de este fin ha ocupado a muchos sabios de la antigüedad, y a algunos de nuestro tiempo. Sus opiniones no están, en este punto, muy conformes. Apenas hay un objeto más digno de nuestro estudio y meditación; y ve ahí por qué quisiera yo reservar, para más adelante, esta conversación.
HILARIO: Enhorabuena: queda asentado que el hombre debe obrar conforme al fin o a los fines de su existencia. ¿Qué infiere Vm. de ahí?
TELESFORO: No corramos tanto, yo lo diré. Si nuestras acciones deben ser dirigidas por nuestra razón, si esta razón debe encaminarlas a los fines de nuestra existencia, ¿será nuestra primera obligación ilustrar esta razón, esta guía, primero, para que conozca estos fines, segundo, para que alcance los medios de llenarlos? Esto me parece consiguiente.
DON N.: Con todo, se puede poner en ello, algún[a] duda. Si Dios nos ha dotado de razón, para que obremos según los fines de nuestra existencia, parece que, en ella, nos ha dado una guía para dirigir con acierto nuestra conducta, y, si es así, bastará que la sigamos fielmente. Será una luz que estará siempre dentro de nosotros, sin que tengamos necesidad de encenderla.
HILARIO: Esto sí que me parece, a mí, concluyente.
TELESFORO: Sin duda que es una reflexión propia del talento del señor don N. y, por lo mismo, muy digna de detenerse en ella. Ahora bien, para seguirla, tenga Vm., señor don HILARIO, la bondad de decirme qué es lo que entiende por esta palabra, razón humana.
HILARIO: Entiendo… entiendo… será la facultad que tenemos de discurrir.
TELESFORO: Cerca le anda. Y bien, ¿discurren todos los hombres igualmente? ¿Discurre con igual acierto el mozo que el viejo, el sesudo que el atropellado, el sabio que el ignorante?
HILARIO: No, señor, todos discurren, pero cada uno a su modo.
TELESFORO: Pero ¿no habrá un modo de discurrir que sea el más exacto y, fuera del cual, todo lo que se discurra deje de serlo? En una palabra, esta facultad a que damos el nombre de razón ¿no será capaz de ilustrarse con la meditación y el estudio?
HILARIO: ¡Oh!, eso sí, por cierto.
TELESFORO: Muy bien; y el que hubiere ilustrado más su razón, ¿no conocerá mejor los fines de su existencia y los medios de cumplirlos?
DON N.: Sin duda.
TELESFORO: Será, pues, una obligación esencial del hombre ilustrar su razón.
[Don] N.: Sea así. Pero me parece que esta indicación es muy vaga; y lo será, por lo mismo, la obligación que de ella se deduce. ¿No pudiera determinarse más claramente?
TELESFORO: De eso trataremos: este punto es más importante y, por lo mismo, quisiera que nos detuviéramos un poco a indagar la esencia de esta admirable facultad que distingue al hombre de todos los seres, y que, por decirlo así, le encarama sobre toda la naturaleza visible.
HILARIO: ¡Bueno! Escupamos, tomemos un polvo y preparémonos para el sermón.
TELESFORO: No será largo. Si Vm. me saca de una duda en que estoy, podremos tal vez excusar largas explicaciones. Dígame Vm., por su vida, ¿en qué distingue Vm. el hombre del bruto?
HILARIO: ¡Bella pregunta! En que el uno está dotado de razón y el otro, no.
TELESFORO: Muy bien. Pero ello es que, en ambos, vemos acciones determinadas por un principio propio de su ser; al que determinan las acciones del hombre, llama Vm. razón; ¿qué será, pues, el que determina las acciones del bruto?
HILARIO: El instinto.
TELESFORO: Todo esto es llano, y esta es la diferencia establecida entre el ser a que damos el nombre de racional y el puramente animal: ambos están animados, ambos tienen un principio de acción, pero esto no satisface, si no conocemos la diferencia que hay entre la razón y el instinto. Yo pudiera pedir a Vms. que me la determinasen, pero, pues la respuesta es algo difícil, veremos cómo allanar el camino. Cuando examinamos las acciones del bruto, no podemos dejar de conocer dos cosas. Primera, que todas van encaminadas a un fin: comer, reposar, procrear, educar su prole, defender su vida, en una palabra, gozar de su existencia y conservarla. He aquí el fin a que parece que conspiran constantemente. Puede, ciertamente, haber algún otro, pero ¿quién sondeará los secretos del Altísimo? Nosotros vemos que, mientras cada uno de estos seres camina a su conservación, contribuye de mil maneras a la conservación del orden general; que no hay ser alguno que no esté enlazado con este orden; que la abeja labra su miel para alimento y su cera, para luminaria del hombre; que unos le alimentan, otros le visten y otros le ayudan a cultivar la tierra, a conducir sus frutos y a mover las máquinas con que dispone de las fuerzas de la Naturaleza. Vemos que su índole, sus proprensiones [sic], su forma misma, es conveniente a estos fines. ¿Quién sabe si el hombre, hoy olvidado del estudio de la Naturaleza, convertido algún día a su contemplación, descubrirá en la existencia de un solo insecto fines más altos y provechosos todavía? Pero, sin entrar en esta consideración, que acaso podremos tomar algún día, reflexionemos sobre otra observación igualmente cierta y constante: y es que los brutos jamás se desvían en sus acciones de este fin a que deben encaminarse; todos conocen, por ejemplo, el alimento que les conviene y los medios de buscarle y alcanzarle. La Naturaleza los ha proveído completamente de uno y otro. Los carnívoros no solo conocen su presa, sino que tienen toda la fuerza y toda la astucia necesaria para asegurarla: su forma y su particular instinto, sus miembros y sus propensiones están en perfecto acuerdo. Otro tanto vemos en los gramíneos. La araña tiene en su vientre el casco (¿copo?) que debe darle los hilos necesarios para su tela; sus largos y flexibles brazos los distribuyen y aseguran para tender la red en que debe caer la mosca. Si algún accidente destruye su tejido, lo repara al momento. Sabe ponerse en acecho, sabe asegurar sus tiros, sabe prevenir las defensas de su enemigo, y, en todo esto, vemos admirablemente asegurada su subsistencia. Entretanto, la mosca no está olvidada. Sus alas, su trompa, la corona de ojos que ciñe su cabeza, su aguijón, sus garras, cuanto vemos en ella es proporcionado al elemento en que vive, al alimento de que debe subsistir y a todas las propensiones de que fue dotada, para que pudiese conservar su vida y propagar su especie. ¿No es esto así?
HILARIO: Lo será. Yo no me he detenido a pensar tan de propósito sobre las arañas y las moscas, pero hallo que lo que decís conviene con lo poco que tengo observado en ellas.
DON N.: A la verdad que no es menester observar mucho para conocerlo. Lo que el señor don TELESFORO ha dicho de estos insectos se puede decir de todos los animales, del elefante y el avestruz, como del ratón y el jilguero, y sin gran estudio de la historia natural, se ve que no hay animal que no presente la misma prueba. Pero ¿qué es lo que inferís de aquí?
TELESFORO: Nada todavía. Ahora tratamos de asentar principios, tiempo tenemos para deducir consecuencias. Quedamos de acuerdo en que todo animal tiene en sí una facultad capaz de dirigir sus acciones, y que la emplea constantemente en su bienestar.
DON N.: Enhorabuena.
TELESFORO: Decidme ahora: ¿es lo mismo en el hombre?
DON N.: Sin duda, y con más excelencia, porque hace por razón lo que el bruto, por instinto.
TELESFORO: Pero esta es una diferencia de palabras, y es algo más lo que buscamos. Vm. entiende por instinto un principio determinante de las acciones del bruto, una facultad directiva capaz de conducir todas sus acciones a los fines de su existencia. ¿Por qué, pues, no da a este principio el nombre de razón? Por ventura la razón ¿es otra cosa que el conocimiento de las relaciones que hay entre nuestra existencia y los demás entes? Este conocimiento, pues, pertenece también al bruto, porque conoce sus necesidades, conoce los medios de satisfacerlas y tiene dentro de sí una facultad que le conduce a dirigir este conocimiento a los fines de su existencia.
HILARIO: ¡Extraña paradoja! Pues entonces, ¿en qué se distinguiría el bruto del hombre?
TELESFORO: Esto buscamos, y esto quiero que Vms. me digan.
DON N.: En efecto, no basta decir que se distinguen por la razón y el instinto, si no se fija la significación de estas palabras.
TELESFORO: Así es. Ahora bien, Vms. han dicho lo que entendemos por la palabra instinto. Yo creo que la podríamos explicar muy bien, con el nombre de raciocinio; pero el nombre no hace al caso. Tratemos de establecer la diferencia de una y otra facultad, y yo creo que hallaremos que no tanto se halla en su esencia, cuanto en la perfección.
DON N.: Así, en verdad. La razón del hombre es, sin duda, más perfecta porque puede subir a conocimientos que jamás puede alcanzar el instinto, o sea, la razón meramente animal. Con todo, jamás podemos dar al instinto el nombre de razón, sin un grave inconveniente, y es que la razón supone una alma espiritual y, por consiguiente, eterna, y vea Vm. el error en que vendríamos a caer.
HILARIO: Y ahí que no es nada.
TELESFORO: Con la protesta de que no tengo empeño en los nombres, que en nada mudan la naturaleza de las cosas, siempre será enteramente independiente de ellos, diré que cuando definimos la razón prescindimos de su principio. Si razón se llama el conocimiento de las relaciones, y de este conocimiento es capaz el instinto, es claro que al instinto se podrá dar el nombre de razón, ora sea material, ora no lo sea, el alma que anima a los brutos. Segundo: que la inmortalidad de las almas pende más bien de la voluntad de su autor, que de su misma esencia, y que, por tanto, dando a los brutos, y a los hombres, ambos igualmente espirituales, aunque no igualmente perfectos, pudo dotar, y efectivamente dotó, al alma humana del don de la inmortalidad, negándole, como le negó, a la alma de los brutos. Él, que las hizo de la nada, ¿no podría volverlas a ella?
DON N.: Punto es ese de grave dificultad, y yo, en él.
TELESFORO: Basta, no nos embaracemos en él, pues que no conduce a nuestro propósito. Busquemos la verdadera diferencia entre el hombre y el bruto o, por mejor decir, califiquemos la razón humana que es nuestro objeto. Yo espero que Vms. me digan lo que conciben acerca de ella.
DON N.: No es difícil. Entendemos por alma humana aquella sustancia espiritual que, unida al cuerpo humano, le anima y ennoblece; y, por razón, el dote más distinguido y más noble de esta sustancia.
TELESFORO: Habéis dado una definición o, por lo menos, habéis hecho una exposición muy exacta de la razón del hombre. Pero nosotros no vemos esta sustancia y, en el hecho de ser espiritual, sabemos que nuestros sentidos no son capaces de comprehenderla: ¿por qué medios, pues, hemos alcanzado el conocimiento de esta sustancia?
DON N.: Por sus efectos.
TELESFORO: Muy bien, esto es igualmente cierto. Vemos que el hombre se mueve espontáneamente, y inferimos que está animado; vemos que percibe, compara, juzga, en una palabra, que piensa, luego el alma que le anima está dotada de una facultad pensante; a esta facultad, damos el nombre de razón y, al alma que la posee, el título o dictado de alma racional. Buscamos después las propiedades de la materia. Las observamos en todos los cuerpos, y no solo hallamos que percibir, comparar, juzgar, discurrir, son cosas que no solo no pertenecen, sino que repugnan a las propiedades de la materia. Y ved aquí cómo inferimos que el alma humana no es materia o, lo que quiere decir lo mismo, que es inmaterial. Pero, como existiendo realmente, haya sido necesario determinar su esencia con algún dictado de significación positiva, de aquí es que habremos dado el nombre de espíritu y llamádola alma espiritual. ¿No es esto así?
DON N.: A fe mía, que es difícil hacer una explicación más clara y sencilla de nuestra alma.
HILARIO: Y así debe de ser: porque yo, que no soy filósofo, la he comprendido perfectamente.
TELESFORO: Pues bien, ¿cómo es que, dotados todos los hombres de un alma tan excelente y todas las almas de tan sublime facultad, se halla entre ellas tan inmensa diferencia? Comparad a un hotentote con un europeo, a un rústico con un cortesano, a un Claudio con un Antonino, a un… con un Newton. ¿Tuvieron, por ventura, almas diferentes o dotadas de distintas facultades? ¿O la razón que fue dada a unos y otros fue en su origen más o menos perfecta?
DON N.: Parece que no. Lo más probable es que hay una perfecta igualdad en las almas, aunque la diferente constitución de los cuerpos a que están unidos pueda producir en ellos diferentes efectos.
TELESFORO: Y que esta inmensa diferencia que notamos entre un hombre y otro hombre ¿será solo debida a la diferencia de su constitución?
DON N.: No, por cierto. Hay otra causa de diferencia, y es que unos cultivan más que otros su razón, estos la ejercitan más.
TELESFORO: Es constante; pero los brutos cultivan también su instinto, y le ejercitan, dirigiendo siempre y constantemente sus acciones a fines determinados, perfeccionan el principio que los dirige. Ved cómo la gallina doméstica llama a sus pollos, escarba la tierra, les muestra el grano y les enseña a buscar su alimento. Pero ¿qué digo? ¿No hemos visto también muchos animales, y aun los más groseros, al parecer enseñados (dóciles a la voz y a la doctrina del hombre) a saltar, danzar, producir sonidos articulados y hacer mil estupendos juegos y habilidades? Luego esta facultad, este principio determinante de sus acciones ¿es capaz de perfeccionarse?
HILARIO: En verdad que cuando pienso en mi Turco, no me atrevo a negarlo. Ayer tarde, paseando yo a la puerta de la Macarena, eché menos el pañuelo que había perdido en la calle. Persuadido, creí haberle dejado en casa por descuido, como otras veces, descuidado, para enseñarle a traerlo a la mano. ¡Turco!, dije poniendo la mano en la faltriquera, parte como un rayo. Pasado un rato y cuando esperaba yo verle volver, oigo un gran ruido, ladridos y lloros, hacia el Segundo Usillo; corro allá y, ¿qué era?, mi Turco, que volvía con el pañuelo, después de habérselo arrancado a viva fuerza a un muchacho que le recogiera en la calle. Pero, al cabo, esto es un efecto de la repetida enseñanza, y a fe que los animales no adquieren esta sagacidad sino a fuerza de palos y halagos.
DON N.: En efecto, parece que, en estas habilidades, tiene más parte la costumbre que el instinto.
TELESFORO: Y es así, en verdad. La destreza de los animales es como la de ciertos artistas, que a fuerza de ejecutar una misma operación, la ejecutan fácil y perfectamente, sin que en ello tenga parte el discurso. En una palabra, estas habilidades son independientes de toda reflexión.
HILARIO: Pero, al fin, ¿en qué consiste esta diferencia?, porque yo veo que vais encadenando de tal manera vuestras ideas, que temo que me haréis dar con ellas en algún derrumbadero. Vm. nos dice que los animales piensan, comparan, juzgan, nos dicen qué quieren y no quieren; que adquieren hábitos, que perfeccionan sus conocimientos, que sienten, aman, aborrecen, son capaces de placer y de pena, en suma, que tienen razón; ¿qué les falta, pues, para ser iguales al hombre?
TELESFORO: Hac aques, hic labor est. Esto es lo que buscamos; pero entretanto, Vm. no debe hacerme cargos injustos. No soy quien ha atribuido al alma de los animales esas dotes. Es Vm.
HILARIO: ¡Yo!
TELESFORO: Sí, señor, Vm. y todos. Yo no he hecho sino presentar las observaciones y todos hemos sacado las consecuencias. ¿Sabe Vm. si los animales son capaces de sacar consecuencias?
HILARIO: Feijoo dice que sí, y en verdad que sus argumentos parecen fuertes, pero yo no me atrevo a asentir a ellos, por no dar en algún absurdo.
TELESFORO: Nada puede ser más absurdo que ese temor. Él supone un verdadero abuso de la razón: conocer la fuerza de un argumento y negarle el asenso; ¿os parece digno de la razón humana?
HILARIO: Pero ¿y las consecuencias?
TELESFORO: Ved si están bien deducidas: si en vez de argumento os presentan sofismas, y entonces…
HILARIO: Mas para eso, es necesario estudiar lógica.
TELESFORO: No olvidéis lo que acabáis de decir: habéis sacado una consecuencia con que yo os reconvendré algún día. Pero volvamos a nuestro asunto, y concluyámoslo, pues que ya es tarde. Decidme, ¿habéis visto algún animal que salga de su casa a pasear o a ver la comedia?
HILARIO: Lo segundo, no, de seguro; lo primero, sí, muchas veces.
TELESFORO: Sin embargo, seguidles, observadles bien, y notaréis que sus acciones siguen siempre sus necesidades y que ninguna tiene otro objeto.
DON N.: Eso es verdad, pues aunque no siempre conozcamos a dónde se encaminen, cuando observamos el término de cada una, siempre le hallamos enlazada con alguna necesidad, y esto, en tanto grado, que el animal, cuando no la tiene, duerme y reposa.
TELESFORO: Porque el sueño y el reposo son también una necesidad; y ¿no inferiremos de aquí que el principio de sus acciones obra necesariamente?
DON N.: Parece que sí. Pero Vm. ha dicho que los animales quieren y repugnan; esto prueba que tienen voluntad, y si la tienen, no obrarán necesaria, sino voluntariamente. Así es, tienen voluntad, pero no albedrío: la primera es compatible con la necesidad del impulso; la segunda, no. Tienen voluntad, mas no voluntad libre; y ved aquí, a mi juicio, uno de los primeros privilegios del alma humana.
TELESFORO: Pero, si ese solo la distingue del alma bruta (permitidme la expresión), fácil será destruir esa diferencia; porque si el bruto piensa y quiere, también deliberará, y si delibera, será libre. En efecto, vemos, en algunos, indicios de esta libertad. Indican un deseo, su acción se dirige, el miedo, la dificultad de alcanzarle, la retrae. ¿No es esto una deliberación?
DON N.: No, por cierto. Ese miedo, esa dificultad, suponen alguna sensación recibida en su alma, y, entonces, el principio que obra en ella produce una idea contraria o, si queréis, una voluntad distinta que fuerza la dirección de su acción a la fuga o a otro partido. Cuando el hombre discurre, combina, consulta sus recursos, pesa sus ventajas y, deliberando lo que más le conviene, determina su acción, superando a veces los más fuertes temores o las más arduas dificultades. ¿Conocéis en los brutos estos esfuerzos de heroísmo y constancia que producen en los hombres las grandes acciones?, ¿estos sacrificios de su conveniencia, de su placer, de sus intereses, de su vida?, ¿estos deseos que los devora, en pos de una gloria, muchas veces vana, a la verdad, pero algunas dignas de su ser y de los altos destinos para que fue criado?
TELESFORO: No, ciertamente; en eso veo un alma ansiosa de levantarse a más grandes fines. Pero ¿es esto solo lo que nos distingue de las bestias?
DON N.: No, por cierto. El Gran Ser que la crío para ellos la adornó de las dotes necesarias para alcanzarlos. La hizo capaz de descubrir el orden magnífico de la Naturaleza, de conocer las admirables relaciones que enlazan sus seres, de reunir las ideas de estas relaciones que recibe por sus sentidos, de combinarlas, formar de ellas ideas universales y ver en ellas el orden moral que reina en el Universo y la mano de su supremo Autor. En suma, el bruto siente, percibe, conoce lo que conviene a sus necesidades, se determina a socorrerlas por un principio que le arrastra hacia ella; pero no combina, no forma ideas universales, no penetra el orden físico y moral de la Naturaleza.
(Interrumpido.)

Referencia: 13-327-01
Página inicio: 327
Datación: 1768-1778
Página fin: 340
Lugar: Sevilla
Estado: publicado