Dictamen sobre la formación de un Consejo de Regencia

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Después de haber expuesto mi dictamen sobre la institución del gobierno central en el papel de 7 de octubre del año pasado que está en el expediente, me contentaría con ratificarle si las circunstancias del día no me obligasen a modificar aquella opinión. No se reducía mi dictamen, como alguno supuso, a la institución de una regencia; su objeto era más vasto y más análogo al estado de aquella época en que la nación esperaba con ansia un gobierno que la protegiese. Era mi plan instituir un gobierno legal y interino en el que el poder ejecutivo fuese ejercido por pocos, el legislativo por la nación, y el judicial por los tribunales ordinarios del reino. Era mi plan conservar la Junta Suprema reservándole las augustas funciones de constituir el gobierno ejecutivo, nombrar y renovar sus miembros, velar sobre su conducta y la de los tribunales, preparar la celebración de las Cortes, y cooperar a la grande empresa de defender la patria contra los enemigos exteriores y los perturbadores internos. Era, en fin, mi plan reducir las Juntas provinciales a un número y forma más análogos a este nuevo orden, hacerlas auxiliares de V. M., unirlas estrechamente a sí, por medio de una íntima correspondencia, y aprovechando su celo, sus luces y sus experiencias, trabajar a una en la conservación y felicidad de la nación.
Más que tuve el honor de proponer a V. M. este plan, el estado de las cosas era cual convenía para recibirle. El gobierno interino del reino debía tomar entonces la forma que V. M. quisiese darle. La opinión pública parecía desear la que yo proponía, estaba tan claramente manifestada que señalaba como con el dedo las personas en quienes ponía su confianza, y es preciso confesar que en las personas la merecían, si se exceptúa una que debió su aprecio más bien al nombre que le dieron sus desgracias, que a su mérito real. Entonces las autoridades civiles y militares del reino clamaban por la plena reintegración de sus funciones, los embarazos que producía la escisión y división del gobierno la reclamaban, y las juntas mismas, que se habían levantado sobre ellas, después de haber resignado y delegado con heroica generosidad la soberanía que les diera el pueblo, esperaban en silencio la suerte que les señalase el gobierno mismo que habían creado.
Tal era entonces el estado de las cosas, pero todo ha cambiado después acá. V. M., en cuerpo se ha constituido regente del reino; ha declarado la inamovilidad y permanencia vitalicia de los miembros; ha extendido su representación a las Américas; ha sancionado la permanencia de las Juntas; halas conservado una autoridad desmedida, si se atiende a la posesión en que estaban y a la incertidumbre de los límites que se les señalaron. Y finalmente, V. M., siempre ansioso de recompensar los grandes esfuerzos del pueblo español, dándole una garantía legal de su libertad y sus derechos en el restablecimiento de las Cortes, les ha decretado, ha señalado el periodo dentro del cual deben celebrarse, y ha nombrado una comisión de sus miembros, que recogiendo las luces y consejos de los cuerpos más respetables del reino, trabajan con el mayor celo en preparar esta grande obra.
En medio de estos saludables reglamentos, el constante celo y la constante actividad con que el patriotismo y la sabiduría de V. M. ha trabajado y trabaja en promover la defensa nacional se han acreditado de una manera superior a todo elogio. V. M. ha levantado numerosos ejércitos, los ha fortalecido con una poderosa caballería; los ha armado, vestido y mantenido de un modo casi prodigioso, y ha hecho todo esto con una celeridad tan sin ejemplo, que sea la que fuere la suerte que la Providencia tuviere destinada a nuestra patria, los esfuerzos de V. M. por su bien y su gloria siempre harán grato e inmortal su nombre en la memoria de la posteridad. Sí, señor, ella verá, ella reconocerá que cuanto de bueno se ha hecho para sostener la gloriosa y terrible lucha en que España está empeñada es principalmente debido a V. M., sin que las desgracias acaecidas en ella le sean imputables.
Y en semejante situación, ¿cuál es la causa que puede hacer urgente en el día la declaración de la regencia? Y siendo este un negocio que pide deliberación tan detenida y madura, ¿cuál es la razón que nos obligue a precipitarla? Tal me parece que es la cuestión a que da lugar la proposición del Señor Palafox.
Que la opinión pública desea constantemente la concentración del gobierno, es para mí una verdad innegable y constante, por que lo es y lo será siempre que el poder ejecutivo de una nación no puede ser bien ejercido por una asamblea permanente de 30 vocales, que luego serán 40 y más. Los vicios inherentes a esta constitución pueden ser tolerados por algún corto tiempo, pero a la larga acabarán desorganizando todos los resortes intermedios del gobierno, y destruyendo su misma forma. Yo los indiqué ligeramente en aquel mi dictamen y a pesar de nuestro celo y nuestras fatigas, ellos están ya tan confirmados por la experiencia que fuera tan ocioso repetirlos, como obstinarse en negarlos.
Pero esta opinión pública de que hablo es una opinión habitual, que se abriga tranquila en el espíritu de los buenos y honrados ciudadanos, ajena a toda fermentación e impaciencia. No es esta opinión que en el día se agita y mueve y se nos quiere presentar como la opinión general. Porque ¿qué impulso puede tener hoy que influya en la voluntad general del pueblo? ¿Acaso el abandono de nuestros aliados? Pero ¿qué tiene que ver el peligro en que este abandono nos pone, con la necesidad de mudar la forma del gobierno? ¿Es ella la que da ocasión a nuestros apuros? ¿O será menor el peligro de la patria para una regencia que para la Junta en cuerpo? Él es grande sin duda, pero con 3.000 hombres en Extremadura, 24 mil en la Sierra, 18 mil en Castilla, 20 mil en Asturias y Galicia y 20 mil en Cataluña y Aragón, y con Valencia y Murcia llenas de gente armada, o alistada, y con toda la nación pronta a correr contra el enemigo, y derramar su sangre por conservar su libertad, si el gobierno obra con el vigor que tan estrechas circunstancias requieren, ¿por qué desesperarnos de la salud de la patria?
El mismo Señor Palafox que ha excitado la discusión del día no apoya esta medida sobre ninguna necesidad, ningún motivo momentáneo y presente: indica sí la opinión y el acuerdo del reino de Aragón, pero este acuerdo sólo acredita aquella opinión habitual que inclina a esta forma de gobierno a todas las gentes sensatas, y si acaso tiene s.e. alguna otra razón urgente para promover hoy tal pensamiento, ciertamente que yo no veo esta razón, ni se lee en su papel, y presumo que no sea muy concluyente por lo mismo que la calla.
Es verdad que el Señor Palafox significa también que esta novedad es deseada por nuestros aliados. ¿Pero quién le ha dado tal seguridad? ¿Hánle acaso comunicado sus designios? Y si en el tiempo en que nos ayudaban, no declararon tal deseo, ¿por qué creeremos que le han concebido cuando tan cruelmente nos abandonan? Pero cuando los deseos del gobierno inglés fuesen tan inciertos, como son contrarios a las protestas que ha ratificado su nuevo embajador, de no mezclarse en nuestro gobierno interior, ¿qué ha hecho a nuestros aliados órganos de la opinión de la opinión nacional? ¿Acaso la regencia se habrá de establecer por ellos, ni para ellos?
En fin, una nueva consulta del Consejo viene a coincidir con la idea que examinamos y aparece también dictada por las circunstancias del día. Yo he respetado siempre el dictamen del Consejo, pero hoy no le alabo. Cuando en su primera consulta propuso a V. M. su opinión sobre este punto, mi corazón y mi espíritu aplaudieron su celo, creyéndole excitado por la opinión pública; pero si el Consejo se cree el único órgano de esta opinión, ¿por qué no se contenta con haber expuesto una vez sus deseos?, ¿por qué los reproduce cuando esta opinión calla, cuando sólo se oyen los susurros sospechosos de algunas gentes obscuras? Y si acaso expone una opinión de su cuerpo, ¿por qué no esperase mejor tiempo para producirla, por qué la confunde con unas voces echadizas que no pueden tener otro objeto que despertar la opinión general y precipitar una operación que no puede ser buena, si no fuese maduramente meditada?
Por todo lo dicho, y porque de doquiera que vengan estas voces que piden la regencia, no siendo un eco de la voluntad reflexiva de la nación se deben mirar con desconfianza y con recelo, y en fin, porque en política, nada es bueno que no sea oportuno, y las más sabias providencias pierden su mérito cuando son intempestivas, es mi dictamen que aunque V. M. no debe perder de vista la idea de reconcentrar el gobierno, y aunque creo que esta medida es absolutamente necesaria para el bien y seguridad de la patria, no es ésta la razón conveniente para realizarla, y que sólo se deberá tomar cuando V. M. hubiere meditado madura y tranquilamente la forma que deberá dar a semejante establecimiento, combinándole con la existencia de su suprema autoridad, y sobre todo, cuando lo pueda hacer libre de toda influencia popular y privada y de todo interés doméstico o extraño.
Pero como yo debo a V. M. y a mi Patria todo el lleno de mi opinión en materia tan grave, no puedo dejar de exponerla aquí, tal cual es en el día, porque si no creo que estamos en el caso de establecer hoy un gobierno ejecutivo, creo que lo estamos siempre en el de pensar y tratar en ello.
Una razón tan constante como poderosa, sobre tantas como tengo expuestas en mi primer dictamen, me obliga a pensar así, y espero que no desmerecerá la atención de V. M.
V. M. ha acordado la convocación de Cortes; ha dicho que la haría en todo el año próximo, o antes si las circunstancias lo permitieren, y si yo no me engaño, en las que vamos a entrar, si no las más favorables, serán las más urgentes para congregar la nación. Porque ¿cómo exigiremos de ella, sin su Consejo, ni los grandes esfuerzos, ni los inmensos sacrificios que debe hacer para salvar su libertad?
Cuando V. M. la congregare, será preciso proponerle la forma de gobierno interino en que deba y quiera vivir hasta que recobre a su legítimo soberano. Y digo que será preciso, porque si V. M. no lo hiciere, se expondrá a que las mismas Cortes propongan y acuerden la que mejor les pareciere y bien, ¿propondrá V. M. a la nación que se gobierne por un regente más o menos limitado en su autoridad? ¿Le propondrá que siga gobernándose por una regencia permanente de 40 o más miembros? Y cuando V. M. opinare por esta forma de gobierno, ¿no propondrá a lo menos que el poder ejecutivo se ponga a cargo de una comisión de pocos, elegidos dentro o fuera de su gremio? Y esto ¿no será en sustancia una regencia? Atreviéndome pues a adivinar la opinión de V. M., por lo mismo que estoy penetrado de su prudencia y su sabiduría, cuento de seguro que V. M. no propondrá a las Cortes una forma de gobierno cual el que se haya actualmente constituido, la cual si por una parte es ajena de nuestras leyes y desconocida en nuestra historia, por otra no tiene apoyo alguno ni en los principios conocidos de la política, ni en los sentimientos de la opinión pública, ni siquiera en las lecciones de la experiencia.
Espero por tanto que V. M., pesando en su alta prudencia las ventajas y los inconvenientes de todas las formas de gobierno interino, preferirá el plan de una regencia bien regulada, con facultades más o menos combinadas con las de una Junta, senado o Consejo que vigile sobre su conducta y sobre los intereses de la nación, y que renueve de tiempo en tiempo sus miembros y que tal vez, poco a poco más o menos, será la que proponga a las Cortes para el plazo indefinido de la orfandad de la nación. Si pues no me engaño en esta esperanza, permítame V. M. que pregunte: de dos medios que se pueden tomar en este caso, ¿cuál será el más conveniente? ¿Hacer que este establecimiento, aunque interino, precede a la convocación de las Cortes para que V. M. le proponga a su confirmación ya organizado, presentándole como un nuevo y generoso testimonio de su celo por su bien y su gloria, o dejar que ésta o otra menos acertada proposición, hecha en las Cortes mismas, se abra y exponga a las libres y abstractas discusiones de una asamblea numerosa, donde la ambición y la intriga muevan todos los resortes de la elocuencia y de la seducción para trastornarla?
Para satisfacer a esta pregunta debe V. M. considerar que las Cortes, y señaladamente las próximas, serán una asamblea en que la nación y el soberano representativo tratarán franca y liberalmente sobre las mejoras de la constitución y del gobierno. Y para esta noble correspondencia, ¿no será mejor que la representación de la soberanía, refundida en V. M., se halle más reconcentrada, para que la correspondencia sea más abierta, la comunicación más activa, las resoluciones más prontas, y la marcha de los negocios tan expedita como su variedad y muchedumbre requerirá en época tan señalada?
La duda que se ha querido excitar sobre las facultades de V. M. en el asunto del día, parece más bien buscada por el interés que sugerida por la razón. Tuvo v. m. derecho para constituirse en una forma desconocida en la historia, no apoyada en las leyes, no determinada por la opinión de algún cuerpo, ni por la instancia de algún pueblo, y ¿no le tendrá para modificar y mejorar esta misma Constitución? No se pueden ya alegar en esto las instrucciones de algunas Juntas. Si algunas han resistido la regencia, si otras la han adoptado y pedido, las más se confiaron a la sabiduría de sus delegados, y V. M. desechando todas las instrucciones y declarando su nulidad, ha declarado la libertad de opinión para el cuerpo y para los individuos. Cada uno es libre de admitir o desechar las proposiciones discutidas, y si v. m. no puede obstruir esta libertad de opinión mucho menos podrá la opinión de algunas Juntas influir en la de v. m. ni en la de sus miembros.
Señor, no nos engañemos, ni nos hagamos ilusión en un punto en que nuestras opiniones privadas desaparecerán a la vista de la nación y sólo serán atendidas en cuanto se conformen con la suya. La nación no querrá ser gobernada ni por un hombre solo que pueda aspirar a la arbitrariedad, ni por muchos que se perpetúen en el mando y se embaracen en el despacho de los negocios. Querrá ser gobernada por pocos y someterlos al examen anual de su conducta, y pensar lo contrario será no tener ojos para ver en el corazón de los hombres reunidos en sociedad.
Sobre todo no nos durmamos en la vana confianza de que el momento de resolver solemnemente este punto está distante. El tiempo vuela, el plazo está señalado, y el día de entrar en materia se acerca más y más cada instante. La operación es tan importante como delicada. Cualquier error en ella puede ser funestísimo a la Patria y a nosotros mismos. ¿No es pues mejor empezar a meditarle maduramente? Digo más. ¿No será mejor que V. M., con la misma generosidad con que anunció a la nación que la convocaría ara tratar de su bien y su seguridad, le anuncie ahora que va a ocuparse en arreglar una forma de gobierno más reconcentrada, cual crea más conforme a su opinión y sus deseos, y cual propondrá después a su confirmación? ¿No será mejor que V. M. se ocupe desde luego en formar con previsión y sosiego el plan de este gobierno, y vaya tendiendo la vista dentro y fuera de su seno hacia aquellas personas que juzgue más dignas de su confianza, para que se encarguen de la parte más activa y urgente de este gobierno?
Quizá si yo propusiese a V. M. el plan que para este caso tengo concebido, mis ideas le serían más aceptables. Pero no me toca a mí prevenir su soberano juicio. Tócame sólo hacerle presente cuantas ideas se abrigan en mi corazón y en mi espíritu para lograr el gran fin de nuestra reunión y desempeñar la alta confianza que la nación ha depositado en nosotros.
Concluyo pues. 1. º que nada se acuerde por ahora sobre la proposición del señor Palafox, sino que se reserve para tiempo más oportuno. 2. º Que se diga al Consejo que puede reposar sobre el celo y integridad de V. M. con más confianza de la que ha manifestado hasta aquí, reduciéndose al ejercicio de las funciones que le están señaladas en el Real Decreto de 25 de junio, mientras no sea consultado como lo será cuando V. M. necesite de sus luces y experiencia. 3.º Que V. M. nombre una comisión que examinando con toda reflexión el expediente que está sobre la tabla, y los dictámenes dados o que se dieren en él, proponga a V. M. los medios de reconcentrar el gobierno en la parte ejecutiva y la mejor forma de organizarle. 4. º Que V. M. anuncie al público que va a examinar esta materia con la madurez que requiere su importancia, y tomar en ella la resolución que sea más conforme a los deseos y al bien de la nación.

Referencia: 11-232-01
Página inicio: 232
Datación: 1809
Página fin: 240
Lugar: Sevilla
Destinatario: Junta Central
Manuscritos: Real Academia de la Historia (Archivo Natalio Rivas), n.º 11-8933, n.º 4
Observaciones: Inédito
Estado: publicado