Discurso sobre el estudio de la geografía histórica.

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Señores:
Cuando preparaba yo el certamen que vamos a cerrar, me proponía recomendaros a presencia del público la importancia de los estudios que vais sucesivamente cultivando, en uno de aquellos discursos en que mi alma, puesta toda en vosotros, renueva y extiende complacida las dulces esperanzas que al concebir el plan de vuestra educación la llenaban de energía y consuelo. Entonces, contando de seguro con el desempeño que tan sobresalientemente habéis acreditado, me lisonjeaba de que nuestro celo sería recompensado, si no con la gratitud, que es virtud harto rara en el público, por lo menos con aquel aprecio y estimación a que el esmero de vuestros jefes y maestros y vuestra misma aplicación se hicieron tan acreedores. ¿Cuál pues no habrá sido mi sorpresa al advertir en la falta de concurrencia a tan solemne acto, que alguna vez tocó en absoluta deserción de nuestras sesiones, un claro testimonio de la indiferencia o del desvío con que este mismo público empieza a mirar los progresos de vuestra enseñanza, como si no estuviese enteramente consagrada a su bien y prosperidad? ¿Qué mucho pues que tan amarga idea me hiciese enmudecer, y que prefiriese un modesto silencio al desperdicio de unas reflexiones, que solo podrían ser provechosas cuando bien oídas y apreciadas? Pero hoy, que coronando a los que más se distinguieron en esta palestra de aplicación e ingenio, debo también aplaudir el desempeño de todos vosotros; hoy, que debe ser para todos un día de alegría y de triunfo, tanto más puro cuanto más desinteresado, y tanto más notable cuanto menos reconocido de aquellos por cuyo bien nos desvelamos; hoy, en fin, que el testimonio de nuestra conciencia y el aplauso de las pocas pero ilustradas personas que honraron nuestras sesiones, recompensan suficientemente nuestro celo, mi espíritu cobra nuevo aliento para volver a su antiguo propósito, y atendiendo más a vuestro provecho que al desvío del público, confía nuestro desagravio a la posteridad, que ha de juzgarnos, y a vosotros, que seréis en ella nuestra mejor apología.
Mas no por eso os esconderé que la opinión pública es la primera de las ventajas que deseo para nuestro Instituto. Mirándola siempre como su más firme apoyo, he hecho y haré cuanto en mí estuviere para que la merezca, y ved aquí por qué la busco con tanto afán y la espero con tanta impaciencia. Pero al fin debemos convencernos de que esta opinión no es obra de un día, y que bien tan precioso solo se puede alcanzar a fuerza de constancia y fatiga. Por grandes y provechosos que sean los objetos de vuestra enseñanza, debemos sufrir por algún tiempo que la ignorancia y el egoísmo los desestimen, y aun también que la envidia los muerda y los persiga. Por fortuna tan ruines juicios no pertenecerán a los elementos de la opinión pública. Ella no se mendiga ni pretende; se deja conquistar. Sus juicios no se doblan al ruego ni se prostituyen al favor, pero jamás se niegan al mérito. Nace y se forma en silencio, se alimenta y crece con el aprecio de la imparcialidad y con la aprobación de la sabiduría, y cuanto más lentos son sus progresos, tanto son más seguros y durables. Pero al fin, cuando cobra aquella fuerza imperiosa que la hace superior a los mayores obstáculos y arrastra en pos de sí todos los votos, entonces el pasmo de la ignorancia y la confusión de la envidia harán más dulce y más plausible la gloria de su triunfo. Permitidme pues que mientras llega este día de consuelo y justicia, que no puede estar muy distante para nuestro Instituto, discurra un rato con vosotros sobre la importancia de la geografía histórica, que hemos agregado al plan de vuestra educación, y cuyas primicias hemos presentado ya al público. Este estudio, tan recomendable por su objeto como por el auxilio que presta a las demás ciencias, lo es mucho más a mis ojos por el desprecio o el olvido con que ha sido mirado en otros institutos. Es bien raro por cierto que ninguna de nuestras escuelas generales le haya adoptado hasta ahora en los planes de su enseñanza, y que adoptado alguna vez en los de educación privada, haya sido confundido en la literatura, cual si solo servir pudiese para ornamento de la memoria. Tócanos pues a nosotros vengar a la geografía de este agravio; tócanos darle el digno lugar que sus recientes progresos le han adquirido entre las ciencias útiles, y a este Instituto, erigido en los fines del siglo XVIII para servir de modelo a los que la nación se apresurará a multiplicar en el XIX le toca abrir en este, como en otros ramos de enseñanza pública, la senda gloriosa por donde nuestra posteridad debe caminar a la verdadera ilustración. La más sencilla, la mayor recomendación de esta ciencia, se encierra en su nombre, porque geografía quiere tanto decir como pintura o descripción de la tierra. Pero si reflexionáis que ella debe conduciros al conocimiento del lugar que fue señalado a nuestro planeta en el gran sistema del universo, al de su figura y tamaño, al de los climas y regiones en que está dividido, de los mares que le abrazan, de las montañas que le cruzan, de los pueblos y naciones que le habitan, y finalmente, al de esta superabundancia de bienes y consuelos que la bondad del Criador derramó en su superficie, o encerró en sus entrañas para dicha del hombre, fácilmente concebiréis cuánta sea la extensión, cuánta la excelencia de este nuevo estudio.
Pero esta excelencia se realzará más a vuestros ojos cuando, reuniendo el estudio de la historia al de la geografía, considerareis la tierra como morada del género humano. Entonces este estudio, levantándoos a más alta contemplación, os pondrá delante los hombres de todos los tiempos, como los de todos los países, las varias sociedades en que se reunieron, las leyes e instituciones que los gobernaron, y los ritos, usos y costumbres que los distinguieron. Él os descubrirá las secretas causas y las grandes revoluciones que levantaron los imperios de la tierra y los borraron de su sobrehaz, y en el rápido torrente de tantas generaciones, viendo al hombre subir lentamente desde la más estúpida ignorancia hasta la más alta ilustración, o caer precipitado desde las virtudes más sublimes a la más corrompida depravación, conoceréis que no puede presentárseos un estudio más provechoso ni más digno del hombre.
Y todavía este estudio recibe mayor recomendación por el auxilio que presta a las demás ciencias, pues si bien se adelanta y perfecciona por ellas, también las vuelve con usura lo que recibe, concurriendo a perfeccionarlas. El conocimiento de la naturaleza es el fin a que se encaminan todas las ciencias; pero el hombre no puede subir a este conocimiento sino por el estudio del planeta do tiene su morada, y por el examen de las relaciones que le enlazan con el gran sistema del universo. La misma astronomía, que más que otra alguna ha concurrido a ilustrar los principios geográficos, parte desde el conocimiento de este planeta a contemplar los cielos, y busca en él sus puntos de apoyo para fijar la situación de los astros, señalar sus órbitas, y seguir su curso en los inmensos desiertos del espacio. En él toma la geometría el tipo original y eterno de sus medidas, para perfeccionar sus teorías y aplicarlas después a tantos usos públicos como la hacen recomendable. La geografía dirige al navegante por los inciertos mares, al mismo tiempo que abre al geólogo todos los ángulos de la tierra, y conduciendo por su inmenso ámbito al historiador y al estudioso de la naturaleza, desenvuelve a sus ojos todos los seres que debe describir, todos los hechos que debe recoger, todos los fenómenos que debe someter a la observación y a la experiencia para indagar estas leyes eternas, a que obedece constantemente el universo, y que forman el grande y universal objeto de las ciencias. Pero las que pertenecen a la política tienen aun más clara dependencia de la geografía. ¿Pueden por ventura sin su conocimiento organizarse las sociedades ni regularse su gobierno? Ella es la que fija sus límites y los subdivide, la que determina los objetos de las leyes y su conveniencia, y la que señala la necesidad y el provecho de sus instituciones. Sin ella no puede la política combinar sus empresas, la magistratura dirigir su vigilancia y providencias, ni la economía perfeccionar su sistema y sus planes. La agricultura, la industria y el comercio deben consultarla a todas horas, ya sea para dirigir sus operaciones, ya para rectificar sus cálculos, o ya para buscar, determinar y extender la esfera de sus consumos; y si es cierto que las ciencias morales se apoyan principalmente sobre el conocimiento del hombre, ¿cuánta luz, cuánto auxilio no podrán esperar de la geografía histórica, la única que le puede presentar en todas las épocas, en todos los climas, en todos los estados y en todas las situaciones de la vida pública y privada?
No os negaré yo que los hombres, abusando de la geografía, han prostituido sus luces a la dirección de tantas sangrientas guerras, tantas feroces conquistas, tantos horrendos planes de destrucción exterior y de opresión interna como han afligido al género humano; pero ¿quién se atreverá a imputar a esta ciencia inocente y provechosa las locuras y atrocidades de la ambición? ¿No será más justo atribuir a sus luces estos pasos tan lentos, pero tan seguros, con que el género humano camina hacia la época que debe reunir todos sus individuos en paz y amistad santa? ¿No será más glorioso esperar que la política, desprendida de la ambición e ilustrada por la moral, se dará priesa a estrechar estos vínculos de amor y fraternidad universal, que ninguna razón ilustrada desconoce, que todo corazón puro respeta, y en los cuales está cifrada la gloria de la especie humana? Entonces ya no indagará de la geografía naciones que conquistar, pueblos que oprimir, regiones que cubrir de luto y orfandad, sino países ignorados y desiertos, pueblos condenados a oscuridad e infortunio, para volar a su consuelo, llevándoles, con las virtudes humanas, con las ciencias útiles y las artes pacíficas, todos los dones de la abundancia y de la paz, para agregarlos a la gran familia del género humano, y para llenar así el más santo y sublime designio de la creación.
Por más distante que se halle de la presente corrupción esta halagüeña perspectiva, no parecerá ajena del espíritu humano al que, siguiendo su historia, calculare por los pasos dados los que puede dar todavía hacia su perfección. Esta historia acredita que los hombres se cultivaron al paso que se conocieron y reunieron; que sus luces se adelantaron a la par de sus descubrimientos, y que la geografía fue siempre ante ellos alumbrándolos en la investigación y conocimiento de la naturaleza. A la luz de esta antorcha se fueron disipando poco a poco los seres monstruosos, los errores groseros y las fábulas absurdas que había forjado el interés combinado con la ignorancia, y que tan fácilmente adoptara la sencilla credulidad.
Cuando no se había explorado la tierra, fue tan fácil creerla llena de sátiros y faunos, de centauros y esfinges, como suponer dríadas y náyades en bosques y ríos nunca vistos, o tritones y sirenas en mares nunca surcados. Sobre esta credulidad levantaron sus descripciones los antiguos naturalistas; ella dio asenso a los gigantes y pigmeos, y a los monóculos y hermafroditas; ella forjó la salamandra y el basilisco, y el pelícano alimentado con la sangre materna, y al fénix renaciendo de sus cenizas; ella, en fin, abortó estos entes quiméricos, estas propiedades maravillosas, estas ocultas y estupendas virtudes, que embrollando la antigua historia natural, la convirtieron en un caos confuso de portentos y fábulas. ¿Y por ventura pudo tener otro origen aquella superstición, que tanto ha corrompido la antigua moral, y cuyos restos han penetrado hasta nosotros por medio de tantos siglos y generaciones? Vosotros veis que cuando los entes mitológicos no existen ya sino entre los adornos de la poesía, todavía un mundo ideal, poblado de seres imaginarios, llena de terror al vulgo crédulo con sus genios y hadas, sus espectros y duendes, sus brujas y adivinos, sus encantos y sortilegios. Tan horrenda creación solo pudo concebirse en la ignorancia de la naturaleza. Pero al fin la geografía descubrió todos sus espacios, la verdad los iluminó, y el mundo mágico va desapareciendo por todas partes.
Una ojeada, aunque rápida, sobre la geografía de los antiguos, acabará de convenceros de esta verdad. Veréis por ella cuán lentamente procedieron los hombres en el conocimiento de la tierra, y a cuántos y cuán groseros errores dio crédito su primera ignorancia. Hubieron de correr muchos siglos y de sucederse muchas generaciones antes de alcanzar unas verdades que vosotros habéis aprendido en pocos días. Sea esto dicho, no para vuestro orgullo, sino para vuestra enseñanza. Por mucho que se haya adelantado en este camino, vosotros estáis forzados a seguirle con la misma lentitud, aunque con mayores auxilios; y si tenéis alguna ventaja sobre vuestros mayores, la debéis a las luces que han esparcido sobre él y a las ilustres fatigas que emplearon en franquearle y abrir sus senderos. Sigámoslos pues un instante, y observando sus pasos, veréis en las dificultades mismas que vencieron, cuán dignos se han hecho de vuestra gratitud y veneración.
Hubo un tiempo en que el hombre, no sospechando más tierra que la que alcanzaban sus ojos, juzgaba que el horizonte natural le circunscribía. Notando que el sol se escondía tras la cumbre vecina, esperaba tranquilo verle asomar al otro día por la montaña opuesta o salir de entre las aguas del mar cercano. Forzado después por sus necesidades a mudar de residencia y clima, hubo de ensanchar el mundo; pero había cruzado ya muchas y distantes regiones, cuando empezó a concebir la tierra como una llanura inmensa, rodeada en torno por las aguas, y cubierta de la ancha bóveda del cielo. Aquí solo llegó la geografía en la infancia del espíritu humano; esta era la geografía de los sentidos, y esta es todavía la del hombre salvaje, cuya razón no se elevó sobre sus necesidades naturales.
Pero al fin los hombres, mirando al cielo, dieron un paso en el conocimiento de la tierra, y aquí verdaderamente empezó la geografía racional. Observando que en proporción que se adelantaban, aparecían en el cielo nuevos astros y sobre el horizonte nuevos objetos, hubieron de inferir que describían una curva, mas no se atrevieron a determinar su naturaleza, pues que unos concibieron el mundo como una enorme barca, y otros como un inmenso cilindro, cortado por los polos. Bastaba sin duda repetir esta observación en diversos sentidos y hacia diferentes plagas, para colegir la esfericidad del globo, y con todo, corrieron muchas edades antes que fuese sospechada esta verdad. Y si acaso la alcanzó más temprano un pueblo desconocido, de cuya antigua existencia y sabiduría dan indicios algunos conocimientos importantes, derivados a las groseras naciones del Oriente, ved aquí otra prueba de la desidia del espíritu humano, pues que hubieron de pasar más de cuarenta siglos antes que Tales y Anaximandro la volviesen a anunciar a la sabia Grecia.
Pero si esta luminosa verdad puso a los griegos en el buen sendero de la geografía, enseñándoles a buscar en la esfera celeste el conocimiento de nuestro globo, su ardiente imaginación, arrebatada por el magnífico espectáculo que se abría a sus ojos, se lanzó a contemplarle, y perdida, por decirlo así, en los cielos, se olvidó de la tierra o se desdeñó de mirarla. Así es como, en medio de sus grandes descubrimientos astronómicos, debemos admirar con humillación lo poco que adelantaron en la geografía.
En vano la crítica pretende librarlos de esta nota, que oscurecerá siempre su fama en la historia de las ciencias. Por ella vemos que habiendo partido el globo en cinco zonas, condenaron las tres a perpetua soledad y muerte, no creyendo que pudiese penetrar la vida ni los rayos de la luz benéfica por las tinieblas y eterno hielo de los polos, ni que cosa alguna pudiese respirar ni germinar bajo los rayos perpendiculares del sol equinoccial. Creyeron solo habitables las dos zonas medias, la una por experiencia, y la otra por la analogía de su temperamento; pero al mismo tiempo las juzgaron incomunicables y condenadas a perdurable separación, por la interposición de la zona tórrida. Ved aquí el límite en que se detuvo la geografía práctica de los griegos, y ved aquí también dónde pereció con la libertad y la gloria de aquel gran pueblo, pues que ni la escuela de Alejandría, ni los estudios de Roma, aunque ennoblecidos con los nombres de Ptolomeo y Estrabón, de Mela y Plinio, la pudieron sacar de tan estrechos confines. Vedla, en fin, reducida a una escasa porción de las regiones contenidas entre el círculo boreal y el trópico de Cáncer. ¡Qué mucho que el cronista de la naturaleza se quejase del cielo porque después de abandonar al Océano la mayor parte del orbe, hubiese robado al hombre tres partes de la tierra!
¿Y por ventura eran de esperar mayores luces de una edad que abandonaba el progreso de las ciencias a la especulación de algunos filósofos, y en que el espíritu de descubrimientos no tenía más estímulos que los de la ambición? Ya Estrabón observó con su acostumbrado juicio que todos los progresos de la geografía fueron debidos al genio de la guerra; que las conquistas de Alejandro le abrieron el Oriente, las de Mitrídates el Norte, y las de Roma el Occidente. Pero como si estos azotes del género humano tratasen más de oprimirle que de conocerle, o como si se horrorizasen de contemplar unas regiones que habían inundando en sangre y cubierto de ruinas, sus nombres apenas merecen entrar en la historia de la geografía. Llámelos en hora buena señores del mundo la ignorancia; pero siempre será cierto que su oriente no pasó del Ganges, su norte de los montes Cárpatos, su mediodía de las costas mediterráneas de África, y su occidente de las orillas del Elba; siempre será cierto que nada conocieron de las regiones que con los nombres de Suecia, Dinamarca, Prusia, Polonia y Rusia hacen tan gran figura en el mapa político de Europa; nada de los vastos países situados hacia el Ártico y en los extremos del Asia; nada, en fin, del nuevo inmenso continente de América, cuya extensión abraza los círculos polares, y cuyo conocimiento es ya tan familiar a cada uno de nosotros.
Aun esta débil gloria de la antigua geografía debía perecer con la del nombre romano. En vano la buscaréis entre las bárbaras naciones que inundando su imperio, ahuyentaron de él las ciencias, las artes y los descubrimientos de la antigüedad. Entonces dividida la Europa en reinos pequeños, partida en más pequeños señoríos, turbada con frecuentes guerras, infestada por aventureros y bandidos, sin estudios, sin comercio, sin ninguna relación de correspondencia o comunicación habitual, dejó de conocer el resto de la tierra y aun de conocerse a sí misma. Apenas el tráfico de Constantinopla, comunicando por grandes rodeos con la India, conservó algún conocimiento del Asia; y si los árabes con las ciencias matemáticas cultivaron la geografía, fue para ilustrar sus principios, sin extender sus límites fuera del imperio de la media luna. A los antiguos errores añadió la ignorancia otros nuevos, y para mayor confusión del espíritu humano la población de las zonas, la existencia de los antípodas, las verdades más triviales de esta ciencia eran miradas como una impiedad o como un sueño por los genios más superiores de la baja edad.
Pero en medio de sus tinieblas, España, a quien tanta gloria estaba reservada en la historia de la geografía, mientras rechazaba con una mano los enemigos de la libertad y de su culto, preparaba con otra la feliz revolución que debía ilustrar los principios y ensanchar los límites de esta noble ciencia. Ya en el siglo XII el intrépido Benjamín de Tudela, penetrando por nuevas y desconocidas regiones, le había dado a conocer el Asia y el África. Ya en el XIII una reunión de sabios, a la sombra de un príncipe justamente distinguido por este nombre, había prohijado y comunicado a la Europa el Almagesto de Ptolomeo, mejorado por Albategnio. Ya en el XIV, engolfándose en el Atlántico, había descubierto y dado a Betancourt las Canarias, cuando en el XV, cultivando la astronomía y la náutica, inventando la hidrografía y arrojándose a ignotos mares, se disponía a llevar sus banderas a los extremos de Oriente y Occidente, para abrir toda la tierra a la contemplación de la filosofía.
¡Loor te sea dado, oh, valerosa y magnánima nación, escogida por el cielo para descubrir un nuevo mundo y unir con eterno vínculo dos hemisferios, antes tan desconocidos como separados! ¡Loor a los héroes intrépidos que despreciando la muerte y los naufragios, corrieron los vastos continentes de Ocaso y Mediodía, y penetraron hasta los más escondidos extremos del mar Atlántico y Pacífico! ¡Loor inmortal a Colón y a Gama, a Balboa y Magallanes, cuyos nombres brillarán con perdurable esplendor en los fastos de la geografía! ¡Loor, en fin, al valeroso Elcano, que con su nao Victoria rodeó el primero la tierra, circunscribiendo en su giro todos los límites del mundo! Desde entonces nada quedó escondido de él a la intrepidez del genio español. Nuevas expediciones y descubrimientos se suceden en Oriente y Ocaso; los continentes más ignorados, las islas más remotas ven tremolar en nuestras naves el león de España, y explorados todos los senos del Océano, la geografía sacó de entre las ondas su brillante cabeza.
Mientras la envidia pesa en injusta balanza la sangre y lágrimas de tantos pueblos descubiertos y conquistados, sin poner en ella la santa moral, las leyes justas y las instituciones benéficas que recibieron en cambio, saquemos nosotros una útil lección de estas pasadas glorias, y veamos cómo España, después de haber despertado la atención de las demás naciones, y dádoles el primer impulso para que la siguiesen en tan ilustre carrera, contenta con el fruto de sus victorias y dormida sobre sus laureles, empezó a desdeñar los estudios a que los debiera, y cómo, olvidándolos casi por dos siglos enteros, se abandonó a las especulaciones de una filosofía estrepitosa y vacía, en tanto que otros pueblos, contemplando los cielos, explorando la tierra y cultivando las ciencias naturales, corrían a un mismo paso a la cumbre de la ilustración y la opulencia.
¡Qué época tan gloriosa no abre aquí la historia a vuestros ojos, y cuántos ilustres genios no presenta a vuestra veneración! Copérnico fijando el sol en su trono, Keplero dando leyes al giro de los planetas, Newton reduciéndolas a un principio tan sublime por su sencillez como por su grandeza, Galileo, Hevelio, Cassini, Lacaille y Herschel, describiendo, poblando y ensanchando los cielos, y tantos como buscando en ellos el conocimiento del globo, lograron colocar su nombre entre los fundadores de la geografía moderna.
Su ilustre ejemplo infunde un ardiente espíritu de investigación en la filosofía, que aliada con las artes, inventa instrumentos, perfecciona métodos, multiplica recursos, y doblando el alcance de la vista y las fuerzas de la razón humana, abre a su contemplación los cielos y la tierra, y somete a sus cálculos, así los cuerpos grandes y remotos, como los más imperceptibles y escondidos de la naturaleza.
Entonces fue cuando la política, avergonzada de no tener alguna parte en esta gloria, empezó a inspirar en los gobiernos el deseo de asociarse a las ciencias y acalorar y proteger sus designios. Y ved aquí el noble impulso a que fueron debidas aquellas empresas memorables, que solo pudo coronar la generosidad del poder, reunida al amor de la sabiduría, y que levantaron a tanto esplendor la ciencia geográfica. Premios señalados a los inventores de instrumentos para combinar con mayor exactitud las medidas del tiempo y del espacio; colonias de sabios, destinadas al Ecuador y a nuestro polo para resolver la cuestión cardinal de la figura y tamaño de la tierra; astrónomos derramados por todas las plagas del mundo para determinar el tránsito de Venus por el disco solar, la paralaje de este gran planeta, y su tamaño y distancia de nosotros; navegantes entregados a mares nunca conocidos para descubrir entre peligros y naufragios los helados continentes de uno y otro polo… No, no nos es dado reducir a los estrechos límites de un discurso tan amplia materia de alabanza. Algún día la descubriréis en la historia de las ciencias, cuando con los nombres de Condamine y Maupertuis os presente los de tantos dignos compañeros de sus trabajos, y algún día también, leyéndola, honraréis con vuestras lágrimas los de Cook, Malespina y Lapérouse, y deploraréis el maligno hado que se complació en confundir en su memoria, como en la de Colón y Magallanes, la gloria y el infortunio.
España, cediendo al mismo noble impulso, había asociado sus hijos a la gloria y a las fatigas de estas empresas; pero como si solo hubiese recobrado su antigua energía para hacer más digno uso de tantas luces y experiencias, la veréis ahora acometiendo otra empresa, cuya grandeza se recomienda por su misma utilidad. Yo os la recuerdo con tanto más placer, cuanto con algunos nombres, muy caros a mi amistad, presento a vuestra gratitud el del piadoso monarca a quien Asturias debe este Instituto, y vosotros esta enseñanza. Carlos IV, siguiendo las huellas de su ilustre padre y los consejos de un celoso ministro, nuestro protector y compatriota, supo aplicar todas las luces atesoradas por la astronomía y la náutica al adelantamiento de nuestra geografía nacional. A ellas se debe el excelente atlas hidrográfico que tenéis a la vista, trabajado con tan sabia diligencia y publicado con tanta generosidad. Él encierra un rico depósito de útiles e indispensables conocimientos, y él es el más irrefragable testimonio de la beneficencia del Soberano y de la ilustración de su ministro. Él fijó con eternas señales los límites del continente de España, ofreciendo a sus pilotos y al extranjero navegante una senda segura en sus mares, una cierta guía en los arrumbamientos de sus costas, una sonda y una luz constante en las radas y puertos do quieran conducir sus naves. Nuevas cartas esféricas se suceden todos los días, y enriquecen nuestra colección hidrográfica, y extienden tan importante beneficio a los vastos continentes de nuestras colonias; y si algún hado adverso no detuviese tan loable impulso, la hidrografía española, ilustrando la mayor porción de la tierra, restablecerá el nombre de España al digno lugar que ocupó algún día, y que ya le destina la posteridad en la historia geográfica.
¡Ojalá que pudiese yo también revindicar para mi patria la gloria de haber perfeccionado su topografía interior! Gloria debida en otro tiempo al celo de Felipe II y a las sabias operaciones y tareas del maestro Esquivel; pero de que se hizo indigno el triste siglo XVII, que con el fruto y las reliquias de esta empresa, la primera acometida y la única acabada en Europa, perdió también, para mayor baldón suyo, su rastro y su memoria. ¡Ojalá que condolida de pérdida tan lamentable, ojalá que ansiosa de repararla, vuelva los ojos a este objeto, y reuniendo tantas luces astronómicas y geométricas como andan dispersas y ociosas por nuestra juventud militar, las consagre a la formación de una nueva y exacta carta de nuestra península! De aquella carta tan deseada, sin cuya luz la política no formará un cálculo sin error, no concebirá un plan sin desacierto, no dará sin tropiezo un solo paso; sin cuya dirección la economía más prudente no podrá, sin riesgo de desperdiciar sus fondos o malograr sus fines, emprender la navegación de un río, la abertura de un canal de riego, la construcción de un camino o de un nuevo puerto, ni otro alguno de aquellos designios que abriendo las fuentes de la riqueza pública, hacen florecer las provincias y aumentan el verdadero esplendor de las naciones.
Miremos como una desgracia del espíritu humano que sea más propia de su condición esta inquieta curiosidad de saber lo que menos le importa que la constancia en adquirir lo que más le interesa. ¿Por qué correrá desalado tras lo distante y extraño, descuidando lo cercano y doméstico? Observamos con más ahínco el cielo que la tierra, y preferimos el descubrimiento de regiones extrañas y remotas al conocimiento de nuestra propia morada. Estudiamos con más afán las historias de Roma y Grecia que la de España, y la geografía del Japón que la de nuestra península. Y mientras podemos señalar con el dedo el lugar que ocupa una estrella solitaria en los cielos y una isla desierta en la inmensidad de los mares, ignoramos el origen de nuestros ríos, las raíces de nuestros montes, la situación de nuestras provincias, y acaso el punto que ocupa en España el centro de nuestra circulación y el asiento de nuestro gobierno. ¡Funesto abandono, que parecería increíble si, propio de la humana flaqueza, no fuese más o menos imputable a todos los gobiernos!
¡Oh, Asturias, porción preciosa de España! ¿Cuándo llegará el día que, poniendo a logro las luces que vamos difundiendo en tu seno, emplees en tan noble objeto estos jóvenes, que serán sus depositarios, y que ahora te presentamos como primicias de nuestro celo y prenda y anuncio de tu futura prosperidad? ¡Oh, amados jóvenes!, ¿cuándo os verán mis ojos, precedidos de vuestros maestros, trepar por estas cumbres que nos rodean, con el teodolito al ojo y el compás en la mano, medir en vastos triángulos el territorio de Asturias, y preguntar al cielo cuál es el espacio que ocupa vuestra patria en el globo, cuáles los límites que le dividen, las fuentes de sus rápidos ríos, las concas de sus hondos valles, el rumbo y la altura de sus montes y la extensión de estas tierras y playas, donde vuestros hermanos buscan con diario sudor el alimento y la dicha de tantas familias? ¿Cuándo os veré yo reducir este trabajo a una breve y exactísima carta topográfica, que multiplicada por el buril, difunda por todas partes, con la imagen de vuestra patria, el más ilustre testimonio del amor que la profesáis?
¡Oh, Gijón, amada cuna mía y objeto de mis continuos desvelos! No, no será ilusorio el dulce presentimiento de que el cielo te tiene reservada esta gloria, que llegará el día venturoso en que veas a tus hijos, llevando en la mano esta carta, fruto de su celo y sus luces, correr todos los ángulos de Asturias, indagar las varias clases de vivientes que los pueblan, los vegetales que los adornan, los minerales que los enriquecen, y observar y ordenar y describir cuantos dones derramó sobre ellos la Providencia. Tú los verás ilustrar la topografía, la geografía física y la historia natural de este precioso suelo, en que vieron la luz, en que recibieron la educación y a cuyo bien están consagrados estos estudios.

Referencia: 13-422-01
Página inicio: 422
Datación: 16/02/1800
Página fin: 434
Lugar: Gijón
Estado: publicado