El conde de Floridablanca

Comienzo de texto

Comienzo de texto: Una fábula publicada en el Diario de Mad[ri]d del [4] de [agosto] de este año [1788], había p[ues]to en cuidado a Fl[orid]abl[anc]a y, antes resentido de la libertad con

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Una fábula publicada en el Diario de Mad[ri]d del [4] de [agosto] de este año [1788], había p[ues]to en cuidado a Fl[orid]abl[anc]a y, antes resentido de la libertad con que el público le censuraba, creyó que aquel poemita se hubiese escrito para zaherirle personalmente; y, en efecto, todo el mundo se lo aplicaba.
Cavilando acerca de su autor, le ocurrió que podía ser Iriarte o bien Samaniego, y en consec[uenci]a mandó practicar varias dilig[enci]as con el fin de averiguarlo y el propósito de escarmentar duramente al atrevido fabulista. La comisión se dio al alc[al]de Oliver, uno de sus devotos, y a quien acababa de traer a la Sala de Corte en premio de haber escrito un libro, en cuya dedicat[ori]a formaba su genealogía, dándole 15 ilustrísimos abuelos. Olió Samaniego que se hacían estas dilig[enci]as y, para ponerse a cubierto, escribió a su pais[an]o y am[ig]o Llaguno, manifestándole, no sólo que no era el autor de la fábula, sino que lo era D. N. Rentería (herm[an]o del covachuelista de Marina), el que había escrito otras muchas y remitido al redactor del Diario de Madrid para que las publicase (en efecto, la fábula en cuestión era ya la quinta en número).
Llaguno enteró de esto a Otamendi, por quien iba el expediente, y éste al conde quien, sorprendido de no hallar el autor que buscaba ni aun la intención de censurarle que suponía, dijo: «La hemos errado, sepulte vm. esos papeles».
Entre tanto, corría en el público un diálogo entre los condes de Fl[oridablan]ca y Campo[mane]s, en que se satirizaba cruelmente al primero, y se leía, con tanto gusto como precaución, por sus émulos. Esto al principio, pero, divulgada la noticia, se leía ya y glosaba en todas partes. El alfarero don Ramón Carlos Rodríguez, hombre ignorante y sin juicio, pero adulador y artero para promover su interés, buscó una copia de este diálogo para hacer con ella su servicio al conde, con quien antes había procurado congraciarse formando un establecimiento de caridad amalgamada con la industria, como tantos otros inútiles y perjudiciales promovidos en esta era.
Escribió, con efecto, remitiendo el diálogo, ponderando la gran sensación que causaba en el público, la inquietud que empezaba a columbrarse en el pueblo y el propósito de inclinarle a una conmoción por este medio. Se supone que al mismo t[iem]po hacía protestas de su celo, de su cuidado y ternura por la incolumidad de S. E., por la cual decía haber puesto en oración a las setenta muchachas inocentes, y acaso vírgenes, de su escuela. Y que, además, había hecho decir no sé qué ni qué misas a un cristo viejo, nombrado de la Espina. La ventosa hizo su efecto, el c[onde] se alarma; nueva orden a Oliver para averiguaciones; sospecha de Campomanes, por lo que se dirá después, de O’Reilly, Ricardos y Borghese, sus enemigos, y que sé yo de cuántos otros. Nada puso en claro Oliver. Recayeron algunas sospechas sobre Ricardos: la más fuerte, haberse sacado 17 copias del diálogo en su secretaría. En efecto, de todo el partido de O’Reilly, él sólo era capaz de una producción tan graciosa, tan sangrienta y tan atrevida. De aquí el proyecto de anonadar a este partido. El conde vuela al confesor, le enseña los papeles, varios anónimos, y le da varias noticias, sorprendiendo su ánimo y convirtiéndole en su favor. Pasa al cuarto de los príncipes, píntalo todo como una conspiración de O’Reilly, le inflama, se acuerda la dispersión de éste y sus secuaces, y se determina enterar a S.M.
P[adre] C[onfesor]. Hombre de bajísima extracción, pues se dice hijo de un cirujano. El mismo origen tenía D. M[anuel] de Roda, ministro de Gra[ci]a y J[ustici]a, y D. M[anuel] V[entur]a de Figueroa, gob[ernado]r del cons[ej]o, comis[ari]o general de Cruzada, patriarca de las Indias. Parece que el reino está entregado a las gentes más ruines de todos los países.
En c[uan]to al P[adre] C[onfesor] Fr. Joaq[uín] de Osma, entró en los dieguinos, no siguió más carrera que la del púlpito, hizo misiones en Perales, y de aquí se podrá inferir su crédito. La casualidad le hizo comp[añer]o del P. Bolaños, confesor que trajo el rey de Nápoles, de su mismo hábito, y a esto debió confesar alg[un]a vez al monarca por indisposición de Bolaños, y al fin sucederle. Tuvo tal ascendente en el mismo rey que nunca S. M. hizo cosa alguna contra su dictamen. Este hecho podrá definirle.
El c[onde] de F[lorida]b[lanca] tenía grande opinión de don P[edro] Joaq[uí]n de Murcia, inquisidor de Valencia y amigo suyo, quiso hacerle obispo y lo iba a ser, pero una casualidad lo desbarató y abrió la puerta a mayor fortuna.
Estaban bac[an]tes a un [tiem]po el arzobispado de Sant[iag]o y el obispado de Cádiz, el P[adre] Confesor quiso elevar al primero al P[adr]e [Sebastián] Malvar [Pinto]. Demos noticia de este perillán. Era Malvar hijo de un gaitero de Galicia; se entró fraile franciscano, siguió la carrera, llegó a ser catedrático de Salamanca por su religión y, aunque sin sombra de sabiduría ni probidad, un voto del camarista gallego Santos Domínguez (que jamás votó sino a gallegos y profesores salmantinos) y la afición del C[onfesor] a su hábito le elevaron al ob[is]p[ad]o de Buenos Aires.
Allí quiso sostener a un tal Piedra, sobrino pegadizo del confesor que, habiendo pasado a aquellas partes de lugarteniente de las nuevas poblaciones de Río de la Plata, concilió contra sí a fuerza de atentados y locuras el odio del gobierno. Este empeño indispuso al ob[is]po con el virrey [Juan José] Vértiz, hombre justo y de una probidad incontrastable. Tuvieron diferentes choques en uno de los cuales iba una manga de granaderos a pillar a S. I. y llevarle a Malvinas; y lo hubiera hecho si no tomase el partido de ceder a las justas pretensiones del virrey. Éste informó al Consejo de Indias cuál era y q[uié]n […] al bien público la conducta del prelado, pero el prelado, entretanto, escribía al confesor y se pintaba como un mártir de la gratitud, atribuyendo sus persecuciones a la protección de Piedra.
El P. quiso darle el premio al martirio e insistió a Figueroa que consultase a Malvar para el arzobispado de Santiago; Figueroa tanteó a los comp[añero]s, hallolos inflexibles, mas no por eso desistió del empeño de consultar a Malvar, que al fin era gallego y ahijado del P.; viendo esto los demás camaristas quisieron tomar del mal el menos y, para desviar a Malvar del arzobispado le consultaron para el obispado de Cádiz y pusieron el segundo lugar a Murcia; pero Figueroa dio a Murcia el primer lugar en Cádiz y a Malvar en Santiago.
Subió la consulta, pasó al confesor y éste puso en la esquela: «arzobispo de Santiago Malvar, obispo de Cádiz Murcia». Este dictamen escandalizó al ministro Floridablanca, quien exponiendo al rey las fechorías de Malvar, le dijo que si tal premio se daba a los ob[is]pos díscolos de América, contase que no habría quien no lo fuese por conseguirle. El rey le mandó volver la consulta al P. para que la reformase, y el P. la repitió diciendo: «sé cuanto se imputa a Malvar, mas todo es una injusticia; en mi conciencia no puedo proponer otro más digno para ar[zobis]po de Sant[iag]o y, bien reflexionado, hallo que para Cádiz será mejor [José] Escalzo [y Miguel]». Un inquisidorcito que llevaba en tercer lugar el voto de Campomanes, cuyo afecto había sabido conciliarse, concurriendo a la Sociedad y protegiendo a las hilanderas, este dictamen subió al rey, quien se encogió de hombros, y dijo al ministro: «no hay remedio pues el Padre lo quiere; a bien que para él serán los tironazos». En efecto, salió Malvar arzobispo de Santiago y Escalzo obispo de Cádiz.
Vino Malvar a España y riñó con el confesor a dos por tres. Fue a Santiago, no dio en dos años limosna alguna, pero al primero, dio 40 o 50 000 ducados de dote a una sobrina y siguió luego en continua discordia con sus canónigos y enriqueciendo más y más a los parientes. Entre tanto los tironazos del fraile son sólo de prometido.
F[lorida]b[lanca] se propuso reparar a Murcia el desaire recibido y, a la muerte de Figueroa, le dio plaza en el Consejo de Castilla, la Colecturía de Expolios y Vacantes, la del Fondo Pío Ec[lesiásti]co, una muy pingüe dignidad en Val[enci]a y varios beneficios, hasta formarle una renta de 50 a 60 000 ducados, suerte harto más dulce que la de echar bendiciones en Cádiz, donde ciertamente no es muy corriente esta moneda.
Poco tardaron en reñir protector y ahijado. Los murcianos, celosos del favor que tenía con el ministro, empezaron a hacerle la guerra; llevaba la bandera [Antonio José] Salinas, sumiller de cortina, sobrino del conde, y maestrescuela de la [catedral] de Murcia (que hoy, 1788, espera la muerte del tonto [José García] Herreros para pillar la Comis[arí]a General de Cruzada) y le ayudaban Soria, antes agente fiscal, hoy s. ofic[ia]l de Hac[ien]da, y [Juan de] Piña [y Ruiz], comis[ari]o de Guerra, herm[an]o de la moza de Salinas y, actualmente, ayudante a direcc[ió]n perpetua del Banco Nacional. Todos a uno, lograron desacreditar a Murcia que, por sus ridículos proyectos de fábricas y, sobre todo, por la generosidad con [que] daba socorros y hacía préstamos con los caudales del fondo pío (formado con la tercera p[ar]te deducida de las rentas ec[lesiásti]cas para socorrer útilmente a los pobres, proyecto suyo que inventó para engrandecerse, y abrazó Moñino allá en el t[iem]po cuando dicen quería) descubría muchos flancos por donde ser batido. Ahora es ya Murcia despreciado de Moñino y aspira al gobierno del Cons[ej]o de órdenes. Dicen que se le dará para poner en la Colecturía de Expolios a Aedo y Espina, favorito del conde, y en la del Fondo Pío a Acedo [Torres], am[ig]o del mismo, antes Auditor de Rota en Roma y hoy cons[ejer]o de Castilla.
Este conde vino a Madrid muy joven, con crédito de buen jurista desde Murcia, su patria, donde había aprendido y enseñado las leyes. Era de muy linda figura, talento vivo y feliz explicación. Tenía sobre todo gracia para tocar y cantar a la guitarra, y esto le hizo querido de las mozas. Entre otras, enamoró a una hija de un tahonero, con quien se hubo de casar de secreto y, ayudado del suegro se recibió de abogado, puso casa, abrió estudio y enviudó. Desde luego adquirió gran crédito en el foro, se le aumentó la fiscalía de rentas y fue buscado para la de novales. Ya era su reputación muy sobresaliente en 1766. Fue nombrado para hacer causa a los amotinados de Cuenca, tuvo buen desempeño, fue de vuelta promovido a fiscal de Castilla, hizo allí la guerra al conde Pres[iden]te unido con Campomanes y, ganado el favor de Grimaldi, fue destinado a Roma en lugar de [Tomás] Azpuru. Don Bern[ar]do del Campo, hoy marqués, le introdujo con dicho Grimaldi y proporcionó el nuevo destino antes ofrecido a Campomanes y desechado por él a causa de las rarezas de su mujer, que no era para presentar a los ultramontanos. Moñino logró la extinción de los jesuitas en gran concepto en Roma y el Minist[eri]o de Estado por muerte, digo, separación, de Grimaldi.
En los primeros años logró la estimación univ[ersa]l por el celo que mostró del bien nacional, por su buen trato y por la entereza con que trató a los diplomáticos y los sujetó a respetar el Gabinete. Ansiaba por el Minist[eri]o de Gra[cia] y Just[ici]a para realizar ciertas peculiares ideas que no fueron tan g[ene]ralm[en]te celebradas. La primera que puso en obra, aprovechando una indisposición de [Manuel de] Roda, fue la erección de la Superintendencia General de Policía para que nombró al loco de don Bernardo Cantero [de la Cueva], teniente de V.a, que la hizo odiosa con sus tiranías y despreciable con su sórdida y desreglada conducta. Hoy la posee don Mariano Colón [de Larreategui], hombre ilustrísimo por su cuna y honradísimo por su carácter, pero flojo, sin celo y sin bastantes luces para este cargo.
El marqués de Rubí, hombre no sólo extraño al partido de O’Reilly, vino abiertamente opuesto a él; hombre aislado, no perteneciente a ninguna relación ni partido y sólo menos desviado del del conde de Ar[anda] por pertenecer a la coronilla. Hombre desafecto al actual, como al pasado gobierno, zumbón, acre y picante, y desaforado murmurador; pero, al mismo tiempo, hombre hábil, caballero ilustre y generoso, oficial exacto y bizarro y amante acérrimo de la justicia y el orden, este hombre raro se señalaba más que otro alguno en sus conversaciones libres contra Fl[oridablanc]a y aún se dice que desafiaba su enojo provocándole por medio de indirectas dichas a los confidentes y criaturas.
Fuera de esto, el conde le miraba como un ingrato. Había estado alguna vez en la desgracia del Rey, por más que indicios de haber fomentado el descontento de los catalanes, sus paisanos, con ocasión del establecimiento de las quintas; entonces le arreció un gran golpe, pero las circunstancias obligaron a ceder, y se contentó el gobierno con llamarle a Madrid, olvidarle y hacerle sentir su desprecio recibido de más cerca. En efecto, no fue empleado en toda la guerra del 79 y este desaire le obligó a hacer dimisión de sus empleos. Fio este pensam[ien]to a Campomanes, quien le desaprobó sin lograr su arrepentimiento. Habló el mismo Campomanes con [Miguel] Múzquiz.

Referencia: 12-523-01
Página inicio: 523
Datación: 1788
Página fin: 530
Estado: publicado