Idilio undécimo. Jovino a Enarda
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Mientras los roncos silvos
del Aquilón elado
llenan a los mortales
de susto, y sobresalto,
5 cantemos, bella Enarda,
en Hymnos acordados
de Amor y sus dulzuras
el delicioso encanto.
Del hijo de la Diosa
10 que reina en Gnido y Paphos
cantemos las Victorias
y triumphos soberanos,
que a su dominio el cielo
y tierra sugetaron.
15 Las dulces travesuras
de aquel rapaz vendado,
que reyna en nuestros pechos,
cantemos, y loando
de su carcax el oro,
20 la labor de su Arco,
sus flechas penetrantes,
sus tiros acertados,
pasemos dulcemente,
uno de otro en los brazos,
25 las horas fugitivas
y los velozes años.
Amor de Cielo y Tierra
es Dueño soberano:
sus leyes reconocen
30 la tierra y cielo esclavos.
Los Globos christalinos,
de sólo amor guiados,
giran en torno al mundo
con buelo arrevatado;
35 y del Amor las Leyes
eternas observando,
cuentan en raudos giros,
sonoros y acordados,
las Horas y los Días,
40 los Meses y los Años.
Pero en la tierra ejerce
imperio más templado
el ciego Dios, más dulce,
más firme y dilatado,
45 y no hai viviente alguno
que de él no viva esclavo.
Allá en los altos montes
y en los escuros antros
sienten de amor la llama
50 los Brutos abrasados.
Los Peces en el golfo
del tiro envenenado
salvarse no han podido;
ni sobre el aire vago
55 las Aves por su buelo
ni por su dulce canto.
Todos de amor al yugo
se rinden, y a su carro
uncidos, todos vienen
60 sus triumphos celebrando.
Pero entre todos ellos
el hombre más colmados
obsequios, omenages
más puros va prestando;
65 que otros vivientes aman
de su instinto arrastrados,
empero el Hombre sólo
de la razón guiado.
El Hombre venturoso
70 encierra en lo arcanos
de su razón las Leyes
que Amor le ha señalado.
El Hombre apreciar solo
con dignos holocaustos
75 sabe de la Hermosura
la gracia y el encanto.
Dígalo ¡ai Dios! ¡o Enarda!
Jovino enamorado,
que vive de tus ojos
80 reconocido esclavo.
Un corazón lo diga
donde gravó con rasgos
de fuego la tu imagen
Amor con tierna mano.
85 ¡Ai! yo era todavía
entonces un muchacho
alegre y bullicioso,
sencillo y agraciado,
y oi ya sobre mí siento
90 el peso de los años.
Dígalo una alma fina,
do tiene lebantado
su trono tu hermosura,
y do, bibrando rayos,
95 tus ojos egercitan
el peligroso mando,
¡Ai! ¡Quántas veces, quántas,
los míos al estraño
ardor de sus pupilas
100 quedaron abrasados!
Dígalo, en fin, Jovino,
a quien ni los alhagos
de otras mil hermosuras,
ni estorvos mil, ni el vario
105 curso de la Fortuna,
ni el tiempo, ni el amargo
dolor de larga ausencia,
ni el incesante llanto
que derramó al mirarte
110 alegre en otros brazos,
mudar nunca pudieron,
y en quien estorvos tantos
del fuego primitivo
la llama no apagaron.
115 Cantemos, pues, ¡o Enarda!
en Hymnos acordados
de Amor y sus dulzuras
el delicioso encanto,
mientras los roncos silvos
120 del aquilón elado
llenan a los mortales
de susto y sobresalto.