Informe a la Junta General de Comercio y Moneda sobre la libertad de las artes

Comienzo de texto

Comienzo de texto: He visto el expediente que antecede, con lo expuesto por el señor fiscal en su última respuesta, y antes de proceder al desempeño del encargo debido a la confianza de la Junta, creo necesario representarle los inconvenientes que podr&a

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He visto el expediente que antecede, con lo expuesto por el señor fiscal en su última respuesta, y antes de proceder al desempeño del encargo debido a la confianza de la Junta, creo necesario representarle los inconvenientes que podría producir el reglamento mandado formar en su último acuerdo, para que, enterada de todo, resuelva en este importante asunto lo que fuere más de su agrado.
Prescindo de las dificultades que ofrece la ejecución de un reglamento comprensivo de todas las manufacturas que pueden trabajarse sin sujeción a gremios. El número de ellas es casi infinito e imposible de reducir a número ni a lista. Cuando no lo fuera, el catálogo que las comprendiese formaría un grueso volumen, sería de mucho embarazo y poca utilidad en su uso, y al cabo no produciría los efectos que se desean.
Pero, suponiendo formado este reglamento, siempre resultaría de él uno de dos inconvenientes: esto es, la necesidad de irlo aumentando en proporción de lo que creciesen los inconvenientes de la moda y el capricho, o la de excluir a las personas para quienes se formase la facultad de trabajar en las manufacturas nuevamente inventadas y no contenidas en el catálogo; dos cosas que ciertamente serían contrarias a los fines con que se propone el reglamento.
La Junta no ignora con cuánta vicisitud se cambian de un día a otro los objetos de la industria. La moda produce a cada instante nuevos inventos, crea nuevas manufacturas, desfigura las antiguas, altera sus formas, muda sus nombres y tiene en continuo ejercicio no sólo las manos, sino también el ingenio de las personas industriosas. ¿Quién será capaz de detener esta tendencia del gusto de los consumidores hacia la novedad? ¿Quién lo será de fijar por medio de un reglamento los objetos de sus caprichos?
Acaso por esto en las dos Reales Cédulas de 1779 y 1784 no se han señalado específicamente a las mujeres manufacturas determinadas en que pudiesen ocuparse. Deseoso el Gobierno de restituirlas a la libertad de trabajar que les había dado la naturaleza, las habilitó, en la de 12 de enero de 1779, para todos los trabajos propios de su sexo, pero sin señalar alguno, y cortó así de un golpe las cadenas que había puesto a sus manos la legislación gremial.
La de 2 de septiembre de 1784, expedida a consulta de esta Junta, conspira al parecer a fijar la generalidad con que estaba concebida la Cédula anterior, y explicó que debían entenderse permitidos a las mujeres todos aquellos trabajos que, no teniendo repugnancia ni con su delicadeza ni con su decoro, debían creerse propios de su sexo.
Esto supuesto, no habrá necesidad de examinar cuáles son los trabajos que les están permitidos, sino cuáles les son vedados. Las Reales Cédulas establecen una regla general, y permiten a las mujeres todos los trabajos que no están comprendidos en la excepción. Conque, si algo resta que averiguar, será solamente cuáles son los trabajos que repugnan a la decencia y fuerzas mujeriles.
Yo haré sobre este punto algunas observaciones; pero todas vendrán a parar o en que no se debe hacer novedad en el presente estado de las cosas o, si alguna, debe ser ampliar a las mujeres una libre facultad de ocuparse en cualesquiera trabajos que les acomodase.
Observemos primero la disposición de este sexo para el trabajo con respecto a sus fuerzas, y después la examinaremos con relación a lo que llamamos decencia o decoro del mismo sexo.
El Criador formó las mujeres para compañeras del hombre en todas las ocupaciones de la vida, y aunque las dotó de menos vigor y fortaleza para que nunca desconociesen la sujeción que les imponía, ciertamente que no las hizo inútiles para el trabajo. Nosotros fuimos los que, contra el designio de la Providencia, las hicimos débiles y delicadas. Acostumbrados a mirarlas como nacidas solamente para nuestro placer, las hemos separado con estudio de todas las profesiones activas, las hemos encerrado, las hemos hecho ociosas y al cabo hemos unido a la idea de su existencia una idea de debilidad y flaqueza que la educación y la costumbre han arraigado más y más cada día en nuestro espíritu.
Pero volvamos por un instante la vista a las sociedades primitivas; observemos aquellos pueblos donde la naturaleza conserva sin menoscabo sus derechos y donde ninguna distinción, ninguna prerrogativa desiguala los sexos, sólo distinguidos por las funciones relativas al gran objeto de su creación. Allí veremos a la mujer compañera inseparable del hombre, no sólo en su casa, mas también en el bosque, en la playa, en el campo, cazando, pescando, pastoreando, cultivando la tierra y siguiéndole en los demás ejercicios de la vida.
Ni creamos que este fue un privilegio de las edades que llamamos de oro, sólo existentes en la imaginación de los poetas. A pesar de la alteración que la literatura y el comercio han causado en nuestras ideas y costumbres, tenemos en el día muchos ejemplos con que confirmar esta verdad. Yo conozco, y todos conocemos, países no situados bajo los distantes polos, sino en nuestra misma península, donde las mujeres se ocupan en las labores más duras y penosas; donde aran, cavan, siegan y rozan; donde son panaderas, horneras, tejedoras de paños y sayales; donde conducen a los mercados distantes, y sobre sus cabezas, efectos de comercio; y en una palabra, donde trabajan a la par del hombre en todas sus ocupaciones y ejercicios.
Aun hay algunos en que nuestras mujeres parece que han querido exceder a las de los pueblos antiguos. Entre ellos, el oficio de lavanderos se ejercía casi exclusivamente por los hombres. ¿Puede haber otro más molesto, más duro, más expuesto a incomodidades y peligros? Pues este ejercicio se halla hoy a cargo de las mujeres exclusivamente en las Cortes y grandes capitales, esto es, en los pueblos en que se abriga la parte más delicada y melindrosa de este sexo. ¿Dónde, pues, está la desproporción o repugnancia del trabajo con las fuerzas mujeriles?
Yo no negaré que existe la idea de esta repugnancia; pero existe en nuestra imaginación, y no en la naturaleza. Nosotros fuimos sus inventores, y no contentos con haberla fortificado por medio de la educación y la costumbre, quisiéramos ahora santificarla con las leyes.
Observemos, no obstante, el objeto de estas leyes. ¿Es otro, por ventura, que prohibir a las mujeres todos aquellos trabajos que no convienen a las fuerzas de su sexo? Pero yo no veo la necesidad de esta prohibición. Donde se cree que un trabajo repugna a la debilidad de estas fuerzas, ciertamente que las mujeres no lo emprenderán. Para que una mujer no usurpe sus oficios a un herrero, a un albañil, no juzgo que será necesaria la prohibición; de [lo] que se sigue que esta no puede ser objeto de una ley, puesto que la primera calidad de la ley es la necesidad.
Considerando así el trabajo con respeto a las fuerzas de las mujeres, examinémoslo ahora con relación al decoro de su sexo.
Esta es una materia regulada por la opinión aun mucho más que la antecedente. La opinión sola califica la mayor parte de nuestras acciones, y lo que es indecente en un país y en un tiempo, es honesto o indiferente en otros. Por lo común, la idea de la decencia sigue el progreso de las costumbres públicas. Donde se hallan contagiadas por la corrupción, así como la honestidad es una virtud más rara, es también menor el número de las acciones que se creen compatibles con ella. Pero en los pueblos virtuosos la misma honestidad es una especie de salvaguardia a cuya sombra la mayor parte de las acciones humanas se miran como honestas o como indiferentes. La inocencia no ve la malicia sino donde anda descubierta.
Para confirmar esta verdad no será necesario buscar ejemplos entre aquellos pueblos salvajes donde en medio de la desnudez se han podido conservar el pudor y la honestidad. Si fuesen necesarios algunos, los hallaremos a millares en los pueblos más sabios e ilustres de la Antigüedad; en aquellos cuyas costumbres son tan admirables a nuestros ojos. Las dos célebres repúblicas de la antigua Grecia, cuyas virtudes fueron siempre un modelo digno de la imitación de su potestad, pueden citarse sin empacho. Sin embargo, ¡cuántas de sus acciones, cuántos de sus usos y costumbres nos parecerían en el día torpes e indecentes!
En efecto, así como cada gobierno, cada siglo, cada país tiene sus costumbres, tiene también sus ideas peculiares de decoro y decencia. En medio del recogimiento de los siglos pasados, ¿qué parecerían a nuestros abuelos la disipación y libertad del presente? Una matrona honesta no era vista jamás sin escándalo, no digo ya en la calle, mas ni en el templo, como no fuese acompañada de su esposo, de su dueña y escudero. Hoy van por todas partes solas, sin escolta, sin comitiva, y parece que la costumbre ha triunfado no sólo de la opinión, mas también de la honestidad.
Pero sobre todo debe reflexionarse con respecto al objeto presente que las ideas de decencia no sólo son relativas a los tiempos, sino también a los estados y condiciones. Lo que es mal parecido en una señora de primera calidad no lo es en una mujer plebeya. Aun en esta última clase, la edad, el estado, el ejercicio, constituyen notables diferencias. La necesidad es casi siempre el nivel de la conducta de los hombres; cuando ella se presenta, desaparece la opinión y sólo pueden ser reparables aquellas acciones que la naturaleza y la religión han declarado indecentes por esencia.
Examinando por estos principios el objeto de nuestro expediente, yo no puedo reconocer cuáles sean las artes que repugnan a la decencia del sexo femenino. Si hay algunas, ciertamente que no las usurparán las mujeres. ¿Por ventura habrá algún país entre nosotros donde una doncella o matrona honesta quieran dedicarse a barberas o peluqueras de hombres? Pues, ¿a qué conducirá la prohibición de unos ejercicios que están resistidos por el mismo pudor?
Estas ideas que, naciendo de la opinión, ni necesitan ser auxiliadas ni pueden ser vencidas por la ley, jamás se confundirán en medio de la libertad.
Supongamos a una mujer dueña de una tienda de sastrería; sin duda que no irá a tomar medidas ni a probar vestidos a casa de los hombres; tendrá para esto a un oficial experto, como sucede en muchos gremios que permiten a las viudas la conservación de las tiendas y oficinas de sus maridos. Para esto no será necesaria la intervención de la ley, porque cada sexo sabe lo que conviene a su decencia.
Este mismo ejercicio de coser es más conveniente a las mujeres que a los hombres; pues, ¿para qué las defraudaremos de un trabajo en que pueden ganar la vida sin menoscabo de su honestidad?
De todo esto concluyo que la única excepción propuesta a la libertad de las mujeres debe suprimirse como inútil, y que lejos de fijarla y declararla por medio de un reglamento, es más conveniente abolirla del todo.
¿Y qué haremos, se me dirá, con los hombres? Formaremos un reglamento para ellos solos o les daremos la absoluta libertad de trabajar en cualquier arte sin sujeción a gremio? En esta duda, ¿quién no responderá por la libertad? Si hay muchas razones para persuadir que se les debe a las mujeres, hay muchas más que la reclaman en favor de los hombres. Esta parte de la humanidad será siempre la que más trabaje. La superioridad de sus fuerzas de cuerpo y espíritu, su mayor constancia, destreza y previsión, la diferente esencia de las obligaciones que le imponen la naturaleza y la sociedad, todo le debe dar una decidida preferencia. Por otra parte, la procreación, la crianza de los hijos, la asistencia al consorte, las obligaciones domésticas absorben a una mujer la mayor porción del tiempo que pudiera dedicar al trabajo. Así que sería monstruoso franquearles una absoluta libertad de trabajar y sujetar a los hombres a gremios y exclusivas. No es, pues, conveniente reducir esta libertad por medio de un reglamento.
Esta reflexión me conduce naturalmente a examinar la gran cuestión sobre la libertad de las artes. Bien conozco que este punto no se comprende expresamente en el encargo de la Junta, pero tiene tanta relación con el expediente que está a la vista y con la idea suscitada por el señor fiscal, que no puedo desentenderme de él, ni la Junta puede dejar de fijar sus máximas acerca de esta materia. Cada día se trata de autorizar un nuevo gremio, de aprobar una nueva ordenanza, y es preciso que las resoluciones sean uniformes y consiguientes. Si conviene redimir las artes de su antigua esclavitud, hágase de una vez; y si no, fíjense los límites donde puede llegar su libertad y los principios que deben protegerla.
Por otra parte, esta cuestión se examina actualmente en el Consejo de Castilla, en la Sociedad Patriótica de Madrid, en otras varias Sociedades y Academias del reino, y sobre ella se habla, se escribe y se declama cada día. No debe, pues, la Junta guardar silencio en medio de un rumor tan general. Su voz será la más autorizada en el asunto. Creada para promover la industria y el comercio, ¿qué otro cuerpo tendrá más derecho a decidir una controversia de que pende tal vez la suerte de estos grandes objetos?
Sobre todo, yo expondré en este punto mis ideas, no para decidirlo, sino para empeñar en él el celo de los individuos de la Junta, cuya ilustración reúne todas las luces y todas las experiencias que pueden ser necesarias para descubrir tan importante verdad.
Voy, pues, a examinar primero los perjuicios que producen los gremios, y después haré ver que no se pueden temer iguales de parte de la libertad; y últimamente prescribiré las reglas y precauciones que se deben tomar para que la misma libertad no se oponga ni al buen orden civil, ni al fomento de la industria, ni a la seguridad del público.
Pero antes de exponer los perjuicios que han causado los gremios, volvamos por un instante la vista hacia su origen y el de las leyes que los autorizaron.
Hubo entre nosotros un tiempo en que todos los brazos del Estado debían estar prontos para su defensa. El glorioso empeño de reconquistar un reino envilecido bajo el yugo de los árabes y de arrojar de nuestro continente estos enemigos bárbaros y opresores armó contra ellos todas las clases sin que hubiese alguna que se creyese libre de la honrada pensión de restaurar la libertad de su patria. El rico hombre, el prelado, el caballero, el solariego, seguían el primer toque del tambor que los convocaba a la guerra, y marchaban en auxilio del estandarte real a lidiar por la conservación de un Estado del que eran miembros y defensores.
Entre tanto, las pocas artes que conocía una nación sobria, guerrera y enemiga del lujo quedaban a cargo de los brazos más débiles. Las mujeres trabajaban en el reposo de sus hogares cuanto era necesario para el surtimiento y vestido de sus casas y familias. Los demás objetos necesarios al uso de la vida eran fruto también de la industria doméstica o de la aplicación de aquellas manos flacas, a quienes había separado de la guerra su misma debilidad. Las artes eran entonces rudas, sencillas y groseras como los siglos que las cultivaban, o por mejor decir, no se conocían oficios por entonces a que se pudiese aplicar con propiedad el nombre de artes.
Este era el tiempo en que la libertad reconocía en Italia y se levantaba sobre las ruinas del gobierno feudal. A su sombra florecían la navegación y el comercio, y la industria que los alimentaba hacia los progresos más rápidos. De aquí se derivó el incremento, la perfección y división de las artes, y de aquí también aquel sistema municipal que, reduciendo a corporaciones los individuos de cada una, fue el verdadero origen de los gremios y la causa primitiva de los males que han causado a la industria en el discurso de los tiempos.
Entre tanto habían logrado nuestros príncipes arrojar los moros de la mayor parte de sus conquistas. Toledo, y sucesivamente Jaén, Córdoba, Sevilla y Murcia, arrancadas de sus manos y agregadas a la Corona de Castilla, habían establecido un gobierno, ya adoptado en la capital de Cataluña, y cuya imagen se veía con emulación en las florecientes repúblicas de Italia. En él se formó una clase para los artistas, se les permitió unirse en gremios o asociaciones, se les señalaron barrios o distritos, se les concedieron privilegios y franquicias, y en fin, se les trató con tanta más generosidad, cuanto empezaban los reyes a mirarlos como un pueblo enteramente suyo y libre del señorío particular en que gemían los miserables solariegos.
La clasificación de los artistas, útil sin duda para establecer la policía y el buen orden, se convirtió muy luego en un principio de destrucción para las mismas artes. Reunidos sus profesores en gremios, tardaron poco en promover su interés particular con menoscabo del interés común. Con pretexto de fijar la enseñanza, establecieron las clases de aprendices y oficiales; con el de testificar al público la suficiencia de los que le servían, erigieron las maestrías; y para asegurarle de engaños, inventaron preceptos técnicos, prescribieron reconocimientos y visitas, dictaron leyes económicas y penales, fijaron demarcaciones y, en una palabra, redujeron las artes a esclavitud, estancaron su ejercicio en pocas manos y separaron de él a un pueblo codicioso que las buscaba con ansia por participar de sus utilidades.
Tal es la historia de los gremios. Yo repasaré brevemente sus principales perjuicios, empezando por el más digno de atención y remedio de parte de cualquier gobierno donde la libertad y el amor al público tengan alguna estima.
El hombre debe vivir de los productos de su trabajo. Esta es una pena de la primera culpa, una pensión de la naturaleza humana, un decreto emanado de la boca de su mismo Hacedor.
De este principio se deriva el derecho que tiene todo hombre a trabajar para vivir; derecho absoluto, que abraza todas las ocupaciones útiles y tiene tanta extensión como el de vivir y conservarse.
Por consiguiente, poner límites a este derecho es defraudar la propiedad más sagrada del hombre, la más inherente a su ser, la más necesaria para su conservación.
Aun suponiendo al hombre en sociedad, se debe respetar este derecho. Ninguno ha renunciado de su libertad natural, sino la parte más pequeña: aquella parte que es absolutamente necesaria para conservar el Estado sin menoscabo de su propia conservación. Sobre este principio se apoya todo pacto social y sobre él debe fundarse también la santidad de toda ley. La renuncia de este derecho no puede suponerse. Sería nula aunque de hecho se verificase.
De aquí es que las leyes gremiales, en cuanto circunscriben al hombre la facultad de trabajar, no sólo vulneran su propiedad natural sino también su libertad civil.
Pero esta ofensa no se causa sólo al artista: se extiende también a los demás individuos que consumen los productos de la industria. Todo ciudadano tiene derecho de emplear en su favor el trabajo de otro ciudadano, mediante una recompensa establecida entre los dos. Los gremios destruyen este recíproco derecho, obligando al consumidor a servirse solamente de aquellos maestros que tienen la facultad exclusiva de trabajar.
La injusticia de esta exclusión se hace más palpable cuando se considera que ha defraudado de la libertad de trabajar a la mitad de los pueblos que la adoptaron, que ha separado casi enteramente a las mujeres del ejercicio de las artes y que ha reducido a la ociosidad unas manos que la naturaleza había creado diestras y flexibles para perfeccionar el trabajo. Las artes fáciles y sedentarias, aunque más convenientes a este sexo que al nuestro, no por eso se han exceptuado de la regla general.
Pero tan monstruosa exclusión no ha comprendido sólo a las mujeres, sino también a todos los hombres a quienes su estado y profesión separaban forzosamente de los gremios. Labradores, soldados, artistas, aunque hábiles para el ejercicio de muchas artes, no pudiendo incorporarse a los gremios, debieron renunciar al derecho de trabajar en ellos.
Tenemos en esto un ejemplar palpable en nuestro expediente. Gabriel Maroto, de ejercicio herrero, quiso establecer en Valladolid una manufactura de cintas caseras. ¡Cuánto no tuvo que sufrir del gremio de pasamaneros este infeliz artista! Y ¿qué sería de él, si la ilustración de la Junta no le hubiera sostenido contra las opresiones de aquel gremio? Aun con esta protección, apenas está seguro de sus persecuciones.
La primera consecuencia de tan funesto estanco fue impedir la unión de la industria con la labranza. Mientras los campos de Alemania están cubiertos de nieve, se ocupa el labrador germano en trabajar la infinita variedad de obras curiosas de madera, piedra y metales con que sus paisanos surten las tiendas de nuestras ciudades populosas y acumulan ganancias insumables. En los mercados de Bretaña, de Anjou, de Flandes, Irlanda y los Cantones, venden también los labradores los lienzos que trabajaron sus familias en el tiempo que las faenas rústicas les dejaron libre. Estos bienes se deben principalmente a la libertad, y son inasequibles sin ella.
Por una consecuencia de este sistema general, la industria se ha reconcentrado en las capitales; esto es, en los lugares menos a propósito para su ejercicio y perfección. El alto precio de los comestibles y habitaciones, el aumento de las necesidades que arrastra consigo el lujo, los regocijos y distracciones frecuentes, la licencia y corrupción de las costumbres, y otros inconvenientes propios de las grandes poblaciones, ofrecen otros tantos obstáculos al aumento y prosperidad de la industria, y hacen desear la libertad como el único medio de destruirlos.
De aquí se sigue que los gremios sean un estorbo para el aumento de la población, no sólo en cuanto impiden la reunión de la industria con otros ejercicios, sino también en cuanto resisten la entrada en ella a las manos sobrantes de la labranza y otras profesiones.
Este daño es harto mayor de lo que se cree de ordinario. La agricultura puede sólo aumentar la población de un país hasta cierto punto, porque el terreno cultivable y aun la perfección del cultivo tienen sus límites señalados por la naturaleza. Tiénelo por lo mismo la cantidad de los productos de la tierra y el número de familias que pueden vivir de ellos. Casi sucede otro tanto con las demás profesiones, fuera de los oficios. Pero la esfera de la industria es de inmensa extensión. Cuanto consumen España y América, las provincias vecinas y las más distantes, puede ser fruto de sus tareas y concurrir al sustento de las familias que la ejercen. ¡Cuántas veces el morador de los confines de Asia habrá pagado su jornal a los artistas europeos! Así es que el aumento de la población y la riqueza nacional estará siempre en razón de los progresos de su industria, y por consiguiente de la libertad de las artes. Veamos ahora por qué medios las asociaciones gremiales se oponen a esta libertad y a estos progresos.
Establecidas las maestrías, se estanca el trabajo en pocas manos; esto es, en aquellos solos individuos que han alcanzado el título de maestros, y con él el derecho exclusivo de trabajar.
Este estanco se estrecha tanto más cuanto, para pasar al magisterio, es menester haber corrido por las clases de aprendiz y oficial, sufrir un examen, pagar los gastos y propinas de esta función, tener tienda o taller en cierta y determinada demarcación, y muchas veces afianzar para abrirla.
Establecido ya el maestro, se le tasa el número de aprendices y oficiales que puede tener, y alguna vez el de telares y artefactos en que ha de trabajar; se le obliga a partir con sus compañeros las materias que acopiase, o bien a surtirse del almacén del gremio si lo tiene, o en fin, se lo reparten por el mismo, aunque no las pida; debe trabajar de cuenta propia, y no de la del mercader o comerciante, aunque no tenga fondos; debe arreglar su trabajo a la ley de la ordenanza y sacrificar a ella sus manos y su ingenio; debe pagar impuestos y derramas para los objetos de su comunidad; debe sufrir denuncias, visitas, penas, comisos y otra infinidad de vejaciones. Véase ahora si es posible que, bajo de este sistema de opresión y exclusivas, se multiplique el número de los artistas ni los productos de la industria.
Para que este mal fuese más general y más funesto, el espíritu gremial, contagiando la industria en toda su extensión, ha cundido desde las artes verdaderamente tales hasta los oficios y ocupaciones más sencillas. En las ordenanzas municipales de Toledo, Sevilla y otras grandes ciudades, se hallan gremios de horneros, palanquines, regatones, alquiladores, albañiles, y apenas hay ministerio alguno que no se haya sometido a este yugo. Una vez sujetos, sufren sus individuos toda la dureza de una legislación ruinosa, que les fuerza a la observancia de muchas reglas, o perjudiciales o inútiles. Estas reglas no fueron inspiradas por la utilidad, sino dictadas por la imitación, sirviendo unas ordenanzas de modelo o plantilla para formar otras, y si algunas fueron convenientes entonces, dejaron de serlo con el tiempo. Hay gremio que se gobierna por ordenanzas hechas dos siglos ha. Siendo pues tan libre y tan variable el gusto de los consumidores, único alimento de la industria, ¿cómo podrá prosperar esta bajo un sistema tan opresivo e invariable?
Estorban también los gremios el progreso de la industria, resistiendo ya la creación de nuevas artes, ya la división de las antiguas.
La creación de nuevas artes sólo puede ser un efecto de la libertad. El ingenio, al favor de ella y estimulado por el interés, observa, inventa, imita, produce nuevas formas, y cría finalmente objetos que al favor de la novedad, se buscan y recompensan con gusto por el consumidor. Pero las reglas técnicas de la legislación gremial, el ojo envidioso de los demás maestros y la hambrienta vigilancia de los veedores y sus satélites, amedrentan continuamente el ingenio y lo retraen de estas útiles, pero peligrosas tentativas.
De ellas sin duda hubiera sacado la libertad la división de las artes. No hay alguna, a lo menos entre las principales, que no se forme del conjunto de otras muchas artes subalternas. Donde florece la industria, cada una de estas artes se ejerce separadamente y ocupa una oficina. De aquí resulta, primero, la perfección de las artes, que siempre es hija del hábito y de la aplicación, y después la baratura de las obras, que es un efecto necesario de la mayor brevedad y facilidad con que se ejecutan por partes. Este bien es casi incompatible con los gremios, que prescriben a sus individuos no sólo las cosas que deben trabajar, sino también la forma con que deben ejecutarlas. La libertad sola lo puede producir, y lo producirá seguramente, en todas las artes que empiece a fomentar el consumo.
La necesidad de un aprendizaje determinado produce iguales inconvenientes: acobarda el ingenio de los jóvenes, hace igual la suerte del rudo y del despierto, y sin servir de estímulo al perezoso, sirve de embarazo y retraimiento al aplicado. No hay que esperar que el ingenio desenvuelva sus fuerzas donde no tenga a la vista recompensa ni estímulo.
Otro tanto puede decirse de los oficiales y laborantes. La necesidad de estar en estas clases cierto número de años sin poder trabajar por cuenta propia defrauda a los particulares del servicio de muchos buenos artistas, somete a unos y otros a la codicia de los maestros, retarda el establecimiento de los jóvenes, los acostumbra a vivir del trabajo del día, libres, baldíos, sin sujeción y sin familia, y lo que es harto peor, los aleja del matrimonio, único freno contra los ímpetus de su edad y los riesgos de su situación. De ahí es que, en una larga serie de años, y aun de siglos, ni los aprendizajes, ni las oficialías, ni las maestrías han bastado a perfeccionar las obras de nuestros artistas. Algunos jóvenes aplicados, huidos a países extraños en busca de nuevos maestros y nuevos gustos, han sido los únicos autores de los progresos que hemos hecho en varias artes; por ejemplo en el de platero, por el de maestro de coches, del zapatero, del encuadernador y otros semejantes. Aun éste se ha verificado a despecho de los gremios y al favor de un rayo de libertad con que el gobierno ha querido distinguir a los autores de este beneficio. Sin esta libertad, Martínez, Garu, Vennens, Arochena, Gómez y algunos otros no hubieran sido conocidos en la Corte, y lo que es peor, sus artes estarían todavía en su rudeza original.
Del mismo sistema gremial nació el absurdo empeño de perpetuar los oficios a que conspiran todas las leyes. El infeliz que ha consumido su juventud y su caudal en habilitarse para el ejercicio de un arte, y ve cerradas todas las puertas para pasar a otro, se obstina por conservarlo como la única hipoteca de su existencia. Pero el gusto pasa, los consumos menguan, el arte descaece y al fin acaba, sin que los afanes del miserable artista puedan detener su ruina.
Muchos ejemplares de esto nos ofrece la historia fabril. El uso de los sombreros acabó de un golpe en el siglo pasado con los boneteros y gorreros, y el de los zapatos llanos con el de los borceguineros y chapineros. ¿Qué se ha hecho de los guadamacileros, los sargueros, los toqueros y otros oficios sin número, tan conocidos y tan celebrados en los dos siglos precedentes? Todos han perecido ya, sin que nos quede más rastro de ellos que sus nombres y viejas ordenanzas.
Figurémonos por un instante la suerte de estos miserables artistas en medio de la opresión gremial. ¿Qué refugio les quedaba en su desamparo? ¿Aprender otro oficio? Pero era tarde para ponerse a nuevo aprendizaje. ¿Incorporarse en otro gremio? Pero no habían sido aprendices ni oficiales, no se hallaban en estado de obtener la maestría, no tenían tienda ni taller, y nada de esto se podía suplir ni con fondos propios ni con los auxilios de la amistad. Pues, ¿qué harían? La respuesta es obvia: se echarían a mendigos, y sus manos, que la libertad hubiera empleado útilmente, serían perdidas del todo para el Estado.
Este mal es consecuencia de otro, causado también por los gremios, cuyo sistema destruye necesariamente la proporción que debe haber entre las producciones de la industria y sus consumos. Estos crecen y menguan en razón de la celeridad con que caminan las modas, entre tanto que la legislación gremial conspira a fijar las artes y el número de individuos que deben trabajar en cada una. Un nuevo gusto exige de repente una muchedumbre de manos para abastecerlo. El interés y la libertad las hallarían; pero las ordenanzas del arte respectivo, permitiendo sólo a los maestros trabajar en aquellos objetos, atan las manos de todos los demás. Entonces crece con desproporción el precio de las obras, acude el extranjero con las suyas, nos arrebata las ganancias, y la industria nacional se destruye por los mismos medios que debían hacerla crecer y prosperar.
Por último, la legislación gremial parece que ha buscado casi siempre la ruina de la industria con las mismas providencias que dirigía a su fomento. Empeñada en extender sus exclusivas, alejó de una vez a todos los empresarios, ya prohibiendo a los maestros hacer acopios de materias u obligándolos a repartirlas con los demás gremiales, ya concediendo estos tanteos y preferencias perniciosas, ya vedando a los artistas que trabajasen por cuenta ajena, y ya, en fin, fijando en ellos solos la facultad de vender de primera mano. Por este medio estorba la unión de la industria con el comercio, disminuye la libertad del tráfico, y destruyendo la concurrencia, no deja entrada a la baratura ni al equilibrio y nivelación de los precios, de donde naturalmente se deriva.
Tamaños perjuicios bastarían por sí solos para convencer la necesidad de mudar nuestro sistema industrial; pero no hay parte alguna de él que no conspire al mismo intento.
En efecto, ¿qué diremos del ejercicio de la jurisdicción fabril, sometido a personas imperitas, del todo ineptas para el mando y siempre interesadas en la transgresión de sus leyes? ¿Qué de las visitas de casas, tiendas y talleres, tan contrarias a la libertad civil y doméstica del ciudadano y al espíritu de toda buena legislación? ¿Qué de las juntas gremiales, regularmente tumultuosas y productivas de parcialidades, enconos y desórdenes? Tales abusos son tan frecuentes y notorios que bastará apuntarlos para combatirlos.
Parece que hasta las instituciones más piadosas se han convertido contra la utilidad de la industria y de sus profesores. Los montepíos, cuando no hayan destruido o entibiado el más poderoso estímulo que arrastra al hombre al trabajo, se han hecho, por lo menos, muy gravosos a los individuos, sin haber sido útiles al Estado ni a los cuerpos. Apenas se podrá citar uno solo a cuyo abrigo se libren del desamparo los impedidos, los huérfanos y las viudas del arte. El Gobierno, convencido de su insuficiencia, ha tenido que buscar nuevos arbitrios, que erigir nuevas instituciones para el socorro de esta clase de miserables, tan digna de su caridad como de sus desvelos.
Hasta las cofradías, estas instituciones coetáneas a los gremios, siempre resistidas por las leyes, siempre multiplicadas a despecho de ellas, siempre autorizadas con algún pretexto de piedad, y siempre corrompidas por el orgullo y la disipación, han venido a ser ruinosas para los artistas y las artes. Los gastos en que empeñan a los mayordomos y oficiales y la ocasión que dan a francachelas y embriagueces son acaso los menores males que producen. La vanidad disfrazada con máscara de devoción, la superstición, sustituida a la sólida piedad, la muchedumbre de solemnidades, de fiestas, de sufragios, de ejercicios y prácticas menudas, la pompa de las procesiones y entierros, siempre sostenidos por el interés de quien los aconseja y por el orgullo de quien los paga, pero casi siempre con mengua del verdadero espíritu de religión, son males a la verdad de otro orden, y otra especie, pero de cuya influencia política no puede apartar los ojos un gobierno piadoso y vigilante.
Bien sé que no en todas las ordenanzas se hallan reunidos los vicios que acabo de recordar, pero no hay alguno de que no se puedan citar muchos ejemplos. Las ordenanzas gremiales de Barcelona, que he tenido presentes, los ofrecen a millares. Las mejores de todas, las más libres de errores y vicios, se fundan en un sistema de suyo opresivo y contrario a la prosperidad de la industria; y esta verdad, tan demostrada por el raciocinio, se confirma más y más cada día por la observación y la experiencia.
Cortemos, pues, de un golpe las cadenas que oprimen y enflaquecen nuestra industria, y restituyamos de una vez aquella deseada libertad en que están cifrados su prosperidad y sus aumentos.
No nos engañemos. La grandeza de las naciones ya no se apoyará, como en otro tiempo, en el esplendor de sus triunfos, en el espíritu marcial de sus hijos, en la extensión de sus límites ni en el crédito de su gloria, de su probidad o de su sabiduría. Estas dotes bastaron a levantar grandes imperios cuando los hombres estaban poseídos de otras ideas, de otras máximas, de otras virtudes y de otros vicios. Todo es ya diferente en el actual sistema de la Europa. El comercio, la industria y la opulencia que nace de entrambos son, y probablemente serán por largo tiempo, los únicos apoyos de la preponderancia de un Estado, y es preciso volver a estos objetos nuestras miras o condenarnos a una eterna y vergonzosa dependencia, mientras que nuestros vecinos libran su prosperidad sobre nuestro descuido.
Y en suma, ¿qué es lo que nos detiene? Los riesgos, los abusos, los males que pueden nacer de la libertad. Todos conocen que los gremios son un mal; pero se miran como un mal necesario para evitar otros mayores. Las luces, se dice, son en la política lo que en la física los medicamentos. Unos alteran la libertad, como otros la salud; pero por su medio el cuerpo moral y el cuerpo humano se libran de la extenuación y de la muerte.
Mas estos males, que se temen como una consecuencia de la libertad, ¿son efectivos? Y para su remedio, ¿no hallará la legislación otro arbitrio que mantener en esclavitud las artes? Estas son las dos cuestiones que voy a examinar por su orden.
Nada habría hecho en indicar los perjuicios de los gremios, si no diese la idea de otro sistema en que la industria pudiese prosperar con recíproco beneficio del artista y del consumidor. Esto me ocupará en lo que resta del presente informe.
Empezaré, pues, demostrando que la abolición de los gremios no puede producir los males que se temen, y en esta parte confirmaré mi dictamen más bien con ejemplos que con raciocinios; después daré una idea de la policía general, que debe oponer a la libertad aquel justo y provechoso freno que dicta la razón y exige la pública seguridad.
Después que el espíritu gremial esclavizó las artes y fijó su imperio en las grandes capitales donde las había reconcentrado, algunas cortas ciudades, la mayor parte de las villas y todo el resto de las pequeñas poblaciones quedaron libres de este yugo. Sin embargo, las artes necesarias abundan en ellas, y aun prosperan; porque en todas partes es visto que el hombre se viste y se calza, usa en su casa muebles y utensilios, y se provee de los demás objetos necesarios al uso de la vida. Todos estos objetos se trabajan en la mayor parte del reino sin gremios ni ordenanzas, y ni el público se queja ni la industria decae. Es cierto que estos ramos de industria no han recibido mayor incremento; pero esto sólo se debe atribuir a los gremios de las capitales, cuyas ordenanzas no permiten a la industria forastera traer a sus mercados obras que no estén trabajadas según el rigor de sus preceptos técnicos. Por eso la industria libre nunca ha podido crecer fuera de la proporción de su consumo, pero dentro de ella se ha extendido y prosperado sin leyes ni gremios. ¿Qué mayor prueba se puede desear en favor de la libertad?
La primera de todas las artes, la agricultura, se gobierna por todo el reino sin gremios ni ordenanzas; florece en muchas provincias, se fomenta en otras, y donde se halla en decadencia ciertamente que no achacará a la libertad sus atrasos. ¿Hay por ventura otro arte más acreedor a protección, más digno de enseñanza, más extendido, más diversificado? ¿Hay un arte en que se puedan cometer mayores ni más funestos engaños? ¿Pues cómo puede ser contraria al progreso de otras industrias una libertad que no lo es a la primera, a la más importante de todas?
Otras muchas profesiones hay que nunca tuvieron leyes peculiares ni fueron sujetas a gremios. Aun en aquellos grandes pueblos donde el espíritu de opresión subyugó hasta las ocupaciones más libres y sencillas, se ven muchas artes en plena libertad. Baste citar el ejemplo de los armeros de Madrid, cuyas obras atestiguan con su general estimación la prosperidad y los progresos de su arte debidos a la libertad y no al sistema gremial.
Fuera de la Corte se pudieran citar muchos ejemplos en confirmación de esta verdad. Pero obsérvese solamente cuánto han prosperado a nuestra vista aquellos profesores a quienes el Gobierno ha librado del yugo de las ordenanzas, y se concluirá de ahí que sus reglas enervan la industria, tanto como la anima y la fomenta la libertad.
¿Y de qué servirán estas ordenanzas en muchos gremios que no las observan por haberse anticuado? Hay gremios también que no las tienen; los hay que no son más que unas simples cofradías, sin otros estatutos que los que dicen relación con los objetos del culto. Tal era el gremio de sastres de Madrid antes del año 1756; y sin embargo, estos oficios se han sostenido sin que ellos ni el público hayan habido menester el auxilio de la legislación.
Se cree que las maestrías son absolutamente necesarias, porque en la suficiencia que supone su título se apoya la seguridad del público. Pero ¡qué poco se conoce al público cuando se piensa así! En el objeto más importante, que es la vida, vemos siempre al hombre seguir la opinión y abandonar la autoridad. ¡Cuán frecuente es fiarse de un empírico, de un curandero, de un charlatán, y no hacer caso de un protomédico!
Pero, estando por la verdad, las maestrías nada suponen. Los exámenes son por lo común formularios, y la amistad, el parentesco o el interés abren la entrada a las artes a los más ignorantes. Las piezas de examen o son de fácil ejecución, o se trabajan con ayuda de vecinos, o se admiten aunque defectuosas. Así es que, al lado de algunos buenos oficiales, se ven en la misma Corte insignes chapuceros autorizados con el título de maestros y situados en tienda pública. Unos sostienen su crédito no sobre su habilidad, sino sobre la de sus oficiales. Otros, a quienes falta este auxilio, perecen sin que la autoridad del título los libre del hambre y la miseria; porque en efecto el público no cree buenos artistas a todos los que son maestros, así como no tiene por sabios a todos los que han recibido la borla porla capilla de Santa Bárbara.
Lo mismo diremos de las visitas, inventadas para librar al público de engaños, y convertidas después en un objeto de interés por los oficiales del gremio. No ejercen estos su jurisdicción contra sus amigos ni paniaguados, sino contra sus émulos y enemigos. Tratan de sorprenderlos para desacreditarlos, y el público es por lo común la víctima de unos y otros. Los que se sirven de los artistas de la Corte podrán decir si las visitas son un remedio eficaz contra los engaños del público. ¡Cuántos se sufren y se callan por compasión! y ¡cuántos se delatan y castigan por la justicia ordinaria!
De aquí resulta que la libertad de que hablamos no defraudará al público de su seguridad. Él tendrá abierto siempre su recurso a los magistrados civiles, y pronto en su favor el patrocinio de la justicia. Las leyes, que aseguraban la fe de los contratos antes que se conociesen los gremios, podrán asegurarla también después de haberlos destruido.
Pero en medio de esta libertad, ¿no perecerá la enseñanza? No, por cierto. Habrá entonces, como ahora, aprendices y oficiales, porque nadie se pondrá a ejercer un arte sin haberlo aprendido. La única diferencia será que el tiempo, el precio y las condiciones del aprendizaje se arreglarán por un contrato libre entre el maestro y el padre o el tutor del aprendiz, y esta diferencia cederá siempre en favor de la industria.
No nos engañemos: los aprendizajes, establecidos por la legislación gremial, no han adelantado las artes. La mayor parte de ellas están aún en su rudeza original. Es muy rara la que ha llegado a la perfección en que las gozan otras naciones; y las que han recibido algún adelantamiento no lo deben ciertamente ni a los gremios, ni a las ordenanzas, ni a la enseñanza regulada por ellas; débenlo, como hemos indicado, al ingenio, al estudio, a los viajes de algún artista eminente, al celo de algunos individuos, a cuerpos patrióticos, al establecimiento de algún hábil extranjero, a la imitación cuidadosa de modelos extraños; en una palabra, a causas accidentales y muy diversas del instituto de los gremios. ¿Y cuánto más hubieran influido estas causas si la libertad las hubiera dejado obrar sin obstáculo?
Si se quiere otra prueba de esta verdad, búsquese en la historia de nuestros gremios y se hallará muy concluyente. El sabio autor de la educación popular observa, en el tercero de sus apéndices, que la decadencia de nuestras artes en Toledo, en Sevilla y otras ciudades ricas e industriosas fue coetánea a las exclusivas, a los preceptos técnicos y a otras sujeciones que fueron autorizando las ordenanzas gremiales. Cuanto hay en ellas de opresivo se refiere, por la mayor parte, al reinado de Felipe III y siguientes. La duración, los preceptos y las condiciones de los aprendizajes no tienen mayor antigüedad. No se crea, pues, que son un medio de perpetuar, sino de destruir la buena enseñanza.
Lo mismo digo de las costumbres. Hay quien cree que la subordinación establecida por las ordenanzas gremiales y su estrecha disciplina son como unos diques opuestos contra este vehemente impulso que arrastra la juventud menestral hacia la corrupción en las ciudades populosas. Pero cualquiera que medite un poco sobre el origen de esta corrupción hallará que sus causas no tienen relación alguna con la legislación gremial. ¿Hay por ventura una subordinación más estrecha, una disciplina más rigurosa, unas leyes más duras que las que sujetan al hombre en la milicia? Sin embargo, a buen seguro que se nos citen a los soldados como dechados de buenas costumbres. ¿Y acaso son tales las de nuestros gremiales, que puedan servir de apología a su legislación?
Pero aún nos falta examinar el mayor inconveniente que se cree unido a la libertad; esto es, la concurrencia. Se dice que los artistas correrán a aquellas artes que ofrecen más lucro; que la competencia de los concurrentes hará que perezcan muchos y prosperen pocos; que entre tanto se abandonarán las demás artes, y que alterando el equilibrio que debe haber entre el número de manos que trabajan y el consumo que les ha de producir su subsistencia, vacilará la industria nacional, vendrá como por irrupción la extranjera, y el Estado y sus individuos serán sus víctimas.
Mas ¿quién ha dado a los gremios el arbitrio de fijar este saludable nivel? Ya hemos visto cómo lo destruyen. Ahora decimos que este bien pende, como otros, de la libertad solamente. Las circunstancias accidentales que ponen en movimiento el capricho de los consumidores no penden ciertamente de la libertad ni de los gremios. Pero aquella a lo menos deja a los artistas el arbitrio de aprovecharlas, y los gremios no. Estos reducen a manos determinadas el ejercicio de las artes, y nadie puede entrar de repente a él, porque las formalidades gremiales se lo estorban. No así en el estado de libertad. El interés multiplicará los artistas en razón del aumento de los consumos, y el mismo señalará un límite a esta multiplicación. De forma que, si hay algún camino para establecer el equilibrio, no puede ser otro que el de la libertad, la cual, inventando objetos nuevos y agradables, sabrá anticiparse al gusto de los consumidores, y provocarlos, si puede decirse así, a la concurrencia y al consumo.
No se nos oponga el ejemplo de las naciones. Cuando habla la evidencia de razón, deben callar las inducciones y conjeturas. La Constitución inglesa y las leyes y costumbres de aquella república lograron la maravillosa conciliación de la libertad de las artes con las corporaciones de los artistas.
En Francia demostró concluyentemente los enormes perjuicios de las maestrías el célebre presidente Bigot; y aquel gobierno, teniendo a su frente a uno de sus primeros economistas, monsieur Turgot, las destruyó de un golpe por las letras patentes de 12 de febrero de 1776. Si después de la caída de este ministro volvieron a restablecerse, echemos la culpa, más que a otra causa, al espíritu de persecución, que cuando trata de desacreditar a los hombres de mérito, suele asestar contra los establecimientos los golpes que quiere descargar sobre los autores.
La Toscana vio abolidos los gremios por dos edictos de 1 y 3 de febrero de 1770, y bien hallada con este sistema, que confirmó de nuevo por otro de 25 de noviembre de 1775, disfruta hoy de todas las ventajas con que la libertad recompensa el celo y la constancia de los gobiernos ilustrados. Un ejemplo solo de esta clase vale por ciento que se puedan alegar contra la esclavitud de las artes.
Por último, no se aleguen en favor de los gremios la costumbre, la prescripción, la autoridad; todo esto se desvanece a la vista de los daños que causan. Sus leyes están aprobadas sin perjuicio de tercero, y esta cláusula, cuando faltase, se debe creer embebida en la aprobación de toda ley municipal. Además de que los derechos de la libertad son imprescriptibles, y entre ellos el más firme, el más inviolable, el más sagrado que tiene el hombre es, como hemos dicho al principio, el de trabajar para vivir.
Pero ¿pasaremos súbitamente de la sujeción a la libertad? He aquí un punto que ofrece a la idea una muchedumbre de inconvenientes, capaces de acobardar el ánimo más resuelto. Parece que el hombre ha nacido para ser esclavo de la costumbre. ¡Qué confusión no nos presenta esta mudanza repentina, entre una muchedumbre de jóvenes artistas que ahora viven tranquilos bajo un yugo suave y conocido! El primer uso que harán de su libertad será acaso para abusar de ella. Guiados únicamente por la codicia, ¡qué alteración no podrá resultar en los precios! ¡Qué fraudes en las obras! ¡Qué engaños en el cumplimiento de las contratas! ¡Cuánto descuido en la enseñanza! ¡Cuánto desorden y cuánta licencia en las costumbres! El público será la primera víctima de la libertad hasta que, conocidos y abandonados los artistas por el público, perezcan con las artes, y el Estado, vacilante, llore los estragos causados por la misma libertad que había protegido.
Tal es la idea que nos figuramos de un pueblo donde las artes se abandonen a una libertad absoluta. Pero estamos muy lejos de apadrinar el desorden con el nombre de libertad. El hombre social no puede vivir sin leyes, porque la sujeción a ellas es el precio de todas las ventajas que la sociedad le asegura. Su misma libertad, su propiedad, su seguridad personal, la inmunidad de su casa, los derechos de esposo, de padre, de ciudadano, son las recompensas de aquella porción pequeña de libertad que sacrifica al orden público. De la suma de estas porciones se forma la autoridad del legislador y la fuerza de las leyes. Así es que el hombre, obedeciendo al precepto de la ley, reconoce una autoridad en cuya cesión había sido parte el mismo.
La clase de los artistas debe, como todas las demás, reconocer sus leyes; pero, ¿qué leyes serán estas? Hemos llegado a la única discusión que nos resta, y que es la más importante de todas.
No permiten ni la estrechez de este informe, ni mis cortos talentos, que yo me aventure a emprender un código de policía fabril. Este objeto, tan importante y delicado, es muy propio del celo de la Junta y de sus superiores luces. Me bastará indicar los principios a que debe arreglarse esta legislación, para conciliar la libertad de las artes con su prosperidad, con el buen orden y con la seguridad pública.
En efecto, tres deberán ser los objetos de esta legislación: primero, buen orden público; segundo, protección de los que trabajan; tercero, seguridad de los que consumen. Yo los examinaré en artículos separados.
Artículo primero.
Policía
En nuestra presente constitución debemos suponer la mayor parte de la industria domiciliada en las ciudades grandes y populosas. Para establecer en ellas el buen orden general es indispensable clasificar al pueblo. Tratemos de esta operación respecto de los artistas, que son ahora nuestro objeto.
Matrículas
La primera operación debe ser formar una matrícula general de cada arte, en la cual se asentarán los nombres de los que la profesan, sean hombres o mujeres, con especificación de su edad, estado, habitación y de la clase que ocupan en el arte; esto es, de maestros con tienda u obrador público, oficiales sueltos o aprendices.
Esta matrícula se deberá renovar todos los años, notando en ella las alteraciones que son ordinarias en la condición de cada individuo; los que faltaren y los que entraren de nuevo en el arte; los que saliesen de aprendizaje y los que pusiesen tienda, taller u obrador público. De forma que por ella pueda tener en todo tiempo el Gobierno un estado completo de cada arte, y por consiguiente de todas.
Como esta operación sería muy embarazosa donde las artes contienen excesivo número de individuos, la matrícula en este caso se podría hacer de cuarteles, cuyo método será preferible en la corte, y aun en muchas ciudades, a lo menos respecto de aquellos oficios que están considerablemente poblados.
Cualquiera que entre a la clase de aprendiz, que salga de ella a la de oficial suelto o pase de ésta a la de maestro con taller, tienda u obrador público, tendrá obligación de presentarse y dar su filiación, para que se le asiente en la matrícula de su arte y se tome razón en la forma que se dirá.
Será lícito a cualquier individuo que sepa dos o más oficios matricularse en todos ellos, y estándolo, ejercerlos sin embarazo alguno, y lo mismo al que supiere solamente alguna parte de un arte, como por ejemplo ojalar, hacer clavos, labrar vigas o cosas semejantes; pues en este caso se matriculará en el arte a que corresponda con la expresión conveniente.
No será ocioso prevenir que todo lo que se dice en cuanto a las matrículas, así como lo que se dirá acerca de los síndicos y otros puntos, debe entenderse sólo para aquellas ciudades populosas en que abundan las artes y los artistas. En los demás pueblos es conocido el vecindario por su padrón general, y no se necesitan más reglas de policía que las comunes y conocidas.
Estas matrículas no sólo servirán para el buen gobierno de los artistas, sino también para el repartimiento y recaudación de las contribuciones, y para conservar el buen orden general y la tranquilidad pública, puesto que no puede establecerse buena policía donde el pueblo no estuviese dividido y clasificado con la mayor exactitud.
Esta operación de formar la matrícula correrá a cargo de un síndico, que se nombrará para cada oficio, y debe ser individuo y profesor del mismo.
El nombramiento de estos síndicos se hará por el Ayuntamiento del pueblo, con asistencia precisa del síndico personero y del diputado del común, que tendrán voto en la elección.
Esta elección se hará cada dos años, y otro tanto tiempo durará la sindicatura, quedando a arbitrio del Ayuntamiento reelegir al que creyere digno de esta distinción, y al del reelecto aceptar o no el oficio; pues siendo una carga concejil, sólo estará obligado a sufrirla por un bienio.
A cargo del síndico correrá no sólo la formación, sino también la renovación de las matrículas, y a él deberán acudir a dar su filiación las personas de que se habló anteriormente.
Además del libro de matrículas, tendrán los síndicos otro de toma de razón, y en él se sentarán las licencias que diere la justicia para abrir obrador o tienda pública, las contratas de aprendizaje que se celebraren entre los maestros y los padres o tutores de los aprendices, la morada de los que vinieren de fuera, ya sean extranjeros o forasteros, a establecerse en clase de oficiales sueltos o en tienda pública, y lo [de]más que fuese conducente al buen desempeño de su encargo.
Este libro y el de matrículas se deberán entregar al síndico que entrare de nuevo por el que saliere, ambos cerrados y corrientes, con los asientos y noticias que van prevenidos.
Los síndicos velarán sobre la conducta de los artistas, compondrán a la amigable las diferencias que nazcan entre ellos y los particulares, implorando la autoridad de la justicia cuando sus oficios y exhortaciones no bastasen; promoverán el bien y la prosperidad del arte, y sobre todo cuidarán del buen orden y de la seguridad pública por los medios que se indicarán después.
Se prohibirán por punto general las juntas o cabildos de individuos de un arte, siendo del cargo del síndico promover el bien y la utilidad de sus individuos, como va prevenido; y cuando no lo hiciere a requerimiento de alguno, podrá ser apremiado a ello por la justicia.
Pero si en algún caso extraordinario hubiere necesidad de congregar los individuos de algún arte, el síndico, enterado de ella, acudirá a la justicia, quien no sólo concederá la licencia si se pidiere con justa causa, sino que deberá prescribir el lugar y la forma de celebrar la junta, y aun la presidirá por sí mismo, si pudiere y el caso lo pidiere, y cuando no, convendría que la presidiere el socio protector.
Tampoco será lícito a los individuos de un arte hacer cofradía, ni juntarse en cuerpo con ningún pretexto piadoso o de devoción, siendo libre cada uno como particular para alistarse en las que estuvieren establecidas con autoridad del Gobierno y conforme a las leyes.
Socios protectores
Donde hubiere establecida Sociedad Patriótica, se nombrará para cada oficio un socio protector, a cuyo cargo correrá también promover el bien y el provecho del arte y de los que lo profesan.
De cualquier abuso que pueda influir en la decadencia o perjuicio general del arte y sus profesores informará el síndico al socio protector, quien dará cuenta a la sociedad, y ésta, examinada maduramente la materia, representará al tribunal a quien tocare, o a S.M. en derechura, lo que juzgare conducente para su remedio.
Del mismo modo informará el socio protector a su cuerpo de los medios y arbitrios que juzgare oportunos para fomentar el arte y sus individuos, y la Sociedad representará al Gobierno lo conveniente para su consecución.
En los asuntos relativos al arte procurarán los jueces ordinarios tomar informes de la Sociedad, o bien de los respectivos socios protectores que, por serlo y hallarse instruidos de su estado, les podrán suministrar los conocimientos necesarios para el acierto de sus resoluciones.
Los socios protectores cuidarán de que los síndicos verifiquen la formación y renovación anual de las matrículas, acudiendo a los respectivos jueces para que los compelan a ello cuando no bastaren sus avisos y exhortaciones.
Los síndicos acudirán a los socios protectores en las ocurrencias de su encargo, para que con su consejo y autoridad los ayuden al cumplimiento de las obligaciones que les impone.
Cuidarán particularmente los socios protectores de que se conserve libre el ejercicio de las artes; de que se faciliten las licencias para abrir tienda a los que las merecieren; de que no se estorbe a los oficiales sueltos trabajar donde y como más les acomodare; de que se cumplan las contratas celebradas por los individuos de cada arte entre sí, y con los particulares, implorando siempre la autoridad judicial cuando sus avisos y exhortaciones no fueren atendidos, y dando cuenta de todo lo que hicieren a la respectiva Sociedad de que fueren miembros.
Por estos medios, y los que se indicarán cuando se trate de la seguridad pública, se podrá conservar el buen orden y la mejor policía de las artes.
Artículo segundo.
Protección
Tres deben ser los objetos de la protección de las artes: la enseñanza, el fomento y el socorro de los artistas.
Enseñanza
Aprendizaje
Los aprendizajes deben ser enteramente libres y arreglarse en cuanto al tiempo, precio y condiciones por los padres o tutores de los jóvenes con los maestros.
Pero la legislación debe proteger especialmente el cumplimiento de estas contratas, y en cualquier violación de ellas se buscará la mediación del síndico y socio protector; y si sus oficios no bastaren, acudirá el primero, o bien la parte perjudicada, a la justicia ordinaria para que compela y apremie al disidente al cumplimiento de sus pactos.
Esta enseñanza será suficiente en el mayor número de los oficios; pero en las artes más complicadas no podrá mejorarse la industria sin otra enseñanza más metódica.
Escuelas
A este fin convendrá mucho que el Gobierno establezca en cada capital dos especies de escuelas, donde se enseñen los principios generales y particulares de las artes.
Escuelas de principios generales
Las primeras serán unas escuelas generales para todas las artes, y en ellas se enseñarán aquellos principios de dibujo, de geometría, de mecánica y de química que sean convenientes a los artistas, considerando estas facultades como reducidas a práctica y aplicadas al uso de las artes.
Escuela de principios técnicos de cada arte
Las otras serán escuelas particulares de las mismas artes: cada una tendrá la suya, y en ella se enseñarán por principios científicos sus reglas y preceptos.
Unas y otras escuelas son más para perfeccionar que para enseñar la práctica de las artes, y por lo mismo deberán celebrar sus funciones en ciertos días y en horas desocupadas, como por ejemplo las de la noche, para que puedan concurrir a ellas los aprendices y oficiales que quieran perfeccionar la enseñanza que reciben o recibieron sus maestros.
Descripciones de las artes
El Gobierno deberá cuidar de que se forme una descripción científica de cada arte, traduciendo y aplicando a nuestra actual situación las que trabajaron y publicaron en francés las academias y sabios de aquel reino, y formando de nuevo las que no lo estén.
Mientras no tengamos una academia de ciencias, parece que este encargo pudiera fiarse a la Sociedad Económica de Madrid.
Cartillas prácticas
De estas descripciones deberán sacarse unas cartillas prácticas, breves, claras y acomodadas a la comprensión de unos jóvenes que ordinariamente carecen de toda instrucción; y estas cartillas se podrán imprimir y enseñar por los maestros a cada uno de sus aprendices.
Premios
Los premios y distinciones animan considerablemente la enseñanza, y por lo mismo el Gobierno deberá destinar un fondo para este objeto. Hay premios para los que adelantan en el conocimiento de las lenguas, en las humanidades y en la filosofía; ¿y no los habrá para que tengamos buenos cerrajeros y buenos ebanistas? Parece que la adjudicación de estos premios podrá correr a cargo de las Sociedades patrióticas.
Los jóvenes que sobresaliesen en aplicación y aprovechamiento en las escuelas, ya generales y ya privadas, serán los primeros o los únicos acreedores a los premios. Así se les animará a fomentar estos establecimientos, puesto que la concurrencia a ellos ha de ser libre, como todo el sistema de la legislación que vamos diseñando.
Fomento
Aduanas
El Gobierno ha empezado ya a convertir el sistema de las aduanas en beneficio de nuestra industria. En efecto, el primer fomento de las artes debe venir de este sistema, proporcionando de tal manera los derechos de importación y exportación, las prohibiciones y las enteras franquicias, ya sea en materias primeras, y ya en manufacturas, que se anime la industria nacional y se le proporcione una ventajosa concurrencia con la extranjera.
Contribuciones
Sobre el mismo sistema se deberán arreglar las contribuciones para el comercio interior, dirigiendo al fomento de la industria todas las gracias y franquicias de derechos que sean compatibles con el objeto de los tributos, ya en la venta de materias, ya en las manufacturas de primera mano.
Recompensas
Cualquier invención o descubrimiento útil, cualquier notable mejoramiento que hiciere un artista, deberá ser recompensado por el Gobierno para estímulo de los demás.
Auxilios
Aquellos establecimientos que son por su naturaleza difíciles, dispendiosos y casi inaccesibles a las fuerzas de los particulares, merecen ser ayudados por el Gobierno con auxilios efectivos de dinero o con otros subsidios igualmente útiles, pero nunca con privilegios exclusivos.
Descubrimientos
Las máquinas e instrumentos desconocidos, los buenos modelos de imitación que produce la industria extranjera, los secretos y recetas de reciente invención, deberán ser buscados, costeados y repartidos por el Gobierno entre los artistas más sobresalientes. Los embajadores, ministros y cónsules pueden proporcionar al Gobierno la noticia y la adquisición de ellos.
Pósitos o montes
De grande auxilio serían para la industria los pósitos o montes públicos, donde se diesen a los artistas ya dineros, ya materia por costo y costas, y bajo un plazo y rédito moderado, disponiendo las reglas que pareciesen oportunas para su distribución, recaudación y cuenta y razón.
Lombardos
Con el mismo objeto se podrían establecer lombardos, donde sobre las obras hechas se diesen a los artistas los dos tercios de su valor, pagaderos al tiempo de la venta de las mismas obras.
Socorros
Todas estas precauciones no bastarán a librar de miseria a muchos artistas, ni aun podrán detener la ruina de muchas artes. Su prosperidad o decadencia penden principalmente del capricho del consumidor que, aumentando o disminuyendo los consumos, hace florecer unas artes al mismo tiempo que precipita otras a la decadencia y la invierte.
La libertad será el primer socorro de un artista, que al favor de ella, no hallando de qué vivir en su arte, podrá ejercitarse en otro y hallar en él su subsistencia.
Hospicios
No entrarán en mi plan los hospicios, que sobre ser difíciles de mantener y gobernar, nunca servirán al artista sino después que haya caído en la mendicidad.
Casas de misericordia
Lo mismo digo de las casas de caridad o de misericordia, según la forma que tienen en muchas partes. Estos asilos sirven para refugio de la pobreza, mas no para evitarla.
Montepíos
Los montepíos, cual se conocen en el día, son igualmente inútiles. Si se perfeccionasen estos establecimientos de forma que sus fondos estuviesen en proporción con sus socorros, y que éstos en su distribución se dirigiesen más bien a evitar que a socorrer la ruina de los artistas, serían muy dignos de entrar en el plan de socorros.
Huérfanos o viudas
El mejor que se puede dar a las viudas es proporcionarles nuevo estado, y a los huérfanos enseñarles un arte sobre [el] que puedan librar su subsistencia, y ser con el tiempo vecinos útiles.
Enfermos
Los artistas enfermos pertenecen al sistema de hospitales, pero sería mejor socorrerlos en sus casas; lo mismo digo de los viejos e impedidos, si lo estuvieren del todo; pero si son todavía capaces de algún trabajo, deben formar un objeto de caridad pública juntamente con los desocupados.
Casas de trabajo
Un establecimiento donde el artista hallase trabajo seguro proporcionado a sus fuerzas, y bien recompensado, llenaría enteramente nuestros deseos. En él los viejos, los impedidos, los desocupados, las mujeres, los niños, podrían ganar algún jornal correspondiente a su trabajo, con utilidad propia y del Estado.
Dotación de estas casas
Ningún objeto es más digno de la caridad pública. Los socorros del Gobierno, el fondo pío eclesiástico, los sobrantes de expolios y vacantes, las limosnas de los prelados, del clero y de las personas piadosas, deberían concurrir a una a su dotación y establecimiento.
Su gobierno
Las juntas de caridad, las diputaciones de barrio, las Sociedades patrióticas serían de gran auxilio para el gobierno, policía y prosperidad de estas casas. La empresa es difícil, pero tan importante que ningún dispendio, ningún cuidado que se aplicase a su logro debe parecer demasiado.
Por estos medios logrará el Gobierno emplear su protección en beneficio de las artes, dirigiéndola a la enseñaza, al socorro y al fomento de los artistas sin perjuicio de la libertad.
Seguridad
La policía que hemos indicado producirá necesariamente el buen orden y será el mejor apoyo de la seguridad pública; pero para lograr mejor este importante objeto, se podrán tomar las providencias siguientes:
Licencias para abrir tienda
Ninguno podrá abrir tienda, taller u obrador público sin licencia del juez ordinario del pueblo, dada inscriptis, intervenida por el síndico, sentada en su libro de toma de razón y anotada en el de matrículas.
Forma de concederlas
Para obtener esta licencia se dirigirá el interesado a su juez respectivo, el cual, tomando los correspondientes informes del síndico y otras personas del arte sobre la habilidad, buena conducta y demás calidades del pretendiente, se la dará gratis, ya sea nacional o extranjero, sin necesidad de examen, pruebas, fianzas ni otros requisitos.
Calidades
No se permitirá abrir tienda pública a ninguno que no esté matriculado y no tuviere la edad de dieciocho años cumplidos, siendo actualmente casado, o de veinticinco, si no lo estuviere. Esta diferencia, sobre ser conforme a nuestras leyes, que no permiten a ningún mozo soltero la libertad de contratar hasta los veinticinco años, podrá servir de grande estímulo para que los artistas apetezcan el estado del matrimonio.
Con la misma idea quisiéramos que no se diese esta licencia a ninguno que no supiese leer y escribir, y no presentase certificación de haber asistido un tiempo determinado y con aprovechamiento a la escuela particular de su arte; pero tememos que esta sujeción pudiera privar al público de muchos buenos profesores, que por otros medios hubiesen adelantado en el ejercicio de algún arte.
Las mujeres podrán abrir tienda u obrador público, concurriendo en ellas las circunstancias, y observando las formalidades ya referidas; pero la que no fuere casada deberá tener un oficial de buena habilidad y conducta para el manejo de la tienda, y particularmente para aquellos ministerios que no son muy propios de la decencia de su sexo.
Situación de las tiendas
Se podrá abrir tienda pública observándose las formalidades ya prevenidas en cualquier distrito de la población sin sujeción a calle, barrio ni demarcación determinada. Así estará el público mejor servido, y los artistas podrán hallar habitación más acomodada y barata.
Bajo del nombre tienda, taller u obrador público no sólo se entenderán las que están expuestas a la vista en calles y plazas, sino también las del interior de las habitaciones en todos sus altos, con muestras o rótulos, para cuyo establecimiento deberán preceder las mismas formalidades.
Los oficiales sueltos podrán trabajar libremente y por cuenta propia, según se ajustaren con los maestros o con los particulares; pero no podrán tomar obra para cuyo desempeño necesiten del auxilio de otros oficiales, pues este derecho debe ser privativo de los que tengan tienda, taller u obrador público con licencia de la justicia.
Denuncias
Si algún artista trabajare obra defectuosa o mal ejecutada, podrá la parte perjudicada denunciarla ante el síndico, el cual a su requerimiento la examinará, resolverá lo que le pareciere justo y lo pondrá en ejecución si las partes se conformaren; pero no lo haciendo, les dejará libre el recurso a la justicia, a quien informará de los oficios que hubiere pasado, de su resolución y del motivo de ella.
Las partes que se sintieren perjudicadas podrán, si les pareciere, acudir desde luego a la justicia, sin requerir al síndico o después de haberlo requerido y oído su resolución; y el juez, en uno y otro caso, procederá verbalmente y con informes del mismo síndico y peritos, sin causar a los interesados dilaciones ni costas.
Igual recurso tendrán los artistas, cuando las partes con quienes hubiesen tratado no les pagaren el precio ni cumplieren las condiciones estipuladas.
Las contiendas entre los maestros y aprendices, o sus padres y tutores, y entre los oficiales y maestros de tienda pública, u otras cualesquiera que sean relativas al ejercicio y profesión de las artes, se dirimirán por el método que va señalado.
Como alguna vez pueden ocurrir contiendas en que se versen intereses y perjuicios de mayor consideración, si las partes no se aquietasen con las providencias económicas y verbales del síndico y de la justicia, podrán usar libremente sus acciones, deduciéndolas en juicio formal ante el mismo juez ordinario u otro competente, pues estas primeras diligencias, en casos de mayor cuantía, deben mirarse como extrajudiciales, y nunca radicarán el juicio ni menguarán la libertad de las partes.
Puesto que quedan libres a las partes sus recursos, se entenderán prohibidas para siempre las visitas y reconocimientos de casas, talleres, tiendas u obradores, no pudiendo ejecutarse por los síndicos ni por otra persona alguna con ningún motivo ni pretexto.
Si en algún caso extraordinario el alcalde del cuartel o el juez del pueblo creyere necesario visitar algún taller, casa u oficina, lo podrá hacer con causa grave, y acompañado del socio protector y síndico del arte, pero sin llevar costas ni causar gastos.
Las penas de que deberán usar los jueces contra los malos artistas serán extraordinarias, pero siempre análogas y proporcionadas a la naturaleza de su exceso. El perdimiento de las malas obras, el resarcimiento de daños y alguna ligera multa serán suficientes para los casos ordinarios, y en los más graves se podrán aumentar, pero sin salir de esta misma regla.
Aquellas artes y profesiones en que se pueden cometer engaños de mayor consecuencia, cuales son las que trabajan en oro, plata y piedras preciosas, las que preparan alimentos y medicinas para el uso de la vida, y otras semejantes, podrán tener ordenanza particular, pero sin corporación o gremio, y se ejercerán bajo la policía que dejamos establecida.
Aunque convendría en gran manera dejar a la industria una libertad absoluta en la forma de sus producciones, si el Gobierno juzgare todavía conveniente que subsistan las ordenanzas establecidas para el obraje de los paños, tejidos de las sedas y otras semejantes, podrán confirmarse, pero declarando al mismo tiempo estas artes libres en lo demás, no sujetas a gremio y sólo dependientes del Gobierno y policía general que van indicados.
[…]
Sobre estos principios se podrá formar y extender la legislación fabril. Yo me contento con indicarlos. La Junta, si se dignare de adoptar este plan, podrá llevarlo con sus luces al último punto de perfección.
Lo cierto es que los tres grandes fines de la legislación fabril —orden, protección y seguridad— se pueden lograr mucho mejor sin gremios y asociaciones.
El método que dejamos indicado los hace compatibles con la libertad de la industria, y por consiguiente no deja pretexto alguno con que justificar su esclavitud.
Una de las mayores ventajas de este sistema será la facilidad de su ejecución. Pruébese con un gremio, con dos, con tres en cada capital y obsérvense los efectos. La experiencia dará muchas luces para perfeccionar esta nueva policía y descubrir tal vez inconvenientes que no se habían previsto. Esta tentativa, tan conforme a la circunspección con que se debe proceder en toda novedad, será, si no me engaño, el último convencimiento de que sólo a la sombra de la libertad pueden prosperar las artes. El cumplimiento de las obligaciones contraídas por estas comunidades, la distribución de las fincas y derechos que poseen, la aplicación de los muebles, ornamentos y vasos pertenecientes a sus cofradías, la toma de sus cuentas y otros puntos dependientes del sistema no entran por ahora en el plan de este informe, únicamente dirigido a demostrar la necesidad de establecerlo. Si por suerte lo adoptare el Gobierno, podrá arreglar estos objetos sobre principios de equidad y justicia, para que nada que no sea conforme a ella se autorice con la sanción soberana, ni el público pueda censurar una novedad dirigida únicamente a su provecho.
Bien puede ser que, a pesar de tantas precauciones, habrá tal vez algunos que nos censuren porque abrazamos en este punto la causa de la libertad. Este nombre tan agradable a la humanidad se escucha todavía con horror por los que creen que el hombre ha nacido sólo para mandar u obedecer; por los que respetan tan ciegamente la autoridad que nunca la someten a la razón; por los que sostienen que nuestros mayores, aquellos mismos que han precipitado la nación en un abismo de males y miserias, eran infalibles y los que proponen reformas saludables con entusiastas y soñadores; pero cuando se trata de hacer el bien, es preciso menospreciar tales murmuraciones. Por mi parte yo no haré traición a mis sentimientos ni a mis ideas; y después de haberlas propuesto con honrada libertad, cederé con gusto, no a quien me arguya con la autoridad y la costumbre, sino al que, ilustrado por el estudio y la experiencia, me mostrare un camino más seguro de llegar al bien común, que es mi único objeto.
Entretanto, puedo protestar que sólo el deseo del bien ha movido mi pluma en este informe, y no el amor de la novedad. La materia es digna de estudio y de meditación. Por eso someto mis reflexiones a la censura de la Junta, que podrá resolver en su vista lo que juzgue más conveniente.
Madrid, 9 de noviembre de 1785.

Referencia: 10-509-01
Página inicio: 509
Datación: 09/11/1785
Página fin: 538
Lugar: Madrid
Destinatario: Junta de Comercio, Moneda y Minas
Manuscritos: Real Academia de la Historia (ms. 9/5209) Biblioteca Menéndez Pelayo, (Fondo Jovellanos, I.6)
Ediciones: JOVELLANAS, G. M. de, Informe del señor don…, dado en 29 de noviembre de 1785 en el expediente promovido por la Junta General de Comercio y Moneda sobre la libertad de las artes, Palma, Felipe Guasp, 1821. 32 p&amp
Bibliografia: AGUILAR PIñAL, F., La Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, Madrid, 1972. HELGUERA QUIJADA, J., «Teoría y práctica del fomen
Estado: publicado