Memoria sobre las diversiones públicas

Comienzo de texto

Comienzo de texto: Advertencia del autor Deseoso el Supremo Consejo de Castilla de arreglar la policía de los espectáculos, mandó a la Real Academia de la Historia, por orden de primero de junio de 1786, le informase lo que le constase acerca

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Advertencia del autor
Deseoso el Supremo Consejo de Castilla de arreglar la policía de los espectáculos, mandó a la Real Academia de la Historia, por orden de primero de junio de 1786, le informase lo que le constase acerca de los juegos, espectáculos y diversiones públicas usados en lo antiguo en las respectivas provincias de España; y la Academia, para desempeñar este trabajo, cometió a mi cuidado su preparación. Desde entonces, me dediqué a recoger con la posible diligencia los hechos y noticias que acerca de la materia encargada andan dispersos en varias crónicas, historias particulares y otras obras de erudición y esperaba una temporada libre de ocupaciones para reunirlos y ordenarlos cual convenía. Pero las funciones ordinarias de mi empleo y algunas extraordinarias tareas derivadas de ellas, prolongaron esta esperanza de un día en otro, hasta que en 1789 la vi desaparecer casi del todo.
En junio y noviembre de dicho año se dignó Su Majestad confiarme dos comisiones fuera de Madrid: primera, visitar el colegio militar de Calatrava, en Salamanca y formar el plan de sus estudios, y segunda, promover el cultivo y comercio del carbón de piedra en Asturias. Desempeñé la primera desde abril hasta agosto de 1790 y, dado que hube cuenta de ella en el Real Consejo de las órdenes, volví a partir para este Principado y emprendí desde luego la visita de sus ricas y numerosas carboneras. En esta ocupación me halló el oficio de la Academia, que dio la última ocasión a esta Memoria.
Este oficio fue causado por otra orden del Real Consejo que, con fecha de 13 de octubre de dicho año y a instancia del señor fiscal, encargaba a la Academia el breve despacho del informe que le tenía pedido desde 1786.
Ya se ve que la Academia, que había descuidado este trabajo en fe de que yo lo promovía, tenía derecho a culpar mi tardanza. Pero, haciendo justicia a mi diligencia y persuadida a que algún inevitable embarazo fuese la causa de tan larga demora, se contentó con preguntarme, por oficio de 14 de noviembre siguiente, en qué estado tenía o había dejado su encargo.
Tan generosa atención movió fuertemente mi ánimo y, por lo mismo, aunque envuelto en tan nuevos cuidados, ausente de mi casa y mis libros, sin el auxilio de muchos curiosos apuntamientos que tenía entre ellos y, lo que es más, sin el que pudiera hallar en la dirección y las luces de la Academia, me arrojé a extender la presente memoria, que dirigí a sus manos en 29 de diciembre de 1790.
La favorable acogida que mereció entonces de la Real Academia recompensó superabundantemente mi trabajo, pero la distinción con que la honró después, leyéndola en la primera junta pública de 11 de julio de 1796 y destinándola a la prensa, fue muy superior a mis esperanzas y aun a mis deseos.
Sin duda que para aparecer más dignamente ante el público necesitaba de mucha corrección y mucha lima, y fuera yo el primero a dárselas, como lo soy a echárselas de menos, si no durase todavía aquella falta de proporción y auxilios, que fue causa y debe ser disculpa de su imperfección. El lector imparcial sabrá ser indulgente con un trabajo preparativo, emprendido con el celo más puro en obsequio del público y a su solo bien consagrado.
Introducción
Siendo tantos y tan varios los objetos de la policía pública, ni es de extrañar que algunos, por escondidos o pequeños, se escapen de su vigilancia, ni tampoco que, ocupada en los medios, pierda alguna vez de vista los fines que debe proponerse en la dirección de los más importantes. Algo de uno y otro se ha verificado entre nosotros respecto de las diversiones públicas, en unas partes abandonadas a la casualidad o al capricho de los particulares, como si no tuviesen la menor relación con el bien general, y en otras o vedadas o perseguidas con arbitrarios e importunos reglamentos, como si nada interesase en ellos la felicidad individual.
Para ocurrir a entrambos inconvenientes el primer tribunal de la nación trata de arreglar este importante ramo de policía y, conociendo cuánta luz puede recibir de los ejemplos de la antigüedad, convida a la Real Academia para que teja su historia. El desempeño de tan estimable confianza requería alguna preparación y la Real Academia, honrándome con la suya, me encarga que reúna los hechos y noticias antiguas que dicen relación con las diversiones públicas. Tales son el impulso y el objeto de esta Memoria.
No me toca a mí recomendar mi trabajo ponderando la extensión y dificultad de la materia y la falta de auxilios con que lo he emprendido. Tócame, sí, adelantar dos advertencias que creo convenientes para instrucción de mis lectores: primera, que no he puesto grande empeño en fijar la introducción de los espectáculos en cada una de nuestras provincias, porque habiéndose adoptado todos en casi todas no me ha parecido ni necesaria ni provechosa esta prolija indagación; segunda, que he puesto más intenso cuidado en descubrir las relaciones políticas del objeto de esta memoria porque, destinada a la instrucción de un expediente gubernativo, debí creer que la parte de erudición sería en ella la menos importante.
En consecuencia he dividido mi trabajo en dos partes, destinando la primera a descubrir el origen de las diversiones públicas en España y su progreso hasta nuestros días, y la segunda a indicar el influjo que ellas pueden tener en el bien general, y los medios que me parecen más convenientes para conducirlas a tan saludable fin. De este modo la Real Academia, que reúne en su seno tanta erudición histórica y tanta doctrina política, mejorando la imperfección de este escrito sabrá llenar los deseos del Consejo de un modo digno de su nombre y de la pública expectación.
Primera parte
Para entrar en materia no subiré a épocas muy remotas. Las que precedieron a la dominación romana son demasiado oscuras y distantes para que merezcan nuestra atención. Perteneciendo a lo que podemos llamar nuestros tiempos heroicos, ¿qué nos presentarían sino fábulas y tinieblas? La crítica puede seguir entre unas y otras las huellas de la historia nacional hasta columbrar sus orígenes, pero la política debe buscar una luz más cierta y clara para observar nuestros usos y costumbres con algún provecho.
Bajo los romanos gozó España de los juegos y espectáculos de aquella gran nación, pues que habiendo adoptado su religión, sus leyes y costumbres mal rehusaría los usos y estilos que de ordinario introduce la moda sin auxilio de la autoridad. Cuando faltasen otras pruebas de esta aserción, las ruinas de circos y teatros, de anfiteatros y naumaquias que existen en Toledo, en Mérida, en Tarragona, en Cruña del Conde, en Santi-Ponce y en Murviedro, y las dedicaciones y monumentos erigidos con ocasión de estos espectáculos no nos dejarían dudar que nuestros padres conocieron las luchas de hombres y fieras, las carreras de carros y caballos y las representaciones escénicas de aquella edad.
Estos espectáculos debieron cesar de todo punto con la entrada de los septentrionales. Puestos ya en descrédito y aun prohibidos en gran parte por los emperadores y los concilios, como enlazados con el culto y ceremonias gentílicas, faltaba poco para su total exterminio, y esto poco se halló, por una parte en el horror con que los miraba la ruda sencillez de los godos, y por otra en la religiosa piedad de muchos de sus príncipes. Así que no se conserva memoria alguna, que yo sepa, de semejantes juegos en el tiempo de su dominación, ni la historia los presenta en la paz dados a otra diversión que la caza.
I. Origen general de las diversiones y espectáculos de España
CAZA
Pero la caza, arte privativa y necesaria entre los salvajes, vino a ser, si no el único, el más agradable divertimiento de los pueblos bárbaros. Los que inundaron el imperio romano difundieron esta afición por toda Europa y aun hicieron de ella un objeto de legislación y policía, como es de ver en la Colección de leyes bárbaras. Fuera de la guerra, ningún ejercicio podía ser más agradable a aquellos pueblos, cuyo carácter inculto pero activo se avenía tan mal con la fatiga del espíritu como con el reposo del cuerpo, y no acertaba con el placer sino en medio de la agitación y violento ejercicio.
De la caza de fieras, más fácil, más agitada y aun más provechosa, se pasó naturalmente a la de aves, cuyo deleite era mayor porque lo era también su artificio, y porque en ella empezaba a tener mayor cabida el ingenio. De aquí nació la división de la caza en aquellas dos famosas especies de montería y cetrería, que ocuparon y entretuvieron a la nobleza de Europa por tantos siglos.
El origen de la primera se perdió en los tiempos más remotos; de la última no es fácil señalar la introducción en España. Puédese, sí, asegurar que no precedió a la dominación goda, puesto que los romanos apenas la conocían en tiempo de Vespasiano. Tal se infiere de un pasaje de Plinio, que hablando de las aves de rapiña (Historia Natural, libro X, capítulos 10. º y 11.º) sólo describe la caza hecha con ellas, como ejercitada en cierto lugar de Tracia, junto a Amphípolis. Y como después ocurra frecuente mención de la caza de halcones en las leyes sálicas, longobárdicas, ripuarias y otras que establecieron en Europa los septentrionales es de sospechar que a nosotros nos la trajesen también los visigodos, por más que no se halle mención en sus leyes.
Ello es que así de la caza de montería como de la de cetrería se halla ya frecuente memoria desde los principios de la monarquía asturiana. Es bien conocida en la historia la afición que tuvo a la primera el hijo de nuestro don Pelayo, muerto a manos de un oso en los montes de Cangas; y el mismo Favila, o sea otro señor de su tiempo, se ve todavía entallado con su halcón en mano en el capitel de una columna de la iglesia de Villanueva, que fundó su cuñado y sucesor Alfonso el Católico. Esta representación es harto frecuente y repetida en otras esculturas de aquella edad, como lo es también en sus privilegios y donaciones de mención de estos cazaderos con el nombre de venationes y aztoreras, y uno y otro no dejan dudar que ambas cacerías fuesen ejercitadas y comunes por aquellos tiempos.
No hallo yo en ellos memoria alguna de otra diversión aparatosa, ni aun bajo de los reyes leoneses y condes castellanos. Ni es tampoco probable que se introdujese en unos tiempos en que nobleza y plebe andaban muy fatigadas en la guerra, y en que eran demasiado breves los períodos de la paz para darse a pasatiempos más estudiados. Por tanto me atrevo a decir que hasta después de la conquista de Toledo no conoció España diversión alguna que mereciese el nombre de espectáculo público.
La mejor prueba de esta aserción se puede tomar de nuestro estado político coetáneo. Hasta la época que citamos nuestra población fue muy escasa; y, digan lo que quieran otros calculistas, la abundancia de pastos, bosques y términos incultos, la falta de artes y de industria y el atraso del comercio y navegación, apenas conocidos, debieron reducir mucho el número de las subsistencias y, por consiguiente, el de los habitantes, pues que estas dos cosas están y no pueden dejar de estar en proporción igual. Esta pequeña población vivía desunida y dispersa, habitando los nobles sus castillos, y el pueblo, que apenas conocía otra profesión, dado a arrendar sus ganados y a cultivar las pocas tierras que estaban libres de las incursiones de los moros, al abrigo de las fortalezas o en el recinto de alguna población fuerte y murada. Fuera de Burgos y León no se presenta ciudad alguna populosa antes del siglo xii, ni éstas podían serlo mucho si se atiende a que la corte no estaba permanente en ellas, a que la nobleza vagaba o vivía en sus casas fuertes, a que el clero secular era muy escaso y el regular casi eremita y, sobre todo, a que el pueblo suplía las necesidades naturales con su industria doméstica, ignorados todavía el lujo extranjero y las artes de pura comodidad, y reunidos en los hogares rústicos el cultivo de la tierra y las artes necesarias.
En semejante situación ni había espectáculos ni las diversiones eran objeto de la legislación ni de la policía. La nobleza pasaba en la caza los breves intervalos de paz que permitía la dura condición de los tiempos, dada también al ejercicio y estrépito de las armas en este pasatiempo que era una verdadera imagen de la guerra. Y si alguna vez se recreaba alanzando, bofordando o rompiendo tablados, no hacía más que variar la forma sin mudar el objeto de su imitación, pues que todos estos juegos se reducían a ostentar pujanza y destreza en el tiro del bofordo o lanza, arma principal del noble en los combates.
Ni eran por aquel tiempo menos sencillos los entretenimientos del pueblo que, sin derecho ni representación conocida en el orden civil, parecía menos digno de la atención del gobierno; siguiendo el pendón de sus señores en la guerra o atado a sus solares en la paz, no conocía otra recreación que el descanso. En un día festivo, claro y sereno, el esparcimiento y la cesación del trabajo hacían su mayor delicia y, si en él se daba a la carrera, al salto y a la lucha, como los pueblos de la antigüedad, era porque, amigo como ellos de acción y movimiento, aborrecía las diversiones sedentarias, o porque, lleno de vigor y sobrio y endurecido como ellos, se complacía en la ostentación de sus fuerzas y cifraba en su ejercicio su mayor recreo.
ROMERIAS
En esta época sin duda creció y se fomentó el gusto de las romerías, cuyo origen se pierde en los tiempos de la primitiva fundación de todos los pueblos. La devoción sencilla los llevaba naturalmente a los santuarios vecinos en los días de fiesta y solemnidad, y allí, satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del día al esparcimiento y al placer. Reunidos en un punto por la identidad de deseos, buscaban el solaz en común, y entonces la concurrencia y la publicidad aumentaban el interés de sus juegos, que pudieran llamarse espectáculos a ser más estudiados o menos casuales. El luchador, el tirador de barra, el joven diestro en la carrera y en el salto sentía crecer su interés y su gusto a par del número de sus espectadores, y la gloria del vencimiento le hacía percibir por la vez primera aquella especie de grata sensación que más lisonjea el corazón humano.
Si no se introdujeron, por lo menos es de sospechar que en este tiempo se propagaron el uso y la afición a nuestras danzas populares. La mayor parte de ellas son tan sencillas y ajenas de artificio que indican un origen remotísimo y acaso anterior a la invención de la gimnástica. Empero, hay muchas en que una cuidadosa observación pudiera, por su forma y enlaces, atinar con la época de su establecimiento, y entonces sin duda se hallaría coincidiendo con la que hemos determinado. Importa poco esta averiguación. Harto más importa la observación de que existen muchos pueblos todavía que, preservados de la infección del vicio, no reconocen otro recreo que estas alegres concurrencias y los inocentes juegos y danzas que hacen en ellas su delicia. Esto es el país en que vivo y esto era España antes del siglo xii.
Pero conquistada Toledo y asegurado de incursiones el país que está aquende de Guadarrama, empezó a crecer y prosperar la población de Castilla. Renacieron entonces sus antiguas ciudades y se llenaron de habitantes. Ávila, Salamanca y Segovia se repoblaron a la entrada del siglo xii y, tras ellas, Zamora, Toro, Valladolid y otros pueblos de gran nombradía. Ya por aquel tiempo estaba España llena de extranjeros que venían a bandadas a buscar fortuna en nuestras guerras y el lujo y la cultura traídos de Oriente empezaban a templar la rudeza de las antiguas costumbres. Instituyéronse las órdenes militares a semejanza de las de Jerusalén; gran parte de nuestra nobleza abrazó su instituto y en la restante se imbuyó su espíritu. Así entraron y cundieron por España los usos y costumbres de ultramar, la disciplina, la táctica, los juegos y espectáculos de Oriente que tanto brillaron en los siguientes siglos.
Pero en el xiii una feliz reunión de favorables circunstancias acabó de elevar el espíritu y de modificar el carácter de nuestros caballeros. Las conquistas de los reinos de Jaén, Córdoba, Murcia y Sevilla, debidas a su esfuerzo, los llenaron de gloria y de riqueza y, habiendo arrinconado a los moros en Granada, pudieron ya gozar de algunos intervalos de paz más larga y segura. Que los diesen sólo al descanso no era de esperar de unos hombres tan acostumbrados a la acción y que habían recibido ya algunas semillas de cultura. Fue, pues, tan natural que los consagrasen a su diversión y entretenimiento como que hallasen su mayor recreo en el ejercicio de las armas. Y sea que ningún otro ejercicio llama más poderosamente al trato de las mujeres, según la justa observación de Aristóteles, sea que en el camino del placer nada sale tan pronto al paso como el amor, ello es que tardaron poco nuestros caballeros en asociar los objetos de su amor al de sus placeres, y que las damas fueron admitidas luego a participar de sus diversiones. Y he aquí el más natural y cierto origen de la galantería caballeresca. La hermosura, admitida a las fiestas y espectáculos públicos, vino a ser con el tiempo el árbitro soberano de ellos. Llamada primero a celebrar las proezas del valor, hubo de juzgarlas al fin; y aunque sólo se buscaba su admiración fue necesario reconocer su imperio, tanto más seguro cuanto la ternura del interés fortificaba el influjo y el poderío de la opinión que le servía de apoyo.
Desde aquel punto ya nadie quiso parecer a vista de las damas grosero ni cobarde, y el valor aliado con la galantería fue tomando aquel tierno y brillante colorido que, si no cubrió del todo su fiereza, por lo menos la hizo más agradable. Así se amoldó y fijó el carácter de los caballeros de la Edad Media, carácter que dirigió desde entonces todas sus acciones, que se descubre principalmente en sus fiestas de monte y sala, en sus torneos y justas y juegos de caña y de sortija y hasta en las luchas de toros, y que al fin reguló el ceremonial y la pompa y la publicidad y el entusiasmo con que llegaron a celebrarse estos espectáculos.
JUEGOS ESCÉNICOS
Ni fue otro el origen de los juegos escénicos, por más que parezcan distantes de aquel principio. Es sin duda que el siglo xiii fue el siglo de los trovadores y juglares, y en el que, si no empezó, tomó más vuelo la poesía vulgar. Esta poesía era entonces cantada y, por la mayor parte, dramática. En la Historia de los trovadores del abate Millot hay un documento muy concluyente a este propósito, y es una sentencia de Alfonso el Sabio que, distinguiendo las artes de entretenimiento y placer, declara la estimación debida a cada uno de sus diferentes profesores; prueba de que Castilla estaba ya llena de trovadores, juglares y juglaresas, de danzantes, representantes y ministriles, de mimos y saltimbanquis y otros bichos de semejante ralea. Mientras los más sobresalientes, admitidos en los palacios y castillos, consagraban su talento a la diversión de los grandes y señores, los menos entretenían con sus bufonadas al pueblo congregado en las plazas y corrillos. Así empezó la representación de los misterios, y así también la de acciones profanas, que después veremos coincidiendo con esta época.
Es de notar que ya por aquel tiempo el pueblo que asistía a todos estos espectáculos empezaba a ser algo. Reunido en ciudades o villas populosas, siguiendo en la guerra el estandarte real bajo el pendón de sus concejos y protegido en la paz a la sombra del gobierno municipal, representado en las cortes por procuradores y regido en su casa por jueces electivos, finalmente dado al pacífico ejercicio de la industria y artes en corporaciones privilegiadas, se lo ve existir civilmente y empezar a ser menos dependiente y más rico; y, si no se mezcló en las diversiones de la nobleza, por lo menos se dio con ansia a verlas y admirarlas y, a un mismo tiempo, se enriqueció y se entretuvo con ellas.
JUEGOS PRIVADOS
Por último, el siglo xiii nos ofrece abundantes testimonios de todas las recreaciones públicas y privadas que se conocieron después hasta los Reyes Católicos. En él hay memoria de los juegos de ajedrez y damas, que menciona la Historia de Ultramar con los nombres de escaques y de tablas. La hay de los juegos de pelota, de tejuelo, de dados y otros diferentes que citan las leyes de Partida, y prueban que la nobleza y pueblo se iban aficionando a diversiones más sedentarias, y que si aquélla cazaba menos, éste no necesitaba salir en romería para solazarse.
Tal era el estado de Castilla cuando nacieron sus espectáculos y tal también el de Aragón, aunque no hayamos hablado particularmente de sus usos y costumbres. Los que conocen su historia saben que los juegos y regocijos de su nobleza y pueblo distaban poco, en el siglo xiii, de los que hemos indicado. Una razón particular hace creer que en este reino se habrían arraigado primero los que vinieron de Oriente, ya porque a las guerras de Ultramar pasaron de sus provincias mayor número de aventureros con el conde de Tolosa que no de España la mayor, y ya por su trato íntimo y frecuente con el país francés, que adoptó más temprano estas usanzas. La misma causa debió producir los mismos efectos en Navarra, y con menos duda debemos suponer el mismo gusto en Portugal, como que era una astilla recientemente cortada del tronco castellano.
Fuera cosa larga seguir paso a paso el progreso y término de estos espectáculos. Pero ya que indicamos su origen general, pide el objeto de este informe que digamos lo que baste para conocer la forma y espíritu de cada uno, y más aún su influencia política. Porque recoger y apuntar estérilmente los hechos ni es difícil ni provechoso. Reunirlos, combinarlos y deducir de ellos axiomas y máximas políticas es lo que más importa, y lo que sólo puede hacer la historia ayudada de la filosofía.
II. Historia particular de los espectáculos
CAZA
Aquella notable revolución en el gusto y las ideas, que iba puliendo los ánimos y templando poco a poco las costumbres, se sintió primero en los pasatiempos conocidos, porque el espíritu humano está siempre más pronto a mejorar que a criar de nuevo. La caza, usada de tan antiguo como hemos visto, tan recomendada a los príncipes y señores por el rey Sabio, en que se mostró tan entendido Alfonso XI y a que fueron tan aficionados después Juan II y Enrique IV, de un entretenimiento privado y montaraz vino a ser una diversión cortesana. Extendido su uso y mejorada su forma, ya los reyes y grandes no salían solos y en privado a correr monte sino en público, con grande aparato y comitiva y bizarramente vestidos y armados al propósito. Seguíalos gran número de monteros, ballesteros y halconeros con muchedumbre de perros y neblíes, aquéllos adornados con galanas libreas y éstos con ricos collares y capirotes. No resonaba sólo en los montes, como en otro tiempo, el áspero son del cuerno, sino que los llenaba la fiera armonía de atabales, bocinas y trompetas. Ni ya cazaban sólo los caballeros y escuderos, que también nuestras gallardas matronas, concurriendo a la diversión, la hacían más agradable y brillante. Seguidas de sus dueñas y doncellas y bien montadas y ataviadas, penetraban por la espesura y gozaban del fiero espectáculo sin miedo ni melindre. Lo común era que observasen desde andamios alzados al propósito las suertes y lances de la caza, sin que fuese raro ver a las más varoniles y arriscadas bajar de sus catafalcos a lanzar los halcones o tal vez a mezclarse con su venablo en mano entre los cazadores y las fieras. ¡Tanto podía la educación sobre las costumbres! Y tanto pudiera todavía si, encaminada a más altos fines, tratase de igualar los dos sexos, disipando tantas ridículas y dañosas diferencias como hoy los dividen y desigualan.
Estas monterías, que por aparatosas y caras estaban de suyo reservadas a los poderosos, se hicieron al fin exclusivas para su clase cuando la legislación, ampliando los derechos señoriles, colocó entre ellos el dominio de los montes bravos y la facultad exclusiva de perseguir las fieras. No era, empero, tan fácil llevar esta dominación hasta los aires y las aves del cielo, y por eso la caza de cetrería hubo de quedar entre los derechos comunales y servir al recreo de todos. Tener un halcón y doctrinarlo a lanzarse sobre las tímidas aves y traerlas a la mano no requería más que ingenio y paciencia, y era dado al más infeliz solariego. Así fue como esta diversión se hizo general y ordinaria, como se perfeccionó más y más cada día y como al fin formó aquel arte admirable en que brillaba tanto el ingenio de los hombres como el rapaz instinto de las aves amaestradas por él.
La memoria de una y otra cacería continúa constantemente por nuestras crónicas hasta dar en los siglos cultos. En el xv estaban aún entrambas en toda su fuerza; pero vínoles al fin su hado y cayeron entrambas en olvido cuando, de una parte, la extensión del cultivo y los reglamentos de montes acabaron con los bosques y las fieras; y de otra, cuando la perfección de las armas de fuego hizo tan inútiles los alanos y los halcones como las ballestas y catapultas.
Torneos
Pero el valor de nuestros antiguos caballeros, no contento con ejercitarse en los montes, buscó en los poblados y ciudades una escena de lucimiento más pública y solemne, y la halló en las justas y torneos. Bofordar, alanzar y romper tablados era diversión muy de antes conocida, y aun del torneo se halla memoria en las leyes alfonsinas, no sólo como una evolución de táctica en la guerra sino como un pasatiempo en la paz. Mas, como estas leyes no nombren las justas y torneos entre los juegos públicos a que no debían concurrir los prelados, de creer es que hubiesen tardado algún tiempo en recibir la forma y el concepto de espectáculos.
Éranlo ya, sin duda, bajo de Alfonso XI, de quien dice su crónica que aunque en algún tiempo estidiese sin guerra, siempre cataba en cómo se trabajase en oficio de caballería, faciendo torneos et poniendo tablas redondas et justando. Acaso en esto no menos parte que el gusto tuvo la política de aquel monarca, que siempre pugnó por volver los nobles al gusto y ejercicio de las armas. Las turbulencias de las dos últimas tutorías habían corrompido sus ánimos, y convirtiendo el espíritu militar en espíritu de intriga y de partido los habían dividido y hécholos, más que fieles y guerreros, faccionarios y revoltosos. Para unirlos, para elevar sus ánimos, fundó el rey la orden de caballería de la Banda, en la cual a las fórmulas monacales que se introdujeron en los institutos de las otras sustituyó las del amor y cortesanía, mezclando y templando los preceptos militares con los de la galantería. Esta institución y las solemnes coronaciones que el mismo príncipe y su nieto Juan I celebraron en Burgos, donde en medio del más brillante aparato y de una prodigiosa concurrencia fueron armados tantos caballeros naturales y extranjeros, fueron lidiadas tantas justas y torneos y fueron admirados tantos convites y fiestas y alegrías, acabaron de fijar y refinar el gusto caballeresco.
Desde entonces los torneos fueron la primera diversión de las cortes y ciudades populosas, y con ellos se celebraron las ocasiones mas señaladas de regocijo público: coronaciones y casamientos de reyes, bautismos, juras y bodas de príncipes, conquistas, paces y alianzas, recibimientos de embajadores y personajes de gran valía, y aun otros sucesos de menor monta ofrecían a la nobleza, siempre propensa a lucir y ostentar su bizarría, frecuentes motivos de repetirlos. Con el tiempo se solemnizaron también con torneos las fiestas eclesiásticas y al fin llegaron a celebrarse por mero pasatiempo, pues de una de estas fiestas, dispuesta en Valladolid por el condestable don Álvaro de Luna, en que justó de aventurero Juan el II, da noticia muy individual la crónica de aquel infeliz valido (cap.42).
Creciendo la afición a este regocijo crecieron también su pompa y el número de combatientes presentados a él. Hubo torneo de quince a quince, de treinta a treinta, de cincuenta a cincuenta y aun de ciento a ciento, que tantos caballeros lidiaron en las fiestas con que fue celebrada en Zaragoza la coronación del buen infante de Antequera.
Lidiábase en los torneos a pie y a caballo, con lanza o con espada, en liza o en campo abierto y con variedad de armaduras y de formas. La justa era de ordinario una parte del espectáculo, a veces separada, y siempre más frecuente como que necesitaba de menor aparato y número de combatientes. Distinguíase del torneo en que éste figuraba una lid en torno de muchos con muchos, y aquélla una lid de encuentro de hombre a hombre. Y otro tanto se puede decir de los juegos de caña y sortija, porque estas diversiones, juntas o separadas, admitían un mismo ceremonial y unas mismas leyes, conmás o menos pompa según el lugar y la ocasión con que se celebraban.
Pero en todas brillaba el espíritu de galantería que las engrandeció y fue haciendo más espectables desde que empezaron a concurrir a ellas las damas. Las matronas y doncellas nobles no asistían como simples espectadores, sino que eran consultadas para la adjudicación de los premios y eran también las que por su mano los entregaban a los combatientes. No había caballero entonces que no tuviese una dama a quien consagrar sus triunfos, ni dama que no graduase por el número de ellos el mérito de un caballero. Desde entonces ya nadie pudo ser enamorado sin ser valiente, nadie cobarde sin el riesgo de ser infeliz y desdeñado. Y cuando el lujo introdujo en estos juegos otra especie de vanidad, abriendo a la riqueza un medio de ocultar entre el esplendor de sus galas las menguas de la gallardía, el ingenio entró en otra más noble competencia, llegando algunas veces con la agudeza de sus motes y divisas adonde no podía rayar la riqueza con todos sus tesoros.
Así se engrandeció este espectáculo. La idea que hoy conservamos de él es ciertamente muy mezquina y distante de su magnificencia, pero crece al paso que se levanta la consideración a sus circunstancias.
Porque, ¿quién se figurará una anchísima tela pomposamente adornada y llena de un brillante y numerosísimo concurso, ciento o doscientos caballeros ricamente armados y guarnidos, partidos en cuadrillas y prontos a entrar en lid; el séquito de padrinos y escuderos, pajes y palafreneros de cada bando; los jueces y fieles presidiendo en su catafalco para dirigir la ceremonia y juzgar las suertes; los farautes corriendo acá y allá para intimar sus órdenes, y los tañedores y ministriles alegrando y encendiendo con la voz de sus añafiles y tambores; tantas plumas y penachos en las cimeras, tantos timbres y emblemas en los pendones, tantas empresas y divisas y letras amorosas en las adargas; por todas partes giros y carreras, y arrancadas y huidas; por todas choques y encuentros y golpes y botes de lanza, y peligros y caídas y vencimientos? ¿Quién, repito, se figurará todo esto sin que se sienta arrebatado de sorpresa y admiración? ¿Ni quién podrá considerar aquellos valientes paladines ejercitando los únicos talentos que daban entonces estimación y nombradía en una palestra tan augusta, entre los gritos del susto y del aplauso y sobre todo a vista de sus rivales y sus damas, sin sentir alguna parte del entusiasmo y la palpitación que herviría en sus pechos, aguijados por los más poderosos incentivos del corazón humano, el amor y la gloria? Por eso, cuando Jorge Manrique, deplorando la muerte de su padre el maestre de Santiago, recordaba el esplendor y la grandeza de la corte en que don Rodrigo pasara su juventud, prorrumpe en estas tan sentidas palabras:
¿Qué se hizo el rey Don Juan?
Los infantes de Aragón,
¿qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
como trajeron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?
¿Qué fueron, sino verduras
de las eras?
¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
y aquellas ropas chapadas
que traían?
Aquélla, en efecto, fue la época en que más brillaron el esfuerzo y la galantería castellana. Juan el II, a imitación de su tatarabuelo, fue muy dado a estas diversiones, presentándose muchas veces en ellas y logrando más aplausos que los que desperdiciaba la adulación. ¿Y quién de nosotros ignora aquella célebre justa que, con admiración de naturales y extranjeros, mantuvo el valiente paladín asturiano Suero de Quiñones en el paso del puente de órbigo, famoso por este suceso, y de la cual cantó otro poeta:
Aún dura en la comarca la memoria
de tanta lid, y la cortante reja
descubre aún por los vecinos campos
pedazos de las picas y morriones,
petos, caparazones y corazas
en los tremendos choques quebrantados.
Con varia suerte continuó este espectáculo hasta el siglo anterior. Habíanlo prohibido los concilios, privando a los que morían en él de sepultura eclesiástica, y aun los reyes de Francia vedaron los torneos fuera de la corte. Pero la prohibición de los cánones, que no aparece en nuestra disciplina nacional, se entendió de aquellos torneos y justas que los franceses llamaban à fer émoulu (y que pudiéramos traducir a casquillo quitado), porque en ellos el riesgo de muerte era próximo. Aun la que se hizo en Francia es atribuida por el presidente Hainault a la política de sus reyes, que querían atraer a los nobles a la corte. Ello es que entre nosotros corrieron sin tropiezo hasta que, ridiculizadas las ideas caballerescas por la obra inmortal de Cervantes y, más aún, por el abatimiento en que cayó la nobleza a fines de la dinastía austriaca, acabaron del todo estos espectáculos, perdiendo el pueblo uno de sus mayores entretenimientos y la nobleza uno de los primeros estímulos de su elevación y carácter.
¿Y por qué no lo miraremos como una pérdida? Sin duda que a los ojos de la moderna cultura desaparece toda la ilusión de este espectáculo, y que nada se ve en los torneos que no huela a ignorancia y barbarie. Pero, sin aprobar lo que podía haber en ellos de bárbaro y brutal, ¿qué nombre daremos a esta comezón de crítica que, perdiendo de vista las costumbres y los tiempos, no sabe descubrir aquel secreto vínculo que tan poderosamente los enlaza? Pues qué; cuando la nobleza, encargada de la defensa pública formaba nuestra caballería, y en ella el más poderoso nervio de nuestras huestes, cuando se lidiaba de hombre a hombre y cuerpo a cuerpo, y cuando la táctica de los campos era exactamente la misma que la de las lizas ¿podremos mirar como ajeno de la educación de la nobleza un ejercicio tan conforme a su profesión y a sus deberes? ¡Rara contradicción, por cierto! ¿Censuramos como bárbaros el espíritu y bizarría de la antigua nobleza y baldonamos a la nobleza actual por haberlos perdido? Seamos más justos y, si aplaudimos el destierro de aquel furor que reinaba en los torneos, dolámonos a lo menos de no haber acertado a mejorarlos. Dolámonos de no haber subrogado cosa alguna a un espectáculo tan magnífico, tan general y tan gratuito. ¿Hay, por ventura, algo que se le parezca en nuestras ruines, exclusivas y compradas fiestas? ¿Hay alguna que tenga la más pequeña relación o la más remota influencia (se entiende provechosa) en la educación pública?
TOROS
Ciertamente que no se citará como tal la lucha de toros, a que nos llaman ya la materia y el orden de este escrito. Las leyes de Partida la cuentan entre los espectáculos o juegos públicos. La 57. ª, título 5.º, partida I, la menciona entre aquellas a que no deben concurrir los perlados. Otra ley (la 4. ª, partida VII, título «De los enfamados») puede hacer creer que ya entonces se ejercitaba este arte por personas viles, pues que coloca entre los infames a los que lidian con fieras bravas por dinero. Y, si mi memoria no me engaña, de otra ley u ordenanza del fuero de Zamora se ha de deducir que hacia los fines del siglo xiii había ya en aquella ciudad, y por consiguiente en otras, plaza o sitio destinado para tales fiestas.
Como quiera que sea, no podemos dudar que éste fuese también uno de los ejercicios de destreza y valor a que se dieron por entretenimiento los nobles de la Edad Media. Como tales los hallamos recomendados más de una vez, y de ello da testimonio la crónica del conde de Buelna. Hablando su cronista del valor con que este paladín, tantas veces triunfante en las justas de Castilla y Francia, se distinguió en los juegos celebrados en Sevilla para festejar el recibimiento de Enrique III cuando pasó allí desde el cerco de Gijón,
e algunos días, dice, corrían toros, en los cuales non fue ninguno que tanto se esmerase con ellos, así a pie como a caballo, esperándolos, poniéndose a gran peligro con ellos e faciendo golpes de espada tales que todos eran maravillados.
Continuó esta diversión en los reinados sucesivos, pues la hallamos mencionada entre las fiestas con que el condestable señor de Escalona celebró la presencia de Juan el II cuando vino por la primera vez a esta gran villa, de que le hicieron merced. Andando el tiempo, y cuando la renovación de los estudios iba introduciendo más luz en las ideas y más humanidad en las costumbres, la lucha de toros empezó a ser mirada por algunos como diversión sangrienta y bárbara. Gonzalo Fernández de Oviedo pondera el horror con que la piadosa y magnífica Isabel la Católica vio una de estas fiestas, no sé si en Medina del Campo. Como pensase esta buena señora en proscribir tan feroz espectáculo, el deseo de conservarlo sugirió a algunos cortesanos un arbitrio para aplacar su disgusto. Dijéronle que, envainadas las astas de los toros en otras más grandes para que vueltas las puntas adentro se templase el golpe, no podría resultar herida penetrante. El medio fue aplaudido y abrazado en aquel tiempo; pero, pues ningún testimonio nos asegura la continuación de su uso, de creer es que los cortesanos, divertida aquella buena señora del propósito de desterrar tan arriesgada diversión, volvieron a disfrutarla con toda su fiereza.
La afición de los siguientes siglos, haciéndola más general y frecuente, le dio también más regular y estable forma. Fijándola en varias capitales y en plazas construidas al propósito, se empezó a destinar su producto a la conservación de algunos establecimientos civiles y piadosos. Y esto, sacándola de la esfera de un entretenimiento voluntario y gratuito de la nobleza, llamó a la arena a cierta especie de hombres arrojados que, doctrinados por la experiencia y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesión lucrativa y redujeron por fin a arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza. Arte capaz de recibir todavía mayor perfección si mereciese más aprecio, o si no requiriese una especie de valor y sangre fría que rara vez se combinarán con el bajo interés.
Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato y también según el gusto y genio de las provincias que lo adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica, y menos de aquella con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores lejos de templar irritó la afición de sus apasionados, y parecía empeñarlos más y más en sostenerlo cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III lo proscribió generalmente, con tanto consuelo de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan de las cosas por meras apariencias.
Es, por cierto, muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión ni cotidiana ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás, en otras se circunscribió a las capitales y, donde quiera que fueron celebradas, lo fue solamente a largos períodos, y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y de tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?.
Pero, si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros de muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa, ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas que, por otra parte, puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es, pues, claro que el gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que, cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios.
FIESTAS PALACIANAS
No merece, por cierto, tan amarga censura otra diversión coetánea de los juegos del circo y de la liza y harto más racional que entrambas, esto es, los convites, saraos y fiestas palacianas. Aunque sin el apoyo de ejemplos y autoridades contemporáneos, nos atrevemos a reducirlas al origen y época común y a hacerlas subir hasta el siglo xiii, en que era ya conocida la danza noble y en que la música, introducida en los palacios, empezaba a servir al solaz de los príncipes y grandes señores.
Estos regocijos, más privados aunque muy concurridos, eran un accesorio de las fiestas públicas, y tan de ordinario las seguían que nunca se echaban de menos en lo que entonces se llamaba grandes alegrías, y hacían la mejor parte de ellas.
Acabado el torneo, la justa o la corrida de monte, los combatientes se juntaban a comer y departir en común, ya en el palacio o castillo del mantenedor de la fiesta, ya en tiendas o salas levantadas al propósito. Con ellos concurrían también las damas, prelados y caballeros que habían asistido al espectáculo, todos vestidos en gran gala y seguidos de numerosas cuadrillas de trovadores y juglares, ministriles y tañedores de instrumentos. Ricos paños de oro y seda y brocados adornaban las salas, gran copia de cirios y antorchas las alumbraban y los metales y piedras preciosas lucían tanto más en los aparadores y vajillas cuanto eran entonces más raros. En fin, el aparato era todo magnífico, según las circunstancias de los tiempos y el garbo y facultades del dueño de la fiesta.
En estas galantes asambleas la conversación, toda de armas y amores, corría de ordinario por los lances de la pasada fiesta y por los objetos a que iban consagrados y, dando materia a los aplausos y a las disculpas y premiando o consolando a los combatientes, los hacía más dichosos o menos infelices. La música, que ayudada de la poesía y el canto alternaba con la conversación o la cubría, tampoco sonaba sino amores y hazañas y en ella los trovadores o poetas líricos del tiempo pugnaban por ostentar su estro y entusiasmo, ya levantando al cielo las proezas del valor, ya los encantos de la hermosura. En medio de tanta alegría se servía la cena, siempre abundante y espléndida, y aun se puede decir que siempre delicada si se atiende a la complexión y al hábito de vida de unos convidados que no podían echar de menos la variedad de manjares y condimentos con que el arte de cocina se acomodó después a la degradación de las fuerzas y de los paladares. A todo sucedía y ponía fin el baile que, alternando con la conversación y con la música, se prolongaba como en nuestros días por la alta noche. Danzábase ya entonces entre damas y caballeros; danzábase de uno a uno o de más a más y se danzaban bailes de enlace y maestría en que la moda, a lo que se puede colegir de sus vanos nombres y tonos, iba introduciendo cada día nuevos artificios y usanzas extranjeras. Que también entonces como ahora, y en esto como en más graves cosas, los hombres, siempre instables y livianos, miraban con hastío lo conocido y se perecían por lo raro y lo nuevo.
Pero en medio de esta liviandad, tan propia de nuestra condición, observemos el gran paso dado al favor de las fiestas palacianas hacia la cultura del espíritu, y cómo fueron haciendo a los hombres más sociables, más sensibles y cómo poco a poco los fueron guiando hacia los tranquilos y honestos placeres de la buena compañía. En ellas los caballeros, olvidada su ferocidad y los riesgos y los odios del combate, entraban a distinguirse en una nueva palestra de ingenio y galantería. Allí ya no brillaba la riqueza con su lujo y sus galas si la urbanidad y delicadeza del trato no la sostenían, ni el imperio de la hermosura dejaba de necesitar, para conservarse, del chiste y la agudeza. Y el valor brutal, la grosera ostentación, la fría, muda e insignificante belleza quedaban deslucidos en unas concurrencias donde, reunidos los hombres y comparados por las dotes del ánimo, la excelencia y la palma eran siempre adjudicadas por la justicia a las sublimes gracias del ingenio.
JUEGOS ESCÉNICOS
Acaso fue necesaria esta preparación para que los españoles gustasen del incomparable placer que les estaba guardado en los juegos escénicos, de que ahora vamos a hablar. Su historia no es menos curiosa que la de las diversiones caballerescas. Dejamos indicado su origen en la representación de los misterios; pero estas farsas sagradas no podían saciar la curiosidad de un siglo que había combinado ya la religión con la marcialidad y la devoción con la galantería. Fuéronse poco a poco introduciendo en ellas asuntos y personajes ridículos, y al fin se redujo el espectáculo a acciones, chocarrerías y danzas del todo profanas. Una ley de Partida prueba que esta mezcla empezó muy temprano, y sus palabras son demasiado notables y oportunas al propósito para que no merezcan la atención de la Academia.
Nin deben (dice la ley 34, título VI; partida I, hablando de los clérigos) ser facedores de juegos de escarnios porque los vengan a ver gentes cómo se facen. E si otros homes los ficieren, non deben los clérigos y venir, porque facen y muchas villanías e desaposturas. Nin deben otro sí estas cosas facer en las eglesias, antes decimos que los deben echar dellas desonradamente … Pero representación y ha que pueden los clérigos facer, ansí como de la nascencia de nuestro Señor Jesu-Cristo, en que muestra cómo el ángel vino a los pastores e cómo les dijo cómo era nascido Jesu-Cristo. E otro sí de su aparición, cómo los reyes magos le vinieron a adorar, é de su resurrección, que muestra que fue crucificado e resuscitó al tercero día. Tales cosas como éstas, que mueven al hombre a facer bien e a haber devoción en la fe, puédenlas facer; e demás, porque los omes hayan remembranza que según aquéllas fueron las otras fechas de verdad. Mas esto deben facer apuestamente e con muy gran devoción, e en las cibdades grandes, donde oviere arzobispos u obispos, e con su mandado de ellos, o de los otros que tuvieren sos veces, e non lo deben facer en las aldeas nin en los logares viles, nin por ganar dinero con ellas.
Esta notable ley nos ofrece las siguientes inducciones: primera, que a la mitad del siglo xiii había ya representaciones de objetos religiosos y profanos; segunda, que se hacían por sacerdotes y por legos; tercera, que se hacían en las iglesias y fuera de ellas; cuarta, que no sólo se hacían por meros apasionados, sino también por gentes de profesión que, sin duda, vivían de ello y a quienes declara infames otra ley coetánea que ya hemos citado.
La rudeza de la poesía y la falta de cultura de aquella época, unidas a la esterilidad de los mismos objetos, debieron retardar la perfección de este espectáculo y hacer que en él la ridiculez del vestido, la descompostura de la acción y el gesto, la desenvoltura de las danzas y movimientos, en suma, lo que el sabio legislador llama villanías y desaposturas, supliesen la falta de invención y propiedad de chiste y agudeza en las composiciones. De aquí nacieron sin duda aquellos extravagantes personajes de que se halla mención en nuestras antiguas memorias pertenecientes al arte mímica y mezclados en las representaciones sagradas. Los zaharrones y remedadores que declara infames la ley de la partida VII antes citada; los juglares y juglaresas, tachados con las mismas notas en otras leyes, y particularmente distinguidos en ellas de los que tañen instrumentos y cantan por facer placer a sí mismos o a sus amigos, o por dar solaz a los reyes u otros grandes señores; las mayas y diablillos, cuya entrada en la iglesia prohíbe una ley de las capitulares de Santiago por la indecencia de sus danzas y truhanadas, y otras especies de moharillas y botargas igualmente empleados en tan rudos espectáculos.
Pero estos débiles e imperfectos ensayos de nuestra dramática recibieron alguna mejora cuando empezó a cultivarse con más método la poesía vulgar hacia la entrada del siglo XV, en que la corte de Aragón, alegre y galante cual ninguna, se dio a ejercitarla y protegerla bajo el nombre de gaya ciencia, y en que la de Castilla la vio reducida a arte por el célebre don Enrique de Villena, y llevada a tan alto punto por el marqués de Santillana, Juan de Mena y Jorge Manrique. Entonces las églogas y villanescas puestas en acción, y los decires y diálogos, especies todas de breves y mal formados dramas, se mezclaban a los festines de la nobleza y los hacían más plausibles. El Libro de las coronaciones de Jerónimo de Blancas, el titulado Cuestión de amor, los Orígenes de la poesía castellana, los antiguos cancioneros y otras obras llenas de estos ejemplos nos excusan la importunidad de las citas. Bástenos decir que a los fines de aquel siglo teníamos ya en La Celestina un drama, aunque incompleto, que presenta no pocas bellezas de invención y de estilo dignas del aprecio, si no de la imitación de nuestra edad. Tal es el origen de nuestra escena profana.
Sagrados
Mas entre tanto que así nacía y se criaba, y se desviaba de tan sencillos y humildes principios la representación de los misterios, a la sombra de su piadoso objeto se iba alzando con la estimación y el aplauso de la nación.
Los cuerpos más respetables, consejos y chancillerías, audiencias y ayuntamientos, cabildos y prelados eclesiásticos y hasta las comunidades religiosas los veían con afición y pagaban con generosidad, asistiendo a ellos en ceremonia en las ocasiones más solemnes. Algunas veces estas representaciones se confundían con el culto eclesiástico y celebraban en medio de las mismas procesiones. Y, por fin, se hizo tan general este gusto, que hasta en los pueblos más reducidos se representan los autos por la fiesta del Corpus, de donde les vino el título de sacramentales. De lo cual hay un curioso testimonio en la historia de Don Quijote, donde elogiando el cabrero Pedro las habilidades del infeliz Grisóstomo, olvidábaseme decir, dice, cómo Grisóstomo el difunto fue grande hombre de componer coplas, tanto que él hacía los villancicos para la noche del nacimiento del Señor y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo.
En medio de los mayores progresos de nuestra dramática se conservó esta supersticiosa costumbre hasta nuestros días, en que los llamados autos sacramentales fueron abolidos del todo. Y sin duda que lo fueron con gran razón, porque el velo de piedad que los recomendó en su origen no bastaba ya a cubrir, en tiempos de más ilustración, las necedades e indecencias que malos poetas y peores farsantes introdujeran en ellos, con tanto desdoro de la santidad de su objeto como de la dignidad de los cuerpos que los veían y toleraban.
Profanos
Harto más oscura parece la historia de nuestra escena profana, y harto más incierta la época de su establecimiento permanente. Hay quien lo fije en la entrada del siglo xvi para hacerlo coetáneo de la musa dramática de Naharro, y quien lo atrase hasta el reinado de Felipe II para encontrarse con Lope de Rueda, comúnmente tenido por padre y restaurador de nuestro teatro. Nosotros, cuidando más de presentar hechos que de hacer inducciones, dejaremos a los críticos el cuidado de ilustrar más de propósito este curioso punto de nuestra historia literaria.
Sin duda que La Celestina, las comedias de Naharro y las tragedias de Fernán Pérez de Oliva prueban que el buen gusto dramático rayó muy temprano entre nosotros. Es bien sabido que la primera fue escrita en el siglo xv, aunque continuada y acabada mucho después, y que Bartolomé de Torres Naharro publicó su Propaladia en Roma bajo León X, protector de toda buena literatura. Acaso allí escribió también su Agamenón y su Hécuba el maestro Oliva, que estuvo asimismo en la familia y en el favor de aquel mecenas. Mas, aunque las comedias de Naharro fueron representadas con mucho aplauso en Nápoles, donde pudieron verlas y admirarlas tantos ilustres españoles como llevaba entonces la guerra por aquellas partes, no sabemos que ni ellas, ni La Celestina, ni las tragedias de Oliva hubiesen subido jamás a nuestras tablas; y la imperfección en que permaneció nuestra escena por mucho tiempo hace creer que no era capaz todavía de tanta cultura y artificio.
Sea como fuere, los testimonios que acreditan su establecimiento a los fines del siglo XV parecen claros y positivos. Agustín de Rojas dice expresamente en su «Viaje entretenido que los Reyes Católicos, conquistada Granada, fundaron la comedia y la Inquisición». Y en otro lugar, «que la comedia empezaba en España cuando Colón descubría las Indias y Córdoba conquistaba el reino de Nápoles». En efecto, por el mismo autor y por otras memorias consta que Juan de la Encina, que en la boda de los mismos reyes había compuesto y representado una muy ingeniosa pastoral, compuso después tres églogas o dramas pastorales y los representó al almirante de Castilla y a la duquesa del Infantado; que en 1526 tenía ya el hospital de Valencia coliseo y casa de comedias de su propiedad; que en 1534 se publicó la pragmática de trajes contenida en la ley 1.ª, título XII, libro VII de la Nueva Recopilación, comprendiendo expresamente a los comediantes de ambos sexos, músicos y demás personas que asistían en el teatro a cantar y tañer; que en 1548 se representó en Valladolid al príncipe don Felipe una comedia del Ariosto con muy lucidas decoraciones, de que da noticia Calvete de Estrella en el viaje de aquel príncipe; y finalmente, que el célebre Antonio Pérez había visto también muchas representaciones anteriores a las de Lope de Rueda, según se colige de una de sus cartas escrita en París.
Con todo, por más decisivos que sean estos hechos para probar la continuación de nuestra escena desde el reinado de don Fernando y doña Isabel hasta el de Felipe II, no bastan para privar a aquel célebre comediante de la gloria que le da Miguel de Cervantes. No dice éste que Rueda hubiese fundado la comedia, ni de esto se trataba en la conversación que refiere. Tratábase sólo de quién fuese el primero que en España la había sacado de mantillas, puesto en toldo y vestido de gala y apariencia, y esto es en lo que al parecer da Cervantes la primacía a Lope de Rueda. El lugar de la fama de este autor fue sin duda Madrid, porque Antonio Pérez dice en otra de sus cartas que este comediante era el embeleso de la Corte de Felipe II, y la época de su gloria coincide también con la entrada del mismo reinado, pues que Cervantes le vio representar siendo muchacho, y precisamente tendría entonces de nueve a diez años, habiendo nacido en 1547.
Ahora bien, analizando las comedias que se conservan de Rueda y lo que refieren de él y de ellas el mismo Cervantes y Agustín de Rojas, es sin duda que las dejó todavía en mucho atraso. ¿Quién se atreverá a compararlas, ni en invención, ni en disposición, ni en regularidad, con las de Naharro? ¿No se podrá por tanto establecer una distinción entre los talentos del poeta y del representante? Y suponiendo que las composiciones de Rueda fuesen las mejores que salieron a la escena, ¿no se podrá fijar su mérito en la verdad, en el chiste, en la gracia de sus representaciones? ¿Y qué otro se puede a vista del sencillo y grosero aparato de su escena, cual es descrita por Cervantes?
Así es que los demás accidentes que la fueron ennobleciendo se atribuyen a otros autores. Según Rojas, Berrio introdujo en ella moros y cristianos; Juan de la Cueva, reyes y príncipes; Rey de Artieda, encantos y tramoyas; y Pero Díaz, santos, apariciones y milagros. El mismo Cervantes, el comendador Vega, Juan y Francisco de la Cueva y Loyola ennoblecieron el estilo; y Lope de Vega, que había admirado las máquinas, las decoraciones y la música de los teatros de Italia, y cuyo ingenio jamás pudo sufrir la sujeción de los preceptos, llevó por fin la comedia a aquel punto de artificio y gala en que la ignorancia vio la suma de su perfección, y la sana crítica las semillas de la depravación y la ruina de nuestra escena.
No era por cierto la de Madrid la única en que brillaban los ingenios de aquel tiempo. Sevilla, Valencia, Zaragoza y otras ciudades tenían también teatros y representaciones, en nada inferiores a las de Madrid, que apenas elevada a Corte permanente no podía competir en grandeza con tan ricas y populosas ciudades. Pero cuando Felipe III hubo restituido allí el asiento de su trono, que por corto tiempo trasladara a Valladolid, cuando toda la nobleza de su séquito se avecindó a su lado, cuando la ambición, las artes y el ingenio, buscando su alimento se colocaron en derredor, entonces la escena se fijó también allí permanentemente, y su policía fue arreglada y mejorada según las ideas del tiempo. Con todo, la preferente inclinación del monarca a la diversión de la danza y su cuidado en aumentar la pompa de otros espectáculos más populares y devotos retardaron todavía sus progresos y el momento destinado a su gloria.
Llegó por fin en el reinado de su hijo Felipe IV, llamado por los poetas el Grande, príncipe joven dado a la galantería, a los placeres y a las musas, que alguna vez se ocupó en hacer comedias y en representarlas y que las protegió acaso más apasionadamente de lo que conviniera. Todo se mejoró bajo sus auspicios, y el magnífico teatro que hizo levantar en el Buen Retiro abrió una escena muy gloriosa a los talentos y a las gracias de aquel tiempo. Dirigido por dos hombres insignes, primero el marqués de Eliche y luego aquel gran protector de las Bellas Artes, el almirante de Castilla, no hubo alguna que no llevase sus dones a este templo de la ilusión y del placer. La música, reducida primero a la guitarra y al canto de algunas jácaras entonadas por ciegos, admitió ya el artificio de la armonía, cantándose a tres y a cuatro, y el encanto de la modulación aplicada a la representación de algunos dramas, que del lugar en que más frecuentemente se oían tomaron el nombre de zarzuelas. La danza añadió con sus movimientos medidos y locuaces nuevos estímulos a la ilusión y al gusto de los ojos. La pintura multiplicó los objetos de esta misma ilusión, dando formas significantes y graciosas a las máquinas y tramoyas inventadas por la mecánica, y animándolo y vivificándolo todo con la magia de sus colores. Y la poesía, ayudada de sus hermanas, desenvolvió sus fuerzas, desplegó sus alas y, vagando por todos los tiempos y regiones, no hubo en la historia ni en la fábula, en la naturaleza ni en la política, acciones y acaecimientos, vicios o virtudes, fortunas o desgracias que no se atreviese a imitar y presentar sobre la escena.
Entonces fue cuando todos los ingenios se ciñeron para buscar en ella su interés o su aplauso. Los empleos, la profesión y el estado no detenían a ninguno en esta senda de gloria y, animados todos por la protección y la recompensa, se vio hasta dónde podía llegar en aquella sazón el talento ayudado de la opinión y del poder. De innumerables dramas que se presentaron a esta competencia oímos todavía algunos con gran deleite sobre nuestra escena; pero los de Calderón y Moreto, que ganaron entonces la primera reputación, son hoy, a pesar de sus defectos, nuestra delicia, y probablemente lo serán mientras no desdeñemos la voz halagüeña de las musas.
¿Quién creyera que habían de enmudecer casi del todo en el siguiente reinado? Pero la menor edad de Carlos II fue demasiado agitada, triste, supersticiosa, para que pudiese prestar su oído a tan dulces acentos. Se puede decir que en ella la Talía española había pasado los Pirineos para inspirar al gran Molière, pues entre tanto que París admiraba sus divinos dramas, sabemos por testimonio de Candamo, el más distinguido y menos mal premiado ingenio de aquel tiempo, que a duras penas se formaron en Madrid tres compañías para celebrar las bodas del monarca, de aquel monarca tan enfermizo de espíritu como de cuerpo, y que hecho por la educación más pusilánime estuvo siempre de parte del bien sin poderlo hacer jamás, y amó siempre el teatro sin atreverse a protegerle ni disfrutarle. Pero sin tan buen testigo como Candamo era fácil adivinar la parte que debió caber a los espectáculos públicos en el desaliento y decadencia general de aquella época.
La que sucedió después, si muy gloriosa para las artes y las ciencias, no lo fue ciertamente para la escena española. Fuera de algunos bellos dramas con que la enriquecieron Zamora y Cañizares, continuó por largo tiempo en la misma oscuridad y abandono en que la dejara Carlos II. Fuele muy funesta la generosidad con que Fernando VI protegió y llevó a la mayor pompa la escena italiana, que su padre había acogido y dado a conocer entre nosotros. Bajo Carlos III el Bueno ganó algo la música y mucho la decoración, rayando más de una vez la esperanza de que se reformasen las demás partes de este espectáculo. Aún hubo un dichoso instante en que pareció que nuestra escena caminaba ya al mayor esplendor, pero una suerte aciaga detuvo aquel impulso. Competencias, disgustos, persecuciones, tristes accidentes que quisiéramos borrar de nuestra memoria volvieron a sepultarla en mayor abandono. Sucesivamente, se fueron cerrando los teatros de las provincias y el espectáculo que las había entretenido casi por el espacio de tres siglos vino al fin a formar la diversión de tres solas capitales.
Acaso estaba reservada la gloria de reformarle al augusto Carlos IV. ¿Por qué no lo esperaremos así, cuando el gobierno vuelve su atención a un objeto tan descuidado antes de ahora, cuando nos convida a tejer la historia de este importante ramo de policía pública, sin duda para ponerlo en la mayor perfección? La Academia no puede dejar de concurrir a tan justo y provechoso designio; pero antes de discurrir sobre este punto examinaremos los dos principales obstáculos que han retardado tan deseada revolución.
¿En qué puede consistir el encono con que ciertas gentes, al parecer sabias y sensatas, se han empeñado en combatir el teatro desde sus primeros ensayos? No hablemos de las censuras canónicas, sólo aplicables a la escena de las antiguas, o a las torpes truhanadas de la Media Edad; hablemos sólo de los ataques con que han combatido la escena moderna muchos de nuestros teólogos. Felipe II, sobresaltado con sus clamores, hubo de recurrir a las Universidades de Salamanca y Coimbra, sin cuya aprobación hubiera acaso enmudecido la Talía castellana. En tiempo de su hijo sólo se salvó de la proscripción al favor de los reglamentos de policía que reprimieron sus excesos. ¿Con qué vehemencia no declamó contra ellos el padre Mariana, cuando ya no salían mujeres a las tablas? ¿Con qué calor no se encendieron de nuevo las disputas teológicas en los reinados de Felipe IV, de Carlos II y del presente siglo? El problema parece indeciso aún en nuestros días, y mientras el gobierno se convierte a mejorar y perfeccionar los espectáculos hay gentes que se atreven todavía a predicar y escribir que es un grave pecado autorizarlos, consentirlos y concurrir a ellos. ¿En qué consiste, pues, o de dónde viene tan monstruosa contradicción? ¿Por ventura la tolerancia y el silencio de la autoridad pública a vista de tan vehementes censuras puede suponer otra cosa que una íntima convicción de los vicios que manchan nuestra escena?
Y atendido su estado (seamos imparciales), atendidos su corrupción y sus defectos, ¿no sería cosa por cierto durísima cerrar la boca a los ministros del altar sobre un objeto que ofende tan abiertamente, no ya los santos y severos principios de la moral cristiana, sino también las más vulgares máximas de la razón y la política? Púrguese de una vez el teatro de sus vicios, restitúyase al esplendor y decencia que pide el bien público, y si entonces, cuando ya hubiese callado el celo, resonaren todavía las indiscretas voces de la parcialidad y la preocupación, la autoridad, que debe cansarse alguna vez de luchar con semejantes obstáculos, haga valer los derechos que le dan la razón y las leyes para imponerles silencio.
Sin embargo, es preciso confesar que el atraso de la escena y la retardación de su reforma han consistido más principalmente en sus defensores y apologistas. Como hay siempre gentes para todo, en cada época de su persecución encontró el teatro campeones que saliesen a la palestra a rechazar los ataques, y como la opinión y el interés de la muchedumbre estuviesen siempre de su parte, jamás hallaron difícil la victoria. De este modo la ignorancia, el mal gusto y la licencia, perpetuados sobre la escena, impusieron silencio al celo y la ilustración e hicieron casi imposible el remedio.
Ofendería yo la sabiduría de la Academia si la creyese de parte de tan necias apologías. ¿Cómo es posible alucinarse sobre una cuestión de hecho, en la cual la asistencia de una semana al teatro vale más que todos los miserables argumentos empleados en su favor, y aun más también que las vagas declamaciones y el fastidioso fárrago de centones y lugares comunes con que los moralistas han combatido lo que no conocieron? Pero los eruditos e imparciales escritores que después de analizar nuestros mejores dramas han señalado y expuesto sencillamente sus grandes defectos (Cervantes, Luzán, Nasarre, Valdeflores, Pensador, Censor, Memorial literario, la Espigadera y otros muchos), que como filósofos, como críticos o como políticos trataron este punto, lo han puesto al fin fuera de toda controversia y nos excusan de renovar tan añeja e importuna discusión.
Por lo que a mí toca, estoy persuadido a que no hay prueba tan decisiva de la corrupción de nuestro gusto y de la depravación de nuestras ideas como la fría indiferencia con que dejamos representar unos dramas en que el pudor, la caridad, la buena fe, la decencia y todas las virtudes y todos los principios de sana moral, y todas las máximas de noble y buena educación son abiertamente conculcados. ¿Se cree por ventura que la inocente puericia, la ardiente juventud, la ociosa y regalada nobleza, el ignorante vulgo pueden ver sin peligro tantos ejemplos de impudencia y grosería, de ufanía y necio pundonor, de desacato a la justicia y a las leyes, de infidelidad a las obligaciones públicas y domésticas, puestos en acción, pintados con los colores más vivos y animados con el encanto de la ilusión y con las gracias de la poesía y de la música? Confesémoslo de buena fe: un teatro tal es una peste pública y el gobierno no tiene más alternativa que reformarlo o proscribirlo para siempre.
Pero ¿acaso podrá tomar sin riesgo este último partido? He aquí otra discusión que no puede evitar la Academia. La nación ha perdido todos sus espectáculos. Ya no hay memoria de los torneos; la hay apenas de los fuegos de artificio; han cesado las máscaras; se han prohibido las luchas de toros y se han cerrado casi todos los teatros. ¿Qué espectáculos, pues, qué juegos, qué diversiones públicas han quedado para el entretenimiento de nuestros pueblos? Ningunos.
¿Y es esto un bien o un mal? ¿Es una ventaja o un vicio de nuestra policía? Para resolver este problema basta enunciarle. Creer que los pueblos pueden ser felices sin diversiones es un absurdo. Creer que las necesitan y negárselas es una inconsecuencia tan absurda como peligrosa, darles diversiones y prescindir de la influencia que pueden tener en sus ideas y costumbres sería una indolencia harto más absurda, cruel y peligrosa que aquella inconsecuencia. Resulta, pues, que el establecimiento y arreglo de las diversiones públicas será uno de los primeros objetos de toda buena política. He aquí lo que me ocupará en lo restante de esta memoria.
Segunda parte
I. Diversiones populares
Para exponer mis ideas con mayor claridad y exactitud, dividiré el pueblo en dos clases, una que trabaja y otra que huelga. Comprenderé en la primera todas las profesiones que subsisten del producto de su trabajo diario; y en la segunda, las que viven de sus rentas o fondos seguros. ¿Quién no ve la diferente situación de una y otra con respecto a las diversiones públicas? Es verdad que habrá todavía muchas personas en una situación media, pero siempre pertenecerán a esta o aquella clase según que su situación incline más o menos a la aplicación o a la ociosidad. También resultará alguna diferencia de la residencia en aldeas o ciudades, y en poblaciones más o menos numerosas; pero es imposible definirlo todo. No obstante, nuestros principios serán fácilmente aplicables a todas clases y situaciones. Hablemos primero del pueblo que trabaja.
Este pueblo necesita diversiones, pero no espectáculos. No ha menester que el gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse. En los pocos días, en las breves horas que puede destinar a su solaz y recreo, él buscará, él inventará sus entretenimientos. Basta que se le dé libertad y protección para disfrutarlos. Un día de fiesta claro y sereno en que pueda libremente pasear, correr, tirar a la barra, jugar a la pelota, al tejuelo, a los bolos, merendar, beber, bailar y triscar por el campo, llenará todos sus deseos y le ofrecerá la diversión y el placer más cumplidos. ¡A tan poca costa se puede divertir a un pueblo, por grande y numeroso que sea!
Sin embargo, ¿cómo es posible que la mayor parte de los pueblos de España no se divierten en manera alguna? Cualquiera que haya corrido nuestras provincias habrá hecho muchas veces esta dolorosa observación. En los días más solemnes, en vez de la alegría y bullicio que debieran anunciar el contento de sus moradores, reina en las calles y plazas una perezosa inacción, un triste silencio que no se pueden advertir sin admiración ni lástima. Si algunas personas salen de sus casas, no parece sino que el tedio y la ociosidad las echan de ellas y las arrastran al ejido, al humilladero, a la plaza o al pórtico de la iglesia, donde, embozados en sus capas o al arrimo de alguna esquina, o sentados o vagando acá y acullá sin objeto ni propósito determinado, pasan tristemente las horas y las tardes enteras sin espaciarse ni divertirse. Y si a eso se añade la aridez e inmundicia de los lugares, la pobreza y desaliño de sus vecinos, el aire triste y silencioso, la pereza y falta de unión y movimiento que se notan en todas partes ¿quién será el que no se sorprenda y entristezca a vista de tan raro fenómeno?
No es de este lugar descubrir todas las causas que concurren a producirlo; sean las que fueren, se puede asegurar que todas emanarán de las leyes. Pero, sin salir de nuestro propósito, no podemos callar que una de las más ordinarias y conocidas está en la mala policía de muchos pueblos. El celo indiscreto de no pocos jueces se persuade a que la mayor perfección del gobierno municipal se cifra en la sujeción del pueblo, y a que la suma del buen orden consiste en que sus moradores se estremezcan a la voz de la justicia, y en que nadie se atreva a moverse ni cespitar al oír su nombre. En consecuencia, cualquiera bulla, cualquiera gresca o algazara recibe el nombre de asonada y alboroto; cualquiera disensión, cualquiera pendencia es objeto de un procedimiento criminal, y trae en pos de sí pesquisas y procesos y prisiones y multas, y todo el séquito de molestias y vejaciones forenses. Bajo tan dura policía, el pueblo se acobarda y entristece y, sacrificando su gusto a su seguridad, renuncia la diversión pública e inocente, pero sin embargo peligrosa, y prefiere la soledad y la inacción, tristes a la verdad y dolorosas pero al mismo tiempo seguras.
De semejante sistema han nacido infinitos reglamentos de policía, no solo contrarios al contento de los pueblos sino también a su prosperidad, y no por eso observados con menos rigor y dureza. En unas partes se prohíben las músicas y cencerradas, y en otras las veladas y bailes. En unas se obliga a los vecinos a cerrarse en sus casas a la queda, y en otras a no salir a la calle sin luz, a no pararse en las esquinas, a no juntarse en corrillos y a otras semejantes privaciones. El furor de mandar, y alguna vez, la codicia de los jueces, han extendido hasta las más ruines aldeas reglamentos que apenas pudiera exigir la confusión de una corte; y el infeliz gañán, que ha sudado sobre los terrones del campo y dormido en la era toda la semana, no puede en la noche del sábado gritar libremente en la plaza de su lugar, ni entonar un romance a la puerta de su novia.
Aun el país en que vivo, aunque tan señalado entre todos por su laboriosidad, por su natural alegría y por la inocencia de sus costumbres, no ha podido librarse de semejantes reglamentos; y el disgusto con que son recibidos, y de que he sido testigo alguna vez, me sugiere ahora estas reflexiones. La dispersión de su población ni exige ni permite por fortuna la policía municipal inventada para los pueblos agregados; pero los nuestros se juntan a divertirse en las romerías, y allí es donde los reglamentos de policía los siguen e importunan. Se ha prohibido en ellas el uso de los palos, que hace aquí necesarios, más que la defensa, la fragosidad del país; se han vedado las danzas de los hombres; se ha hecho cesar a media tarde las de mujeres, y finalmente se obliga a disolver antes de la oración las romerías, que son la única diversión de estos laboriosos e inocentes pueblos. ¿Cómo es posible que estén bien hallados y contentos con tan molesta policía?
Se dirá que todo se sufre, y es verdad; todo se sufre, pero se sufre de mala gana. Todo se sufre, pero, ¿quién no temerá las consecuencias de tan largo y forzado sufrimiento? El estado de libertad es una situación de paz, de comodidad y de alegría; el de sujeción lo es de agitación, de violencia y disgusto: por consiguiente, el primero es durable, el segundo, expuesto a mudanzas. No basta, pues, que los pueblos estén quietos; es preciso que estén contentos, y solo en corazones insensibles o en cabezas vacías de todo principio de humanidad, y aun de política, puede abrigarse la idea de aspirar a lo primero sin lo segundo.
Los que miran con indiferencia este punto, o no penetran la relación que hay entre la libertad y la prosperidad de los pueblos, o por lo menos la desprecian, y tan malo es uno como otro. Sin embargo, esta relación es bien clara y bien digna de la atención de una administración justa y suave. Un pueblo libre y alegre será precisamente activo y laborioso; y siéndolo, será bien morigerado y obediente a la justicia. Cuanto más goce tanto más amará el gobierno en que vive, tanto mejor le obedecerá, tanto más de buen grado concurrirá a sustentarle y defenderle. Cuanto más goce tanto más tendrá que perder, tanto más temerá el desorden y tanto más respetará la autoridad destinada a reprimirlo. Este pueblo tendrá más ansia de enriquecerse porque sabrá que aumentará su placer al paso que su fortuna. En una palabra, aspirará con más ardor a su felicidad porque estará más seguro de gozarla.
Siendo, pues, éste el primer objeto de todo buen gobierno, ¿no es claro que no debe ser mirado con descuido ni indiferencia? Hasta lo que se llama prosperidad pública, si acaso es otra cosa que el resultado de la felicidad individual, pende también de este objeto, porque el poder y la fuerza de un Estado no consisten tanto en la muchedumbre y en la riqueza cuanto, y principalmente, en el carácter moral de sus habitantes. En efecto, ¿qué fuerza tendría una nación compuesta de hombres débiles y corrompidos, de hombres duros, insensibles y ajenos de todo interés, de todo amor público?
Por el contrario, unos hombres frecuentemente congregados a solazarse y divertirse en común formarán siempre un pueblo unido y afectuoso. Conocerán un interés general y estarán más distantes de sacrificarlo a su interés particular. Serán de ánimo más elevado porque serán más libres, y por lo mismo serán también de corazón más recto y esforzado. Cada uno estimará a su clase porque se estimará a sí mismo, y estimará a las demás porque querrá que la suya sea estimada. De este modo, respetando la jerarquía y el orden establecidos por la constitución vivirán según ella, la amarán y la defenderán vigorosamente creyendo que se defienden a sí mismos. Tan cierto es que la libertad y la alegría de los pueblos están más distantes del desorden que la sujeción y la tristeza.
No se crea por esto que yo mire como inútil u opresiva la magistratura encargada de velar sobre el sosiego público. Creo, por el contrario, que sin ella, sin su continua vigilancia, será imposible conservar la tranquilidad y el buen orden. La libertad misma necesita de su protección, pues que la licencia suele andar cerca de ella cuando no hay algún freno que detenga a los que traspasen sus límites. Pero he aquí donde pecan más de ordinario aquellos jueces indiscretos que confunden la vigilancia con la opresión. No hay fiesta, no hay concurrencia, no hay diversión en que no presenten al pueblo los instrumentos del poder y la justicia. A juzgar por las apariencias, pudiera decirse que tratan sólo de establecer su autoridad sobre el temor de los súbditos, o de asegurar el propio descanso a expensas de su libertad y su gusto. Es en vano: El público no se divertirá mientras no esté en plena libertad de divertirse, porque entre rondas y patrullas, entre corchetes y soldados, entre varas y bayonetas, la libertad se amedrenta y la tímida e inocente alegría huye y desaparece.
No es éste, ciertamente, el camino de alcanzar el fin para que fue instituido el magistrado público. Si es lícito comparar lo humilde con lo excelso, su vigilancia debería parecerse a la del Ser supremo: ser cierta y continua pero invisible, ser conocida de todos sin estar presente a ninguno, andar cerca del desorden para reprimirlo y de la libertad para protegerla, en una palabra, ser freno de los malos y amparo y escudo de los buenos. De otro modo, el respetable aparato de la justicia se convertirá en instrumento de opresión y, obrando contra su mismo instituto, afligirá y turbará a los mismos que debiera consolar y proteger.
Tales son nuestras ideas acerca de las diversiones populares. No hay provincia, no hay distrito, no hay villa ni lugar que no tenga ciertos regocijos y diversiones, ya habituales, ya periódicos, establecidos por costumbre. Ejercicios de fuerza, destreza, agilidad o ligereza; bailes públicos, lumbradas o meriendas, paseos, carreras, disfraces o mojigangas: sean los que fueren, todos serán buenos e inocentes con tal que sean públicos. Al buen juez toca proteger al pueblo en tales pasatiempos, disponer y adornar los lugares destinados para ellos, alejar de allí cuanto pueda turbarlos y dejar que se entregue libremente al esparcimiento y alegría. Si alguna vez se presentare a verlo, sea más bien para animarlo que para amedrentarlo o darle sujeción; sea como un padre que se complace en la alegría de sus hijos, no como un tirano envidioso del contento de sus esclavos. En suma, nunca pierda de vista que el pueblo que trabaja, como ya hemos advertido, no necesita que el gobierno lo divierta, pero sí que le deje divertirse.
II. Diversiones ciudadanas
Mas las clases pudientes, que viven de lo suyo, que huelgan todos los días o que a lo menos destinan alguna parte de ellos a la recreación y al ocio, difícilmente podrán pasar sin espectáculos, singularmente en grandes poblaciones. En las pequeñas, compuestas por la mayor parte de agricultores, podrá haber poca diferencia en las costumbres de sus clases. Cada una tiene sus cuidados y pensiones diarias. Los propietarios y colonos, granjeros y asalariados, todos trabajan de un modo o de otro, y si en los ricos son menos necesarias las tareas de fatiga, también el destino de mayor parte de tiempo al sueño, a la comida y al descanso, o cuando no a la caza, la conversación, el juego y la lectura llenan los espacios del día e igualan muy exactamente la condición de unos y otros.
Esta última reflexión es tanto más exacta cuanto el exceso de fortuna, que suele hacer apetecibles otras diversiones más artificiosas, saca frecuentemente a los ricos de los pueblos pequeños y los acerca a las grandes ciudades donde, confundidos en la clase que les pertenece, siguen las costumbres, los usos y las distribuciones de los demás individuos de ella, y desde entonces están colocados en la segunda parte de nuestra división, de que hablaremos ahora.
La influencia de la riqueza, del lujo, del ejemplo y de la costumbre en las ideas de las personas de esta clase las fuerza, por decirlo así, a una diferente distribución de su tiempo, y las arrastra a un género de vida blanda y regalada cuyo principal objeto es pasar alegremente una buena parte del día. La ociosidad y el fastidio que viene en pos de ella hace necesarias las diversiones, y ésta es la verdadera explicación del ansia con que se corre a ellas en los lugares populosos. Es verdad que una buena educación sería capaz de sugerir muchos medios de emplear útil y agradablemente el tiempo sin necesidad de espectáculos. Pero suponiendo que ni todos recibirán esta educación, ni aprovechará a todos los que la reciban, ni cuando aproveche será un preservativo suficiente para aquellos en quienes el ejemplo y la corrupción destruyan lo que la enseñanza hubiere adelantado, ello es que siempre quedará un gran número de personas para las cuales las diversiones sean absolutamente necesarias. Conviene, pues, que el gobierno se las proporcione inocentes y públicas, para separarlas de los placeres oscuros y perniciosos.
Cuando esta razón no bastase para establecer la necesidad de los espectáculos, otra muy urgente y poderosa aconsejaría su establecimiento, cual es la importancia de retener a los nobles en sus provincias y evitar esta funesta tendencia que llama continuamente al centro la población y la riqueza de los extremos. Las recientes providencias dadas para alejar de Madrid a los forasteros prueban concluyentemente esta necesidad, pues ciertamente los que se hallaban en la corte sin destino no vinieron en busca de otra cosa que de la libertad y la diversión que no hay en sus domicilios. La tristeza que reina en la mayor parte de las ciudades echa de sí a todos aquellos vecinos que, poseyendo bastante fortuna para vivir en otras más populosas y alegres, se trasladan a ellas usando de su natural libertad, la cual, lejos de circunscribir, debe ampliar y proteger toda buena legislación. Tras ellos van sus familias y su riqueza, causando, entre otros muchos, dos males igualmente funestos: el de despoblar y empobrecer las provincias, y el de acumular y sepultar en pocos puntos la población y la opulencia del Estado, con ruina de su agricultura, industria, tráfico interior y aun de sus costumbres. Veamos, pues, cuáles son los remedios que se pueden aplicar a estos males.
Maestranzas
Entre varios entretenimientos propios para ocupar a la nobleza de las ciudades, hay uno más digno de atención de lo que comúnmente se cree. Hablo de las maestranzas, cuyo instituto, perfeccionado y multiplicado, pudiera producir grandes bienes. Ningún ejercicio tan inocente, tan saludable, tan propio de la educación de un noble como el que forma el principal objeto de estos cuerpos. Su gobierno, su policía, su enseñanza metódica, sus regocijos, sus fiestas no sólo ocuparían y entretendrían útilmente a los nobles de las provincias, sino que despertarían hasta cierto punto aquella varonil y bizarra galantería de nuestros antiguos caballeros, de que apenas ha quedado una débil sombra, y que combinada con las ideas de un siglo más culto e ilustrado fuera más conforme al espíritu y a los deberes de la nobleza.
Sin embargo las maestranzas, tan protegidas en otro tiempo, han sido muy desfavorecidas en nuestros días y desde entonces, sintiendo su decadencia han perdido ellas mismas gran parte de su disciplina, y aun de su decoro. No hay provincia que no esté plagada de maestrantes, cuyo título apenas supone ya otra cosa que el derecho de llevar un uniforme; y, entretanto, las capitales van perdiendo hasta la memoria de sus antiguos manejos, parejas, juegos de cañas, de sortija, de estafermo, de cabezas, de alcancías y semejantes. Se ha declamado mucho contra sus fueros y exenciones, pero en todo hay un medio. ¿No es mejor perfeccionar que abolir? El buen agricultor no destruye; dirige y cultiva sus plantas, y saca de cada una todo el fruto que puede.
Academias dramáticas
La corte de Parma ha dado en estos últimos tiempos el ejemplo de otra institución digna de ser imitada entre nosotros. Autorizó una academia dramática y la dotó con proporción a los objetos de su instituto, que se dirige a cultivar todos los conocimientos relativos a este importante ramo de la poesía. Esta academia propone asuntos para la composición de buenos dramas, los juzga rigorosa e imparcialmente, premia a los ingenios que más sobresalen y finalmente perfecciona prácticamente y por principios científicos el arte de la declamación, ejercitándola los académicos por sí mismos en teatros privados.
¿Por qué no pudiera verificarse igual institución en muchas de nuestras ciudades, y principalmente en la corte? Fuera de la utilidad que produciría en cuanto a la reforma del teatro, de que hablaremos después, ¡cuán útil y honestamente no ocuparía a nuestros nobles! ¡Cuánto no mejoraría su educación en lo que pertenece a policía, esto es, en aquella parte en que suelen ser tan insuficientes, si no ya enteramente inútiles, las fórmulas de los pedagogos y preceptores! Estos ejercicios enseñarían a presentarse con despejo, a andar y moverse con compostura, a hablar y gesticular con decoro, a pronunciar con claridad y buena modulación y a dar a la expresión aquel tono de sentimientos y de verdad que es alma de la conversación, y tan necesario para agradar y persuadir como raro entre nosotros. Desde él pasarían naturalmente nuestros nobles a cultivar por sí mismos la buena poesía, y para ello las Humanidades; y no sería imposible que, andando el tiempo, se convirtiesen estos cuerpos en unas verdaderas academias de buenas letras. ¡Qué ocupación más útil, más agradable, pudiera presentarse entonces a las personas nobles y ricas!
Saraos públicos
Aunque los saraos o bailes nobles y públicos no sean acomodables a pequeñas poblaciones, rara ciudad habrá en que no puedan celebrarse algunos con lucimiento y decoro. Dirigidos por personas distinguidas, costeados por los concurrentes, arreglado el precio de los boletines de entrada con respecto a su número y a la exigencia del objeto y bien establecida su policía, ¡cuán fácil no fuera disponer esta diversión, y repetirla en las temporadas de Navidad y Carnaval, en que la costumbre pide algún regocijo extraordinario! Donde hubiere teatro o casa de comedias, el magistrado público pudiera franquearle a este fin. Donde no, tampoco faltaría otro edificio público o privado conveniente para el objeto. El magistrado, lejos de desdeñar esta intervención, debiera prestarse voluntariamente a ella, sin tomar en la diversión más parte que la necesaria para fomentarla y proteger el decoro y el sosiego del acto; y aun esto sin forma de jurisdicción o autoridad, que se avienen muy mal con el inocente desahogo.
Máscaras
Tal vez de aquí se podría pasar sin inconveniente al restablecimiento de las máscaras, que así como fueron recibidas con gusto general, tampoco fueron abolidas sin general sentimiento. Aun parece que la opinión pública lucha por restaurarlas, pues que se repiten y toleran en algunas partes y que fuera menos arriesgado arreglarlas, puesto que la autoridad puede hacer más cuando dispone que cuando disimula. Una docena de estos bailes, dados entre Navidad y Carnaval, rendirían un buen producto para sostener los espectáculos permanentes en las capitales, así como sucede en algunas de Italia, y señaladamente en Turín. No se diga que las máscaras están prohibidas por nuestras antiguas leyes. Las máscaras y disfraces de que habla una de la Recopilación son de otra especie, y por tales lo están y estarán en todos tiempos y países. Puede haber ciertamente en esta diversión, como en todas, algunos excesos y peligros, pero ninguno inaccesible al desvelo de una prudente policía. Si aún se temieren, permítanse los honestos disfraces y prohíbase sólo cubrir el rostro. Cuando haya vigilancia y amor público en los que autorizan estas fiestas, todo irá bien. La licencia y el desorden sólo pueden ser alentados por el descuido.
Casas de conversación
Hace también gran falta en nuestras ciudades el establecimiento de cafés o casas públicas de conversación y diversión cotidiana, que arreglados con buena policía son un refugio para aquella porción de gente ociosa que, como suele decirse, busca a todas horas dónde matar el tiempo. Los juegos sedentarios y lícitos de naipes, ajedrez, damas y chaquete, los de útil ejercicio como trucos y billar, la lectura de papeles públicos y periódicos, las conversaciones instructivas y de interés general no sólo ofrecen un honesto entretenimiento a muchas personas de juicio y probidad en horas que son perdidas para el trabajo, sino que instruyen también a aquella porción de jóvenes que, descuidados en sus familias, reciben su educación fuera de casa, o como se dice vulgarmente, en el mundo.
Juegos de pelota
Los juegos públicos de pelota son asimismo de grande utilidad, pues sobre ofrecer una honesta recreación a los que juegan y a los que miran, hacen en gran manera ágiles y robustos a los que los ejercitan, y mejoran por tanto la educación física de los jóvenes. Puede decirse lo mismo de los juegos de bolos, bochas, tejuelo y otros. Las corridas de caballos, gansos y gallos, las soldadescas y comparsas de moros y cristianos y otras diversiones generales son tanto más dignas de protección cuanto más fáciles y menos exclusivas, y por lo mismo merecen ser arregladas y multiplicadas. Se clama continuamente contra los inconvenientes de semejantes usos, pero ¿qué objeto puede ser más digno de una buena policía? ¡Rara desgracia, por cierto, la de no hallar medio en cosa alguna! ¿No lo habrá entre destruir las diversiones a fuerza de autoridad y restricciones o abandonarlas a una ciega y desenfrenada licencia?.
Acaso cuanto he dicho será oído con escándalo por los que miran estos objetos como frívolos e indignos de la atención de la magistratura. ¿Puede nacer este desdén de otra causa que de inhumanidad o de ignorancia, que de no ver la relación que hay entre las diversiones y la felicidad pública o de creer mal empleada la autoridad cuando labra el contento de los ciudadanos? Llena nuestra vida de tantas amarguras, ¿qué hombre sensible no se complacerá en endulzar algunos de sus momentos?
Teatros
Esta reflexión me conduce a hablar de la reforma del teatro, el primero y más recomendado de todos los espectáculos, el que ofrece una diversión más general, más racional, más provechosa, y por lo mismo el más digno de la atención y desvelos del gobierno. Los demás espectáculos divierten hiriendo fuertemente la imaginación con lo maravilloso, o regalando blandamente los sentidos con lo agradable de los objetos que presentan. El teatro, a estas mismas ventajas que reúne en supremo grado junta la de introducir el placer en lo más íntimo del alma, excitando por medio de la imitación todas las ideas que puede abrazar el espíritu y todos los sentimientos que pueden mover el corazón humano.
De este carácter peculiar de las representaciones dramáticas se deduce que el gobierno no debe considerar el teatro solamente como una diversión pública, sino como un espectáculo capaz de instruir o extraviar el espíritu, y de perfeccionar o corromper el corazón de los ciudadanos. Se deduce también que un teatro que aleje los ánimos del conocimiento de la verdad fomentando doctrinas y preocupaciones erróneas, o que desvíe los corazones de la práctica de la virtud excitando pasiones y sentimientos viciosos, lejos de merecer la protección merecerá el odio y la censura de la pública autoridad. Se deduce finalmente que aquélla será la más santa y sabia policía de un gobierno, aquella que sepa reunir en un teatro estos dos grandes objetos, la instrucción y la diversión pública.
No se diga que esta reunión será imposible. Si ningún pueblo de la tierra, antiguo ni moderno, la ha conseguido hasta ahora, es porque en ninguno ha sido el teatro el objeto de la legislación, por lo menos en este sentido. Es porque ninguno se ha propuesto reunir en él estos dos grandes fines; es porque la escena en los estados modernos ha seguido naturalmente el casual progreso de su ilustración y debídose al ingenio de algunos pocos literatos, sin que la autoridad pública haya concurrido a ella más que ocasionalmente. Entre nosotros, un objeto tan importante ha estado casi siempre abandonado a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de miserables poetastros y comediantes; y acaso el gobierno no se hubiera mezclado jamás a intervenir en él si no lo hubiese mirado desde el principio como un objeto de contribución.
Pero ya es tiempo de pensar de otro modo. Ya es tiempo de ceder a una convicción que reside en todos los espíritus, y de cumplir un deseo que se abriga en el corazón de todos los buenos patricios. Ya es tiempo de preferir el bien moral a la utilidad pecuniaria, de desterrar de nuestra escena la ignorancia, los errores y los vicios que han establecido en ella su imperio, y de lavar las inmundicias que la han manchado hasta aquí con desdoro de la autoridad y ruina de las costumbres públicas.
Medios para lograr la reforma
1. En los dramas
A dos clases pueden reducirse todos los defectos de nuestra escena: unos que dicen relación a la bondad esencial de los dramas, y otros a su representación. Los vicios de la primera o pertenecen a la parte poética, esto es, a la perfección de los mismos dramas considerados únicamente como poemas, o a la parte política, esto es, a la influencia que las doctrinas y ejemplos en ellos presentados pueden tener en las ideas y costumbres públicas. Los de la segunda clase pertenecen o a los instrumentos de la representación, esto es, a las personas y cosas que intervienen en ella, o a los encargados de dirigirla. De uno y otro hablaré con la distinción y brevedad posibles.
La reforma de nuestro teatro debe empezar por el destierro de casi todos los dramas que están sobre la escena. No hablo solamente de aquellos a que en nuestros días se da una necia y bárbara preferencia; de aquellos que aborta una cuadrilla de hambrientos e ignorantes poetucos que, por decirlo así, se han levantado con el imperio de las tablas para desterrar de ellas el decoro, la verosimilitud, el interés, el buen lenguaje, la cortesanía, el chiste cómico y la agudeza castellana. Semejantes monstruos desaparecerán a la primera ojeada que echen sobre la escena la razón y el buen sentido. Hablo también de aquellos justamente celebrados entre nosotros, que algún día sirvieron de modelo a otras naciones y que la porción más cuerda e ilustrada de la nuestra ha visto siempre y ve todavía con entusiasmo y delicia. Seré siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables: la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste, las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos. Pero, ¿qué importa si estos mismos dramas, mirados a la luz de los preceptos y principalmente a la de la sana razón, están plagados de vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar? ¿Quién podrá negar que en ellos, según la vehemente expresión de un crítico moderno, «se ven pintados con el colorido más deleitable las solicitudes más inhonestas, los engaños, los artificios, las perfidias, fugas de doncellas, escalamientos de casas nobles, resistencias a la justicia, duelos y desafíos temerarios fundados en un falso pundonor, robos autorizados, violencias intentadas y ejecutadas, bufones insolentes, y criados que hacen gala y ganancia de sus tercerías infames”? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del pueblo más virtuoso, deben desaparecer de sus ojos cuanto más antes.
Es por lo mismo necesario sustituir a estos dramas otros capaces de deleitar e instruir, presentando ejemplos y documentos que perfeccionen el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más frecuentará el teatro. He aquí el grande objeto de la legislación. Perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser supremo y a la religión de nuestros padres; de amor a la patria, al soberano y a la constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que presente príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y celosos padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y sus derechos y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a estas virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los demás vicios y extravagancias que turban y afligen a la sociedad: el orgullo y la bajeza, la prodigalidad y la avaricia, la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la supersticiosa credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría, de amistad y, en suma, todas las manías, todos los abusos, todos los malos hábitos en que caen los hombres cuando salen del sendero de la virtud, del honor y de la cortesanía por entregarse a sus pasiones y caprichos.
Un teatro tal, después de entretener honesta y agradablemente a los espectadores, iría también formando su corazón y cultivando su espíritu, es decir, que iría mejorando la educación de la nobleza y rica juventud que de ordinario lo frecuenta. En este sentido su reforma parece absolutamente necesaria, por lo mismo que son más raros entre nosotros los establecimientos destinados a esta educación. No, nuestro extremo cuidado en multiplicar cierta especie de enseñanzas científicas no basta a disculpar el abandono con que miramos la enseñanza civil, aquella que necesita el mayor número, aun entre los nobles y ricos, y que es tanto más importante cuanto más influjo tiene en el bien general y, sobre todo, en las costumbres públicas.
¿Y por ventura podremos gloriarnos de las de nuestros poderosos? ¿Dónde están ya su antiguo carácter y virtudes? Demasiado funesta fue para el Estado aquella política ratera que pretendió labrar el bien público sobre el abatimiento de esta clase. ¿Cuál es el fruto de tan inconsiderado sistema? ¿Fue otro que despojarla de su elevación, de su magnanimidad, de su esfuerzo y de tantas dotes como la hacían recomendable, desviarla de los altos fines para que fuera instituida y entregarla en las garras de la ociosidad y del lujo para que la devorasen y consumiesen con su reputación y sus fortunas?
Bien sé yo que la educación pública, y señaladamente la de la clase rica y propietaria, necesita otros medios; pero, ¿por qué no aprovecharemos uno tan obvio, tan fácil y conveniente? Y, pues que los jóvenes ricos han de frecuentar el teatro, ¿por qué en vez de corromperlos con monstruosas acciones o ridículas bufonadas no los instruiremos con máximas puras y sublimes, y con ilustres y virtuosos ejemplos?
Ni este medio dejaría de mejorar la educación del pueblo, en cuya conducta tiene tanto y tan conocido influjo la de las clases pudientes. Porque, ¿de dónde recibiría sus ideas y sus principios sino de aquellos que brillan siempre a sus ojos, cuya suerte envidia, cuyos ejemplos observa y cuyas costumbres pretende imitar, aun cuando las censura y condena? Fuera de que siendo el teatro un espectáculo abierto y general, no habrá clase ni persona, por pobre y desvalida que sea, que no lo disfrute alguna vez.
Con todo, para mejorar la educación del pueblo otra reforma parece más necesaria, y es la de aquella parte plebeya de nuestra escena que pertenece al cómico bajo o grosero, en la cual los errores y las licencias han entrado más de tropel. No pocas de nuestras antiguas comedias, casi todos los entremeses y muchos de los modernos sainetes y tonadillas, cuyos interlocutores son los héroes de la briba, están escritos sobre este gusto y son tanto más perniciosos cuanto llaman y aficionan al teatro a la parte más ruda y sencilla del pueblo, deleitándola con las groseras y torpes bufonadas que forman todo su mérito.
Acaso fuera mejor desterrar enteramente de nuestra escena un género expuesto de suyo a la corrupción y a la bajeza, e incapaz de instruir y elevar el ánimo de los ciudadanos. Acaso deberían desaparecer con él los títeres y matachines, los payasos, arlequines y graciosos del baile de cuerda, las linternas mágicas y totilimundis, y otras invenciones que, aunque inocentes en sí, están depravadas y corrompidas por sus torpes accidentes. Porque, ¿de qué serviría que en el teatro se oigan sólo ejemplos y documentos de virtud y honestidad si entre tanto, levantando su púlpito en medio de una plaza, predica don Cristóbal de Polichinela su lúbrica doctrina a un pueblo entero que con la boca abierta oye sus indecentes groserías? Mas si pareciese duro privar al pueblo de estos entretenimientos, que por baratos y sencillos son peculiarmente suyos, púrguense a lo menos de cuanto puede dañarle y abatirle. La religión y la política claman a una por esta reforma.
No se crea que tanta perfección sea inaccesible a las fuerzas del ingenio. El imperio de la imaginación es demasiado grande, y el de la ilusión demasiado poderoso, para que nos detenga este temor.
En las tragedias de los antiguos, tan bellas y sublimes, no había estos afeminados amoríos que hoy llenan tan fastidiosamente nuestros dramas. Consérvese en hora buena el amor en la escena, pero sustitúyase el casto y legítimo al impuro y furtivo, y a buen seguro que se sacará mejor partido de esta pasión universal. ¿Acaso será menos violenta, menos agitada, menos interesante y amable cuando se pinte reprimida por las leyes del honor y de la honestidad? ¡Y qué! ¿Los buenos talentos no sabrán instruir y deleitar sin ella? ¿Qué de objetos, agitaciones y sentimientos, qué de revoluciones, acaecimientos y conflictos no presenta el orden natural y moral de las cosas para interesar y mover el corazón humano y conducir los hombres a la virtud y al bien? Los espíritus rectos se deleitan con todo lo que es bello y sublime; los rudos y vulgares, con lo que es nuevo y maravilloso. He aquí los dos grandes imperios de la razón y la imaginación, las dos fuentes del deleite y la admiración abiertas al talento para instruir agradablemente a toda especie de espectadores. Excite el gobierno a los ingenios a cultivarlas con recompensas de honor y de interés, y logrará cuanto quiera.
Los medios no son difíciles. Ábrase en la corte un concurso a los ingenios que quieran trabajar para el teatro y establézcanse dos premios anuales de cien doblones y una medalla de oro cada uno para los autores de los mejores dramas que aspiraren a ellos. El objeto de la composición, las condiciones del concurso, el examen de los dramas y la adjudicación de los premios corran a cargo de un cuerpo que reúna a las luces necesarias la opinión y la confianza pública. ¿Cuál otro más a propósito que la Real Academia de la Lengua, a cuyo instituto toca promover la buena poesía castellana? Penetrado este cuerpo de la importancia del objeto e instruido en cuanto conduce a perfeccionarle, podrá dedicar a él una parte de sus tareas, y desempeñar cumplidamente los deseos del gobierno y de la nación haciéndole un servicio tan importante.
Algún año convendrá reducir la cantidad de los premios y pedir, en lugar de tragedia o comedia, entremeses, sainetes, letras y música de tonadillas, arreglando en los edictos las condiciones de cada uno de estos pequeños dramas para que nada se vea ni oiga sobre nuestra escena en que no resplandezcan la propiedad, la decencia y el buen gusto.
Éste sería el medio de lograr en poco tiempo algunos buenos dramas. Acaso convendrá tener al principio una prudente indulgencia, porque el espíritu humano es progresivo, el punto de perfección está muy distante y llegar a él de un vuelo le será imposible. La Academia, honrando con el premio a los más sobresalientes, deberá elegir los que más se acercaren a los fines propuestos y juzgare dignos de la representación; cuidará de corregirlos, imprimirlos y poner a su frente las advertencias que juzgare oportunas para que así se vayan propagando las buenas máximas y se camine más prontamente a la perfección.
Fuera del concurso, escriba e imprima el que quisiere sus producciones, pero ningún drama, sea el que fuere, pueda presentarse a la escena en Madrid ni en las provincias sin aprobación de la misma Academia; así se cerrará de una vez la puerta a la licencia que ha reinado hasta ahora en materia tan enlazada con las ideas y costumbres públicas.
Si se dudare que tan corto estímulo baste para lograr el alto fin que nos proponemos, reflexiónese que para los talentos grandes consistirá siempre el mayor premio en el aplauso, y que éste jamás faltará a las obras sublimes cuando la escena se hubiere purgado y reinen sobre ella la razón y el buen gusto. ¿Quién sabe lo que puede este resorte? Los aplausos que mereció su Edipo mataron de gozo a Sófocles, el primero de los trágicos griegos.
2. En su representación
Perfeccionados así los dramas, restará mejorar su ejecución, cuya reforma debe empezar por los actores o representantes. En esta parte el mal está también en su colmo. Es verdad que a juzgar por el descuido con que son elegidos nuestros comediantes, debemos confesar que hacen prodigios. ¿Cómo sería de esperar que entre unas gentes sin educación, sin ningún género de instrucción ni enseñanza, sin la menor idea de la teórica de su arte y, lo que es más, sin estímulo ni recompensa, se hallasen de tiempo en tiempo algunos de tan estupenda habilidad como admiramos en el día? En ellos el genio hace lo más, o lo hace todo. Pero nótese que tan raros fenómenos se hallan solamente para la representación de aquellos caracteres bajos que están al nivel o más cercanos de su condición, sin que para la de altos personajes y caracteres se haya hallado jamás alguno que arribase a la medianía. La declamación es un arte y tiene, como todas las artes imitativas, sus principios y reglas tomados de la naturaleza, donde están repartidos todos los modelos de lo sublime, lo bello y lo gracioso. La teoría de esta arte no ha llegado todavía en nación alguna a la perfección de que es capaz. ¡Qué objeto más digno de las tareas de nuestra Academia Española! ¡Qué muchedumbre de asuntos no ofrece para proponer a los ingenios que convida por instituto y provoca con premios a cultivar la bella literatura!
Las academias dramáticas de que hablé más arriba podrían promoverle acaso con más fruto porque, consistiendo la mayor dificultad de esta arte en reducir a práctica sus principios, tendrían la ventaja de promover a un mismo tiempo una y otra enseñanza. Entonces los teatros privados, en que la gente noble y acomodada que compondría estas academias presentase a la imitación los mejores y más dignos modelos, propagarían facilísimamente el gusto de la declamación y el conocimiento de sus principios, descubriendo muchos talentos nacidos para ella que están ahora del todo ignorados y perdidos.
No sería tampoco, a mi juicio, cuidado indigno del celo y la previsión del gobierno el buscar maestros extranjeros o enviar jóvenes a viajar e instruirse fuera del reino y establecer después, una escuela práctica para la educación de nuestros comediantes; porque al fin, si el teatro ha de ser lo que debe, esto es, una escuela de educación para la gente rica y acomodada, ¿qué objeto merecería más su desvelo que el de perfeccionar los instrumentos y arcaduces que deben comunicarla y difundirla?
Esta enseñanza haría desaparecer de nuestra escena tantos defectos y malos resabios como hoy la oscurecen: el soplo y acento del apuntador, tan cansados como contrarios a la ilusión teatral, el tono vago e insignificante, los gritos y aullidos descompuestos, las violentas contorsiones y desplantes, los gestos y ademanes descompasados que son alternativamente la risa y el tormento de los espectadores y, finalmente, aquella falta de estudio y de memoria, aquella perenne distracción, aquel impudente descaro, aquellas miradas libres, aquellos meneos indecentes, aquellos énfasis maliciosos, aquella falta de propiedad, de decoro, de pudor, de policía y de aire noble que se advierte en tantos de nuestros cómicos, que tanto alborota a la gente desmandada y procaz y tanto tedio causa a las personas cuerdas y bien criadas.
Algunos premios anuales destinados a recompensar a los actores más sobresalientes en talento, juicio y aplicación; algunas gratificaciones extraordinarias repartidas en casos de particular y sobresaliente desempeño; algunas distinciones de honor a que no serán insensibles cuando, pasando el teatro a ser lo que debe ser, dejen nuestros cómicos de ser lo que son y, en fin, alguna colocación o decente destino fuera del teatro dado a los más eminentes por recompensa de largos y buenos servicios hechos en él, acabarían de honrar y mejorar esta profesión, hoy tan atrasada y envilecida entre nosotros.
3. En la decoración
Aún no bastaría esta reforma. El cuidado de mejorar la decoración y ornato de la escena merece y pide también la atención del gobierno. Si en nuestros corrales, en medio y a vista de la corte, apenas hemos llegado a conocer, no digo la ostentación y la magnificencia, mas ni aun la decencia y la regularidad ¿qué será de los demás teatros de España? Ciertamente que, a juzgar por ellos del estado de nuestras artes, se podría decir con justicia que estaban aún en su rudeza primitiva. Tales son la ruin, estrecha e incómoda figura de los coliseos, el gusto bárbaro y riberesco de arquitectura y perspectiva en sus telones y bastidores, la impropiedad, pobreza y desaliño de los trajes, la vil materia, la mala y mezquina forma de los muebles y útiles, la pesadez y rudeza de las máquinas y tramoyas, y en una palabra, la indecencia y miseria de todo el aparato escénico. ¿Quién que compare con los grandes progresos que han hecho entre nosotros las Bellas Artes este miserable estado del ornato de nuestra escena, no inferirá el poco uso y mala aplicación que sabemos hacer de nuestras mismas ventajas? El teatro es el domicilio propio de todas las artes. En él todo debe ser bello, elegante, noble, decoroso y en cierto modo magnífico, no sólo porque así lo piden los objetos que presenta a los ojos, sino también para dar empleo y fomento a las artes de lujo y comodidad, y propagar por su medio el buen gusto en toda la nación.
4. En la música y baile
¿Y qué diremos de la música y el baile, dos objetos tan atrasados entre nosotros y capaces de ser llevados al mayor punto de mejoramiento y esplendor? ¿Qué otra cosa es en el día nuestra música teatral que un conjunto de insípidas e incoherentes imitaciones sin originalidad, sin carácter, sin gusto y aplicadas casual y arbitrariamente a una necia e incoherente poesía? ¿Qué otra cosa nuestros bailes que una miserable imitación de las libres e indecentes danzas de la ínfima plebe? Otras naciones traen a danzar sobre las tablas a los dioses y las ninfas; nosotros, a los manolos y verduleras. Sin embargo, la música y la danza no sólo pueden formar el mejor ornamento de la escena, sino que son también su principal objeto porque, al fin, entre los concurrentes al teatro siempre habrá muchos de aquellos que sólo tienen sentidos.
5. En la dirección y gobierno
Para dirigir esta reforma es preciso encargarla a personas inteligentes. ¿Qué se podrá esperar de la escena abandonada a la impericia de los actores, a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de los poetas y músicos de oficio? En tales manos todo se viciaría, todo iría de mal en peor. Mas si uno o dos sujetos distinguidos de cada capital, dotados de instrucción y buen gusto, de prudencia y celo público, y escogidos no por favor sino por tales dotes, se encargasen de este ramo de policía y cuidasen continuamente de perfeccionarlo, todo iría mejor de día en día. Donde hubiese academia dramática podría fiársele sin recelo este cuidado y el de nombrar entre sus individuos los directores del teatro. Cuantos sirven en la escena deberán estar subordinados a estos caballeros directores, su voz ser decisiva para la disposición, ornato y ejecución de los espectáculos, y sus facultades amplias y sin límites para cuanto diga relación a ellos. Semejante objeto, que abraza una muchedumbre de menudos e impertinentes cuidados, sería demasiado embarazoso para los magistrados municipales, y bastaría por lo mismo que los directores procediesen de acuerdo con ellos, reservándoles siempre cuanto tocase al ejercicio de jurisdicción contenciosa y pidiese procedimiento formal, discusión, conocimiento de causa, ejecución o castigo. De este modo, trabajarían unos y otros de consuno para conseguir el decoro y buen orden en esta general e importante diversión.
La intervención de la justicia en ella se ha mirado siempre como indispensable y a nadie dejará de parecerlo a vista de la inquietud, la gritería, la confusión y el desorden que suelen reinar en nuestros teatros. Pero, ¿quién no ve que este desorden proviene de la calidad misma de los espectáculos? ¡Qué diferencia tan grande entre la atención y quietud con que se oye la representación de Atalía o la del Diablo predicador! ¡Qué diferencia entre los espectadores de los corrales de la Cruz y el Príncipe y los del coliseo de los Caños, aun cuando sean unos mismos! El hombre se reviste fácilmente de los afectos que se le quieren inspirar y, de ordinario, la disposición de su ánimo no es otra cosa que el resultado de las sensaciones que producen en él los objetos que lo cercan, combinado con su situación y deseos momentáneos. Así que la forma bella y elegante del teatro, la magnificencia de la escena, la gravedad e interés del espectáculo le inspirarán infaliblemente aquella compostura que exige la concurrencia a toda diversión pública, donde, pagando todos para lograr un buen rato, son perfectamente iguales los derechos y obligaciones de cada uno a la conservación del buen orden.
Falta, sin embargo, una providencia para asegurar esta tranquilidad, y es bien extraño que no se haya tomado hasta ahora. No he visto jamás desorden en nuestros teatros que no proviniese principalmente de estar en pie los espectadores del patio. Prescindo de que esta circunstancia lleva al teatro, entre algunas personas honradas y decentes, otras muchas oscuras y baldías, atraídas allí por la baratura del precio. Pero, fuera de esto, la sola incomodidad de estar en pie por espacio de tres horas, lo más del tiempo de puntillas, pisoteado, empujado y muchas veces llevado acá y acullá mal de su grado, basta y sobra para poner de mal humor al espectador más sosegado. Y en semejante situación, ¿quién podrá esperar de él moderación y paciencia? Entonces es cuando del montón de la chusma salen el grito del insolente mosquetero, las palmadas favorables o adversas de los chisperos y apasionados, los silbos y el murmullo general que desconciertan al infeliz representante y apuran el sufrimiento del más moderado y paciente espectador. Siéntense todos y la confusión cesará. Cada uno será conocido y tendrá a sus lados, frente y espalda cuatro testigos que lo observen y que sean interesados en que guarde silencio y circunspección. Con esto desaparecerá también la vergonzosa diferencia que la situación establece entre los espectadores: todos estarán sentados, todos a gusto, todos de buen humor; no habrá pues que temer el menor desorden.
Arbitrios para costear esta reforma
Una reforma tan radical y completa pide sin duda grandes fondos, mas yo creo que el teatro los producirá. Cuando se inviertan en él todos sus rendimientos, el más pequeño y pobre podrá ser tan decente y bien servido como convenga a las circunstancias del pueblo en que se hallare. ¿En qué consiste, pues, la pobreza de nuestros mejores teatros? ¿Quién no lo ve? En haberse hecho de ellos un objeto de contribución. ¿Qué relación hay entre los hospitales de Madrid, los frailes de San Juan de Dios, los niños desamparados, la secretaría del corregimiento y los tres coliseos? Sin embargo, he aquí los partícipes de una buena porción de sus productos. Otro tanto sucede en los que existen fuera de la corte y sucedía en los que no existen ya. La consecuencia es que los actores sean mal pagados, la decoración ridícula y mal servida, el vestuario impropio e indecente, el alumbrado escaso, la música miserable y el baile pésimo o nada. De aquí que los poetas, los artistas, los compositores que trabajan para la escena sean ruinmente recompensados y, por lo mismo, que solamente se vean en ella las heces del ingenio. De aquí, finalmente, la mayor parte de la indecencia y lastimoso atraso de nuestros espectáculos. ¿Qué no se podría hacer con los abundantes productos de los corrales de Madrid, distribuidos con discernimiento y buen gusto? ¿A qué punto de magnificencia no podrían elevar el aparato escénico? Y, aun así, ¡cuánto quedaría distante de la que buscaban los antiguos en sus espectáculos! En cien millones de sestercios se calculó la pérdida causada por el incendio de un teatro provisional que Emilio Scauro hizo erigir en Roma para celebrar la entrada de su magistratura. Y en el glorioso tiempo de Atenas, la representación de tres tragedias de Sófocles costó a la república más que la guerra del Peloponeso. No pedimos tanto. Lloraríamos, ciertamente, al ver consumida en tan locos excesos de profusión la renta pública, formada con el sudor del pueblo. Pero deseamos, a lo menos, que los productos del teatro se inviertan en su mejora y que lo que contribuye la ociosa opulencia sirva para entretenerla y divertirla.
La reforma de la escena aumentará por otras razones los rendimientos del teatro, porque sobre crecer la concurrencia se podrá alzar el precio de las entradas sin miedo de menguarlas. Esta diversión, tal cual se halla en el día, es una necesidad para un gran número de personas y, ¿para cuánto mayor número no lo será una vez mejorada en todas sus partes? ¿Cuántos hombres graves, timoratos, instruidos y de fino y delicado gusto que hoy huyen de las truhanadas, groserías y absurdos de nuestra escena, correrán todos los días a buscar en ella una honesta recreación cuando estén seguros de no ver allí cosa que ofenda al pudor ni que choque al buen sentido? Entonces será el teatro lo que debe ser, una escuela para la juventud, un recurso para la ociosidad, una recreación y un alivio de las molestias de la vida pública y del fastidio y las impertinencias de la privada.
Esta carestía de la entrada alejará el pueblo del teatro y, para mí, tanto mejor. Yo no pretendo cerrar a nadie sus puertas; estén en hora buena abiertas a todo el mundo; pero conviene dificultar indirectamente la entrada a la gente pobre que vive de su trabajo, para la cual el tiempo es dinero y el teatro más casto y depurado una distracción perniciosa. He dicho que el pueblo no necesita espectáculos; ahora digo que le son dañosos, sin exceptuar siquiera (hablo del que trabaja) el de la corte. Del primer pueblo de la antigüedad, del que diera leyes al mundo, decía Juvenal que se contentaba en su tiempo con «pan y juegos del circo». El nuestro pide menos (permítasenos está expresión): se contenta con «pan y callejuela».
Quizá vendrá un día de tanta perfección para nuestra escena que pueda presentar, hasta en el género ínfimo y grosero, no sólo una diversión inocente y sencilla sino también instructiva y provechosa. Entonces acaso convendrá establecer teatros baratos y vastísimos para divertir en días festivos al pueblo de las grandes capitales; pero este momento está muy distante de nosotros y el acelerarlo puede ser muy arriesgado; quédese, pues, entre las esperanzas y bienes deseados.
Éstas son las ideas que he podido reunir y extender en medio de mis cuidados, y con la prisa que la difusión y desaliño de este escrito manifiestan bien. Seguro de que la Academia sabrá mejorarlas con su sabiduría y buen gusto, se las presento con la mayor confianza, pidiéndole muy encarecidamente que no desaproveche esta ocasión, tal vez única, de clamar con instancia al Gobierno por el arreglo de un ramo de policía general de que pende el consuelo, y acaso la felicidad, de la nación.
Gijón, 29 de diciembre de 1790.
Apéndices. Ordenanzas del torneo y de la justa que hizo el señor don Alfonso XI cuando instituyó la orden de caballeros de la banda, sacadas de un libro viejo sin principio ni fin
I. Ordenamiento del torneo
Éste es el ordenamiento del torneo, que declara sobre qué cosas se ha de tomar juramento a los caballeros del torneo y qué son las cosas que han de hacer los fieles.
Lo primero es que los fieles han de catar las espadas: que no las traigan agudas en el tajo ni en las puntas sino que sean romas y también, que no traigan agudos los arcos de las capellinas; et tomar juramento a todos que no den con ellas de punta en ninguna guisa ni de revés al rostro, et que si a alguno se le cayere la capellina o el yelmo, que non le den golpe hasta que la ponga, y que si alguno cayere en tierra que le non entropellen; e hanles de decir los fieles que comiencen el torneo cuando tañeren las trompetas et los atabales, et cuando oyeren tañer el añafil que se tiren a fuera, et se recojan cada uno a su parte. Et si el torneo fuere grande de muchos caballeros, en que haya pendones de cada parte, e se hobieren de trabar los caballeros los unos de los otros para se derribar de los caballos, que los caballos de los caballeros que fueren ganados de la una parte e de la otra et llevados a do estuvieren los pendones, que no sean dados a los caballeros que los perdieron hasta que el torneo sea pasado. E desque sea pasado el torneo hanse de ayuntar todos los fieles, et con lo que ellos vieren y preguntando a caballeros e escuderos et doncellas, de las que mejor lo pudiesen ver, escojan un caballero de los de la una parte et otro caballero de la otra, cuáles lo fueron mejor et hobieron la mejoría del torneo, e aquéllos den el prez et la honra dello; e en señal desto que lleven dos de los fieles sendas joyas de parte de las dueñas et doncellas que ahí se hallaren para estos dos caballeros, escogidos como dicho es. E si fuere el torneo de treinta caballeros ayuso, que haya cuatro fieles, dos de la una parte et otros dos fieles de la otra. E si fuere de cincuenta caballeros o dende arriba, que sean ocho fieles de la una parte et otros ocho de la otra; et si fuere el torneo de cient caballeros o más, que sean doce fieles de la una parte et otros doce de la otra.
II. Ordenamiento de la justa
Primeramente, que fagan cuatro venidas los que justaren et no más, et si en estas cuatro venidas el un caballero quebrare una asta en el otro caballero, e el otro no quebrare ninguna en él, que haya la mejoría el que la quebrare; et si quebrare el uno dos astas e el otro no más de una, que haya la mejoría el que quebró las dos; pero si el que quebrare la una derribare el yelmo al otro caballero del golpe que le dio, que sea igualado con el que quebró las dos astas. E otrosí, si algún caballero quebrare dos astas en algún caballero, e éste en quien fueron quebradas las astas derriba al caballero que las quebró en él, aunque no quiebre el asta, que sea igualado con el que quebró las dos astas, et aun que le den más loor. E si un caballero derribare a otro et a su caballo, e el otro derribare a éste sin su caballo, que haya la mejoría el caballero que cayó el caballo con él, porque parece que fue la culpa del caballo et no del caballero, e el que cayó sin caer el caballo con él fue la culpa del caballero et non del caballo. Otrosí ninguna de las varas o astas quebradas no sean juzgadas por quebradas quebrándolas atravesadas, salvo quebrantándolas de encuentro de golpe. E si en estas cuatro venidas dos caballeros con dos astas o sendas ficieren golpes iguales, que sean los caballeros juzgados por iguales. E si en estas cuatro venidas no se pudieren dar golpe, que juzguen que non hobieron buen acaescimiento. E si se cayere la lanza a alguno yendo por la carrera ante de los golpes, que el otro caballero alce la vara et non le encuentre con ella, ca non haría caballería ferir al que non lleva lanza. E para juzgar todo esto que haya dos fieles, e estos dos, preguntando a caballeros e escuderos et a dueñas et doncellas que allí estuvieren, para mejor juzgar con lo que ellos vieron et con lo que éstos dijeren, así juzgarán estas cosas como aquí está dicho. E después que las justas fueren acabadas, que los fieles que allí estuvieren pregunten a los caballeros, escuderos et dueñas et doncellas que se hallaren presentes, los que mejor lo pudieron ver, quién fueron los que mejor lo ficieron; et con acuerdo dellos el caballero de los de la tabla que fuere hallado llevar la mejoría de la justa, que le sea dada una joya en galardón de los caballeros de ventura; e esto mismo se hará con uno de los de la ventura, porque el que fuere hallado entre ellos haber llevado la mejoría, que los caballeros de la tabla le den otra joya en galardón, como hicieron los de la aventura al que llevó la honra de los de la tabla.
Apéndice I
Documentación del expediente Memoria histórico-política sobre los juegos, espectáculos y diversiones públicas usados en lo antiguo en España (rah, 11-08046)
Parecer de los señores Capmany y Vargas Ponce, comisionados
23 de marzo de 1791
Excelentísimo señor:
Comunicada orden del Consejo a la Academia para que informase sobre los espectáculos y diversiones públicas, confió ésta el encargo a don Gaspar de Jovellanos, cuyo es el papel que ya se ha oído antes de remitírsenos para la comisión a que vamos a dar cumplimiento. No nos detendrá su elogio, pues nos acordamos del sonrojo a que se expuso en Atenas un orador que intempestivamente se detuvo en las alabanzas de Hércules cuando uno de sus oyentes prorrumpió: «¿Hay alguno que le vitupere?». Reduciremos, por tanto, a un sencillo extracto el parecer, y a continuación expondremos cuál sería, según nuestro juicio, el de la Academia.
Hecho cargo el señor Jovellanos que en el informe de un expediente gubernativo la erudición es la parte de menos importancia, sólo señala en cada espectáculo la época de su introducción, reservándose el llevar ese curioso e interesante objeto literario al tiempo que las memorias repartidas entre los académicos sobre las ciencias y artes españolas tengan efecto. Por consiguiente, sólo dice que nuestros espectáculos fueron los que tenían nuestros conquistadores hasta los godos; en la dinastía de éstos y durante los trece primeros reyes de Asturias, la caza; y que con la conquista de Toledo y unión de León y Castilla, empezaron los bofordos, o romper lanzas la nobleza, y el pueblo sus romerías y las danzas en ellas; mediado el siglo xiii los torneos, justas, cañas, sortijas y, tal vez, la lucha de toros y también los misterios, primer ensayo del teatro; como asimismo el ajedrez, los dados, pelota y tejuelo; los trovadores, juglares y juglaresas, los danzantes, representantes, ministriles, mimos y saltimbanquis, todos clara prueba que la nobleza se daba menos a la caza y que el pueblo no tenía ya que salir a las romerías para solazarse. Los torneos duraron hasta el siglo pasado, pues aunque prohibidos en otras partes por la autoridad real y eclesiástica, no se encuentra semejante prohibición en nuestra disciplina. De los toros apunta que, según una ley de Partida, ya parecen sólo lidiados por gente vil, aunque no se pueda dudar fuese antes ocupación de la nobleza. Aborrecidos de la reina Católica, se propagaron más en los siglos siguientes por el piadoso destino de su producto, con lo que se hizo una profesión, hasta que Carlos iii los prohibió generalmente, con tanto consuelo de los buenos como pesar de los que no juzgan las cosas sino por la corteza; vergüenza por cierto (son palabras del informe) que este punto se haya presentado a la discusión como un problema, pues los toros no han sido jamás una diversión cotidiana, ni muy frecuente, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente aplaudida ni buscada; así bueno haberlos prohibido y excelente acabarlos de una vez.
Introducido ya en la escena la encuentra algo mejorada en Aragón con la cultura de la poesía y gaya ciencia, y en Castilla reducida a arte por don Henrique de Villena, y más generalizada en los autos sacramentales; fijada la escena profana en los reyes Católicos, mejorada en tiempo de Felipe II por Lope de Rueda, aunque todavía con grande atraso, y por fin encumbrada por Lope de Vega a aquel punto en que el vulgo y la generalidad de la nación creyó estar la suma de la perfección, y la razón y la crítica vieron la ruina del teatro. Creció éste más cuando sentó su corte Felipe iii, y con Felipe iv tan aficionado suyo subió a su mayor auge, y la Zarzuela y el Buen Retiro disfrutaron la música, la danza, la poesía y la pintura aunadas y como nunca se habían visto entre nosotros, y entonces descollaron Calderón y Moreto. Decayó mucho el teatro bajo Carlos II y sólo se distinguió algo Candamo; no se alentó en la época siguiente, harto perjudicado por la ópera; se mejoró en la decoración, y un poco en la música, en tiempo de Carlos iii, pero sucesivamente se fueron cerrando los de las provincias y lo que las había entretenido casi por el espacio de tres siglos, vino a formar la diversión de tres solas capitales, reservando al presente reinado la gloria de mejorar el estado del teatro y extender la escena.
Hecho cargo el señor Jovellanos de las censuras contra el teatro, afirma que en estando corregido dejarán de ser justas, y en cuanto a sus defectos reconoce que, a pesar de sus apologistas, los eruditos nacionales del Censor, del Memorial Literario, de la Espigadera y otros papeles periódicos en que se ha tratado este punto, le han puesto ya fuera de tan antigua discusión.
Expuestos, pues, con energía los vicios actuales del teatro, concluye proponiendo la necesidad de su mejora en todas sus partes,
que un teatro tal es una peste pública, y el gobierno no tiene otra alternativa que reformarlo o proscribirlo para siempre. ¿Pero se puede esto último? No, porque no queda diversión alguna. ¿Y esto es un bien o un mal? Creer que los pueblos pueden ser felices sin diversiones es un absurdo; saberlo y negárselas es una consecuencia tan absurda como peligrosa; dárselas, prescindiendo de su influencia en las ideas y costumbres, es una indolencia harto más absurda, cruel y peligrosa; luego, el arreglo de las diversiones públicas es uno de los primeros objetos de toda buena policía.
Sentados los antecedentes principios, antes de tratar de cuáles deban ser estas diversiones, divide a los que pueden necesitarlas en dos partes: los que viven de su trabajo y los que pasan de sus rentas. De los primeros, con gran copia de filosóficas y poderosas razones, pretende que sólo necesitan se les deje divertir con una inocente libertad, y que la justicia no se haga pesada e importuna sobre ellos, sino les permita entregarse sin extorsiones indebidas a la alegría.
De los segundos, que es la gente acomodada, pone razones de gran peso para manifestar que necesitan espectáculos y, entre ellas, la de retenerlos en su provincia, que abandonan buscando la diversión de las cortes, con perjuicios de éstas y mayores daños de aquéllas. Tratando ya de cuáles sean estos espectáculos, pone el primero para las ciudades el de las maestranzas, que dice se deben multiplicar, cortando los abusos que halla introducidos, y sacando todo el fruto que se pudiera; segundo el que ha dado la Corte de Parma fundando y dotando una academia dramática para cultivar todos los conocimientos relativos a este utilísimo ramo de la poesía, proponiendo asuntos para la composición de nuevos dramas, juzgándolos rigorosa e imparcialmente y premiando los que sobresalgan; y perfeccionando con su práctica, y por principios el arte de la declamación, ejercitándose los discípulos en teatros privados. Explaya las utilidades de semejantes establecimientos en muchas de nuestras ciudades, y pasa al tercero, que son las casas públicas de diversión cotidiana, como trucos, juegos de pelota, bochas, bolos, gallos, corridas de caballos, gansos y gallos, soldadescas, comparsas de moros y cristianos, danzas, bailes públicos y otras diversiones, que convendría también arreglar y multiplicar, con tal que vele y cele la policía su inocencia y decencia sin perjuicio de su libertad. Cuarto medio: las máscaras, y asegura que las prohibidas en nuestras leyes no eran las que con tanto arreglo y buen orden se ejecutaron en Madrid.
En quinto lugar, el teatro, cuya superioridad y permanencia sobre todas las otras diversiones explica: señala sus grandes ventajas para deleitar e instruir y deduce la necesidad de que el gobierno lo tome por su cuenta para remediar los perjuicios en todas líneas que resultan del estado actual. Reduce a dos clases los defectos de nuestra escena; una, que dice relación a la bondad esencial de los dramas, y otra a su representación; los de la primera los subdivide en los que pertenecen a la parte poética y los de la política; subdivide la segunda en defectos de los cómicos y de sus directores.
En la primera parte cree que la reforma del teatro debe empezar por el destierro de casi todos los dramas que hoy están sobre la escena; prueba esta proposición completamente, y la extiende a los entremeses, sainetes, etc., y a los títeres y matachines, payasos, arlequines y graciosos del baile de cuerda, a las linternas mágicas y totilimundis; pues aunque inocentes en sí, por viciados no pueden tolerarse.
Para llenar este gran vacío que resultaría en el teatro y reemplazar aquellos pestíferos dramas, propone se abra en la Corte un concurso a los ingenios, estableciendo dos premios anuales de cien doblones y una medalla de oro cada uno, cuyos asuntos y todas las restantes circunstancias se confíen a la Academia de la Lengua. Algún año se reducirá la cantidad de los premios, pidiendo, en lugar de tragedia o comedia, entremeses, sainetes, letras de tonadillas, arreglando las condiciones de cada uno. Además del premiado, se imprimirán los que tuvieren mérito y fuesen dignos de las tablas, con las advertencias que mereciesen, y aunque cualquiera pueda componer e imprimir cuantos guste, sépase que sin la aprobación de la Academia no podrán salir al teatro.
Reformados los dramas, trata de los actores y cuál es su estado y las causas; manifiesta que se les debe enseñar la declamación; confía esta enseñanza a las academias dramáticas de que habló antes, o buscar maestros extranjeros o enviar jóvenes a viajar y establecer después una escuela práctica para nuestros comediantes, y premios para los actores sobresalientes o gratificaciones y alguna colocación y decente destino dado a los eminentes para recompensas de largos y buenos servicios. Pide se reforme también el ornato escénico y la danza y la música, cuyo mísero estado actual hace ver. Pondera los inconvenientes de estar el pueblo en pie y las ventajas para todos de que se sentase, sin lo cual no se podría verificar la reforma.
Para toda ésta indica se nombren uno o dos sujetos en cada capital donde no hubiese academias dramáticas, que con las luces y requisitos necesarios entendiesen en ella de acuerdo con el magistrado.
Y pasando a indicar los fondos, asegura que con el producto de los teatros bastaría, así que el hospital, los frailes de San Juan de Dios, los niños desamparados, y la secretaría del corregidor dejen de repartirse buena parte de aquellos productos; de donde nace la ruin paga de los que verdaderamente trabajan para el teatro, y la mayor parte de todo su atraso; y cree que reformado, también rendiría más. Concluye, pues, el señor Jovellanos pidiendo muy encarecidamente que no desaproveche la Academia de esta ocasión, tal vez única, de clamar con instancia al gobierno por el arreglo de un ramo de policía general de que depende el consuelo y a caso la felicidad de la Nación.
Tal es, señor excelentísimo, el esqueleto, si nos es lícito decirlo así, de este excelente papel, que su autor viste de oportunas reflexiones, y de cuantos adornos sólidos y bellos es de desear. De todo él, resulta la noticia de los espectáculos que fueron, de los que son en el día, su depravado gusto y la necesidad urgentísima de su reforma, que si se ha omitido hasta el presente, porque otros cuidados no han dejado fijar sobre ellos la atención del gobierno, ahora que les echa una mirada y pide informe a un cuerpo tan respetable e ilustrado como la Academia, ni ésta puede sin descrédito suyo desperdiciar tan oportuna ocasión de representar cuanto nota, ni aquél, sin grave mengua, no curar de su remedio.
Entrando, pues, en las miras del señor Jovellanos, como que no pueden dejar de ser las de cualquier juicioso, nos parece que la consulta de la Academia debe comprehender todas estas partes: la absoluta prohibición de las fiestas de toros sin excepción alguna; que en los pueblos se permitan todas las honestas recreaciones de romerías, veladas, danzas y huelgas, dispensándoles los magistrados una discreta protección; que se piense en propagar las maestranzas, enderezándolas hacia el bien de que son capaces; que se proteja el pensamiento de las academias dramáticas y lo mismo los cafés y casas de conversación; que se permitan en el carnaval las máscaras y bailes públicos, bajo el mismo buen método que estuvieron; y que, por decirlo así, se reengendre el teatro.
Fáciles los anteriores métodos, acaso éste parecerá imposible porque nuestro teatro, este alcázar del mal gusto donde está encastillada la corrupción, no ha podido ser derrocado por tantos ingenios que, con todo el auxilio de la razón, le han combatido; pero esto fue así porque el gobierno no se ha mezclado, como debiera, en su constitución. Ahora se mezcla, y si nosotros logramos ser oídos, no se dude un punto del feliz éxito. Para facilitarlo, creemos debe comprehender la consulta de la Academia hasta los medios económicos de esta reforma, que según nuestro parecer es el siguiente:
Así como es injusto que en el día lucre la secretaría del corregimiento y los frailes de San Juan de Dios lo que trabajan los cómicos, lo sería también que de pronto se asignase el cuantioso producto del teatro para recompensar del ruin trabajo de sus actores. Ni es menos seguro que el teatro actual es más nocivo, como lo sería el cerrarlo de una vez hasta poder sustituirle el que debiese ser útil. Tampoco se lograría esta sustitución tan necesaria y tan deseada, sino se apunta el modo de indemnizar a los hospitales de lo que se les quita; pues aún está más distante de nosotros que la reforma de la escena la de esta gravosa caridad, y el persuadirnos que no es el modo de asistir bien a los enfermos el hospital general. Para salir a estos inconvenientes, y que quedase el proyecto muy hacedero, somos de dictamen se debía empezar porque la Academia española proponga este año los asuntos para los dos dramas, y lo continúe el siguiente. En tanto se nombra un sujeto capaz por su patriotismo, instrucción y buen gusto de hacerse cargo de la reforma del teatro (cual sería por ejemplo el autor del anterior papel) para que bajo su dirección se formen los jóvenes actores, y al cabo de los dos años, instruidos éstos, y con los dramas premiados y con el reducido número que hay correctos y de mérito, como El delincuente honrado, El Pelayo, La Numancia, La Raquel (todos de académicos nuestros) y otros que sólo necesitan unas ligeras enmiendas, se les entregaría uno de los teatros, dispuesto de un modo decente y cómodo, y empezaría así el reinado de la razón y de la crítica. Dentro de pocos más años ya habría suficiente caudal de todo para llenar los dos teatros, y para fijar exclusivamente el imperio del gusto sin violencia ni estrépito.
Para subvenir a las gabelas que ahora carcomen los productos de la representación, y que debían cesar del todo con sus demás vicios, hay el arbitrio de los bailes de máscara en el carnaval, cuya fuerte entrada (como que sólo es diversión para los pudientes) rendiría más acaso que lo que ahora se saca estrujando la subsistencia de los míseros representantes. Establecidos en Madrid los cafés cual se pide, también se les pudiera cargar una moderada contribución. De este modo nos parece que sin ningún inconveniente tendría efecto cosa tan grande como sustituir a la escuela de la depravación la escuela de las buenas costumbres; o tantos ejemplos de un gusto bárbaro, otros tantos dechados del mejor gusto, y a un espectáculo necesario, que ahora es un martirio para los buenos y un tósigo para la multitud, otro que los solazase y enseñase, y quizá la única diversión digna del hombre.
Deseamos con ansia haber desempeñado la comisión de la Academia, tanto en el extracto del informe cuanto en lo poco que le hemos añadido, como exigen su confianza y la suma gravedad, utilidad e importancia de la materia.
Madrid, 23 de marzo de 1791
Antonio de Capmany rúbrica
Noticia sucinta de las diversiones públicas usadas desde tiempos antiguos en las ciudades y pueblos grandes del Reino de Galicia, por D. Joseph Cornide
5 de junio de 1793
En todas las naciones antiguas y modernas cualquiera que fuese su gobierno, hallamos establecidas fiestas y diversiones públicas, presididas por el gobierno, con el fin de proporcionar al público un honesto desahogo de sus diarias fatigas, y aunque en varios pueblos del gentilismo eran parte del culto de sus falsas deidades, las fiestas públicas también tenían por objeto la mira política de reunir las gentes para su recreación en sitios públicos y señalados por los magistrados, y con espectáculos análogos a sus costumbres y genio, como se advierte por la noticia que tenemos de los combates de los circos, juegos escénicos, y más espectáculos griegos y romanos, cuya diversidad y descripción es conocida a todos los eruditos, por cuya razón omito referirlos.
Siendo como llevo dicho las fiestas de todos los pueblos análogas a su carácter y costumbres, se establecieron en las naciones guerreras del norte a principios del siglo II los juegos llamados torneos, con el fin de ejercitar la juventud en el ejercicio y manejo de las armas, en que los caballeros armados de todas armas se presentaban en los combates siendo introducidos en la tela en carros triunfales, o en otras máquinas o vehículos que figuraban grutas o peñascos, tirados de varios animales fingidos o naturales. Estos juegos o diversiones eran muchas veces sangrientos, de resultas de acalorarse los competidores por la presencia de la dama que era asunto de la fiesta; y por esta razón se prohibieron por varios concilios y censuras eclesiásticas; pero en los tiempos presentes en que el amor a la humanidad procura separar de las públicas diversiones todo peligro que pueda causar el más ligero daño o incomodidad pudiera renovarse esta diversión estableciendo reglas que precaviesen los riesgos que en otros tiempos ocasionaron su prohibición.
A las mismas causas podemos atribuir la antigua y constante costumbre de las fiestas de toros en muchas provincias de España; pues, siendo común a todas las naciones guerreras, comenzando por los romanos, los combates de fieras y gladiadores en cuyos sangrientos espectáculos se familiarizaban los hombres con la inhumanidad y se hacían intrépidos para la guerra; y, siendo los españoles por su carácter natural inclinados a las armas y habiéndose hallado por muchos siglos precisados a ejercitarlas con tan diversos y poderosos enemigos, como las historias nos dicen, no es de admirar que las diversiones en que se recreaban los cortos intervalos de la guerra fuesen en alguna manera sangrientos, haciendo alarde de la destreza y del valor, presentándose a vencer la fiereza de los toros sirviendo a la diversión de los espectadores tan arriesgado ejercicio; pero siendo innegable que las corridas de toros según se hacen generalmente en España son poco conformes a la caridad cristiana, a las reglas de una ilustrada policía y las costumbres suaves del presente siglo, es muy correspondiente al católico y benéfico corazón de nuestro Augusto soberano y a su ilustrado Gobierno el pensamiento de subrogar a esta peligrosa diversión otras más conformes a las leyes de la humanidad y de que no resulten tantos perjuicios morales y políticos como ocasionan las corridas de toros, que no refiero por tan conocidas.
Dos circunstancias deben tener principalmente las diversiones públicas en los pueblos grandes, que son: el no perjudicar a las buenas costumbres y que se puedan disfrutar a precios cómodos para la multitud; y en este supuesto daré noticia de diferentes fiestas usadas en tiempos antiguos en algunas ciudades y pueblos de este reino de Galicia con las reflexiones que me ocurran acerca de renovar su uso para subrogarlas a las fiestas de toros.
Las fiestas generalmente llamadas de plaza eran comúnmente propias de la nobleza, inventadas con el doble objeto de reunir la diversión pública con el ejercicio y destreza de las armas; todos los actores se presentaban montados en caballos y los espectáculos o diversiones se distinguían en corrida de sortija, artesilla, estafermo, cañas y alcancías; todas eran alusivas a la guerra y así por la sortija o anillo de fierro colocado a los dos tercios de la carrera, se figura el ojo del enemigo armado a cuyo objeto por entre la visera se debe dirigir el fierro de la lanza, lo mismo el tope de la artesilla y el escudo del estafermo; las cañas figuran los dardos o armas arrojadizas, y lo mismo las alcancías.
Estas fiestas, usadas en tiempos antiguos frecuentemente y aun en los nuestros en algunas de las principales ciudades y lugares grandes de este reino de Galicia, se celebraban con los plausibles motivos de coronación de reyes, nacimientos de príncipes, casamientos, y también en celebridad de los Santos Patronos de los pueblos o de la dedicación de algún templo principal; en las fiestas reales las corridas de sortija eran llamadas de gala, así porque los caballeros se presentaban con el rostro descubierto y vestidos de gala, y por lo mismo eran más costosas, y los premios de más valor; en las demás funciones llamadas burlescas, todos se presentaban disfrazados y enmascarados; sin embargo de que semejantes diversiones son bastante conocidas en todas las ciudades de España en donde se hallan establecidas maestranzas; por comprenderse en los ejercicios de su instituto daré una sucinta noticia de la forma que las vi ejecutar en la plaza de la ciudad de Lugo.
Acordada por el Ayuntamiento, o por la nobleza con permiso de aquél, en la corrida de sortija se nombra un caballero para sustentar el campo, el que se llama mantenedor; si la sortija es de gala, el mantenedor ha de sustentar el campo todo el tiempo de la corrida con todos los caballeros que se presenten a disputar el premio; si es burlesca se juega a saca-ruin, esto es, quedando el campo por el que ganó el premio hasta que lo pierda pero aunque sea en esta última se nombra un mantenedor, se eligen jueces del campo, que lo son la justicia con otros dos caballeros inteligentes del juego señalado el día; la víspera por la tarde o noche, el caballero mantenedor acompañado de sus dos padrinos que llevan sus lanzas doradas, y de otros caballeros acompañantes, sus caballos de mano, lacayos y volantes, sale de su casa llevando en el brazo izquierdo su escudo con el cartel de desafío, que aludiendo a la antigua fórmula o usanza de la caballería puede ser de la manera siguiente.
Don Florisel de Niguea y Mozambique caballero del Pindo, a todo andante caballero valeroso, bridón que oprime el varón, y vibra el fresno. Salud.
Siendo la bella Dorinda la más hermosa dama de todas las que pisan las amenas riberas del undoso Tajo, y por tan alto y singular mérito digna de ser celebrada y respetada de todo andante caballero, y por lo mismo acreedora a que mi esforzado corazón se ejercite en sustentar y defender que su singular mérito y hermosura no le iguala ni compite ninguna de cuantas cubre el sol; desde luego, reto y desafío a cualquiera intrépido y mal aconsejado caballero que lo contrario defienda a tres botes de lanza desde la cuja al ristre al ojo del enemigo; el campo la plaza mayor de Madrid a la hora de las cinco de la tarde, etc.
Abajo del cartel se ponen las leyes y condiciones por que se pierden y ganan los premios. Este cartel se fija y clava con un puñal en un sitio público o en la misma plaza de las fiestas, y se asegura por el caballero mantenedor con un pistoletazo.
Al siguiente día y hora señalada, se colocan en un tablado en el frente de la plaza los jueces del campo y caballeros inteligentes en los juegos, y se presenta el primero el caballero mantenedor acompañado de dos padrinos que llevan sus lanzas; y uno de ellos entra a pedir licencia para entrar en la plaza a los jueces y, obtenida, vuelve a buscar el ahijado que en medio de los dos padrinos dan la vuelta a la plaza, y se presenta a los jueces; sucesivamente, conforme llegan los caballeros competidores a la entrada de la plaza, entra cada padrino a pedir licencia para su ahijado y, al mismo tiempo, deposita en manos de los jueces en un bolsillo la cantidad señalada para pagar el valor de los premios que puede perder el caballero; y dejando su nombre apelativo, que toma por escrito uno de los jueces, juntos ya algunos caballeros, se da principio al juego; corre primero el mantenedor, y le sigue el competidor, y concluida la carrera concurren los dos padrinos al tablado de los jueces a solicitar el premio, esforzando cada uno según las reglas del juego y manejo, las razones en favor de sus ahijados y, hecho concepto por los jueces del caballero a quien debe adjudicarse, teniendo ambos padrinos puestas las puntas de las lanzas sobre la mesa se ata por uno de los jueces el premio a la punta de la del vencedor, y parten los padrinos a unirse con sus caballeros; y después el del vencedor parte a presentar el premio a la dama a quien le destina su ahijado.
En los juegos de artesilla y estafermo se sigue el mismo orden y todas tres diversiones concluyen con carreras de parejas o con escaramuzas de dos o cuatro cuadrillas, que cuando están bien ensayadas, y son diestros los que las guían, forman una especie de contradanza, y proporcionan una agradable vista y entretenimiento.
En las corridas de cañas y alcancías, en que se figuran combates de caballería de dos naciones enemigas, entra cada cuadrilla por distinta parte en la plaza precedida de instrumentos bélicos y de acémilas con reposteros cuyas acémilas conducen las cañas o alcancías, y después de dar la vuelta a la plaza forma cada nación haciendo frente a la otra; tomando los caballeros las cañas o alcancías, se da principio a la escaramuza concluyendo con parejas o escaramuza de cuatro hilos; siendo todas las reglas y por menor de estas diversiones conocidas a los caballeros maestrantes, tengo por escusado individualizarlas.
Las historias mudas, comúnmente nombradas entradas en la ciudad de Orense y otros pueblos de este reino, es un espectáculo tranquilo y divertido; se reduce a que cada uno de los gremios o comunidades de artesanos toma por su cuenta representar un pasaje de la Historia Sagrada o profana; precedido el permiso del Ayuntamiento, reparte entre sus individuos todas las figuras que han de pintar a la vista todo el pasaje de la historia, siendo de su cuenta presentarse vestido con la mayor propiedad así en vestidos como insignias y atributos que hagan conocer el personaje que representa a pie o a caballo, según lo pide el pasaje, a satisfacción de la persona nombrada por su gremio y por el Ayuntamiento; y señalado el día y hora de la función, y puestos en sus balcones la ciudad y cabildo eclesiástico, los mayordomos o diputados de cada gremio suben a la casa consistorial a pedir permiso para entrar en la plaza con su historia y, al mismo tiempo, presentan a la ciudad un papel en que se contiene una explicación breve del pasaje que representa su gremio, para facilitar la inteligencia de las figuras; obtenida la licencia hace su entrada en la plaza, yendo de dos en dos, siguiendo el orden que piden los sucesos del pasaje histórico que representan, y dando una vuelta por toda la plaza se forman al frente de la casa consistorial, en donde se detienen en tanto que por el Ayuntamiento no se les hace la señal de retirarse. En algunas de estas historias se mezcla algo de pantomima, haciendo por medio del gesto más inteligible el paso que se demuestra, especialmente siendo de alguna expedición militar, pues se figura el choque de dos ejércitos acometiendo, y retirándose como últimamente se verificó en la ciudad de La Coruña en las fiestas de proclamación de nuestro Augusto Monarca reinante, en que el gremio de carpinteros figuró la batalla de Clavijo con más de quinientas personas y con toda propiedad y destreza, de manera que consiguieron el aplauso de más de diez mil espectadores.
Esta especie de espectáculos, después de proporcionar al público una honesta recreación, tiene la ventaja de instruir sin ningún trabajo en los principales sucesos de la Historia Sagrada y profana, y en la de nuestra nación, con más verdad que la que se recibe por medio de los espectáculos dramáticos en las comedias llamadas historiales, en donde los hechos están alterados con la fábula, esencial al drama; y no obstante esto se conocen muchas personas en ciudades grandes que no tienen más noticias de nuestra historia que la que sacaron del teatro. Este género de gentes se instruían con más extensión y verdad en las historias mudas.
Los disfraces es otro género de entradas burlescas usadas en la ciudad de Orense la tarde de la víspera del corpus, y se reducen a distintas cuadrillas de máscaras ridículas, propias para excitar la alegría pública pero conservando la decencia, pues las presencian igualmente la ciudad y cabildo eclesiástico.
Los bailes en cuadrillas, llamadas en este país danzas, pueden concurrir para llenar muchos huecos del tiempo destinado a la diversión pública; antiguamente se usaban las danzas llamadas de hacha, porque todos los hombres que la componían llevaban una hacha de cera en la mano y, al sonido de la música, la manejaban con medida y compás resultando de sus cadenciosos y arreglados movimientos varias figuras. La danza llamada de espadas, de la cual hace mención Cervantes en las celebradas bodas del Camacho, era entretenida por sus ligeros y enredados movimientos; igualmente la de arcos, usada por el gremio de pescadores en esta ciudad de La Coruña; este género de diversión admite mucha variedad y ampliación, así por la diversidad de figuras como igualmente de alegorías y música.
Todas las referidas diversiones, contempladas imparcialmente y sin los caprichos producidos por la costumbre, son preferibles a las funciones de toros; así porque se halla distante el temor y sobresalto del menor peligro, como igualmente porque interesan y excitan más la curiosidad del público, por la variedad que contienen y siendo uno de los más fuertes estímulos para la concurrencia a las fiestas públicas, especialmente en las mujeres, la reunión de muchas gentes en lugar determinado en donde puedan hacer ostentación de sus gracias naturales y de sus costosos adornos; cualquier autorizado pretexto llena todos sus deseos, pudiéndose asegurar lo mismo por lo que respecta a la juventud varonil; y, por esta razón, luego que una absoluta prohibición del rey para las funciones de toros destierre toda esperanza de su restablecimiento, serán igualmente concurridas las diversiones que se les subroguen, y sus productos reemplazarán los ingresos que producían los toros para los establecimientos piadosos.
Debiendo ser los actores de las diversiones públicas en la corte los gremios o cuerpos de artesanos, se debe tener consideración a que en dichas diversiones no se les ocasione el menor gasto, a fin de que sin la menor zozobra concurran a proporcionar al público sus festejos, divirtiéndose ellos también, lo que se conseguirá indemnizándolos de los gastos que se les ocasione; pues a la manera que del producto de las fiestas de toros se pagan los toros, toreros y más gastos de la plaza, se deben rebajar del producto de las entradas de fiestas las ayudas de costa señaladas a los gremios que graduarán los caballeros regidores diputados de fiestas con respecto a los gastos que cada uno de los gremios tenga que hacer.
Informe dado por el padre Centeno
5 de junio de 1793
Excelentísimo señor:
Habiendo pedido el Consejo a la Academia le informe acerca de los juegos espectáculos y diversiones públicas que se usaron y ejercitaron en lo antiguo en las respectivas provincias de España, a fin de que en las ciudades capitales y pueblos del reino de numeroso vecindario, comercio y juventud, se establezcan diversiones lícitas y honestas en lugar de las representaciones de comedias, como expresa la orden de este supremo tribunal de 13 de octubre de 1790, comisionó la Academia para evacuarle al señor académico don Gaspar de Jovellanos el que, no obstante hallarse ausente y sin sus libros, le evacuó últimamente, con más acopio de noticias y erudición que lo que se pudiera desear en unas circunstancias como en las que se hallaba este erudito y laborioso con académico, en Gijón, en veintinueve de diciembre de otro año, habiéndosele comisionado para ello en dos de junio de 1786, en cuyo intermedio trabajó el informe que con singular gusto ha visto la Academia, y está lleno de eruditas noticias, de bella erudición y singular elocuencia; pero como gasta una gran parte de él en proponer los más acendrados principios para la reforma del teatro y en la indagación de su establecimiento y progresos en España, o por no satisfacer completamente las intenciones de la Academia para informar al Consejo, ha resuelto la Academia que yo, el menor de sus individuos, lo evacuase con presencia del citado informe y demás ocurrido en el asunto.
Conozco muy bien lo espinoso y arduo de la materia por no haberla tratado de intento ninguno de nuestros historiadores, contentándose sólo con darnos la historia de las desgracias humanas como son las pestes, incendios, terremotos, guerras, hambres, etc., sin decirnos nada de los placeres con que aliviaban los pueblos estas y otras semejantes calamidades, como si los estragos fuesen la única materia digna de conservarse en la memoria de los hombres, y debiesen proscribirse de ella para siempre las inocentes y sencillas diversiones con que recompensa el pueblo la memoria triste y melancólica con que suelen afligirle las guerras. Suelen, cuando más, describirnos muy de paso las grandes funciones hechas en las cortes con motivo de la coronación de algún príncipe, de su nacimiento, matrimonio, victoria, etc., pero callan del todo en orden a las públicas y usadas diversiones por las que fácilmente pudieran conocerse la índole, el carácter y costumbres de los hombres en cada provincia de España.
Réstannos, pues, muy pocos monumentos por donde podamos rastrear cuáles hayan sido éstas en lo antiguo, ni es posible ofrecer más que probables conjeturas por las que se pueda colegir en algún modo las que se usarían en las varias provincias, y éste será el asunto de la primera parte del discurso, reservando para la segunda el ver si serán o no adaptables a las actuales circunstancias, o cuáles en su defecto pudieran sustituirse en las numerosas poblaciones en lugar de las representaciones de comedias que quiere justísimamente abolir el supremo Consejo como ilícitas y perjudiciales, por lo menos en el pie en que están, a la moral y a las buenas costumbres.
Primera parte
No es necesario remontarnos a los tiempos más oscuros y fabulosos de nuestra España para buscar en ellos el origen y establecimiento de las públicas diversiones, pues, además de no haber monumento ni prueba segura que pueda acreditar una cosa tan dudosa, se puede suponer que conquistada España por los romanos adoptaría sus espectáculos y diversiones así como adoptó su religión, sus leyes y costumbres. Convencen esta verdad las ruinas que aún se conservan en varias ciudades de circos, teatros y anfiteatros edificados por ellos, y que son prueba de que nuestra nación conoció entonces las mismas fiestas que eran usadas entre sus vencedores, a saber: la lucha de hombres y fieras, la carrera de caballos que llamaban bigas y cuadrigas, como también las representaciones escénicas propias de aquella edad.
Pero viniendo después a dominarnos los godos, casi se abolieron las fiestas romanas, ya porque no eran conformes a la sencilla rudeza de los godos, ya porque prevaleciendo en ellos la necesidad del ejercicio de la guerra, era casi ninguno el tiempo que tendrían para emplearlo en diversiones que siempre piden un ánimo sosegado y tranquilo, y ya también porque hallándose prohibidas muchas de ellas por los emperadores cristianos del oriente, como reliquias de las supersticiones gentílicas, tuvo poco que hacer la religiosa piedad de sus príncipes para proscribirlas del todo. Y así, no los representa la Historia entregados a otros placeres ni diversiones que a los ejercicios propios de la guerra, los que también según San Isidoro servían para su diversión, pues dice: exercere se telis et pretiis preludere maxime diligunt, pero esta suerte de ejercicios no puede llamarse espectáculo público, pues no vemos que la usasen en común ni para divertir al pueblo.
En tiempo de los reyes de Asturias, aunque se usaban algunos ejercicios de fuerza y pujanza que se tomasen también por pasatiempo, no se puede decir que fuesen ni generales en la nación, ni con otro objeto que los mismos fines de la guerra en que por necesidad se hallaba la España en aquellos tiempos. Aun en tiempo de los primeros reyes de León y condes de Castilla no hallamos seguro testimonio de semejantes diversiones. De manera que hasta la reunión de las dos coronas se puede asegurar que no conoció España alguna diversión que mereciese el nombre de espectáculo público, y aun entonces muy informe y rudo por la situación en que se hallaban los pueblos, sometidos al arbitrio de los grandes y señores, y dependiendo de ellos para conservar sus haciendas y su vida al abrigo de sus fuerzas para librarse de las incursiones de los moros que llegaron por fin a apoderarse de España.
La única diversión entonces, y aun en los siglos posteriores, fueron el bofordo, el alanzar o romper tablados, ejercicios todos análogos a la miseria de aquellos tiempos infelices y guerreros, y que por lo común la ejercitaron solos los nobles y señores. De aquí provino sin duda el gusto a las romerías, que con pretexto de devoción se fomentó después hasta hacerse excesivo y merecer las justas censuras del Gobierno. Por el mismo tiempo se puede colocar el origen entre nosotros de las danzas populares, sencillas, sí, al principio, pero corrompidas después por la demasiada libertad e indecencia, que merecieron severas prohibiciones de la Iglesia y de las leyes. Pero sin embargo, en aquellos pueblos a donde o por su situación o por su pobreza no han podido aún penetrar el fausto ni la moda, se conservan todavía vestigios de su primera sencillez en los bailes y danzas con que suelen divertirse.
A la mitad ya del siglo XIII, pacificada ya la España por la mayor parte, comenzó la nobleza, llena del espíritu guerrero, a entregarse a juegos y diversiones que, si bien no eran ajenos de su profesión y estado, la hacían también gloriosa no menos el esfuerzo y destreza que mostraban en ellos que el aplauso y voto de las damas. Los torneos, digo, las justas y cañas usadas hasta el siglo pasado, que si bien se las puede dar origen más antiguo, es constante que comenzaron a practicarse entre nosotros y a hacerse públicas por entonces, pues no contentos los caballeros con haberse mostrado valientes en la guerra, quisieron mostrarlo también en la paz y mucho más a la vista de sus damas. De aquí, sin duda, nació el ruidoso aparato, las divisas, las empresas, las galas, los premios que por su mano repartían las damas, etc. De manera que fue tan universal este entusiasmo en la nobleza que sola ella y por largo tiempo celebró con torneos el casamiento de los príncipes, la coronación, nacimiento y las demás ocasiones de público regocijo, como se ve en casi todos nuestros historiadores, hasta el tiempo del emperador Carlos V, y aún se conserva bastante parte de ello en las ilustres maestranzas del reino. Pero el pueblo, que no podía entrar a la parte en tan magníficas y costosas diversiones, se contentaba con verlas y admirarlas, careciendo no obstante de otro espectáculo público en que pudiera recrearse.
Aunque a los mismos tiempos pudiéramos traer el origen de nuestra escena y aun algo antes, omitimos el hablar de ella, porque siendo el objeto del supremo Consejo el abolir las representaciones de comedias en las ciudades populosas, es inútil cuanto de ellas se diga y, para el caso en que se pensase en reformarlas, sé que obran en poder del actual caballero corregidor de esta villa, como también del antecesor, excelentes planes de reforma, trabajados por sujetos instruidos y celosos de la reforma del teatro, los que en tal caso se pudieran consultar para ponerlos en ejecución siempre que mereciesen la aprobación de este supremo tribunal tratado.
Por la misma razón, no juzgamos oportuno decir cosa alguna ni de la época en que comenzó en España la corrida de toros, ni de sus progresos y extensión en ella, pues habiéndose prohibido por justísimas razones por el señor Carlos III sería inoportuno el describirlas por notorias y por indignas de la atención del Consejo.
Si es grande el silencio de los historiadores en orden a las públicas diversiones de la nación, no lo es menos sobre las que ha usado en particular cada una de sus provincias, de suerte que apenas habrá nación más seria que la española si se cree a los historiadores, que acaso juzgarían hacer una cosa indigna de la gravedad española refiriendo sus particulares diversiones. Entre los pueblos bárbaros del norte, y aun del Mediodía, fueron muy comunes los bailes de muchas parejas, como lo asegura Estrabón hablando de los bastitanos. La danza llamada carrica, la prima y la molinera, usadas entre los vizcaínos, asturianos y gallegos, son vestigios de los antiguos bailes que se usaban en los convites y aun en las fiestas de sus dioses. Pero hoy, habiéndose disminuido notablemente en estos pueblos la afición a semejantes bailes, sólo ha quedado entre ellos el juego a la pelota, a que son muy aficionados, y le usan por la mayor parte los vizcaínos y navarros en las fiestas principales, aunque necesita también de alguna reforma por las excesivas traviesas, o apuestas que en tales juegos suelen practicarse.
Entre los pueblos meridionales era el baile menos estrepitoso, pero más lleno de afectos o bien producidos por lo ardiente del clima, o bien por la calidad de los alimentos. Aun desde tiempo muy antiguo, fueron muy celebrados los bailes de las mozuelas gaditanas, pues habla de ellas Juvenal en la sátira décimo primera, diciendo:
Forsitam expectes ut Gaditana Canoro
incipiant prurire choro, plausuque probatae
ad terram tremulo descendant clune puellae
irritamentum Veneris languentis.
Y en otro lugar, hablando del lascivo y disoluto baile de una dama gaditana dice:
Tam tremulum crissat, tam blandum prurit ut ipsum
masturbatorem faceret Hippolitum
Y en otra parte dice de ellas el mismo poeta:
Vibrabunt sine fine lumbos
Pero dejando aparte aquellas lascivas danzas que abolió después la religión Christiana, sólo tenemos noticia de haberse introducido también en los tiempos posteriores los mismos regocijos usados en España como torneos, justas, corridas de toros, etc.; de lo que nos da un claro testimonio la Crónica de don Pero Niño hablando de los juegos celebrados en Sevilla para festejar a don Enrique III, pues dice:
E algunos días corrían toros, en los cuales non fue ninguno que tanto se esmerase con ellos así a pie, como a caballo, esperándolos, poniéndose a gran peligro con ellos e faciendo golpes de espada, tales que todos eran maravillados.
En Zaragoza vemos también que por los años de 1328, según refiere Zurita, libro VII, hablando de la coronación del rey don Alonso I dice
que se armaron caballeros muchos señores y dieron después sus ropas y vestiduras a los juglares que era oficio que se usaba más desfazadamente en aquellos tiempos. Duraron las fiestas muchos días y danzaban a tablado, que era un género de regocijo y ejercicio de la caballería, que se usaba mucho entonces; y dice Ramón Montaner que había bien hasta cien caballeros del reino de Valencia y de Murcia que jugaban a la gineta, que debía ser lo que agora se usa en los juegos de cañas, o en otro modo de escaramuzas.
La Crónica de Carlos V dice al año 1527 que este
emperador mandó que en Valladolid se hiciesen solemnes fiestas jugando cañas, corriendo toros, y un torneo y justa Real. Y el mismo emperador entró en la plaza, y corrió y quebró lanza con los que en la justa más se habían señalado.
La misma crónica, al año de 1517 dice también
que hubo justas y torneos con muchas invenciones y representando pasos a los libros de caballería. En algunas de estas entró el príncipe rey. Sobre todo se hizo una grande y maravillosa justa en la plaza Mayor, donde entraron sesenta caballeros en sus caballos encubertados con arneses de guerra y lanzas con puntas de diamantes, y treinta contra treinta se pusieron en los puestos para encontrarse en sus hileras. Los más de los caballeros cayeron en tierra y quedaron muy quebrantados, y algunos muy mal heridos. Murieron doce caballos, etc.
La Crónica de don Alonso XI al cap. 54 habla del recibimiento que se hizo al rey en su corte y dice: que
en él obo muchas danzas de hombres y mujeres con trompas y atabales que traían cada uno de ellos. Y otrosí había muchos bestiales, hechos por manos de hombres, que parecían vivos, y muchos caballeros que bordaban a escudo y lanza, y otros muchos que jugaban la gineta.
Por manera que no se halla mención de fiestas públicas en estas provincias, sino de las ya citadas, que eran comunes en todas ellas en semejantes ocasiones.
Con igual motivo vemos también celebradas en el reino de Galicia las sobredichas fiestas, análogas a ejercicios de caballería, y principalmente en los pueblos grandes los juegos de artesilla, estafermo, como también las historias mudas llamadas comúnmente entradas en la ciudad de Orense, que se reducen, por lo común, a que cada gremio de artesanos representa cierto pasaje a la historia sagrada o profana, o nacional, y en algunas de ellas se mezcla también algo de pantomima, haciendo más inteligible el pasaje con el gesto, especialmente si es alguna expedición militar, en que se figura el combate o choque de dos ejércitos, como se vio últimamente en La Coruña en la proclamación de nuestro Augusto monarca, en que más de quinientas personas, figuraron con toda propiedad y destreza la insigne batalla de Clavijo. También se usan en Orense los disfraces, que es otro género de diversión burlesca, en que se juntan varias cuadrillas de máscaras ridículas, pero decentes y propias para excitar la pública alegría.
Pero todas las diversiones hasta aquí referidas no son más que fiestas, digámoslo así, eventuales o ligadas a un próspero suceso de la Nación; mas no son fiestas periódicas establecidas en ciertas ciudades del reino, y a que se pueda dar el nombre de espectáculo público, como lo es en Madrid el teatro y si se quiere también los toros; sin embargo, a no ser más de dieciséis días al año, en los que se disfruta esta diversión pública. Y si se ha de dar este nombre a cualquier fiesta, que por cualquier motivo se celebre en las ciudades principales, habremos tenido en España más diversiones públicas que en algunos otros reinos, pero no se puede dar semejante nombre a una fiesta que tal vez se celebra de diez, de veinte, o de treinta en treinta años.
Poquísimas son las ciudades que tengan teatro público todo el año, y muchas de ellas sólo lo disfrutan por ciertas temporadas, y esto basta para que el público esté contento y divertido. Pero, pues el Consejo con superiores razones y motivos quiere abolir aun esta corta diversión, nociva y perjudicial a las costumbres, veamos ahora qué otra diversión pudiera sustituirse en lugar de la representación de comedias.
Segunda parte
Para proceder con claridad en el asunto, debieran ponerse por fundamento ciertos principios inconcusos y ciertos acerca de la felicidad de los pueblos, y en los cuales no pudiese caber duda alguna. Porque suponer, por ejemplo, que los pueblos no pueden ser felices sin diversiones públicas es suponer lo que no se prueba ni probará jamás; antes bien, estamos viendo infinitos pueblos que sin ellas se han conservado muchos años en el mismo estado de felicidad que antes tenían. Sevilla, Burgos, León, Salamanca, Pamplona, etc., de veinte años a esta parte no han tenido más que dos o tres corridas de toros, y tal cual temporada una infeliz compañía de la Legua que los divirtiese con sus representaciones; y ni aun esto han tenido muchas de dichas ciudades, y, sin embargo, no las vemos decaídas de su antigua felicidad, a lo menos por esta causa.
Después de la justa prohibición de los toros y de los fuegos de artificio, sabe muy bien el Consejo mejor que nadie que nunca han solicitado con igual motivo los pueblos estas diversiones; pero sí con los pretextos de edificar un puente, una plaza, un consistorio, un hospital, un convento o cualquier otra obra pía, o tal vez para con el producto de las fiestas pagar deudas y atrasos envejecidos, pero nunca para beneficiar al pueblo ni con el objeto de la pública felicidad directa de los vecinos; lo que hace ver claramente que no serían tan frecuentes semejantes solicitaciones si, como parece justo, el producto de tales diversiones fuese muy moderado y se invirtiese todo en beneficio de los actores de la diversión; pero mientras haya aun la más remota esperanza de conseguir estas licencias, mientras hubiere semejantes necesidades en los pueblos, siempre se verá molestado el Consejo con suplicas de esta naturaleza, que al fin lograran arrancar una licencia por todos los medios imaginables.
¿Pero qué? ¿No han de tener diversiones los pueblos? Ténganlas enhorabuena, y las tendrán si las necesitan siempre que la legislación no los oprima con gavelas, imposiciones, reglamentos, ordenanzas, etc., que se dirijan a restringir su natural libertad o a exigirles aquello con que debieran subsistir. Y, si en algún pueblo los hospitales u obras pías tienen alguna contribución por estas fiestas, debieran desde luego suprimirse, acordándonos de que en otros países que no logran la dicha de ser católicos, se mantienen los hospitales con suscripciones voluntarias, como en Londres y en toda Inglaterra, en Holanda y otras partes. Y supuesto que en el día no pueden adaptarse a nuestra constitución, o a nuestro gusto, las diversiones o espectáculos que se usaron antiguamente, o alguna de éstas, u otra de cuantas abraza una imaginación fecunda, podrá desde luego introducirse en cada provincia con tal que principalmente sea arreglada a la honestidad y decencia que el público se merece, sobre lo cual deberán responder y velar sobre ello los respectivos magistrados ante los cuales el actor o actores de la diversión harán una prueba o ensayo, a fin a conseguir su permiso, siempre que merezca darse o presentarse al público.
Por este medio los ingenios tendrán el cuidado de estudiar muy bien el gusto del público para poder divertirle, y éste tendrá la satisfacción de lograr por un precio muy moderado la diversión que necesita, sin perjuicio ni de su conciencia ni de sus intereses.
A este fin convendría también, si pareciese al Consejo, prohibir absolutamente la entrada en estos reinos a todo extranjero que viniese a ellos con cualesquiera género de diversión ordinaria, como títeres o figuras de movimiento, máquinas de óptica, animales, etc., pues además de llevarse el dinero sin utilidad alguna de la nación, pudieran perjudicar a semejantes invenciones que para el mismo intento hiciesen o proyectasen los naturales. Teniendo éstos la seguridad de poder divertir al público, y asegurar en ello una más que decente ganancia según fuese la utilidad o el gusto de sus invenciones, no se puede dudar que con estos alicientes se estimularían muchísimos al estudio de las artes y ciencias, necesarias para ello, por cuyo medio se conseguiría que la física y las matemáticas, que tanto uso deberían tener en estas diversiones, se hiciesen familiares a la nación, de donde serían innumerables los beneficios que resultarían.
Del estado y progreso que hasta hoy han hecho entre nosotros las maestranzas, se puede colegir el que harían también ejercicios semejantes en las mayores poblaciones. Se debe contar con el carácter, y principalmente con el gusto del pueblo. Para que se divierta, lo que se consigue sólo con darle libertad arreglada para ello, pero sin precisarle a ésta o la otra diversión determinada. A él toca elegir aquellas diversiones que más sean de su genio y más se adapten a sus costumbres y modo de pensar, y sólo necesita que el gobierno le deje divertirse honestamente quitando todos aquellos reglamentos y ordenanzas que no miren directamente a conservar el buen orden, la honestidad, la pública utilidad, etc.; lo mismo debe entenderse de todo aquel que inventare cualquiera otra diversión pública, como corridas de caballos, lucha de gallos y otras semejantes, en las que, además de no haber el menor peligro de desgracias y fatalidades, puede el público divertirse a muy poca costa, siendo como llevamos dicho muy moderadas las entradas.
Para éstas pudiera poner el Consejo cierto arreglo, a fin de que tal vez la codicia de algún juez o jueces no pudiese lucrarse con perjuicio del público; y, evitado este inconveniente, nada debiera temerse de semejantes diversiones, porque sabiendo que son protegidas por el Gobierno, cada pueblo las multiplicaría a su arbitrio y gusto en los días y horas que no perjudicasen a sus trabajos diarios; el pueblo las mudaría cuando se disgustase de las antiguas. Sólo quiere tener la libertad y satisfacción que en nada contraviene al Gobierno, de que las leyes no están en acecho para castigarle cuando no quebranta el orden o la decencia, y cuando en nada daña a sus semejantes. Con esta libertad racional y cristiana, aunque siempre sujeta a las leyes, a la moderación y la equidad, lejos de entristecerse el pueblo, buscará por sí mismo la diversión que le sea más conveniente; y en el caso de que no puedan restablecerse las antiguas diversiones de manejos, parejas, juegos de cañas, sortija, estafermo, cabezas, alcancías, y otros semejantes, podrá substituirles otros o más útiles o más entretenidos, según lo pidiesen las circunstancias del lugar y tiempo.
Verdad es que, en este caso, y perseverando en la corte los toros y comedias que se prohíben en el reino, podrá temerse el inconveniente de que se vengan a ella los ricos y hacendados de los pueblos comarcanos, y aun de otros, atraídos por el mayor placer de las diversiones de la corte; y que viniéndose con ellos su familia y sus riquezas empobrezcan por una parte las provincias, y acumulen por otra, con un solo punto, la población y la riqueza del estado, perjudicando así a su agricultura, a su industria, a su tráfico interior, y aún, si así puede decirse, a sus costumbres. Pero este inconveniente tiene fácil remedio en las sabias disposiciones del Consejo, que sabrá tomar razón de los que y del motivo con que vengan a la corte, haciendo que se lleven a debido efecto sus providencias, pues de nada sirve mandar si se traspasan impunemente los mandatos y no se vela en su ejecución.
Nada se ha dicho de las particulares diversiones que suele haber en las ciudades y en los pueblos menos numerosos, las cuales, lejos de prohibir deberían por el contrario protegerse y ampliarse. Tales son las lumbradas, las cencerradas, las músicas, cuando no perjudican a la quietud y al descanso de los vecinos, los juegos privados de ajedrez, damas, chaquete, bolos, barra, pelota, el tejuelo, el baile, aunque sea público, y otras semejantes diversiones que en un día festivo claro y sereno llenan desde luego todos los deseos del pueblo y se alegra y esparce a satisfacción con estos entretenimientos cuando no llegan a turbarle en su alegría una multitud de corchetes, alguaciles y varas prontas para intimidarle al menor grito, y atentas a sorprenderle cuando menos lo imagine. Tenga, sí, el delincuente temor a la justicia, pero sirva al inocente, al hombre honrado, no de freno sino de abrigo y custodia en los breves ratos que sus continuas tareas le permiten recrearse. Así se aumentarán precisamente las públicas diversiones y, teniendo seguridad de las pesquisas y reglamentos, odiosos por lo común de la justicia o de su estrépito y aparato, los pueblos a porfía se disputarán la mejoría y sencillez de sus diversiones; y amando cordialmente al Gobierno, a cuya sombra las disfrutan, estarán prontos para cuantos sacrificios de él se exijan. Apenas tiene el Gobierno relaciones más visibles con los pueblos que las que acabamos de insinuar; y cuando éstas sean en un todo dirigidas a su felicidad verdadera y lleguen a entenderlo así los pueblos, vivirán contentos con él, serán bien recibidos sus decretos respectivos a otros varios ramos de la administración pública en que tal vez por falta de inteligencia o de luces vacila las más veces su opinión.
Madrid y junio 5 del 1793
Dio este informe el Padre Fray Pedro Centeno.
Informe hecho a la Academia por Antonio Siles, Manuel Abella y José Antonio Conde
13 de marzo de 1807
No nos detendremos en discursos prolijos, de que no hay necesidad, para informar a la Academia en esta materia, y omitiremos las impertinentes reflexiones políticas sobre la necesidad y conveniencia de las diversiones públicas, para proporcionar al pueblo honestos recreos y distracciones de sus continuas fatigas, ni entraremos en la vana cuestión de averiguar si los pueblos pueden ser felices sin diversiones públicas: únicamente se trata de decir cuáles han sido los juegos y espectáculos o diversiones públicas de los españoles.
Muy poco se sabe de estas cosas con la distinción y claridad que necesitamos, porque los escritores antiguos y de los medios tiempos no han sido tan diligentes como quisiéramos para describirnos las costumbres y ejercicios populares comunes y vulgares en sus tiempos, y solamente se ceñían a referir los acaecimientos grandes y de mucha importancia; sin embargo, por fortuna, quedan algunos claros monumentos de los ejercicios, fiestas y diversiones que usaban nuestros mayores, y algunos tan antiguos que preceden a las memorias de la historia griega y romana. En las antiquísimas monedas de plata y bronce celtibéricas y en otras asimismo antiguas de la Bética, de inscripciones en caracteres desconocidos, se notan certámenes ecuestres, carreras de caballos a la manera griega y por el estilo de los de Tesalia, Olimpia y Pisa; y, si bien pudiera creerse que las palmas triunfales que llevan al hombro los caballeros que en ellas vemos, fuesen memorias de tiempos militares y victorias alcanzadas de sus enemigos, los caballos y apareados con un solo caballero, y la general conformidad con las memorias de los espectáculos periódicos de Grecia, nos persuaden que éstos eran memorias de los espectáculos y ejercicios ecuestres que daban nuestras ciudades libres o autónomas, y los comunes de los pueblos confederados en las sagradas y periódicas fiestas que celebraban en obsequio de sus deidades.
Apoya esta conjetura la autoridad de la historia, pues Estrabón dice algo de esto, y cuenta que los lusitanos daban certámenes gímnicos, juegos ecuestres con premios de armas, y de cuanto conviene a la caballería, que tenían peleas, carreras de a pie y de a caballo de estos espectáculos se daban en las principales ciudades de cada común o confederación, y las ciudades se esmeraban a competencia en el aparato, magnificencia y comodidad de sus circos y anfiteatros; y todavía quedan en nuestras más antiguas y famosas ciudades ruinas de estos edificios.
Estos juegos sí en todo, como parece verosímil, eran a la manera griega, pues dice Estrabón de las sagradas fiestas de los españoles antiguos que en ellas se celebraban las fiestas y se hacían sacrificios a Marte con hecatombes, sacrificando a cientos los cautivos y caballos que tomaban a sus enemigos, serían periódicos o bienales o quinquenales, que así lo hacían los griegos, ya que supongamos que estas costumbres y cultura fue tomada de las colonias griegas que había en España o que las tengamos por más antiguas; pero debieron acrecentar la pasión de los españoles a estos espectáculos y ejercicios ecuestres los africanos de Cartago y de ambas Mauritanias que tanto tiempo comunicaron con nuestros mayores, pues bien sabida es la fama de los diestros jinetes que los pueblos de Libia tuvieron siempre. Los romanos más parecen imitadores de las costumbres de los pueblos que subyugaban que introductores ni reformadores de ellos. Así que parece verosímil que en España continuaron las antiguas fiestas y espectáculos públicos del circo; y la barbarie y ferocidad de los pueblos en aquellos tiempos se congregaba a recrearse en ver ejercicios venatorios en que se ofrecían lides de fieras unas con otras, y con los condenados a ser víctimas de la ferocidad pública, infelices esclavos, insignes reos, homicidas y grandes facinerosos y también en España se usaba decir como en Roma: delatores ad leones, homicidas ad bestias.
De estos espectáculos venatorios tomados de los pueblos de Tesalia se usaron en España y en todo el imperio romano las tauromaquias y taurocatapsias, y otras diferentes lides en que los hombres a pie y a caballo lidiaban con bravos toros, y también de estos espectáculos ofrecen memoria nuestras antiguas monedas desconocidas; y es de notar que la primera vez que según Plinio se dio en Roma este espectáculo por el dictador Caio Julio Cesar. Fue acabada la guerra de Pompeyo en España y se conserva memoria de este espectáculo en una medalla de Julio Cesar que trae Ursino. En ella, por un lado, está la cabeza de Cesar con esta inscripción: C.CAESAR DICTATOR, y en el otro, hay un toro bravo y en acción de acometer, y esta inscripción: L.LAVINEIVS REGVLVS, que fue el presidente de la fiesta, de donde pudiera inferirse que llevó de España esta especie de espectáculo venatorio que después se repitió en Roma como menciona Suetonio en la Vida de Claudio, y Dión Casio en la de Nerón, y en tiempos posteriores los demás Cesares; la especial memoria que de ellos hacen estos dos célebres escritores prueba que el espectáculo era algo singular y extraño.
La naturaleza que enriqueció a nuestra España con los más hermosos caballos de Europa y con los más bravos y fieros toros del mundo parece que favoreció y acrecentó el gusto de nuestra nación a los espectáculos y ejercicios de la caballería y a las tauromaquias; y con la entrada de los godos no se acabaron estas diversiones en España pues como nación belicosa, dice San Isidoro que exercere res solis et praetiis preludere maxime diligunt y aunque de sus públicas diversiones y espectáculos no quedan expresas memorias, parece que los bofordos y el lanzar tablados fue ejercicio y fiesta pública de los godos, pues el nombre de wohord o bofordo y el bofordar o lancear son ciertamente de las lenguas gótica o escándica.
Asimismo, se sabe tan poco de los ejercicios y gimnástica de estos pueblos como de sus espectáculos y diversiones pacíficas. Sin embargo, parece que se acomodaron a las costumbres del país, pues en los primeros concilios eclesiásticos de España antes de los godos, y en el tiempo más floreciente de su imperio en ella, se prohíbe al clero el concurrir a los espectáculos públicos, que es positiva prueba de que los había.
La entrada y conquista de los árabes alteró notablemente las costumbres españolas; en este tiempo cesaron sin duda los espectáculos escénicos y los venatorios del circo, porque los fanáticos y supersticiosos árabes tienen por pecado el hacer mal a los animales y los más delicados aun condenan la caza como ocupación ilícita; pero en lugar de estas sangrientas y feroces lides de fieras, muy dados a los ejercicios de la caballería y a la destreza de las armas, usaron mucho las justas, parejas y torneos, los juegos de lanzas y cañas, y todas las gallardías y destreza de manejo, y con estas fiestas celebraban las juras y proclamas de sus reyes, ciertas fiestas periódicas de pascuas y otras ocasiones de público regocijo. También usaban el tirarse alcancías, palos y saetas, y el evitar los golpes hurtando el cuerpo, revolviendo con presteza los caballos, o recibiendo y reparando los tiros con sus escudos; la carrera y suerte de sortija y otras pruebas de destreza, y lo que llamaban jinetear por ser habilidades usadas con suma destreza por los caballeros tenetes o de la tribu africana Teneta. En los tiempos de la restauración de España es de creer que nuestros mayores cuidaban poco de las diversiones; pero cuando por el valor y propia virtud de nuestros Alfonsos y Fernandos principiaron los pueblos a respirar y gozar de su libertad por lo común imitaban las fiestas y ejercicios de los moros, y resucitaron tal vez algunos antiguos espectáculos de sus antepasados, los godos, de quien se gloriaban ser descendientes. De este tiempo son las romerías, y en ellas las lanzas de espadas, máscaras y disfraces de los concurrentes a éstas. Los nobles, en ocasiones de bodas de sus príncipes y de otros señores, bofordaban, lanzaban a tablados y estafermos, y rompían lanzas con diferentes pruebas de armas y de caballería. Entonces se renovaron las fiestas de toros y así se mencionan ya como usadas en tiempo del conde Fernán González en el antiguo poema de las fazañas de este héroe: si ya no es que supone el poeta usados en aquel tiempo los juegos y espectáculos usados en el suyo. En nuestras antiguas crónicas se hace memoria de ciertas fiestas de esta especie; en la de don Alonso XI, cap.54, se dice el recibimiento que le hicieron en su corte
e que ovo muchas danzas de hombres e mugeres con trompas e atabales que traían cada uno de ellos; y, otrosí, sí había hi muchos bestiales hechos a mano que parecían vivos, y muchos caballeros que bohordaban a escudo y lanza, y otros muchos que jugaban la gineta.
Con la Crónica de don Pero Niño se cuentan los juegos celebrados en Sevilla para festejar al rey don Enrique III y dice:
e algunos días corrían toros en los cuales non fue ningún que tanto se estimase con ellos así a pie como a caballo esperándolos a gran peligro con ellos e faciendo golpes de espada que todos eran muy maravillados;
en Zaragoza, en la coronación del rey don Alonso I, dice el doctísimo Zurita que se armaron caballeros, que hubo torneos, que lanzaban tablados, que era género de regocijo y ejercicio de caballería que se usaba mucho en aquel tiempo; y cuenta Ramón Muntaner que había bien hasta cien caballeros de Valencia y de Murcia que jugaban a la gineta, que era lo que agora se usa en los juegos de cañas, o en otro modo de escaramuzas. Continuaron estos ejercicios públicos y fiestas de caballería en tiempo de los reyes posteriores, y se aumentó el gusto a estas diversiones, y a las fiestas de toros en tiempo de los reyes austriacos, y sus pocas ciudades obtuvieron licencias y privilegios para celebrar ciertas fiestas votivas de toros en sus playas; y, por que la afición a los ejercicios ecuestres no se acabase, las maestranzas conservan el instituto caballeresco de correr parejas.
Esto es lo que podemos decir de las fiestas y espectáculos, juegos y diversiones públicas de España en la corte y principales ciudades. Ha habido en los tiempos cultos harta pasión a los teatros escénicos, y a las máscaras y bailes, que no merecen el nombre de diversiones públicas de España y esto es lo que sucintamente hemos creído debemos informar a la Academia, que con superiores luces hará de ello el uso que estime conveniente.
Madrid, 13 de marzo de 1807
Antonio Siles
Manuel Abella
José Antonio Conde
Apéndice II
Carta de Plinio a Calvisio Rufo
24 de julio de 1797
C. Plinio a su amigo Calvisio, salud.
He pasado todos estos días en una quietud muy agradable. ¿Cómo, preguntarás, estando en la ciudad? Se hacían los juegos del circo a cuyo espectáculo no tengo la menor afición. Nada hay en él nuevo, nada vario, nada que no baste verlo una vez. Por eso me admira más ver tantos millares de hombres tan puerilmente aficionados a una misma cosa, unos caballos corriendo y unos hombres sentados en sus carros. Aún, si se agradaran de la velocidad de los caballos o de la destreza de los que los gobiernan, tendrían alguna disculpa, pero se aficionan a los vestidos y no aplauden otra cosa y, si en medio del certamen en la misma carrera los lleva un color a una parte y otro a otra, la afición y el aplauso se van con ellos y dejan de repente aquellos mismos jinetes cuyos nombres conocían y clamoreaban desde lejos. Tanta gracia y fuerza les hace una vil vestidura. Dejo aparte el vulgo, que es tan vil como lo que aprecia, pero algunas personas graves hacen lo mismo y, cuando reflexiono que nunca se hartan de concurrir a una diversión tan vana, tan fría y tan común, tengo mucho gusto en no parecerme a ellos. Así, dedico de muy buena gana a las letras el ocio de estos días, que otros pierden en tan inútiles ocupaciones. A Dios.
Apéndice III
Fragmento de una carta Jovellanos a José de Vargas Ponce, sobre los toros
Gijón, 13 de julio de 1792
La censura de las fiestas de toros pide mucha meditación y tiempo, porque, si bien la causa es ventajosa, los argumentos con que puede y debe sostenerse son muchos y muy varios, y serán tanto más concluyentes cuanto más de propósito, más clara y ordenadamente se expusieren. Diré, sin embargo, lo que me ocurre en el instante, porque no tengo tiempo ni cabeza para más, bien seguro de que cualquiera cosa que diga recibirá mucho valor de la fogosa y elocuente pluma de usted.
Tengo por inútil gastar mucho tiempo en la parte historial de esta diversión, la cual traté yo muy a la ligera en mi informe sobre espectáculos, sin embargo de que hablaba con nuestra Academia de la Historia. Allí hay algo acerca del origen de ésta, que pudiera muy bien derivarse de los romanos, pues conocieron unos juegos con el nombre de Taurilia. Pero ¿quién ha de averiguar en qué se parecían o desemejaban de los nuestros?
Ni yo sé quién haya tratado de propósito de unos ni otros. Acuérdome de haber leído en Sevilla un folleto de Moratín el padre, impreso en esta corte hacia el año de 70 poco más o menos, en que trataba de nuestras corridas de toros; pero no ha dejado en mi memoria rastro alguno de noticia o especie recomendable para el caso. Búsquele usted, no obstante, porque defendiendo, como recuerdo, la causa contraria, podrá ser útil tener a la vista sus argumentos. Nuestra causa puede vencer sólo con destruir las preocupaciones en que se apoya la contraria; pero, por si usted no hubiere de escribir respondiendo, diré cuál me parece el mejor plan que puede seguir en su escrito.
No habiendo de combatir usted esta diversión como teólogo, sino como filósofo, juzgo que debe examinar solamente sus relaciones políticas, morales y económicas, a saber: primero, si es o no diversión nacional y si, siéndolo, es de alguna gloria o utilidad a la nación; segundo, si tiene o no influencia en el genio o en lo que se llama carácter de los españoles; tercero, si produce alguna ventaja o desventaja a la agricultura o industria nacional. Propuesto este plan, es fácil establecer el orden analítico en el examen de las cuestiones subalternas y dar a los varios argumentos de nuestra causa la claridad y fuerza convenientes.
1. º Esta diversión no se puede llamar nacional, puesto que la disfruta solamente una pequeñísima parte de la nación. Si no se habla de capeos, novilladas, herraderos, enmaromados, etc., que en rigor no pertenecen a la cuestión, quedará reducida esta manía a una pequeñísima y casi imperceptible parte de nuestro pueblo. El reino de Galicia, el de León y las dos Asturias, que componen una buena quinta parte de nuestra población, desconocen enteramente las corridas de toros. En otras muchas provincias han sido siempre raras y tenidas solamente en ocasiones extraordinarias y largos períodos. Aun en Andalucía, si se exceptúa Cádiz, son pocas las ciudades que las han disfrutado una, dos y a lo más cuatro veces al año, y en éstas el pueblo de la capital y el de su comarca, quedando la mayor porción del pueblo de las provincias sin gozarla ni conocerla. ¿Podrá, pues, llamarse diversión nacional la que sólo disfrutan con frecuencia Cádiz y Madrid?
Pero séalo enhorabuena. ¿Cuál es la gloria que nos resulta de ella? Esto de gloria es una cosa de opinión, y de opinión ajena. No consistirá por lo mismo en lo que nosotros creemos, sino en lo que creen los demás. ¿Cuál es, pues, la opinión de Europa en este punto? Con razón o sin ella, ¿no nos llama bárbaros, porque conservamos y sostenemos las fiestas de toros?
Ni esta gloria, cuando lo fuese, sería de la nación, porque no consistiría en que hubiese en ella hombres y mujeres que asistiesen con serenidad al circo, sino en que hubiese hombres capaces de lidiar con una fiera y de vencerla. Pero ni cien hombres arrojados pueden probar que una nación es valiente, ni este arrojo, si merece tal nombre aquella disposición del ánimo que los distingue, puede llamarse valor. El hábito de ciertas acciones, al mismo tiempo que las hace fáciles, disminuye la idea de su riesgo, y desde entonces su ejecución merece más el nombre de destreza que el de valor. El africano que persigue los leones, el indio los tigres, el asturiano los osos, esperándolos y venciéndolos cuerpo a cuerpo en campo raso y sin auxilio, merecen más justamente el nombre de valientes. Compárese con éste el triunfo de un hombre, que, criado en el circo, después de muchos años de aprendizaje y de otros tantos de ensayo, en que, si no perece, apenas con trémula mano puede acabar un toro de diez o doce golpes, se erige en maestro de esta profesión y sale a ejercitarla rodeado de veinte defensores y en un circo lleno de auxilios, salidas y recursos contra el riesgo, ¿por quién decidirá usted la palma? Aun así, es muy raro que uno de los héroes de este arte se presente con frescura a la frente del toro; y si tal vez nos ofrecen rasgos de temeridad, que suelen proceder del miedo o del despecho, jamás se ve alguno que pruebe verdadero valor. ¿Sabe usted de uno solo que haya pasado por hombre de espíritu fuera de la arena? ¿Conoce usted uno que no tiemble al ruido de un mosquete? Los tenemos por valientes, es verdad, y aun su valor nos parece maravilloso; pero otro tanto juzgamos de los bailarines de cuerda y de los saltadores valencianos; otro tanto de las acciones extraordinarias que hieren nuestro espíritu y que le admiran, no tanto por el valor que existe en sus actores, sino por el que falta en nosotros respecto de las mismas. ¿Con qué sorpresa no habrá usted visto en su primera navegación al grumete subido en los altos topes, desafiando el ímpetu de los vientos en medio de la oscuridad de la noche y del rumor de la tormenta?
2. º Pero se dirá que la frecuente vista de este espectáculo puede criar valientes. En este punto es harto más fácil el ataque. Concedamos que esta diversión endurece los ánimos y renunciemos esta ventaja a quien la quiera. Desde que no todos los hombres son soldados, desde que la industria y el comercio han separado la profesión militar de las demás, ya la ferocidad no es un mérito en el hombre civil. ¿Y lo es acaso en el soldado? Tampoco. La pólvora, la táctica y la filosofía han disipado este funesto error y han reconciliado la humanidad con el verdadero valor. Ya no se pide al soldado más que agilidad y obediencia, y estas dos cualidades no se aprenden en las plazas de toros. Si necesita perder el miedo al fuego, esto lo hará el hábito de la guerra; lo harán otros espectáculos harto más fieros. Es un error creer lo que se ha creído de nuestras fiestas. ¿Por ventura el pueblo de Madrid y el de Cádiz es más valiente que el de Ávila o Zaragoza? ¿Acaso las mujeres de los primeros (sabe usted que componen el mayor número de los espectadores) son más fieras que las de Garnica y Covadonga? ¿Sabe usted que hay alguna de las primeras que después de haber pasado la tarde en la grada cubierta, se desmaya en su casa a la vista de un ratón?
3.º Querrán los defensores de los toros sostener este espectáculo como una diversión popular, y si es así, querrán generalizarle para consuelo de nuestra gente. Dirán que el pueblo que no descansa no trabaja, y yo les paso esta paradoja. Pero usted sabe mi modo de pensar en la materia: el pueblo no ha menester espectáculos, basta se le deje divertirse. Él es el que, según su situación, su índole, sus facultades, debe buscar sus entretenimientos. Las diversiones populares deben ser fáciles, prontas, gratuitas, sencillas, inocentes, sin más aparato que el de la naturaleza en que deben tener su origen y de que no deben apartarse. ¿Halla usted acaso estos caracteres en el espectáculo de que tratamos? ¿Halla usted uno solo de ellos?
Por otra parte, es indudable que nuestra agricultura sufre mucho por la manía de las fiestas de toros. Cuesta más criar uno bueno para la plaza que cincuenta reses útiles para el arado. El número de éstas mengua y se encarece cuanto se multiplica el de aquéllas, y esta carestía pudiera ser funestísima, si, prevaleciendo la opinión contraria, las corridas de toros se convirtiesen en una diversión general y frecuente. No es tan pequeño como parece el número de reses que malogra este espectáculo. En él no deben entrar sólo las muertas, sino también las estropeadas en capeos, novilladas, embolados, toros de cuerda, etc.; y si se abriese la mano a esta diversión por todos los pueblos, sin contar más que un toro por cada villa o ciudad, resultaría una suma demasiado considerable. Ni se diga lo que de las terneras, que cuantas más se consumen más se crían, porque el aumento de éstas supondrá siempre el crecimiento general, y el de los toros la general disminución de la especie útil, pues requiriendo pastos, vaqueros, diligencia y capital separados, es claro que en razón de su aumento menguarán el capital, la industria y el tiempo destinados a la producción de animales del trabajo.
También pierde la industria: los pueblos que ven toros no son ciertamente los más laboriosos. Un día de toros en una capital desperdicia todos los jornales de su pueblo y el de su comarca. Aun en éste desperdicia los de la ida y vuelta, y lo mismo puede decirse del de la capital, puesto que las visitas al campo, las veladas y encierros apartan a los jóvenes del taller desde la víspera y no los vuelven a él tan prontamente; y si además se cuenta lo disipado en trajes, bebidas y francachelas, a que es más expuesta esta diversión que otra ninguna, ¿cuánto no subirá el cálculo?
Aplíquese usted a formarle, aunque sea sólo por aproximación, y el resultado será escandaloso.
¿Y las costumbres? ¿Qué no pudiera decirse en esta parte, si considerando filosóficamente el espectáculo, se tratase de averiguar su influencia en los ánimos? Basta considerar la disposición con que se va y se viene de él. ¿Qué impresión podrá causar aquel hervoroso tumulto, que la estación, la hora, el lugar, el objeto, la confusión, la frenética gritería y las torpes combinaciones excitan en los ánimos, en el del joven inocente, la incauta doncella…? Basta, yo no me propongo dar a usted la materia de su disertación, sino el plan de ella.
Apéndice IV
Sátira cuarta. Contra las corridas de toros
19 de setiembre de 1797
¿Comedias? Ni por pienso. Ésta es la escuela
en que la incauta juventud aprende
el arte del amor, arte funesto,
origen de los males que desolan
5 al Universo todo. Las comedias
corrompen y envenenan las costumbres.
Son la peste del mundo.
Los autores, los sabios catedráticos lo dicen.
¿Y toros? Eso sí, vaya en buen hora
10 con algazara el pueblo a pelotones
a gozar el placer, digno sin duda
de los héroes de Roma, a cuya vista
la humanidad temblaba, y que en el circo
del gladiator la sangre derramada
15 era grato espectáculo a sus ojos.
Brame rabiando el bruto jarameño,
ensangrentada la cerviz, que arrastra
el duro arado, gaje el más precioso
de los dones de Ceres y Pomona,
20 y sea, en fin, trofeo de la espada
del diestro matador. ¿A quién se ofende?
Criada para el hombre aquella fiera,
si, pereciendo entre tormentos, sirve
a su recreo, nada importa, paga
25 a su señor el feudo que le debe.
¿Y qué importa tampoco que furioso,
por el suelo arrastrando las entrañas,
corra de una a otra parte el ancho circo
y entre dolores dé el postrer aliento,
30 el brioso alazán, hijo del Betis,
del hombre compañero y de la patria
glorioso defensor en muchas lides?
Él no es más que una bestia, y si su dueño
de ella usar quiere así, no hace otra cosa
35 que usar de su caudal o de su plata.
Pero, ¿el hombre? El hombre ¿en qué peligra?
Corre tal vez despavorido, huyendo
una cercana muerte. Mas se salva.
Vuelve al circo, repítese la escena,
40 y ya de polvo y de sudor cubierto,
busca en sus fuerzas casi desmayadas
a su vida un asilo mal seguro.
Tropieza aquí, y el miedo le sostiene.
Cae después, se desconcierta un miembro,
45 la fiera le acomete; pero escapa,
aunque contuso o herido, y en su rostro
retratada la imagen de la muerte.
Pero, ¿qué importa eso? Éste es su oficio,
el lidiador así gana su vida.
50 En todo hay riesgo; como no perezca,
nada hay perdido, todo es inocente.
Pero, ¿perece alguno? ¿Y quién perece?
¿Uno entre ciento…? Nimiedad, pobreza
de espíritu; entre ciento uno tan solo
55 no merece la pena de contarse.
He aquí el lenguaje del doctor Toribio.
En el siglo dieciocho así se piensa:
se proscribe el amor y se defiende
un odio eterno de la especie humana.
60 La escena se detesta, en que sensible
el hombre a los encantos lisonjeros
de la belleza, endulza las costumbres,
que en las selvas contrajo de la Gocia,
y en que si el vicio infame se presenta
65 con todo su atractivo y sus ornatos,
la sólida virtud que por fin triunfa
su faz horrible y su fealdad descubre.
Pero, el circo…, en el circo se tolera,
y aun más se califica de inocente,
70 y el pueblo, almas feroces, se atropella
al funesto espectáculo, en que ¡oh, siglo!
el hombre se degrada hasta el extremo
de ser juguete y presa de los brutos.
Clama, clama por fieras, y desdeña
75 a sus Sénecas, Plautos y Terencios.
Así, mísera Iberia, así retratas
a Roma en su barbarie, así desmientes
el siglo de las luces, y eternizas
el padrón horroroso de tu infamia.
Apéndice
Carta de un Quidam a un amigo suyo, en que le describe el Rosario de los cómicos de esta corte
Madrid, 1 de agosto de 1788
¡Qué rosario, amigo mío, qué rosario tan magnífico el de Nuestra Señora de la Novena! Anoche le vi, y aún no he salido de mi admiración. ¡Qué música, qué faroles, qué estandarte, qué borlas! Pero sobre todo, ¡qué concurrencia, qué gentío qué devoción! Si éste no es un objeto de edificación el más recomendable, ¿dónde iremos a buscarlos? Parece que la piedad ha querido presentar en él un contraste de los más maravillosos. Aquellos mismos hombres que, en la opinión de otros hombres tétricos y regañones, sólo sirven para distraer y escandalizar al pueblo; los mismos que están asalariados para disiparle; los mismos que le embaucan, que le alteran, que le corrompen por profesión, le ofrecen en este Rosario un ejemplo de edificación y humildad, y reparan en un día, ¿qué digo en un día?, en un par de horas, todo el mal que pudieron hacerle en un año entero. Tal es la idea que se forma al ver por esas calles de Dios este bendito Rosario.
Y en efecto, ¿quién no se sentirá penetrado de la mayor edificación al ver que los que ayer han representado los tiranos, los impíos, los traidores y los disolutos; los que han remedado los tramposos, los estrafalarios, los tontos y los abates, hoy, llenos de humildad y compunción y sellados con el clavo de siervos de María, se entregan fervorosísimamente al culto de esta gran Reina, y como que renuncian al derecho que les dan a la admiración pública su ingenio, su destreza, sus sales y gracejos, por adquirir la más digna suerte con su piedad, su fervor y su humildísima modestia? Cuál, enarbolando el estandarte, se presenta más contento que cuando representa en su corral a un famoso maese de campo colocando una bandera sobre la más alta almena del más alto alcázar de una fortísima ciudad, redimida a punta de lanza del infame yugo de los moros, y cuál, gobernando la procesión con su vara de plata, va más hueco que cuando contrahace a Carlos V dirigiendo sus huestes al asalto de la rebelde Túnez, o al insigne Manolo conduciendo su gallarda comparsa, restituida de las inhospitales playas de Numidia. Así es que trocados los oficios del arte histriónica acreditan cuánto mejor es en su idea edificar que entretener, excitar la devoción que la risa, y adquirir las bendiciones que las palmadas del pueblo.
Pero lo que más digno de alabanza me pareció fue el ingenioso medio que inventaron estas devotas gentes para dotar su Rosario y los demás piadosos, festivos, solemnes cultos de su santa Hermandad. Confieso que le ignoraba hasta ahora, y que le he sabido con grandísima complacencia. Haber señalado partido de primera dama a la Virgen Santísima en una y otra compañía, y además dar una comedia en su obsequio, para atribuirle todo su producto, es una gracia que sólo pudo ocurrir a unas personas que tienen tantas y que están acostumbradas a hacer reír a los demás. Ayúdeme Vmd., pues, a celebrarla y congratúlese conmigo de la excelencia de nuestras instituciones, que saben tan bien conciliar la piedad con el entretenimiento, y sacar, por decirlo así, sabrosa miel de devoción de las amargas y venenosas flores del vicio y la impiedad.
Epílogo
Estos que viste ayer, Fabio, fingiendo
con tristes casos del amor voltario,
la hinchazón del orgullo estrafalario,
del fraude y la traición el caos horrendo,
hoy por las calles su rumor siguiendo
contritos el magnífico Rosario,
su piedad, su fervor extraordinario
Van a María humildes ofreciendo.
¡Notable ejemplo de virtud, que todos
ven con espanto, admiran con ternura
al paso de la mística comparsa!
Sólo un chispero, gastador de apodos,
dijo, con más donaire que locura:
«Al fin en este gremio todo es farsa».

Referencia: 12-193-01
Página inicio: 193
Datación: 29/12/1790
Página fin: 318
Lugar: Madrid
Destinatario: Real Academia de la Historia
Manuscritos: Real Academia de la Historia (Madrid), 11-8046, doc. 5. Instituto del Teatro (Barcelona), 82983 Biblioteca Nacional (Madrid), Ms. 5818, 7193, 9327, 17887, 19575, 19659, 21038, 22082-21, 60334-4.
Ediciones: Memoria sobre las diversiones públicas, escrita por don Gaspar Melchor de Jovellanos, académico de número, y leída en Junta Pública de la Real Academia de la Hisotia el 11 de julio
Bibliografia: ESQUER TORRES, Ramón, «Estampas del Madrid dieciochesco. Diversiones populares en las noches veraniegas», Anales del Instituto de Estudios Madrileños, n.º III, 1968, págs. 225-228
Estado: publicado