Oración sobre el estudio de las ciencias naturales.

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Señores:
Después de haber pagado a la venerable memoria de nuestro difunto director el tributo de gratitud y de lágrimas que era tan debido a sus virtudes como a su celo y vigilancia paternal; después de haber coronado a los alumnos que lidiaron con más ventaja en el certamen de ingenio y aplicación que habéis sostenido; después de haber satisfecho así la expectación del público, vamos al fin a presentarle el último de los títulos que nos deben asegurar de su benevolencia; vamos a anunciarle que hoy es el día señalado para abrir la enseñanza de ciencias naturales; aquella enseñanza que debe ser término de vuestros estudios, que lo ha sido siempre de nuestros deseos, y que lo será un día de la prosperidad y la gloria de nuestro Instituto.
Cuánto sea el gozo que inunda mi alma al haceros este precioso anuncio, vosotros mismos lo podéis inferir del afán con que he procurado acelerarle y de la constancia con que combatí los estorbos que le retardaban. Cedieron todos por fin, y mi corazón se siente penetrado de ternura al considerar por cuán raros y desusados caminos plugo a la divina Providencia conducirme a este alegre y bienhadado instante. ¿Por ventura habrán caído ya de vuestra memoria aquellos días de sorpresa y de angustia, en que súbitamente arrancado de vuestra presencia, me vi llevar por un impulso irresistible a otro destino tan superior a mis fuerzas como lo era a mis deseos?, ¿o no habréis echado de ver el ansia con que volví a vosotros desde que me fue dado recobrar mis antiguas y gloriosas funciones? Sí, hijos míos, en su desempeño había puesto yo toda mi gloria, y la pongo todavía. Porque ¿cuál otra puede ser más ilustre, cuál otra más agradable a un verdadero amigo del público, que la de ilustrar el espíritu y perfeccionar el corazón de una preciosa juventud que es la mejor esperanza de nuestra patria?
Ni creáis que lo diga por orgullo ni por ostentación de mi celo, aunque no os esconderé que mi alma apenas acierta a resistir aquella inocente vanidad que alguna vez se mezcla al ejercicio de la beneficencia pública. Dígolo solamente para congratularme con vosotros en el advenimiento de este día, cuya gloria es de todos, porque todos habéis cooperado conmigo a su logro; dígolo para fijarle más bien en vuestra memoria, como una época de nueva y provechosa ilustración, que abrimos hoy a nuestra posteridad; dígolo, en fin, para solemnizarle como un día de renovación y de esperanza, en que llamados al estudio de la naturaleza, vais a domiciliar en este suelo las preciosas verdades en que está cifrada la prosperidad de los pueblos y la perfección de la especie humana.
Pero haciéndoos este anuncio, el amor que os profeso y la obligación que me impone la confianza del Soberano me llaman a discurrir un rato con vosotros acerca de la importancia del estudio que vais a emprender. Yo invoco en su favor toda vuestra atención, todo vuestro celo; su novedad, su grandeza, su misma incertidumbre exigen de vosotros una aplicación constante, una meditación profunda, una paciencia heroica. Los cielos, la tierra, cuanto alcanza la vasta extensión del Universo, será materia de vuestra contemplación; pero este admirable, este inmenso objeto, desenvuelto ante vuestros ojos, y sometido al parecer a la jurisdicción de vuestros sentidos, está mudo y silencioso para vosotros; nada dice todavía a vuestra razón, y nada le dirá mientras no la pongáis en comercio con la naturaleza misma. Conocerla para perfeccionar vuestro ser; aplicar este conocimiento al socorro de vuestras necesidades, al servicio de vuestra patria y al bien del género humano: ved aquí el fin de la nueva ciencia a que os preparáis. Ella es la ciencia del hombre, la que califica todas las demás y en la que todas buscan su complemento, y es, en fin, la que perfeccionando vuestros estudios, cerrará gloriosamente el círculo de vuestra educación.
Acaso alguno de vosotros, desvanecido con los sublimes conocimientos de la matemática, se creerá capaz de penetrar al santuario de la naturaleza; pero habéis de saber que estáis muy lejos todavía de sus umbrales. Son por cierto muy importantes y provechosas las verdades que habéis alcanzado; pero serán estériles mientras no las aplicareis a la investigación de la naturaleza. Conocéis ya la cantidad y la extensión, grandes y esenciales propiedades de la materia; pero solo las conocéis en abstracto y como separadas de los cuerpos. Tenéis que investigarlas como unidas y como inseparables de ellos; y con todo, nada alcanzaréis de la naturaleza mientras no la observareis en los cuerpos mismos. ¿Qué importa que podáis calcular la rápida sucesión del tiempo, la inmensa extensión del espacio, la dirección y los progresos del movimiento, si el movimiento, el espacio, el tiempo son unos seres ideales y abstractos, unos seres que no existen; si son nada, mientras no los consideréis como medida del estado y sucesión de los entes reales? Debéis, pues, contemplar estos entes en sí mismos, observar su acción y sus mudanzas o fenómenos, y subiendo desde ellos a sus causas, investigar aquellas eternas y constantes leyes que la sabiduría del Criador dictó a la naturaleza para la inmutable conservación de su grande obra.
Y ved aquí por qué los antiguos, abandonando este camino de investigación, han delirado tanto en la filosofía natural. Bien conocieron que su objeto era el Universo; pero asombrados de su inmensidad, buscaron algún breve camino de descubrir las leyes que le regían. Investigarlas en la innumerable muchedumbre de seres que abraza, pareció inaccesible a la constancia y a las fuerzas del espíritu humano. ¿No era más fácil y más gloriosa empresa subir derechamente a ellas, buscándolas en su misma razón? Esto juzgaron y esto hicieron, y en vez de consultar los hechos, inventaron hipótesis, sobre las hipótesis levantaron sistemas, y desde entonces todo fue sueño e ilusión en la filosofía natural. Cuál señaló el fuego por principio universal de las cosas, como Zoroastro, fundador de la filosofía oriental; cuál el agua, como Tales, padre de la filosofía griega; Pitágoras, admirando el orden del Universo, le derivó de su armonía, y Zenón, viendo solo un aparente desorden, le atribuyó a la casual reunión de los átomos. ¿Quién apurará los sueños de los antiguos corifeos de la filosofía? Cada uno forjaba un sistema, cada uno le pretendía demostrar a fuerza de raciocinios. El arte de disputar se hizo el grande instrumento de los filósofos; las ciencias experimentales se convirtieron en especulativas, y desde entonces el Universo fue entregado al gobierno de agentes invisibles, de fuerzas inherentes y de cualidades ocultas. Así que, mientras el espíritu de partido multiplicaba estas ilusiones y las defendía, la naturaleza, abandonada a las disputas y caprichos de las sectas, parecía haber vuelto al caos tenebroso de donde saliera el primero de los días.
Tal era el aspecto de la filosofía natural, cuando Aristóteles, rigiendo sus cielos cristalinos por la mano de supremas inteligencias, y sujetando nuestro globo a sus tres famosos principios, negando cantidad y cualidad a la materia para dársela a la forma, y atribuyendo existencia real a las formas universales, echó los fundamentos del Peripato, destinado a dominar la tierra. Las conquistas de Alejandro llevaron su doctrina por el Asia y la India y le dieron autoridad en Grecia; las de Roma la difundieron por el orbe latino, y después de haber triunfado del platonismo, ora llevada al imperio de la media luna, ora atraída y canonizada por las escuelas generales de Europa, extendió al fin por todas partes su influjo, y le supo conservar casi hasta nuestros días.
No os detendré yo en la exposición de unos errores que la antorcha de la experiencia ha descubierto ya y casi desterrado del mundo; básteos reflexionar que Aristóteles fue menos funesto a la filosofía por sus doctrinas que por sus métodos. ¿Cuál de los antiguos y aun de los modernos filósofos se gloriará de no haber pagado su tributo al error? Pero el método de investigación señalado por Aristóteles extravió la filosofía del sendero de la verdad. Este método era precisamente lo contrario de lo que debió ser, pues que trataba de establecer leyes generales para explicar los fenómenos naturales, cuando solo de la observación de estos fenómenos podía resultar el descubrimiento de aquellas leyes. Es sin duda muy ingenioso su sistema de categorías y predicamentos, y lo es también el artificio de sus silogismos; pero la aplicación de uno y otro fue equivocada y perniciosa. Su método sintético es admirable para convencer el error, pero no para descubrir la verdad; es admirable para comunicarla, pero inútil para inquirirla; y cuando la indulgente sabiduría perdonare a este gran filósofo los errores que introdujo en su imperio, ¿cómo le perdonará el haber cegado sus caminos y atrancado sus puertas?
La gloria de abrirlas de par en par estaba reservada al sublime genio de Bacon. Él fue quien con intrépida resolución y fuerte brazo quebrantó los cerrojos que tantos esfuerzos y tantos siglos no pudieron descorrer; él fue quien aterró al monstruo de las categorías, y sustituyendo la inducción al silogismo, y el análisis a la síntesis, allanó el camino de la investigación de la verdad y franqueó las avenidas de la sabiduría; él fue quien primero enseñó a dudar, a examinar los hechos, y a inquirir en ellos mismos la razón de su existencia y sus fenómenos. Así ató el espíritu a la observación y la experiencia; así le forzó a estudiar sus resultados, y a seguir, comparar y reunir sus analogías; y así, llevándole siempre de los efectos a las causas, le hizo columbrar aquellas sabias admirables leyes que tan constantemente obedece el universo.
Por tan segura y gloriosa senda entraron a explorar la naturaleza los hombres célebres cuyos pasos debéis seguir y cuyos descubrimientos darán tan amplia materia a vuestro estudio. Sus útiles trabajos, ilustrando la generación a que pertenecéis, le dieron un derecho a más altos y provechosos conocimientos. Buscándolos vosotros, reconoceréis por todas partes los caminos que anduvieron, las huellas que dejaron estampadas en las vastas regiones del universo. Allí veréis cómo Copérnico, desbaratando los cielos de Hiparco y Ptolomeo, se atrevió a restituir el sol al centro del mundo, y fijar para siempre allí su inmóvil trono; y cómo Keplero en torno de él señaló nuevas vías a los planetas y disipó las sabias ilusiones de su maestro Tico, en tanto que Hevelio espiaba los inconstantes pasos de la luna, y subía hasta ella para contar sus valles, medir sus montes y determinar el espacio de sus mares, y el gran Newton se alzaba sobre la candente masa del sol para regir desde ella los escuadrones celestes. Allí veréis a Galileo y Huygens ensanchar con la fuerza de su telescopio aquel brillante imperio que debían poblar después el sabio Cassini y el laborioso Herschel, mientras Descartes sometía el de la tierra a su sublime geometría, Leibniz penetraba hasta las primeras moléculas de la materia, Torricelli encadenaba el aliento para pesarle en su balanza, Franklin estudiaba el fuego para apoderarse del rayo, y Priestley descomponía el aire para conocer su varia índole y su fuerza portentosa. Allí hallaréis a la intrépida cohorte de los químicos destruyendo para reedificar, y desmoronando las obras de la naturaleza para observar sus materiales, penetrar sus elementos y remedar sus operaciones. Allí veréis cómo más atentos otros a recoger hechos que a sacar inducciones, se derramaron por todos los ángulos de nuestro globo para ilustrar su historia; cómo Kleint conversó con los cuadrúpedos, Adanson con los que cruzan la región del aire, y Johnston y Lacépède con los que surcan las aguas; cómo Réaumur se abatió hasta la rastrera república de los insectos, y Rondelet hasta las conchas moradoras de las desiertas playas. Nada, nada quedó por observar, nada por describir desde que Tournefort y Linneo se atrevieron a formar el inmenso inventario de las riquezas naturales, como si no fuesen inagotables. Hasta que al fin el inmortal Buffon, subiendo a los primeros días del mundo, resolviendo sus antiguas épocas, lustrando los cielos y las regiones intermedias, y corriendo con pasos de gigante toda la tierra, coronó aquel glorioso monumento que Plinio había levantado a la naturaleza, y que debe de ser tan durable como ella misma.
Al entrar a estudiarla, ¡qué espectáculo tan augusto no se abrirá a vuestra contemplación! Vosotros, acostumbrados a verle a todas horas y familiarizados con su grandeza, apenas os dignáis de examinarle; pero levantad a él vuestro espíritu, y veréis cómo, atónito con tantas maravillas, se enciende y suspira por conocerlas. La razón os fue dada para alcanzar una parte de ellas; elevadla hasta el Sol, inmenso globo de fuego y resplandor, y veréis cómo fue colocado en el centro del mundo para regir desde allí los planetas situados a tan diversas distancias. Como padre y rey de los astros, él los ilumina y fomenta y dirige sus pasos y prescribe sus movimientos. Cada uno oye su voz, la sigue obediente y gira en torno de su brillante trono. La Tierra, este pequeño globo que habitamos, y uno de sus planetas inferiores, reconoce la misma ley, y de él recibe luz y movimiento. ¿Queréis formar alguna idea del gran sistema de que somos una pequeñísima parte? Pues sabed que el lugar que ocupáis dista sobre veinte y siete millones de leguas del Sol, que es su centro, que Saturno dista del mismo centro sobre doscientos y sesenta y cinco millones de leguas, que el planeta Urano, columbrado en nuestros días, dista todavía más de Saturno que Saturno del Sol, que todavía se alejan más y más de él los cometas en sus giros excéntricos, y que todavía la flaca razón del hombre no ha podido tocar los límites de este magnífico sistema.
Y ¡qué!, cuando los hubiese alcanzado, cuando pudiese transportarse hasta ellos, ¿divisaría desde allí los términos de la creación? Preguntadlo a esa muchedumbre de estrellas fijas, que en el silencio de la noche veis centellear sobre los remotos cielos; parece que su número crece cada día al paso que se perfeccionan los instrumentos ópticos, y cada día nos hace ver que el Altísimo las sembró como brillante polvo en el espacio inmensurable. Fijas en el lugar que les fue señalado, cada una es un sol, centro de otro sistema, en torno del cual giran sin duda otros cuerpos opacos, y acaso en torno de estos otras lunas como las que siguen nuestro globo y el de Júpiter. He aquí lo que alcanzamos, pero ¿quién adivinará dónde empieza ni dónde acaba la naturaleza inaccesible a nuestros débiles sentidos, o quién comprenderá los límites de la creación, sino aquella suprema Inteligencia, que encierra en su misma inmensidad el vastísimo imperio de la existencia y del espacio?
Pero en torno de vosotros existen más cercanos testimonios de esta grandeza. ¿No veis esa dilatada región que se extiende entre los cielos y la tierra? A vuestros ojos se presenta vacía; mas ¡cuál será vuestro asombro cuando os convenciereis de que toda está henchida y penetrada de aquella naturaleza activa, benéfica, y a que se da el nombre de elemental, porque parece ocupada perennemente en la sucesiva reproducción de los entes y en la conservación del todo! Allí sabréis cómo la luz, emanada del sol, ya se lanza a iluminar el anillo de Saturno y las radiantes cabelleras de los cometas remotísimos, y ya descendiendo sobre nosotros, inunda la tierra en un océano de esplendor. Corpórea, pero impalpable; penetrante hasta traspasar los poros del diamante más duro, pero flexible hasta ceder al encuentro de una plumilla, ella vivifica cuanto existe, y no visible en sí, hace visibles todas las cosas. Simple y inmaculada, ella las colora y cubre de bellas y variadas tintas. Sabe recogerse y extenderse, y ya la veis reunida en esplendentes manojos, ya suelta y desatada en brillantes hilos. Su solo movimiento produce el calor, y la agitación del calor este fuego elemental, alma de la naturaleza, que difundido por todos los cuerpos, los penetra, los llena, los dilata, y así reside en la deleznable arcilla como en el duro pedernal, así en el agua termal como en el friísimo carámbano. Este agente poderosísimo los mueve y los anima, su influjo los fomenta y vivifica, pero también su enojo los destruye y anonada, ora sea que anunciado por el trueno, caiga desde las nubes a derrocar las altas torres, ora que desgarrando las entrañas de la tierra, reviente por las nevadas cumbres para sepultar en ríos de lava y ceniza los bosques y los campos, las solitarias alquerías y las ciudades populosas.
El aire le alimenta; el aire, otro fluido elemental, invisible, movible, elástico por excelencia, y grave y velocísimo. En él, como en un golfo inmenso, nada sumergida la tierra. Un día conoceréis cómo la estrecha y abraza por todas partes, y cómo gravita sobre ella y la sostiene, y cómo la sigue constante en su diurno y anual movimiento. Por él respiran los entes animados, por él alienta la vegetación y se renueva todos los años, y a él deben todos los cuerpos solidez, sonoridad y armonía. Por él el hombre anuncia la serenidad y las tormentas, y por él mide la elevación y compara la temperatura de los climas. Su movimiento forma los vientos salutíferos, purificadores de la atmósfera y conservadores de la existencia y la vida. ¡Cuán benéficos y regalados cuando en las mañanas de primavera cubren de flores los valles y colinas, o en las tardes de estío difunden el refrigerio sobre los campos abrasados! Pero ¡cuán terribles si rotas alguna vez sus cadenas, se precipitan a conmover los cielos, y llamando las tempestades, turban y sublevan el vasto imperio de los mares!
Estos mares son abastecidos por el agua, otro benéfico elemento, líquido, diáfano y siempre ansioso del equilibrio; que ya se congrega en las nubes para descender suelta en lluvias y rocíos o coagulada en nieves y granizos, ya se deposita en el corazón de los montes para brotar en fuentes y arroyos, abastecer lagos y ríos, y después de haber llenado la tierra de fecundidad y los vivientes de salud y alegría, sumirse en el inmenso Océano; en el Océano, lleno también de riqueza y de vida, que enlaza y acerca los separados continentes y forma aquel extendido vínculo de comunicación que el Dios omnipotente quiso establecer entre la especie humana, y que en vano pretende desatar la loca ambición de los hombres.
Estos seres purísimos, tan diferentes en sus propiedades, que siguen tan constantemente la ley que les fue impuesta por el Criador, que siguiéndola concurren a la continua reproducción de los demás seres y que perpetúan la naturaleza, aun cuando parece que amenazan su destrucción, ¡cuán admirable materia no ofrecerán a vuestro estudio!
Pero nacidos para vivir sobre la tierra, ella es la que os presentará los objetos más dignos de vuestra contemplación. ¿Qué nos importaría el conocimiento de los seres superiores, si no fuese por las admirables relaciones que los enlazan con nuestro globo? ¡Oh, cómo resplandece sobre él la beneficencia de Dios! Do quiera que volváis los ojos hallaréis impresa la marca de su omnipotencia y su bondad. Considerad el activo y oficioso reino animal derramado por todo el orbe; consideradle desde el elefante, que roe los hojosos bosques de Abisinia, hasta el minador, que se esconde y mantiene en las membranas de una hojilla, desde el águila cabdal que se remonta a las nubes para beber más de cerca los rayos del sol, hasta el pájaro mosca, que revolotea entre las flores de América; y desde la enorme ballena, que sondea los mares del Norte o se tiende sobre sus espaldas como una isla batida en vano de las ondas, hasta la inmóvil lapa, que nace y muere pegada a nuestras peñas. ¡Qué muchedumbre de pueblos y familias, qué variedad de formas y tamaños, de índoles e instintos, y qué escala de perfección tan maravillosa! Buscadle, y le hallaréis poblando la pura región de la atmósfera, como el fétido ambiente de las cavernas, así en las aguas dulces y corrientes como en las salobres y estancadas, en las plantas como en las rocas, en lo alto de los montes como en el fondo de los valles, y en la superficie como en las entrañas de la tierra; todo está poblado, todo henchido de vida y sentimiento. ¿Qué digo henchido? La vida misma es alimento de la vida, y los vivientes de otros vivientes. Nosotros mismos, nuestra carne, nuestra sangre, nuestros huesos encierran dentro de sí numerosas familias de otros vivientes, que acaso encerrarán también en sí y darán morada y alimento a otros y otros vivientes. Porque ¿quién sabe hasta dónde plugo al Omnipotente multiplicar la vida y extender los términos de la creación animada?
Y ¿quién alcanzó todavía los de la creación vegetal? Este reino, lleno también de vigor y de vida, ostenta por todas partes la misma grandeza, la misma variedad, la misma exquisita graduación de formas y tamaños. Ved cuál cubre toda la tierra y forma su gala y ornamento, y cuál va difundiendo sobre ella la abundancia y la alegría. Tan admirable en lo grande como en lo pequeño, en el cedro del Líbano como en el lirio de los valles, y así en la madrépora, que nace en el fondo del mar, como en el moho, que crece y fructifica sobre una piedrezuela, sirve de sustento y abrigo a la vida animal, es origen fecundísimo de inocente riqueza y el mejor apoyo de la unión social. ¡Cuánto no consuela al labrador llenando sus trojes con las doradas mieses o hinchendo sus hervientes cubas, inocente recompensa de sus fatigas! Y ¡cuánto no enriquece al industrioso artesano, ora le ofrezca preciosa materia para que le inspire nuevas formas, ora multiplique los instrumentos de las artes útiles, desde el arado, que nos alimenta, hasta el telar, que nos viste, y desde el carro, que da los primeros pasos del comercio, hasta las naves voladoras, que llevan a los habitadores del Septentrión los frutos y manufacturas del Mediodía!
Así es como la naturaleza reúne siempre estos caracteres de grandeza y utilidad, que resplandecen en sus obras, y que vosotros descubriréis hasta en el informe reino mineral. ¡Qué inmensa mole de materia ruda y inorgánica, tendida debajo de nuestros pies, y compuesta de seres tan diferentes por su substancia, por su forma y por sus propiedades! Tierras y piedras, sales y betunes, metales y cristales… ¡cuántos bienes presentados a las necesidades y al recreo del hombre! Y ¡cuál se ostenta en ellos aquella delicada progresión de perfecciones, que tanto embellece y armoniza las obras de la naturaleza! ¿Quién comparará el barro con el minio, el asperón con el jaspe, el fierro con el oro, y el oscuro pedernal con el lucidísimo diamante de Golconda? ¿Quién explicará la naturaleza del imán, guía constante de la navegación, o la virtud atractiva y repulsiva del succino, o la indocilidad de este mineral fluido inquietísimo, que así se niega al derretimiento como a la congelación, y que tan fácilmente se reúne como se disuelve y sublima? ¿Quién dirá por qué el fuego que funde la platina deja ileso al amianto, o por qué la platina resiste tan tenazmente al martillo, que extiende un átomo de oro a distancias incalculables? Y como si la naturaleza se complaciese en acumular mayores prodigios en los seres que nuestra orgullosa ignorancia mira con más desprecio, ¿quién explicará las virtudes de esta tierra que hollamos, y que es cuna y sepulcro de cuanto existe sobre ella? ¿No veis cómo de ella nace y en ella se resuelve cuanto vive y muere delante de vosotros? Engendre o destruya, ¡cuán portentosa es su fuerza!, o ya de un grano menudísimo haga brotar el roble, cuya sombra cobija rebaños numerosos, o ya devore y convierta en sustancia propia animales y plantas, mármoles y bronces, palacios y templos, y todo cuanto existe; que todo está condenado a caer en el abismo de sus entrañas.
Y he aquí cómo la simple observación de la naturaleza os conducirá a más altas indagaciones de filosofía natural; porque habéis de saber que vuestro espíritu jamás se contentará con el recuento y clasificación de los seres, sino que suspirará principalmente por conocer sus propiedades. El hombre no puede anhelarlos, sin también anhelar a este conocimiento; una insaciable curiosidad, inherente a su ser, y que no en vano le fue inspirada, sino para levantarle a la contemplación del universo, le lleva en pos del gran sistema de causación que imagina y descubre por todas partes. Mira en torno de sí otros seres, y no viendo en ellos cosa estable ni duradera, se apresura a observar su flujo sucesivo. Entonces cada alteración es para él un fenómeno, en cada fenómeno ve un efecto, y en cada efecto busca una causa. Reúne las analogías de los fenómenos particulares, y deduce la existencia de causas generales, que erige en leyes. Sigue también estas leyes, y viendo en su tendencia y dirección un fin determinado, se levanta al conocimiento del orden general que las enlaza; de este orden admirable, cuya contemplación tanto ennoblece su espíritu y tanto magnifica las obras de la naturaleza.
Cuánto se hayan desvelado los hombres desde que rayó la aurora de la filosofía, y cuán admirables hayan sido sus progresos en la investigación de este orden, lo echaréis de ver a cada paso en el progreso de vuestro estudio. Observando la varia muchedumbre de seres que veían en derredor de sí, reuniendo unos por la analogía de sus formas y propiedades, separando otros por la desemejanza de sus fenómenos, y inquiriendo, siguiendo y calando las relaciones que parecían enlazar a unos con otros, lograron al fin componer estos sistemas celestes, estos reinos geológicos, estos géneros y especies y familias y clases que veréis tan menudamente deslindados en la historia de la naturaleza; y como el navegante señaló ciertos puntos y alturas para atravesar sin peligro el ciego y vasto Océano, así el filósofo marcó estas divisiones para no perderse en la inmensidad del universo. No, yo no las condenaré, hijos míos, ni os privaré de un auxilio que la grandeza misma del objeto hace indispensable; empero advertiros he que no atribuyáis a la naturaleza las invenciones de la flaqueza humana. Estas clasificaciones son obra nuestra, no suya. La naturaleza no produce más que individuos, de cuyo número y propiedades, así como de las relaciones que los unen, solo conocemos una porción pequeñísima. Sin duda que en la grande obra de la creación todo está enlazado, graduado, ordenado; pero también en ella está todo lleno, henchido, completo. En la inmensa cadena de los seres no hay interrupción ni vacío, y mientras percibimos algunos eslabones sueltos acá y allá, y distinguidos por muy notables caracteres, perdemos de vista los demás y se nos escapan aquellas imperceptibles transiciones con que la naturaleza pasa de uno en otro ser. ¿Hay por ventura quien alcance las esencias intermedias que el Omnipotente colocó entre el sentimiento y la animación, entre la animación y la vida, y entre la vida y el movimiento y la simple existencia? ¿Hay quien penetre las relaciones y los grados de perfección que intercaló entre la razón y el instinto, el instinto y la propensión, la propensión y la gravedad, y estas afinidades, estas aversiones y estas apetencias a ciertas formas que descubren los seres conocidos?
¡Ah!, fuérame dado penetrar la esencia del más pequeño de ellos; de una mariposilla, una flor, un grano de arena de los que agita el viento en nuestras playas, y yo sorprendería vuestro espíritu, llenándole de admiración y pasmo! Pero ignorante como vosotros de la economía de la naturaleza, solo podré llamar vuestra atención hacia los grandes caracteres que distinguen los entes. Volvedla hacia aquellos a quienes fue dada vida y sentimiento, y detenedla por un rato sobre la organización animal. ¿Quién ha sondeado todavía los prodigios que abraza la muchedumbre y delicadeza de sus partes, su trabazón y enlace, la proporción relativa de cada una, su conveniencia recíproca, y aquella tendencia uniforme con que concurren a la unidad de acción que les fue prescrita? ¿Y quién explicará los varios y diversificados movimientos de esta acción multifaria, siempre certera, siempre congruente a tantas y tan diferentes funciones, y siempre determinada a un fin conocido, y jamás equivocado ni alterado? Observad cualquiera de los individuos de este reino animado, y desde el león, que atruena con su bramido los desiertos de África, hasta el imperceptible animalillo que se esconde en la pimienta, cien millones de veces más pequeño que un grano de arena, no hallaréis alguno cuya organización no sea tan cumplida y perfecta cual conviene a su ser y al grado que le cupo en la escala de la naturaleza animal. En todos, en cada uno hallaréis completos los órganos de respiración, digestión, secreción, generación, alimentación, movimiento y sensación; en todos, los instrumentos y los recursos necesarios para labrar su morada, buscar su alimento, engendrar y criar su prole y defender su vida. ¿Y a quién no sorprende la congruencia de esta organización con el elemento que debe habitar, el alimento de que debe vivir y las funciones en que se debe ocupar cada especie y aun cada individuo? ¿Y no más? ¿No les fue dada también aquella partecilla de razón que convenía a su ser? Aquí es donde el observador de la naturaleza admira extasiado la conveniencia portentosa que hay entre el instinto y la organización animal, y la constante fidelidad con que el más pequeño viviente llena este fin de conservación, y la sagacidad y el acierto con que camina a la perfección para que fue criado. Ninguno desmiente la tendencia de esta ley. Todos la siguen, así los que amigos de soledad, huyen a los bosques y cavernas umbrías, o pasan su vida eremítica en un tronco, en una roca o en el corazón de una gruta, como los que, amando la compañía, se reúnen en rebaños o bandadas para hacer comunes sus pastos, sus juegos, sus amores y su seguridad. Fieles algunos a la voz de la naturaleza, ved cómo se buscan, se congregan para volar sobre las altas cumbres, o cruzan los hondos mares en busca de otro cielo, otro clima, otro suelo más conveniente a su ser; mientras que otros, aspirando a más perfecta unión, forman aquellas oficiosas repúblicas, donde el interés personal aparece siempre sacrificado al bien común, donde reina siempre el orden y la laboriosidad, y donde tanto brillan la previsión y la justicia del Gobierno como la subordinación y el celo público de los individuos. ¡Dechados admirables, que debiera observar con más vergüenza que pasmo el hombre temerario, que rompiendo los vínculos sociales, arma tal vez su razón o su brazo contra la patria, a quien debe la vida, y el Estado, que se la asegura!
Sin duda que tales ejemplos tienen derecho a nuestra admiración, sin duda que la prudencia de las hormigas, los trabajos de las abejas, las estupendas obras de los castores nos presentan grandes prodigios y grandes documentos; pero nosotros debemos esta admiración a su excelencia, y la damos solo a su singularidad. Descuidados de la naturaleza, no vemos que el más rudo de los vivientes nos presenta iguales prodigios, y los presenta en todos los periodos, en todos los accidentes, en todas las funciones de su vida. Observadlos en cualquiera de ellas, observadlos en una sola, en aquella que los mueve a la propagación de su especie, y sobre la cual se apoya la gran ley de la conservación; ¡cuán tierno y expresivo no es entonces el idioma de sus amores! Sus querellas, ¡cuán afectuosas y bien sentidas! ¡Qué solercia, qué industria en la nidificación! ¡Qué mansedumbre, qué paciencia en la incubación y lactación! ¡Qué solicitud en la crianza y educación de su prole! Y si algún enemigo le amenaza, ¡qué valor tan intrépido, qué resolución tan heroica para defenderla!
Pero estos medios de preservación y propagación brillan más todavía en seres menos perfectos. ¡Qué!, ¿no descubrimos esta sombra de instinto, esta propensión determinada al mismo fin en el reino vegetal, aunque inmóvil, y a nuestro parecer dotado de menos perfecta organización? ¿A cuál de sus individuos faltan los medios de conservar su vida y propagar su especie? Poned una planta en la obscuridad, y veréis cómo alterando su natural dirección, se encamina en busca del aire que debe respirar y de los fecundos rayos de luz que la alimentan. Todas extienden sus raíces al paso que sus ramas, para proporcionar el cimiento a la cumbre. Todas las apartan de los lugares estériles, y las dirigen a los húmedos y pingües. Todas buscan, todas hallan su equilibrio, y perdido, todas saben restablecerle. Apenas columbramos sus amores; pero la diferencia de sexos y el don de fecundidad los atestiguan. Ninguna ignora el arte de distribuir y defender sus semillas, que ora siembran y esparcen, ora las fían al ambiente o a las aguas, provistas de airones o quillas para que vayan a germinar lejos de su tallo. Si son hambrientas y voraces, ved cuál se adhieren a los verdes troncos o a los ancianos muros, y trepan por ellos, y tienden sus brazos y multiplican sus bocas, hasta saciarse de los jugos convenientes. Si débiles y flacas, ved cuál dirigen sus ramillas en busca del cercano apoyo, y le estrechan y abrazan en líneas espirales, o buscan otros medios de seguridad y subsistencia. Así es como las propensiones se proporcionan a los recursos, y los recursos a las necesidades; y mientras la robusta encina, cuyas raíces ocupan una región entera, resiste apenas los embates del Aquilón, la dócil caña, doblando su cuello, salva su vida y se burla de los más violentos huracanes.
Pero al examinar las propiedades de los seres, ¿dónde llevaréis vuestros ojos, que no descubran nuevas maravillas? ¿Por ventura carece de ellas el reino mineral? ¡Ah!, ¡cuántas no reserva para vosotros la química; esta ciencia de nuestros días, que saliendo apenas de su infancia, levanta ya entre las demás su orgullosa cabeza, y como la astronomía al imperio de los cielos, parece aspirar al de las substancias sublunares! Ella es hoy el anteojo de la física y la exploradora de la naturaleza. Perspicaz y desconfiada en sus combinaciones pero constante y atrevida en sus designios, logró desatar los vínculos de la materia, y sorprender algunos de estos secretísimos agentes, que la naturaleza emplea en la formación y disolución de los cuerpos. ¿Quién no admirará la índole de sus sales, su forma regular, su tenaz propensión a recobrarla, su amor y afinidad con unos cuerpos y su aversión y repugnancia a otros? Poned en contacto los alcalinos y los ácidos, y ved qué odio tan fervoroso, qué guerra tan encarnizada excitáis entre ellos. Ninguno cederá hasta que mutuamente se destruyan, u otro agente los neutralice, para producir una sustancia diversa. Pero separados, ¿quién resiste a su fuerza? Troncos, rocas, metales, todo lo disuelven, todo lo rinden y avasallan. A su lado pelea la numerosa legión de los gases, que parten su dominio; los gases, otras sustancias aeriformes, elásticas, impetuosísimas, y que invisibles como el espíritu, solo pueden ser conocidas por sus efectos. Cuanto nos rodea reconoce su influjo. Este ambiente que respiramos, estos alimentos de que nos nutrimos, la sangre que bulle en nuestras venas, el aire, el agua, el fuego, todo es gas, todo pertenece a estos estupendos fluidos, en mil maneras combinados; sustancias impalpables, indóciles, y que sin embargo ha sabido sujetar a su mano el poderoso genio de la química.
Pero ¿acaso la química robará a la naturaleza todos sus arcanos? No, por cierto; una mano invisible detendrá sus pasos, y refrenará su temeridad si no los respetare. El hombre no verá jamás en los seres sino formas y apariencias; las sustancias y las esencias de las cosas se negarán siempre a sus sentidos. En vano los esforzará por observar los cuerpos; en vano seguirá las huellas que la naturaleza va rápidamente imprimiendo en sus formas; en la fluida vicisitud de su estado solo verá mudanzas o fenómenos. En vano por estos efectos querrá subir hasta sus causas; tal vez alcanzará algunas de las inmediatas, pero no las intermedias y remotas, y por más que las siga, las verá confundirse todas en aquella eterna, única primera causa, de que todo procede y se deriva, y por la cual existe todo cuanto existe. ¡Dichoso si siguiendo la maravillosa cadena de la existencia, se prosternare a adorar la mano omnipotente, que tiene su primer eslabón! Pero si esta gran causa, si este ser adorable y benéfico ha rodeado de sombras los principios de las cosas, ved cómo por todas partes nos descubre sus fines. Más atento a socorrer nuestras necesidades que a contentar nuestro orgullo, nos presenta en todos los fenómenos y en todas las leyes naturales una tendencia, una determinación a fines conocidos y provechosos, y en la reunión de estas determinaciones nos hace columbrar aquel orden grande y admirable que armoniza el Universo, y en el cual tan gloriosamente resplandece el fin de la creación.
Ved aquí a dónde debéis encaminar vuestros estudios. La naturaleza se presenta por todas partes a vuestra contemplación, y do quiera que volváis los ojos veréis brillando la conveniencia, la armonía, el orden patente y magnífico que atestiguan este gran fin. Consultadla, y nada os esconderá de cuanto conduzca a la perfección de vuestro ser; el único entre todos dotado de una perfectibilidad indefinida. Nada os esconderá, porque esta perfección pertenece al mismo orden y está contenida en el mismo fin. Consultadla, y luego desenvolverá a vuestros ojos el admirable y portentoso lazo con que sostiene el Universo, atando y subordinando todos los seres, haciéndolos depender unos de otros, y ordenándolos para la conservación del todo. Veréis que en él todo está enlazado, todo ordenado; que nada existe por sí ni para sí; que toda existencia viene de otra, y se determina hacia otra; y que todo existe para todo y está ordenado hacia el gran fin. Nada producirían los elementos primitivos sin los principios secundarios, ni existirían estos principios sin la sucesiva y perenne destrucción de los cuerpos. Sin la atracción, sin esta ley de amor, que coloca y sostiene todos los seres, y a la cual así obedece el anillo de Saturno como la arista arrebatada por un torbellino, la naturaleza, trastrocada, solo presentaría confusión y desorden. Ella detiene al sol en el centro del mundo, y lleva en torno de él los grandes y pequeños planetas. Sin sus ordenados movimientos no luciera sobre nosotros el día, ni la callada noche protegería nuestro reposo; no habría meses ni años, ni medida que reglase nuestros cuidados y placeres, nuestros deberes civiles y religiosos. Sin ella no asomaría la primavera a renovar la vida y la vegetación, ni la sucederían el estío con sus doradas mieses y el otoño con sus opimos frutos, ni el invierno cobijaría en sus hielos y nieves las esperanzas de una futura renovación. Así es como el Omnipotente ató los cielos con la tierra, y como enlazó sobre ella todas las cosas en un mismo vínculo de amor y mutua dependencia. ¿No veis cómo las rocas durísimas, penetrando con sus raíces las entrañas de nuestro planeta, le ciñen, le estrechan por el Ecuador y las zonas, y dan estabilidad a su superficie? Ved cómo abren un ancho asiento a los tendidos mares; pero ved también cómo les oponen los promontorios y dilatados continentes para refrenar el furor de sus olas, y cómo rompiendo acá y allá seguros abrigos y ensenadas, llaman el hombre al uso de las riquezas que produce su fondo, y le convidan a la pesca, al comercio y a la navegación. Sobre estas rocas, como sobre un incontrastable fundamento, se levantan los montes; las nieves cobijan y las nubes riegan sus cumbres, e hinchen sus entrañas con aguas salutíferas, y la tierra las cubre y enriquece con majestuosos árboles, en que hallan abrigo y alimento fieras y aves, insectos y reptiles. Sin los despojos de estos árboles y estos vivientes, sin las aguas que fluyen de las alturas, fueran estériles los valles, y no nacieran el rubio grano, ni la brizna de yerba, ni el trabajo del hombre recogería tanta abundancia de bienes y regalos, que la industria mejora y multiplica, el comercio cambia y la navegación difunde por toda la tierra. Así es como se enlazan también todos los pueblos que la habitan, como se hacen comunes sus conocimientos, sus artes, sus riquezas y sus virtudes, y como se prepara aquel día tan suspirado de las almas, en que perfeccionadas la razón y la naturaleza, y unida la gran familia del género humano en sentimientos de paz y amistad santa, se establecerá el imperio de la inocencia y se llenarán los augustos fines de la creación. Día venturoso, que no merece la corrupción de nuestra edad, y que está reservado sin duda a otra generación más inocente y más digna de conocer, por la contemplación de la naturaleza, el alto grado que fue señalado al hombre en su escala.
El hombre, ved aquí el rey de la tierra y el término de vuestros estudios. Vedle colocado en el centro de todas las relaciones que presenta la armonía del universo. Él es la única criatura capaz de comprender esta armonía, y de subir por ella hasta el Supremo Artífice que la ordenó. Derramado por la superficie del globo, capaz de habitar todos sus climas, dotado de la organización más exquisita y de la forma más augusta, aparece en todas partes destinado a dominar la tierra. Firme y erguido entre los demás seres, su aspecto mismo anuncia su superioridad. ¡Ved cuán excelsa se levanta su frente al Empíreo en busca de objetos dignos de su contemplación, y cómo sus ojos penetrantes circundan de un vuelo los dilatados horizontes y las bóvedas celestes! Habla, y todo viviente reconoce la voz de su señor, y viene humilde a su morada para ayudarle y enriquecerle, o tímido se esconde, respetando su imperio. No le resiste el rinoceronte en los umbríos bosques, ni la garza en la sublime región del viento, ni el leviatán en el profundo de los mares. Todo se le rinde; a su albedrío está el planeta en que tiene su morada, y ya le veis penetrar sus abismos, remover sus montes, levantar sus ríos, atravesar sus golfos, ya remontarse a las nubes para colocar su trono entre los cielos y la tierra. Su mano es instrumento admirable de invención, de ejecución, de perfección, capaz de mejorar la naturaleza, de dirigir sus fuerzas, de aumentar y variar y transformar sus producciones, y de someterlas a sus deseos. Su palabra, vínculo inefable de unión y comunicación con su especie, le da la portentosa facultad de analizar y ordenar el pensamiento, pronunciarle al oído, pintarle a los ojos, difundirle de un cabo al otro de la tierra, y transmitirle a las generaciones que no han nacido aún. Sobre todo, su alma; ved aquí el más sublime de los dones con que plugo al Altísimo enriquecer al hombre, y el que corona todos los demás; su alma, destello de la luz increada, purísima emanación de la eterna Sabiduría, sustancia simple, indivisible, inmortal, que anima y esclarece la parte corpórea y perecedera de su ser, y encaramándola sobre toda la naturaleza visible, la acerca y asimila a las supremas inteligencias. Más aguda que la saeta en penetración, más veloz que el rayo en su movimiento, más extendida que los cielos en su comprensión, abraza de una ojeada todos los seres, penetra sus propiedades, sus analogías, sus relaciones, y subiendo hasta la razón de su existencia, ve en ella la gran cadena que los enlaza, y columbra la mano omnipotente que la sostiene.
Entonces es cuando extasiado en la contemplación de tan admirable armonía, pierde de vista cuanto hay de material y perecedero en la tierra, y levantándose sobre sí mismo, reconoce otro universo más noble y magnífico que el que le habían mostrado los torpes sentidos, poblado de seres más perfectos, gobernado por leyes más sublimes y ordenado a más excelsos e importantes fines. En medio de este universo moral, descubre el alto grado que le fue concedido en la escala de los seres, ve más de lleno las relaciones que enlazan tantas y tan varias esencias, y se lanza de un vuelo hasta el inefable principio de donde todas manan y se derivan. Allí es donde penetrado de admiración y reverencia, reconoce aquella eterna y purísima Fuente de bondad, en la cual esencialmente residen, y de la cual perennalmente fluyen los tipos de cuanto es sublime, bello, gracioso en el mundo físico, y de cuanto es justo, honesto, deleitable en el mundo moral. Allí es donde se inunda, se embebe en estos puros y generosos sentimientos, que tanto realzan la gloria de la naturaleza y la dignidad de la especie humana; en la activa ilimitada sensibilidad que le interesa, en el bienestar de cuanto existe, en la augusta longanimidad que le fortifica contra el dolor y la tribulación; en la gran prudencia, la noble gratitud, la tierna compasión y la celestial beneficencia, coronada de todas sus virtudes; allí ve, en fin, cómo a él solo fueron dados este amor a la verdad, este respeto a la virtud, este íntimo religioso sentimiento de la Divinidad, que desprendiéndole de todas las criaturas, le mueve, le fuerza a buscar solamente en el seno de su Criador la causa y el fin de toda existencia y el principio y término de toda felicidad.
Ved aquí, amados jóvenes, los títulos de vuestra dignidad; títulos gloriosos, a ninguno negados, y ante los cuales se eclipsan o se disipan como el humo todos los títulos y vanas distinciones que la ambición y el orgullo han inventado. Conocerlos, merecerlos, perfeccionarlos es el sublime objeto de vuestros estudios y de mis ardientes deseos. ¡Venturosos vosotros si en medio de la depravación de un siglo en que la superstición y la impiedad se disputan el imperio de la sabiduría, siguiereis el único camino que ella señala a los que quiere conducir a su templo! ¡Venturosos si le hallareis en el estudio de la naturaleza y en la contemplación del alto fin para que fuisteis colocados en medio de ella! ¡Venturosos si ilustrado vuestro espíritu con el conocimiento de las verdades que encierra, y perfeccionado vuestro corazón con la posesión de las virtudes a que conduce, alcanzareis la verdadera sabiduría para asegurar vuestra felicidad, mejorar vuestro ser y acelerar la perfección de la especie humana! Entonces podréis convencer con la razón y con el ejemplo a aquellos hombres tímidos y espantadizos, que deslumbrados por una supersticiosa ignorancia, condenan el estudio de la naturaleza, como si el Criador no la hubiese expuesto a contemplación del hombre para que viese en ella su poder y su gloria, que predican a todas horas los cielos y la tierra. Entonces sí que podréis confundir más bien a aquellos espíritus altaneros e impíos, baldón de la sabiduría y de su misma especie, que solo escudriñan la naturaleza para atribuirla al acaso o abandonarla al gobierno de un ciego y necesario mecanismo, usando solo, o más bien abusando, del privilegio de su razón para degradarla bajo del nivel del instinto animal. Entonces sí que subiendo continuamente de la contemplación de la naturaleza a la de vuestro ser, y de esta a la del Ser supremo, y adorando en espíritu a este Ser de los seres, Ser infinito, que existe por sí mismo y que es principio y término de toda existencia, perfeccionaréis el conocimiento de los grandes objetos en que está cifrada toda la humana sabiduría: Dios, el hombre y la naturaleza.

Referencia: 13-403-01
Página inicio: 403
Datación: 01/04/1799
Página fin: 421
Lugar: Gijón
Estado: publicado