Oración sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias.

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Señores:
La primera vez que tuve el honor de hablaros desde este lugar, en aquel día memorable y glorioso, en que con el júbilo más puro y las más halagüeñas esperanzas os abrimos las puertas de este nuevo Instituto y os admitimos a su enseñanza, bien sabéis que fue mi primer cuidado realzar a vuestros ojos la importancia y utilidad de las ciencias que veníais buscando. Y si algún valor residía en mis palabras, si alguna fuerza les podía inspirar el celo ardiente de vuestro bien que las animaba, tampoco habréis olvidado la tierna solicitud con que las empleé en persuadiros tan provechosa verdad y en exhortaros a abrazarla. Y ¿qué?, después de corridos tres años, cuando habéis cerrado ya tan gloriosamente el círculo de vuestros estudios, y cuando vamos a presentar al público los primeros frutos de vuestra aplicación y nuestra conducta, ¿estaremos todavía en la triste necesidad de persuadir e inculcar una verdad tan conocida?
Esto acaso exigiría de nosotros la opinión pública, y esto haríamos en su obsequio, si no nos prometiésemos captarla más bien con hechos que con discursos. Sí, señores; a pesar de los progresos debidos a nuestra constancia y la vuestra, y en medio de la justicia con que la honran aquellas almas buenas que penetradas de la importancia de la educación pública, suspiran por sus mejoras, sé que andan todavía en derredor de vosotros ciertos espíritus malignos, que censuran y persiguen vuestros esfuerzos; enemigos de toda buena instrucción, como del público bien, cifrado en ella, desacreditan los objetos de vuestra enseñanza, y aparentando falsa amistad y compasión hacia vosotros, quieren poner en duda sus ventajas y vuestro provecho particular. Tal es la lucha de la luz con las tinieblas, que presentí y os predije en aquel solemne día, y tal será siempre la suerte de los establecimientos públicos que haciendo la guerra a la ignorancia, tratan de promover la verdadera instrucción.
Pero ¿qué podría yo responder a unos hombres, que no por celo, sino por espíritu de contradicción y no por convicción, sino por envidia y malignidad, murmuran de lo que no entienden y persiguen lo que no pueden alcanzar? No, no esperéis que les respondamos sino con nuestro silencio y nuestra conducta. Vean hoy los frutos de vuestro estudio, y enmudezcan. Ellos serán nuestra mejor apología, y ellos serán también su mayor confusión, si menospreciando vosotros sus susurros, seguís constantes vuestras útiles tareas, como las industriosas abejas labran tranquilamente sus panales mientras los zánganos de la colmena zumban y se agitan en derredor.
Un nuevo objeto, no menos censurado de estos zoilos ni a vosotros menos provechoso, ocupa hoy toda mi atención y reclama la vuestra. En el curso de buenas letras, o más bien en el ensayo de este estudio, que hemos abierto con el año, visteis anunciar el designio de reunir la literatura con las ciencias, y esta reunión, tanto tiempo ha deseada y nunca bien establecida en nuestros imperfectos métodos de educación, parecerá a unos extraña, a otros imposible, y acaso a vosotros mismos inútil o poco provechosa.
Es nuestro ánimo satisfacer hoy a todos, porque a todos debemos la razón de nuestra conducta. La debemos al Gobierno, que nos ha encargado de perfeccionar este establecimiento; la debemos al público, a cuyo bien está consagrado; y pues que nos habéis confiado vuestra educación, la debemos a vosotros principalmente. ¡Qué! ¿me atrevería yo a pediros este nuevo sacrificio de trabajo y vigilias, si no pudiese presentaros en él la esperanza de un provecho grande y seguro? Ved pues aquí lo que servirá de materia a mi discurso.
No temáis, hijos míos, que para inclinaros al estudio de las buenas letras trate yo de menguar ni entibiar vuestro amor a las ciencias. No por cierto; las ciencias serán siempre a mis ojos el primero, el más digno objeto de vuestra educación; ellas solas pueden ilustrar vuestro espíritu, ellas solas enriquecerle, ellas solas comunicaros el precioso tesoro de verdades que nos ha transmitido la antigüedad, y disponer vuestros ánimos a adquirir otras nuevas y aumentar más y más este rico depósito; ellas solas pueden poner término a tantas inútiles disputas y a tantas absurdas opiniones; y ellas, en fin, disipando la tenebrosa atmósfera de errores que gira sobre la tierra, pueden difundir algún día aquella plenitud de luces y conocimientos que realza la nobleza de la humana especie.
Mas no porque las ciencias sean el primero, deben ser el único objeto de vuestro estudio; el de las buenas letras será para vosotros no menos útil, y aun me atrevo a decir no menos necesario.
Porque, ¿qué son las ciencias sin su auxilio? Si las ciencias esclarecen el espíritu, la literatura le adorna; si aquellas le enriquecen, esta pule y avalora sus tesoros; las ciencias rectifican el juicio y le dan exactitud y firmeza; la literatura le da discernimiento y gusto, y le hermosea y perfecciona. Estos oficios son exclusivamente suyos, porque a su inmensa jurisdicción pertenece cuanto tiene relación con la expresión de nuestras ideas; y ved aquí la gran línea de demarcación que divide los conocimientos humanos. Ella nos presenta las ciencias empleadas en adquirir y atesorar ideas, y la literatura en enunciarlas; por las ciencias alcanzamos el conocimiento de los seres que nos rodean, columbramos su esencia, penetramos sus propiedades, y levantándonos sobre nosotros mismos, subimos hasta su más alto origen. Pero aquí acaba su ministerio, y empieza el de la literatura, que después de haberlas seguido en su rápido vuelo, se apodera de todas sus riquezas, les da nuevas formas, las pule y engalana, y las comunica y difunde, y lleva de una en otra generación.
Para alcanzar tan sublime fin no os propondré yo largos y penosos estudios; el plazo de nuestra vida es tan breve, y el de vuestra juventud huirá tan rápidamente, que me tendré por venturoso si lograre economizar algunos de sus momentos. Tal por lo menos ha sido mi deseo, reduciendo el estudio de las bellas letras al arte de hablar, y encerrando en él todas las artes que con varios nombres han distinguido los metodistas, y que esencialmente le pertenecen.
¿Y por qué no podré yo combatir aquí uno de los mayores vicios de nuestra vulgar educación, el vicio que más ha retardado los progresos de las ciencias y los del espíritu humano? Sin duda que la subdivisión de las ciencias, así como la de las artes, ha contribuido maravillosamente a su perfección. Un hombre consagrado toda su vida a un solo ramo de instrucción pudo sin duda emplear en ella mayor meditación y estudio; pudo acumular mayor número de observaciones y experiencias, y atesorar mayor suma de luces y conocimientos. Así es como se formó y creció el árbol de las ciencias, así se multiplicaron y extendieron sus ramas, y así como nutrida y fortificada cada una de ellas, pudo llevar más sazonados y abundantes frutos.
Mas esta subdivisión, tan provechosa al progreso, fue muy funesta al estado de las ciencias, y al paso que extendía sus límites, iba dificultando su adquisición, y trasladada a la enseñanza elemental, la hizo más larga y penosa, si ya no imposible y eterna. ¿Cómo es que no se ha sentido hasta ahora este inconveniente? ¿Cómo no se ha echado de ver que truncado el árbol de la sabiduría, separada la raíz de su tronco, y del tronco sus grandes ramas, y desmembrando y esparciendo todos sus vástagos, se destruía aquel enlace, aquella íntima unión que tienen entre sí todos los conocimientos humanos, cuya intuición, cuya comprehensión debe ser el único fin de nuestro estudio, y sin cuya posesión todo saber es vano?
¿Y cómo no se ha temido otro más grave mal, derivado del mismo origen? Ved cómo multiplicando los grados de la escala científica, detenemos en ellos a una preciosa juventud, que es la esperanza de las generaciones futuras, y cómo cargando su memoria de impertinentes reglas y preceptos, la hacemos consagrar a los métodos de inquirir la verdad el tiempo que debiera emplear en alcanzarla y poseerla. Así es como se le prolonga el camino de la sabiduría, sin acercarla nunca a su término; así es como en vez de amor, le inspiramos tedio y aversión a unos estudios en que se siente envejecer sin provecho; y así también como se llena, se plaga la sociedad de tantos hombres vanos y locuaces, que se abrogan el título de sabios, sin ninguna luz de las que ilustran el espíritu, sin ningún sentimiento de los que mejoran el corazón. Para huir de este escollo, así como hemos reducido al curso de matemáticas los elementos de todas las ciencias exactas, y al de física los de todas las naturales, reduciremos al de buenas letras cuanto pertenece a la expresión de nuestras ideas. ¿Por ventura es otro el oficio de la gramática, retórica y poética, y aun de la dialéctica y lógica, que el de expresar rectamente nuestras ideas? ¿Es otro su fin que la exacta enunciación de nuestros pensamientos por medio de palabras claras, colocadas en el orden y serie más convenientes al objeto y fin de nuestros discursos?
Pues tal será la suma de esta nueva enseñanza. Ni temáis que para darla oprimamos vuestra memoria con aquel fárrago importuno de definiciones y reglas a que vulgarmente se han reducido estos estudios. No por cierto; la sencilla lógica del lenguaje, reducida a pocos y luminosos principios, derivados del purísimo origen de nuestra razón, ilustrados con la observación de los grandes modelos en el arte de decir, harán la suma de vuestro estudio. Corto será el trabajo, pero si vuestra aplicación correspondiere a nuestros deseos y al tierno desvelo del laborioso profesor que está encargado de vuestra enseñanza, el fruto será grande y copioso.
Mas por ventura, al oírme hablar de los grandes modelos, preguntará alguno si trato de empeñaros en el largo y penoso estudio de las lenguas muertas para transportaros a los siglos y regiones que los han producido. No, señores; confieso que fuera para vosotros de grande provecho beber en sus fuentes purísimas los sublimes raudales del genio que produjeron Grecia y Roma. Pero valga la verdad; ¿sería tan preciosa esta ventaja como el tiempo y el ímprobo trabajo que os costaría alcanzarla? ¿Hasta cuándo ha de durar esta veneración, esta ciega idolatría, por decirlo así, que profesamos a la antigüedad? ¿Por qué no hemos de sacudir alguna vez esta rancia preocupación, a que tan neciamente esclavizamos nuestra razón y sacrificamos la flor de nuestra vida?
Lo reconozco, lo confieso de buena fe; fuera necedad negar la excelencia de aquellos grandes modelos. No, no hay entre nosotros, no hay todavía en ninguna de las naciones sabias cosa comparable a Homero y Píndaro ni a Horacio y el mantuano; nada que iguale a Jenofonte y Tito Livio ni a Demóstenes y Cicerón. Pero ¿de dónde viene esta vergonzosa diferencia? ¿Por qué en las obras de los modernos, con más sabiduría, se halla menos genio que en las de los antiguos, y por qué brillan más los que supieron menos? La razón es clara, dice un moderno: porque los antiguos crearon, y nosotros imitamos; porque los antiguos estudiaron en la naturaleza, y nosotros en ellos. ¿Por qué pues no seguiremos sus huellas? Y si queremos igualarlos, ¿por qué no estudiaremos como ellos? He aquí en lo que debemos imitarlos.
Y he aquí también adónde deseamos guiaros por medio de esta nueva enseñanza. Su fin es sembrar en vuestros ánimos las semillas del buen gusto en todos los géneros de decir. Para formarle, para hacerlas germinar, hartos modelos escogidos se os pondrán a la vista de los antiguos en sus versiones, y de los modernos en sus originales. Estudiad las lenguas vivas, estudiad sobre todo la vuestra; cultivadla, dad más a la observación y a la meditación que a una infructuosa lectura; y sacudiendo de una vez las cadenas de la imitación, separaos del rebaño de los metodistas y copiadores, y atreveos a subir a la contemplación de la naturaleza. En ella estudiaron los hombres célebres de la antigüedad, y en ella se formaron y descollaron aquellos grandes talentos en que, tanto como su excelencia, admiramos su extensión y generalidad. Juzgadlos, no ya por lo que supieron y dijeron, sino por lo que hicieron, y veréis de cuánto aprecio no son dignos unos hombres que parecían nacidos para todas las profesiones y todos los empleos, y que como los soldados de Cadmo brotaban del seno de la tierra armados y preparados a pelear, así salían ellos de las manos de sus pedagogos a brillar sucesivamente en todos los destinos y cargos públicos. Ved a Pericles, apoyo y delicia de Atenas por su profunda política y por su victoriosa elocuencia, al mismo tiempo que era por su sabiduría el ornamento del Liceo, así como por su sensibilidad y buen gusto el amigo de Sófocles, de Fidias y de Aspasia. Ved a Cicerón mandando ejércitos, gobernando provincias, aterrando a los facciosos y salvando la patria, mientras que desenvolvía en sus Oficios y en sus Academias los sublimes preceptos de la moral pública y privada; a Jenofonte dirigiendo la gloriosa retirada de los diez mil, e inmortalizándola después con su pluma; a César lidiando, orando y escribiendo con la misma sublimidad; y a Plinio, asombro de sabiduría, escudriñando entre los afanes de la magistratura y de la milicia los arcanos de la naturaleza, y describiendo con el pincel más atrevido sus riquezas inimitables.
Estudiad vosotros, como ellos, el universo natural y racional, y contemplad, como ellos, este gran modelo, este sublime tipo de cuanto hay de bello y perfecto, de majestuoso y grande en el orden físico y moral; que así podréis igualar a aquellas ilustres lumbreras del genio. ¿Queréis ser grandes poetas? Observad, como Homero, a los hombres en los importantes trances de la vida pública y privada, o estudiad, como Eurípides, el corazón humano en el tumulto y fluctuación de las pasiones, o contemplad, como Teócrito y Virgilio, las deliciosas situaciones de la vida rústica. ¿Queréis ser oradores elocuentes, historiadores disertos, políticos insignes y profundos? Estudiad, indagad, como Hortensio y Tulio, como Salustio y Tácito, aquellas secretas relaciones, aquellos grandes y repentinos movimientos con que una mano invisible, encadenando los humanos sucesos, compone los destinos de los hombres, y fuerza y arrastra todas las vicisitudes políticas. Ved aquí las huellas que debéis seguir, ved aquí el gran modelo que debéis imitar. Nacidos en un clima dulce y templado, y en un suelo en que la naturaleza reunió a las escenas más augustas y sublimes las más bellas y graciosas; dotados de un ingenio firme y penetrante, y ayudados de una lengua llena de majestad y de armonía, si la cultivareis, si aprendiereis a emplearla dignamente, cantaréis como Píndaro, narraréis como Tucídides, persuadiréis como Sócrates, argüiréis como Platón y Aristóteles, y aun demostraréis con la victoriosa precisión de Euclides.
¡Dichoso aquel que aspirando a igualar a estos hombres célebres, luchare por alcanzar tan preciosos talentos! ¡Cuánta gloria, cuánto placer no recompensará sus fatigas! Pero si una falsa modestia entibiare en alguno de vosotros el inocente deseo de fama literaria, si la pereza le hiciere preferir más humildes y fáciles placeres, no por eso crea que el estudio que le propongo es para él menos necesario. Porque ¿quién no le habrá menester para su provecho y conducta particular? Creedme: la exactitud del juicio, el fino y delicado discernimiento; en una palabra, el buen gusto que inspira este estudio, es el talento más necesario en el uso de la vida. Lo es no solo para hablar y escribir, sino también para oír y leer, y aun me atrevo a decir que para sentir y pensar; porque habéis de saber que el buen gusto es como el tacto de nuestra razón; y a la manera que tocando y palpando los cuerpos nos enteramos de su extensión y figura, de su blandura o dureza, de su aspereza o suavidad, así también tentando o examinando con el criterio del buen gusto nuestros escritos o los ajenos, descubrimos sus bellezas o imperfecciones, y juzgamos rectamente del mérito y valor de cada uno.
Este tacto, este sentido crítico, es también la fuente de todo el placer que excitan en nuestra alma las producciones del genio, así en la literatura como en las artes, y esta deliciosa sensación es siempre proporcionada al grado de exactitud con que distinguimos sus bellezas de sus defectos. Él es el que nos eleva con los sublimes raptos de fray Luis de León o nos atormenta con las hinchadas metáforas de Silveira, y él es el que nos embelesa con los encantos del pincel de Murillo o nos fastidia con la descarnada sequedad del Greco; por él lloramos con Virgilio y Racine o reímos con Moreto y Cervantes; y mientras nos aleja desabridos de la ruidosa palabrería de un charlatán, nos ata con cadenas doradas a los labios de un hombre elocuente; él, en fin, perfeccionando nuestras ideas y nuestros sentimientos, nos descubre las gracias y bellezas de la naturaleza y de las artes, nos hace amarlas y saborearnos con ellas, y nos arrebata sin arbitrio en pos de sus encantos.
Perfeccionad, hijos míos, este precioso sentido, y él os servirá de guía en todos vuestros estudios, y él tendrá la primera influencia en vuestras opiniones y en vuestra conducta. Él pondrá en vuestras manos las obras marcadas con el sello de la verdad y del genio, y arrancará o hará caer de ellas los abortos del error y de la ignorancia. Perfeccionadle, y vendrá el día en que difundido por todas partes, y no pudiendo sufrir ni la extravagancia ni la medianía, ahuyente para siempre de vuestros ojos esta plaga, esta asquerosa colubie de embriones, de engendros, de monstruos y vestiglos literarios, con que el mal gusto de los pasados siglos infestó la república de las letras. Entonces, comparando la necesidad que tenemos de buena y provechosa doctrina con el breve período que nos es dado para adquirirla, condenaremos de una vez a las llamas y al eterno olvido tantos enigmas, sofismas y sutilezas, tantas fábulas y patrañas y supercherías, tanta paradoja, tanta inmundicia, tanta sandez y necedad como se han amontonado en la enorme enciclopedia de la barbarie y de la pedantería.
Esto deberá la educación pública a la reunión de las ciencias con la literatura; esto le deberá la vuestra. Alcanzadlo, y cualquiera que sea vuestra vocación, vuestro destino, apareceréis en el público como miembros dignos de la nación que os instruye; que tal debe ser el alto fin de vuestros estudios. Porque ¿qué vale la instrucción que no se consagra al provecho común? No, la patria no os apreciará nunca por lo que supiereis, sino por lo que hiciereis. ¿Y de qué servirá que atesoréis muchas verdades, si no las sabéis comunicar?
Ahora bien; para comunicar la verdad es menester persuadirla, y para persuadirla hacerla amable. Es menester despojarla del oscuro científico aparato, tomar sus más puros y claros resultados, simplificarla, acomodarla a la comprensión general, e inspirarle aquella fuerza, aquella gracia que, fijando la imaginación, cautiva victoriosamente la atención de cuantos la oyen.
¿Y a quién os parece que se deberá esta victoria, sino al arte de bien hablar? No lo dudéis: el dominio de las ciencias se ejerce solo sobre la razón; todas hablan con ella, con el corazón ninguna; porque a la razón toca el asenso, y a la voluntad el albedrío. Aun parece que el corazón, como celoso de su independencia, se revela alguna vez contra la fuerza del raciocinio, y no quiere ser rendido ni sojuzgado sino por el sentimiento. Ved pues aquí el más alto oficio de la literatura, a quien fue dado el arte poderoso de atraer y mover los corazones, de encenderlos, de encantarlos y sujetarlos a su imperio.
Tal es la fuerza de su hechizo, y tal será la del hombre que a una sólida instrucción uniere el talento de la palabra, perfeccionado por la literatura. Consagrado al servicio público, ¡con cuánto esplendor no llenará las funciones que le confiare la patria! Mientras las ciencias alumbren la esfera de acción en que debe emplear sus talentos, mientras le hagan ver en toda su luz los objetos del público interés que debe promover, y los medios de alcanzarlos, y los fines a que debe conducirlos, la literatura le allanará las sendas del mando. Dirigiendo o exhortando, hablando o escribiendo, sus palabras serán siempre fortificadas por la razón o endulzadas por la elocuencia, y excitando los sentimientos y captando la voluntad del público, le asegurarán el asenso y la gratitud universal.
Comparemos con este hombre respetable uno de aquellos sabios especulativos, que desdeñando tan precioso talento, deben tal vez a la incierta opinión de sus teorías la entrada a los empleos públicos. Veréis que sus estudios no le inspiran otra pasión que el orgullo, otro sentimiento que el menosprecio, otra afición que el retiro y la soledad; pero al emplear sus talentos, vedle en un país desconocido, en que ni descubre la esfera de su acción, ni la extensión de sus fuerzas, ni atina con los medios de mandar ni con los de hacerse obedecer. Abstracto en los principios, inflexible en sus máximas, enemigo de la sociedad, insensible a las delicias del trato; si alguna vez los deberes de urbanidad le arrancan de sus nocturnas lucubraciones, aparecerá desaliñado en su porte, embarazado en su trato, taciturno o importunamente misterioso en su conversación, como si solo hubiese nacido para ser espantajo de la sociedad y baldón de la sabiduría.
Pero la literatura, enemiga del mando y amartelada de la dulce independencia, se acomoda mucho mejor con la vida privada, y en ella se recrea y en ella ejerce y desenvuelve sus gracias. Mientras los conocimientos científicos, levantados en su alta atmósfera, se desdeñan de bajar hasta el trato y conversación familiar, o son desdeñados de ella, veréis que la erudición pule y hace amable ese trato, le adorna, le perfecciona, y concurre así al esplendor de la sociedad, y también al provecho. Sí, señores: también al provecho. ¿Por ventura es la sociedad otra cosa que una gran compañía, en que cada uno pone sus fuerzas y sus luces, y las consagra al bien de los demás? Cortés, amigable, expresivo en sus palabras, ninguno obligará, ninguno persuadirá mejor; cariñoso, tierno, compasivo en sus sentimientos, ninguno será más apto para dirigir y consolar; lleno de amabilidad y dulzura en su porte, y de gracia y policía en sus palabras, ¿quién mejor entretendrá, complacerá y conciliará a sus semejantes?
Y ved aquí por qué el hombre adornado de estos talentos agradables y conciliatorios será siempre el amigo y el consuelo de los demás. ¿Quién resistirá al imperio de su expresión? Llena de vigor y atractivos, siempre amena e interesante, siempre oportuna y acomodada a la materia presentada por la ocasión, le atraerá sin arbitrio la atención y el aplauso de sus oyentes; y ora narre y exponga, ora reflexione y discurra, ora ría, ora sienta, le veréis ser siempre el alma de las conversaciones y la delicia de los concurrentes.
Pero, ¡ah!, que más de una vez le arrojarán de ellas la ignorancia y mala educación. ¡Ah!, que atormentado del estúpido silencio, de la grosera chocarrería, de la mordaz y ruin maledicencia, que suele reinar en ellas, se acogerá más de una vez a su dulce retiro; pero seguidle, y veréis cuántos encantos tiene para él la soledad. Allí, restituido a sí mismo y al estudio y a la contemplación, que hacen su delicia, encuentra aquel inocente placer cuya inefable dulzura solo es dado sentir y gozar a los amantes de las letras. Allí, en dulce comercio con las musas, pasa independiente y tranquilo las plácidas horas, rodeado de los ilustres genios que las han cultivado en todas las edades. Allí, sobre todo, ejercita su imaginación, y allí es donde esta imperiosa facultad del espíritu humano, volando libremente por todas partes, llena su alma de grandes ideas y sentimientos; ya la enternece o eleva, ya la conmueve o inflama, hasta que arrebatándola sobre las alas del fogoso entusiasmo, la levanta sobre toda la naturaleza a un nuevo universo, lleno de maravillas y de encantos, donde se goza extasiada entre los entes imaginarios que ella misma ha creado.
Alguno me dirá que todo es una ilusión, y es verdad; pero es una ilusión inocente, agradable, provechosa. Y ¿qué bien, qué gozo del mundo no es una ilusión sobre la tierra? ¿Es acaso otra cosa lo que se llama en él felicidad? ¿Acaso la encuentra más seguramente el hombre ambicioso en la devorante sed de gloria, de mando y de oro, o el sensual en la intemperancia, que paga brevísimos instantes de gozo con plazos prolongados de inquietud y amargura? ¿Se halla acaso entre el sudor y las fatigas de la caza o en la zozobra y angustiosa incertidumbre del juego? ¿Se halla en aquel continuo vaguear de calle en calle, con que veis a algunos hombres indolentes andar acá y allá todo el día, aburridos con el fastidio y agobiados con el peso de su misma ociosidad? No, hijos míos; si algo sobre la tierra merece el nombre de felicidad, es aquella interna satisfacción, aquel íntimo sentimiento moral que resulta del empleo de nuestras facultades en la indagación de la verdad y en la práctica de la virtud. ¿Y qué otros estudios excitarán esta pura satisfacción, este delicioso sentimiento, que los del literato? Aun aquellos que los sabios presuntuosos motejan con el nombre de frívolos y vanos concurren a mejorar e ilustrar su alma. La poesía misma, entre sus dulces ficciones y sabias alegorías, le brinda a cada paso con sublimes ideas y sentimientos, que enterneciéndola y elevándola, la arrancan de las garras del torpe vicio y la fuerzan a adorar la virtud y seguirla; y mientras la elocuencia, adornando con amable colorido sus victoriosos raciocinios, le recomienda los más puros sentimientos y los ejemplos más ilustres de virtud y honestidad, la historia le presenta en augusta perspectiva, con las verdades y los errores, y las virtudes y los vicios de todos los siglos, aquella rápida vicisitud con que la eterna Providencia levanta los imperios y las naciones, y los abate y los rae de la faz de la tierra. Y si en este magnífico teatro ve al mayor número de los hombres arrastrados por la ambición y la codicia, también le consuelan aquellos pocos modelos de virtud que descuellan acá y allá en el campo de la historia, como en un bosque devorado por las llamas, tal cual roble salvado del incendio por su misma proceridad.
¿Y por ventura no pertenece también la filosofía a los estudios del literato? Sí, hijos míos; esta es su más noble provincia. No la creáis ajena ni distante de ellos; porque todo está unido y enlazado en el plan de los conocimientos humanos. ¿Por ventura podremos tratar de la expresión de nuestras ideas sin analizar su generación, ni analizarla, sin encontrar con el origen de nuestro ser, ni contemplar este ser, sin subir a aquel alto supremo origen que es fuente de todos los seres como de todas las verdades? Ved aquí, pues, el alto punto a que quisiera conduciros por medio de esta nueva enseñanza. Corred a él, hijos míos; apresuraos, sobre todo, hacia aquella parte sublime de la filosofía que nos enseña a conocer al Criador y a conocernos a nosotros mismos, y que sobre el conocimiento del sumo bien establece todas las obligaciones naturales y todos los deberes civiles del hombre.
Estudiad la ética; en ella encontraréis aquella moral purísima, que profesaron los hombres virtuosos de todos los siglos, que después ilustró, perfeccionó y santificó el Evangelio, y que es la cima y el cimiento de nuestra augusta religión. Su guía es la verdad y su término la virtud. ¡Ah!, ¿por qué no ha de ser este también el sublime fin de todo estudio y enseñanza? ¿Por qué fatalidad en nuestros institutos de educación se cuida tanto de hacer a los hombres sabios, y tan poco de hacerlos virtuosos? Y ¿por qué la ciencia de la virtud no ha de tener también su cátedra en las escuelas públicas?
¡Dichoso yo, hijos míos, si pudiere establecerla algún día, y coronar con ella vuestra enseñanza y mis deseos! Las obras de Platón y de Epitecto, las de Cicerón y Séneca ilustrarán vuestro espíritu e inflamarán vuestro corazón. Nuestra religión sacrosanta elevará vuestras ideas, os dará moderación en la prosperidad, y fortaleza en la tribulación, y la justicia de principios y de sentimientos que caracterizan la virtud verdadera. Cuando lleguéis a esta elevación, sabréis cambiar el peligroso mando por la virtuosa obscuridad, entonar dulces cánticos en medio de horrorosos tormentos, o morir adorando la divina Providencia, alegres en medio del infortunio.

Referencia: 13-391-01
Página inicio: 391
Datación: 1797
Página fin: 402
Lugar: Gijón
Estado: publicado