A continuación aparece visualizada la estructura del texto de Vicente Verdú, titulado "El deber de ser feliz" (El País , 29/06/2000), que ya se presentó y que ahora se analiza en sus diferentes movimientos: Introducción, Primera Parte, Segunda Parte, Tercera Parte y Conclusión.
Las revoluciones norteamericana y francesa introdujeron el derecho a la felicidad. Aquello
era la modernidad. Ahora, con la posmodernidad, la felicidad ha pasado a ser un deber más que
un derecho. Antes de la Ilustración, en el reino moral del cristianismo romano, la desdicha
en este mundo era indicio de hallarse acaso en el lugar correcto ante los ojos divinos.
Siendo este paraje un proverbial valle de lágrimas, lo coherente, de acuerdo a las
predicaciones, era acumular motivos para sollozar. El tiempo del gozo y la alegría
sobrevendría después, en un más allá metafísico donde esperaba como recompensa el soleado
reino de Dios. El aquí de este mundo estaba desacreditado como lugar idóneo para el placer
verdadero, y las gratificaciones de la existencia terrena eran, en consecuencia, triviales
cuando no peligrosas.
La llegada de las Luces cambió radicalmente las apreciaciones con su nuevo planteamiento
moral. La Revolución francesa no solo proclamó la anulación del pecado original, sino que
irrumpió en la historia como una promesa de felicidad dirigida a la humanidad entera. Una
promesa que habría de cumplirse no ya en un paraíso eutrapélico, sino en los reales confines
de esta tierra. Bentham, el padre del utilitarismo, pedía promover "el máximo de felicidad
para el máximo de gentes"; Adam Smith veía un signo divino en el mismo hecho de que los
hombres desearan mejorar su condición; Locke recomendaba huir de lo incómodo (la uneasiness);
la Constitución estadounidense proclamaba "el derecho a ser feliz". En suma, por todas partes,
en los fines del XVIII y principios del XIX, estalló la convicción de que era razonable desear
la felicidad terrena. El derecho a la felicidad humana se convirtió también en la meta de los
socialismos utópicos y del marxismo, Hegel o Nietzsche. Ahora, no obstante, cuando esas
utopías se han desvanecido, cuando el progreso es una concepción abstracta y el futuro ha
alcanzado el grado cero, la felicidad se hace un apremio. No un derecho a conquistar, sino
un deber a cumplir sin demora.
Nunca como hoy se había vivido una atmósfera tan compulsiva para ser feliz, pasarlo bien,
habitar confortablemente, sentirse pletórico y gozoso. Desde los imperativos publicitarios a las
ofertas de los fármacos y psicofármacos, desde los club Med a los manuales de autoayuda, desde
la extensión de los géneros de comedia a la generalización del humor como forma hegemónica de
comunicación. No ser feliz en este mundo es el auténtico pecado de hoy o, como decía Borges:
"el erro". Pascal Bruckner ha publicado recientemente un libro titulado
L' euphorie perpétuelle (La euforia perpetua) en torno a
este fenómeno que asedia la existencia contemporánea. Las democracias occidentales, dice
Bruckner, son crecientemente alérgicas al sufrimiento y en general el dolor, colectivo o
privado, se resiste cada vez menos en el mundo occidental. Unidades contra el dolor para aliviar
su peso entre jóvenes y adultos, pero también la eutanasia para eliminar el
padecimiento de ancianos y enfermos terminales, o estudios para sortear los dolores a los recién
nacidos.
El dolor ha perdido en nuestro tiempo cualquier utilidad simbólica y valor de cambio.
El dolor formaba la conciencia, fortalecía el cuerpo, depuraba los pecados, se ofrecía en
canje por bienes procedentes de la Providencia; ahora, sin embargo, no parece servir para
nada. O más bien es la causa del malhumor, de la baja productividad, de la peor sociabilidad,
de la averiada cotización en los mercados sociales, la señal del fracaso.
El deber es encontrarse bien y en forma, estar joven y fuerte,
optimista y alegre.
El sufrimiento actual no es ya el mero sufrimiento sino el sufrimiento específico de no ser
plenamente feliz.
La enfermedad posmoderna no es estar enfermo sino la patología de no encontrarse bien o, como
insignia máxima,
estar deprimido. Es decir, la depresión extensa como efecto general de no ser, de acuerdo con
los tiempos,
lo bastante dichoso para sí.