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El problema general que este congreso quiere abordar es el de la articulación entre el conocimiento experto y el buen gobierno. La divergencia entre los avances científicos y tecnológicos (en su evolución hacia las llamadas tecnociencias), las estructuras administrativas, los mecanismos de producción y la población no hace más que aumentar a medida que el número de los primeros se  multiplica y sus impactos se extienden y amplifican. Por un lado, la complejidad de las disciplinas técnicas y  científicas (incluidas las artes, las humanidades y las ciencias sociales) vuelve insuficiente la formación de la mayoría de las personas que ocupan los cargos de gobierno (de todo tipo de entidades); por otro, la transformación de la realidad, social y física, se produce a un ritmo mayor que la de las organizaciones que pretenden administrarla; por último, la persona de a pie se siente desbordada por los “avances” científicos y ajena a quienes toman las decisiones sobre cuestiones científico-tecnológicas. Frenar este distanciamiento múltiple constituye un reto, académico y práctico, que esta convocatoria quiere asumir.

El acercamiento entre el entramado de ciencias y tecnologías y “la sociedad” se produce a través de lo que comúnmente se denomina cultura científica. Esta cultura, cuyas claves no son fáciles de comprender (Muñoz  van den  Eynde y Lopera Pareja 2014), se produce no sólo a través de la comunicación o la divulgación, sino también mediante  la percepción del riesgo –Cámara Hurtado y López Cerezo (2012), López Cerezo y Cámara Hurtado (2007, 2011), López Cerezo y González García (2011), y López Cerezo y Luján (2013). En línea con la propuesta de Ulrich Beck de que  las sociedades avanzadas afrontan la reacción  ante los avances tecnocientíficos por medio de un proceso de modernización reflexiva, la cultura científica es el anverso de la cultura del riesgo: un mayor acopio de conocimientos hace percibir más riesgos pero también afrontarlos con mayores garantías. Las personas más cultivadas en ciencia y tecnología mantienen hacia ellas una actitud crítica, y resultan también más exigentes en el ámbito político. La cultura científica (y su complementario: la del riesgo) constituye, por tanto, un elemento crucial para mejorar la gobernanza: los ciudadanos mejor formados serán más exigentes con sus representantes y sus proveedores de bienes y servicios, entenderán mejor lo que ocurre a su alrededor y podrán reducir los riesgos derivados de sus propias decisiones; la administración “científicamente culta” se volverá más ágil para incorporar en su funcionamiento los conocimientos tecnocientíficos; las empresas científicamente cultivadas sabrán cómo producir mejor, con menores riesgos económicos y ambientales, y con mayor aceptación social; y los equipos de investigación que entiendan la cultura científica querrán ser más sensibles a los requerimientos de la población, las empresas y sus gobiernos.

Por otra parte, la cultura científica, por muy profunda y extensa que sea, no garantiza el éxito de la acción, ni siquiera de la acción tecno-científica. Para que esta cuaje, es necesario el concurso de todos los agentes implicados (administración, ciudadanía, empresas, …) y éstos no se implicarán si no perciben la bondad (técnica y moral) de los objetivos y los medios propuestos (Menéndez Viso, 2005).

El establecimiento de una verdadera cultura científica y de una moralidad transparente no es, sin embargo, suficiente para desembocar en una buena gobernanza: como ya vio Platón, el mero conocimiento de lo que debe hacerse no lleva a la buena acción, si no hay además voluntad de emprenderla. Esta sólo puede surgir en una sociedad cohesionada, en la que lo común se perciba como tal. Y eso se da únicamente en un marco de confianza. La confianza es indispensable para forjar una relación fluida y fructífera entre individuos, gobiernos y gestores de las tecnociencias –bien entendido que la confianza se transmite en todas las direcciones, no sólo hacia el entramado de ciencias y tecnologías.

Para analizar estas conexiones, parece conveniente organizar la reflexión en distintos ámbitos. Estos no pueden ser ni las ciencias, ni las ingenierías, ni las empresas, ni la administración misma, ni la población en general, pues estos componentes tienen que estar presentes en todo caso. Tampoco el medio ambiente, que está, por definición, siempre ahí. La división entre disciplinas, a más de repetitiva, resulta demasiado rígida para tratar la cuestión. Trataremos de los ámbitos en los que se genera (o dilapida) confianza, según los tipos de relaciones que la engendran. Este será nuestro punto de partida para cubrir las actividades en las que se percibe el riesgo, se espera una buena gobernanza y se quiere tener confianza. Por eso establecemos las siguientes secciones:

I. Relaciones de creación científico-técnica y artística

II. Relaciones de comunicación (incluida la enseñanza)

III. Relaciones de administración y representación (política)

IV. Relaciones comerciales

V. Relaciones de cuidado

VI. Relaciones de ocio y disfrute interpersonal